La eutanasia: ¿vida indigna de vida?

Había una brisa leve, casi imperceptible, como si la historia respirara por entre las rendijas de los años, trayendo consigo un susurro, un aviso apenas audible. En las páginas de este libro[1] los autores abren ventanas a una habitación mal cerrada del pasado, y el aire que entra es frío, viejo, punzante. Comparan, con manos temblorosas pero firmes, el movimiento contemporáneo por la eutanasia con ciertas sombras alargadas del nacionalsocialismo. Algunos podrían decir que exageran. Que una cosa fue matar por desprecio a la vida ajena y otra es hoy dejar morir, o incluso ayudar a morir, por compasión hacia uno mismo. Pero no todo lo que parece distante lo está.

Porque la pendiente es resbaladiza. Primero se habla con la voz del enfermo. Luego, con la del médico. Después, con la del sistema. Y en algún momento ya nadie sabe quién habla. En Holanda, dicen los autores, esa cuesta abajo se ha andado ya, paso a paso. Y en el aire flota la figura recia del obispo von Galen, que desde Münster alzaba la voz contra la muerte disfrazada por los nazis de piedad. Pero su voz, como la de un profeta en el desierto, se ahogaba entre las rúbricas legales y las batas blancas.

Todo comenzó, si es que todo no comienza siempre igual, con una idea. Una idea que se desliza como serpiente por entre palabras bien intencionadas: hay vidas que no valen. Vidas sin luz, vidas que duelen, vidas que pesan. Se las mide, se las clasifica. ¿Consciencia? ¿Utilidad? ¿Sufrimiento? Y con el dedo se señala, y con una firma se elimina. Primero fueron miles. Luego millones. Judíos, gitanos, locos, tristes, enfermos. Todos mezclados en un silencio espeso.

Después, como siempre, vino el consuelo del lenguaje. Se dijo: no es muerte, es compasión. No es horror, es amor. El cine ayudó. Una película —¡una película!— con música melancólica y luz suave, donde una mujer, vencida por la esclerosis, suplica a su esposo que le dé descanso. Se llamaba Ich klage an, Yo acuso. Y era el canto dulce y amargo del veneno.

Finalmente, se alzó el argumento supremo: la autonomía. El derecho. El yo. “Si tengo razón, decía un personaje, sacerdote vencido por su propia lógica, tengo derecho a decidir
sobre mi final.” Y lo decía en nombre de Dios. Porque también Dios, cuando conviene, se pone del lado de la razón calculadora.

Así fue como la autonomía, esa palabra brillante como cuchillo nuevo, no fue, como algunos creen, el sello de la modernidad, sino la moneda ya gastada de otros tiempos, la que ya sirvió para justificar la muerte vestida de libertad.

Y el libro, que parece hablar del pasado, habla del presente. Y quien lo lee, sin quererlo, empieza a oír pasos detrás de la puerta. Pasos lentos, legales, comprensivos. Pasos que vienen a preguntar si uno aún desea vivir, como le ocurrió a Randy Stroup, un hombre con cáncer, que en 2008 escribió al sistema de salud pública del estado de Oregón (Oregon Health Plan) pidiendo ayuda para pagar una quimioterapia. La respuesta fue un portazo de cortesía: no cubriremos su tratamiento, pero sí estaríamos encantados de financiar su suicidio médicamente asistido.

Uno imagina ese momento como el plano cerrado de una película: la carta en la mesa, el silencio denso en la habitación, la mirada fija de un hombre que lee dos veces una frase que no debería existir. Y sin embargo existe.

La historia no es simplemente la de un contrato frío entre cliente y aseguradora. Es un signo, una grieta en la forma en que hemos comenzado a imaginar qué es una vida digna, qué es una muerte ofrecida y qué precio se le pone a cada una. En una economía de mercado, hay cosas que se compran y cosas que no. Pero en una sociedad de mercado, todo tiene precio. Todo es vendible. También la muerte.

Ya no hablamos de un mercado que intercambia tomates y televisores. Hablamos de una lógica que ha extendido sus dedos a lo más íntimo del ser. A la enfermedad. Al dolor. Al sentido. Si vivir cuesta, y curarse cuesta más, entonces la muerte se ofrece como rebaja, como oferta de fin de temporada. Con carta certificada, membrete y firma.

Y uno se pregunta: ¿en qué momento el sistema se volvió tan cortés con la desesperanza? ¿Cuándo aprendimos a llamar «servicio» al acto de abandonar a alguien? ¿Cuándo el verbo cubrir dejó de significar protección para convertirse en lápida?

Y la carta, tan blanca, tan correcta, tan limpia, reposó un tiempo sobre la mesa.


[1]
Spaemann, R.; Oduncu, F.; Hohendorf, G..
Sobre la buena muerte: Por qué no
debe haber eutanasia
.


 
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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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