El último verano de Valentín Gamazo

Aquel fue otro verano de sol inmóvil, de polvo que no perdona y de grillos que cantan locos en la sequedad de Castilla. Agosto abría su boca amarilla sobre los campos resecos, y en Rubielos Altos, un padre, tres hijos y una madre aguardaban, como si los hubieran dejado allí suspendidos en vísperas de un Juicio Final.

Don Marcelino Valentín Gamazo era caballero de otra época, ceñido de togas y códigos, confiado en la República como otros hombres creen en los relojes de péndulo, Fiscal General por dignidad, por ley, por el orden que siempre pareció respirar entre las columnas del Palacio de Justicia. Pero ahora, en su refugio de Rubielos, ya no había columnas ni leyes, sino almendros resecos y una certeza que se acercaba por los caminos de tierra con un zumbido de moscas.

La camioneta llegó una mañana, cargada de pólvora y resentimiento. Los milicianos del PSOE bajaron sin prisa, con esos ojos que ya han visto demasiadas noches sin estrellas. Les dijeron que los llevaban a declarar, y don Marcelino, aún vestido con la dignidad de los que han defendido a la ley incluso frente a los lobos, ordenó a sus hijos que obedecieran, que no hay nada que temer si no hay culpa. El silencio del olivar de Calvillos, en Tébar, fue su respuesta.

Los ataron cuando ya no había testigos, los vejaron cuando nadie miraba. Y cuando el cielo se tornó plomo los mataron. De menor a mayor, como si fuesen páginas arrancadas de una historia familiar escrita en tinta roja. Primero Luis Gonzaga, 17 años, luego Francisco Javier, luego José Antonio, y, por último, el padre, al que obligaron a ver cómo la sangre de sus hijos manchaba la tierra que él había creído justa.

Los dejaron en el olivar, cuerpos rotos al sol. El mismo sol que había madurado las vides y alimentado los trigales, ahora bebía la carne de los muertos sin pestañear. Ni siquiera una palada de tierra les ofrecieron. Los chacales se marcharon entre risas, deteniéndose luego en El Picazo a beber gaseosa y jactarse de su obra como quien narra una cacería.

El regreso fue un cortejo al revés. No hubo ataúdes, sino mantas. No hubo música, sino relinchos de caballerías cansadas. La madre, Narcisa, los desveló uno a uno, como si devolviera al mundo los cuerpos que el mundo le había arrebatado. No lloró. Pero sus manos sangraban al clavarse las uñas en la piel.

Años después, uno de los verdugos fue encontrado por azar. La justicia, vestida esta vez de casualidad, lo reconoció en una chispa, en una cara que había sido olvidada por todos salvo por la conciencia. Fue fusilado, y el resto se perdió como humo entre los pliegues de la Historia, ahora reescrita por manos que prefieren mártires falsos a víctimas verdaderas: los que escaparon son ahora reivindicados como quienes sufrieron la represalia del vencedor de la Guerra Civil.

Y queda la pregunta suspendida en el calor inmóvil de aquella tarde, cuando la camioneta se detuvo en el margen del mundo: ¿Recordó don Marcelino, antes del primer disparo, aquellas palabras dichas con indulgente sonrisa seis años atrás, cuando alguien temía que la República trajese fuego y muerte? Tal vez las recordó. Tal vez ya no importaban. Porque allí, entre los olivos y el polvo, la Historia había cerrado una página con sangre, y nadie vino después a leerla.

Dicen que el odio viaja más rápido que el viento, y que no olvida. En aquel grupo de milicianos que descendió de la camioneta como una jauría de sombras, venía también la larga mano de Madrid. Una orden no escrita, una deuda sellada con sangre: hacer pagar a quien, en su dignidad, se atrevió a acusar al “Lenin español”, a Francisco Largo Caballero. No bastaba con el exilio o el silencio. Había que borrar a Valentín Gamazo con fuego, con miedo, con la risa áspera del crimen impune.

Y aun así, no lo lograron. Porque hay cadáveres que no se entierran nunca. Porque en las noches quietas, cuando el grillo detiene su canto y la brisa huele a olivo seco, alguien recuerda: un agricultor del pueblo, abuelo de quien esto escribe, viene a podar los olivos de su finca, a laborear la tierra y, de paso, limpia de hierbas el suelo de las cuatro cruces y acaso deja allí unas flores silvestres recogidas al pasar.

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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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3 respuestas a El último verano de Valentín Gamazo

  1. Anónimo dijo:

    Magnífico artículo.

  2. Anónimo dijo:

    Excelente artículo.

  3. Anónimo dijo:

    Terrible

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