La sed de identidad es universal y profunda. El deseo de pertenencia hunde sus raíces muy adentro. A nadie debe extrañar este hecho. Siempre fue así y siempre será así. Esta sed y este deseo no pueden borrarse, porque son parte imprescindible de las comunidades políticas. Lo que cambia son las cosas en que, a modo de fetiches totémicos, se objetivan.
Las lenguas son algunos de esos seres en que identidad y pertenencia cobran cuerpo, pero desde hace muy poco tiempo. En los siglos medios podía encontrarse en el Camino de Santiago alguien que venía de Alsacia con alguien que venía de Milán. No hablaban la misma lengua, pero se reconocían como miembros de la misma comunidad en la misa, oficiada en una lengua sagrada, el latín, que ambos desconocían. Cuando las sociedades del continente europeo dejaron de ser religiosas, tuvieron necesidad de otros signos de identidad y pertenencia.
Valga el caso de la dinastía Romanov, que reinaba sobre rusos, fineses, alemanes, tártaros, letones, armenios y otras etnias o pueblos. En el siglo XVIII, el idioma de la corte de San Petersburgo era el francés, los nobles de las provincias hablaban alemán y el pueblo llano hablaba ruso. La legitimidad procedía de Dios y del Rey. No había necesidad de otra cosa. Ampliar la nación rusa hasta las fronteras de aquella dinastía ha sido una tarea casi imposible hasta el presente. En ella está enredado Putin, como sus antecesores desde el siglo XIX.
Cuando se desvaneció la religión vino la lengua, acompañada de otros símbolos. Uno de ellos es el fútbol. El hecho del fanatismo que lleva consigo la lealtad a los equipos nacionales o locales es un síntoma actual de esa necesidad de pertenencia. El mismo Putin debió comprender la importancia de este hecho cuando pidió a Abramóvich que penetrara en el mundo del fútbol para adquirir relevancia en la FIFA, vista por él como una organización corrupta, con el fin de conseguir organizar el Mundial y así mostrar que Rusia no está encerrada dentro de sus fronteras y tiene peso real en el mundo.
Una sociedad laica exige de hecho otras actividades para la identidad y la pertenencia. La más importante de todas, aparte de la lengua, puede que sea la serie de ligas televisadas, que organizan el tiempo de modo análogo al calendario litúrgico. Ahora no son miles, sino millones, y hasta miles de millones, los que, gracias a la televisión, asisten al combate incruento entre su Selección Nacional, que es decir su nación, y las de otras naciones.
Llama la atención que en esos combates no se siguen reglas democráticas, sino aristocráticas. Tiene que ganar el mejor, lo que es negar el igualitarismo, además de que no se gana por votación ni por sorteo, lo que pondría a los contendientes en pie de igualdad. Dicho sea de paso: este principio aristocrático está reñido con los que imponen las leyes de educación, tan demócratas. Habría igualitarismo si se siguiera el criterio de aquella tribu que empezó a jugar al fútbol, pero cambió esta regla principal: ningún equipo podía ganar, porque eso significaba una humillación insoportable para el que hubiera perdido, así que debía prolongarse el partido hasta que empataran.
También llama la atención, como hemos podido ver en el partido de España y Marruecos, que la gente se identificó más con la Selección Nacional que con el Parlamento de la Nación, que festejaba la Constitución del 78 uno de esos días. De lo que cabe concluir que dieron más muestras de amor a España los seguidores de la selección que los parlamentarios.