Yo me empeño a menudo en que los credos actuales, que castigan el ser más que la acción, no hagan mella en mí. A veces lo consigo y a veces no. He abandonado hace mucho la intención y la necesidad de incluirme en el marxismo y sus especies: el comunismo, el socialismo, el progresismo, el feminismo y otras. También me veo ajeno al ecologismo, al animalismo, al homosexualismo, etc. ¿Soy acaso un conservador? No, pues hay cosas que creo que no se deben conservar, pero otras sí. ¿Soy un retrógrado? Imposible. Eso es algo que puede ser un planeta en su ecuante, pero las sociedades no retroceden ni avanzan. Sólo están en el tiempo.
Soy más bien un reaccionario, porque a veces reacciono ante algunos hechos. El penúltimo ha sido un sello que, por orden del gobierno, quiere festejar el comunismo. Me pregunto: ¿qué es el comunismo? ¿Pronunciaré dictámenes sesudos e intrincados para expresarlo? No. Atenderé sólo a un rasgo. Juzgue el lector si es importante.
Lo primero que afirma de sí el comunismo marxista (¿hay otro?) es que es ateo. En cierto aspecto esto es dudoso. Dice que los predicados que siempre atribuyó a Dios el cristianismo, predicados como saber, poder, bien, belleza, amor, providencia y otros, no eran otra cosa que predicados del hombre proyectados en el cielo, en un fingido ser de luz. No veían los creyentes que ese ser de luz es en realidad el hombre. Había, pues, que recuperarlos, hacerlos bajar desde las estrellas hasta este ser terrestre, al que la religión se los había arrebatado. No se trataba de llegar al cielo, sino de hacer bajar el cielo a la tierra.
¿No es esto religión? Permanecen los predicados y cambia el sujeto: donde antes estaba el Dios-Hombre se pretende instaurar el hombre-dios. Es el reverso del cristianismo. Esto es inevitable: la fe perdida tiene que ser pronto reemplazada. Debe ser por el horror al vacío. La nueva fe es la antigua reflejada en un espejo cóncavo, sin su halo de amor y compasión.
Como no existe el nuevo sujeto había que implantarlo. Se iluminaron los espíritus más soñadores. Sobre la tierra empezó a soplar una verde brisa de esperanza que trajo consigo una lluvia suave y fresca. Las multitudes salieron de sus cobertizos y se adentraron en la llanura para sentir en su piel aquellas nuevas sensaciones. Y echaron a andar. “¿Dónde vamos, padre?”, preguntaba el niño. “Caminamos hacia el mañana, hijo, hacia la dicha y la alegría”.
Pero el mañana siempre es mañana. Nunca llega. Una de las ideas más grandiosas que ha concebido el espíritu humano lleva a ninguna parte, al reino de utopía. Llegó el mediodía. El camino se estaba haciendo largo y muchos se cansaban. Las nubes se abigarraron y lo que era una leve lluvia cambió en una borrasca como nadie antes había visto. La borrasca trajo un huracán y una tormenta devastadora. Los rayos desgarraban el cielo. Todos los edificios antiguos se derruían a su paso. Nada quedaba en pie.
Cuando todo pasó y el Sol filtró alguna luz entre las nubes, se vio la tierra calcinada. No había una sola planta verde y los gorriones habían dejado de cantar. Los hombres que habían sobrevivido volvieron a cobijarse en los cobertizos que no se habían derrumbado. “¿En qué hemos de creer ahora?”, inquirían algunos.
Uno se pregunta: ¿qué debemos pensar de esos soñadores capaces de sacrificarse y sacrificar a sus hijos por una ilusión? Tiendo a pensar que el ensueño y la ilusión, en su doble sentido, son parte imprescindible de la vida humana, por más catástrofes que provoquen. Un canon del Concilio de Orange, que se inspira en san Agustín, dice que el hombre no tiene sobre sí más que mentiras. Puede destruirse una ilusión, pero vendrá otra. Y se andará de nuevo el camino hacia ninguna parte.
Volverán otra vez las lluvias.
(Publicado en Minuto Crucial)