Despreciar al político

Tres son las formas posibles de gobierno, dependiendo de que el mando sea de uno, de varios o de todos: si de uno, será monarquía o tiranía, si de varios aristocracia u oligarquía, y si de todos politeia o democracia, siendo bueno el primero de cada par y malo el segundo. Esto dice Aristóteles en su Política. La lógica no puede refutar esta clasificación, porque o bien hay uno o bien varios o bien todos, y nada más. Las posibilidades son tres y sólo tres.

La lógica así lo dispone, ciertamente, pero la realidad es otra, porque en ésta siempre es una oligarquía la que gobierna. Incluso cuando reinaba Luis XIV, el Rey Sol (“Yo soy el Estado”), el Vicario de Cristo en la tierra según la teología política que respaldaba el gobierno absoluto de Borbones franceses y Estuardos ingleses en contra de la doctrina del Papa de Roma, era de todo punto necesario que hubiera un nutrido grupo de ministros, intendentes reales y otros funcionarios para regir la vida de veintisiete millones de almas que entonces moraban en territorio francés.

La lógica menciona lo que es posible, la realidad muestra lo que existe de hecho. Es muy exiguo el empeño de la segunda por seguir lo que dicta la primera.

Tiene además poco sentido tratar de saber quién debe gobernar, porque quien se preocupa sólo del debe se abandona a ensoñaciones y fantasías, se olvida del es y suele marchar directo a su ruina. Con todo, es una preocupación tan antigua como la existencia de los Estados y de la propia filosofía política. De ésta han brotado rayos de luz que iluminan lo real. Así es La república, de Platón, dedicada por entero a construir con pensamientos una sociedad política perfecta, donde se advierte que nunca debe ser el poder de la totalidad, o el pueblo, porque entonces la tarea de gobernar va a parar a los menos preparados, lo que por fuerza genera desorden e injusticia.

Cada cual sabe muchas cosas de su oficio, el médico de medicina, el albañil de construcción, el zapatero de zapatos, el campesino de agricultura y así en todos los demás, pero el que rige el Estado en un régimen popular, o de democracia de masas, no tiene conocimiento alguno, y, sin embargo, será quien más se esfuerce en defender su derecho al gobierno, insultará de la peor manera a quien se lo niegue y, en el caso extremo, estará dispuesto a matarlo. “Todos tenemos derecho a gobernar”, dirá, aunque en realidad gobernará él solo, ayudado por una cohorte de seguidores, conformando así de hecho una oligarquía.

Así es la realidad cuando cualquier individuo está habilitado para el mando, porque decir “todos” es lo mismo que decir “uno cualquiera”. La contrapartida, el poder en manos de un hombre sabio y perfecto, es imposible, porque un hombre así no existe y, si existiera, nunca se le confiaría el timón de la nave. En hombres providenciales, hombres perfectos y sabios según opinión de las modernas democracias, confiaron varias naciones europeas durante la primera mitad del siglo XX sólo para ver cómo se desataba sobre ellas un vendaval de muerte y destrucción. La perfección ideal se convierte en su contrario cuando se hace real. Hay que huir de estos sujetos como de la peste.

Quedan entonces las oligarquías, que son de dos clases en nuestro tiempo democrático: la que se forma con una casta de individuos superiores en capacitación y la que se forma con individuos cualesquiera. Esta última es la que padecemos. No obstante, es preferible a la anterior en algo: en que fácilmente se hace objeto de desprecio, como le decía a Max Weber un albañil americano, personaje de elevado rango en su sociedad de principios del siglo XX: no importa que sean corruptos, embusteros, traidores y ladrones; hay mucho dinero y pueden robar lo que quieran, que siempre quedará algo para los demás, hasta para nosotros, que no gobernamos. Eso nos da una ventaja, y es que podemos escupir a los profesionales de la política, cosa que no podríamos hacer si fueran superiores a nosotros en estudios y preparación, si formaran una casta de seres superiores, porque entonces serían ellos los que nos escupirían y nos despreciarían a nosotros.

A quienes no se dejen convencer por estas razones les ruego que piensen, no si dicen o no lo deseable, sino si expresan correctamente la realidad.

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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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