Resta solamente decir algunas palabras acerca del destino que a la misma Moira tocó cumplir en la evolución de la mentalidad griega. Su significado originario era el de lote o parte que se asigna a alguien o algo. En la religión olímpica dio lugar a la existencia de tres compartimentos en el universo, cada uno de los cuales había sido por igual entregado a alguno de los tres grandes dioses, con la obligación expresa de que ninguno de ellos podía usurpar el territorio asignado a otro. Como se ha advertido, era una exigencia implícita en el sistema politeísta, y no era desconocida de las gentes, como puede comprobarse en el canto XV de la Ilíada, donde Poseidón se declara humillado por haber recibido una orden de Zeus en la que le manda dejar de luchar a favor de los aqueos. Su humillación no es otra que la de recibir un mandato de un dios igual a él:
«Aunque él sea poderoso, tales palabras son imposibles de soportar, si es que pretende hacerme torcer mis propósitos con violencia, por más que yo sea su igual en rango. Pues tres hermanos somos, nacidos de Cronos y Rea, Zeus y yo, y Hades es el tercero, el señor de los muertos. Y todas las cosas fueron divididas en tres regiones y cada uno tomó la parte que le correspondía. . . Por lo tanto, jamás obraré conforme al propósito de Zeus; no, y por más que su poder sea grande, que viva tranquilo en esa tercera parte que es la suya».
Esta declaración de principios politeístas por parte de un dios ofendido es reveladora. En ella se ve cómo cada uno de los dioses ha recibido un dominio a través de un reparto en que él no ha intervenido. Una fuerza superior les impuso dicho reparto y de el veían ellos emanar sus derechos y limitaciones. Pero hay un hecho importante que la Ilíada narra a continuación de estas palabras emitidas por Poseidón: que, a pesar de su negativa inicial, obedeció el mandato de Zeus, lo cual muestra que el status del padre de los dioses se estaba elevando por encima de los que hasta entonces habían sido sus iguales. Se trataba sin duda de los principios de una revolución monárquica que transformó el orden divino.
Un orden divino que Cornford gusta de definir como espacial, lo que la da pie a buscar su origen en la distribución topográfica de la tribu sobre el territorio en que estaba asentada. Se trataría entonces de una ordenación territorial que fue utilizada para comprender el universo, y hasta se aplicó a los mismos dioses. Estas son ideas que el autor extrae de las teorías de Durkheim acerca del totemismo. Por ello, basta ahora con señalar que, según Cornford, la organización tribal arcaica proporcionó un concepto original suficiente para contener en sí el alma humana, la naturaleza en su conjunto y el mundo divino. Este concepto tendrá una larga y fecunda historia, pues acabará constituyendo la idea de physis. De este modo vuelve a encontrarse otro apoyo a la tesis de que la filosofía heredó intactos temas que la religión había ya caracterizado perfectamente.
Respecto a la suerte final que estaba reservada a la Moira, puede adivinarse fácilmente que fue la de ir cediendo paulatinamente ante el ascenso de los dioses. Cuando aquélla conservaba todo su poder, a éstos no les quedaba más posibilidad que la aquiescencia, pero más tarde, casi en el mismo Hesíodo, el reparto del mundo resulta ya de un juramento a que se han obligado los mismos dioses. Pero en ese proceso el mismo personaje divino no pudo permanecer indemne. El Zeus antiguo guardaba poca semejanza con este demiurgo legislador.
La exposición de esta evolución religiosa tenía el fin de constatar que algunos temas importantes le fueron comunes con la filosofía, y recordar que la filosofía misma volvió a recorrer un camino semejante, puesto que, lo mismo que el pasado mítico alumbró la voluntad de un dios omnipotente en la persona de Zeus, el dios que sustituyó a la Moira y declaró como efecto de su voluntad legisladora lo que hasta entonces se había reconocido como la estructura propia del universo, después volvió la filosofía a recurrir a una Mente creadora y organizadora, responsable de un orden natural que, en sus orígenes, como es el caso de Anaximandro y los restantes milesios, era sencillamente el orden que existía desde la eternidad por derecho propio. El desarrollo es esencialmente el mismo en ambos casos:
«Se trataba de un proceso de repartición (Moira), de distinción (diácrisis), de distribución (dianomé), de legislación (nomozesía), de ordenación (diakósmesis). El dios personal de la religión y la razón impersonal de la filosofía únicamente funcionan como distribuidores (només) de aquella vieja partición llamada Moira que . . . era de hecho más antigua que los mismos dioses y libre, además, de toda implicación de plan o designio».