Boñiga de caballo y cambio climático

l género apocalíptico siempre está con nosotros. En los comienzos tenía como motivo y pretexto la religión, y así continúa siendo en muchos lugares del planeta. En Occidente sigue manteniendo su vigor, incluso acrecentado, si bien, una vez que una parte importante del cristianismo se ha secularizado, cualquier cosa puede servir para promoverlo, poniendo ante los ojos atónitos de las gentes un sinfín de catástrofes venideras.

Hacía falta una mente calenturienta para poner el foco apocalíptico en la posta de caballo, pero sucedió a finales del siglo XIX.

En el año 1894, el periódico londinense The Times vaticinó que en unos cincuenta años la entera ciudad de Londres estaría cubierta por una capa de dos o tres metros de boñiga de caballo. Era un pronóstico bien fundado, pese a que se trató de un bulo, pues el periódico nunca anunció tal cosa. Con todo, hubo quien creyó, a juicio del periodista Brian Groom, que el crecimiento exponencial de los excrementos de equinos era una seria amenaza para la civilización. Fue en las mismas páginas de The Times donde se dio la noticia como verdadera el año 2017, aunque la jefa del archivo histórico del periódico dijo posteriormente que nunca se había publicado tal noticia, ni en el año 1894 ni en ningún otro. No obstante, el hecho de que fuera un bulo no impidió la visión apocalíptica.

Si digo que el pronóstico no era incorrecto es porque en aquel entonces las ciudades aumentaban de tamaño y población, las distancias se alargaban y el único medio de transporte era o bien el caballo o bien el carro tirado por caballos. Se calcula que en la Gran Manzana de Nueva York había unos 170.000 equinos y en Londres más de 50.000. Puesto que cada uno de ellos produce unos 10 o 15 kgs. de estiércol al día, en Nueva York habría entre uno y dos millones de kgs. diarios, a lo que habría que añadir una gran cantidad de litros de orina, a razón de un litro por animal. También había que añadir el cadáver de los animales, que solían abandonarse en la calle cuando morían.

No había forma humana de librarse de semejante cenagal infecto. Durante un tiempo se utilizó como fertilizante, pero los campos tardaron poco tiempo en no poder absorberlo y los campesinos empezaron a cobrar por llevárselo. Aquel pútrido barrizal se acumulaba por todas partes, sobre todo en las calles, introduciéndose en los sótanos y obligando a construir las entradas elevadas de las casas, un rasgo distintivo de Nueva York todavía en el presente. Nadie daba con la solución. Nadie cayó en la cuenta de que ésta se estaba gestando en el taller de Karl Benz, que había patentado en 1886 su Benz Patent Motorwagen.

El catastrofismo apocalíptico anexo a la boñiga de caballo en las grandes ciudades a finales del siglo XIX corre parejo con el del cambio climático en la actualidad, con la diferencia de que ahora el respaldo teórico del apocalipsis climático corre a cargo de “La Ciencia” y la ONU, que condenan al infierno de la irracionalidad y la estupidez a quien se atreva a dudar de sus asertos. Pero hay uno de esos asertos, emitido por el alto organismo la semana pasada, que resulta no sólo falso sino animado del deseo de engañar. Lo han denunciado Domingo Soriano y Bjorn Lomborg. El comunicado de la Organización Meteorológica Mundial, organismo de Naciones Unidas, dice que en un periodo de 50 años el número de desastres se ha quintuplicado por causa del cambio climático, la meteorología y la “mejora en los mecanismos de suministro de información”.

Y aquí reside el engaño, tan grosero que causa rubor. No es que los desastres se hayan multiplicado por cinco, sino que hay muchos más países dando información sobre ellos que hace cincuenta años. La cifra que parece haberse multiplicado por cinco es la de los conocidos, no la de los reales. Además, en los que sí daban esa información no hay ese factor de multiplicación de que habla el informe.

Un apunte no carente de interés es que, mientras en la antigüedad y los siglos medios el género apocalíptico se nutrió de la religión, ahora se nutre de «La Ciencia», que en realidad no es otra cosa que falsa religión. Además, la ciencia como tal no existe, sino que hay muchas ciencias que se entrecruzan, se complementan, se oponen, etc., pero no componen un mosaico que represente en conjunto la realidad. Pero esto es otro tema.

(Previamente publicado en Minuto Crucial el 09/09/2021)

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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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