Hay un hotel antiguo en la ciudad, como una historia escrita sobre piedra húmeda. Las paredes exhalan un aliento de madera vieja y de sombra, y cada enero parece que los mismos huéspedes regresan como pájaros migratorios de alma lenta. Todos se reconocen
con una sonrisa leve, como si compartieran un sueño del que nadie quiere despertar del todo.
La cafetería, noble y espaciosa, tiene una gran cristalera que da a un jardín rodeado por muros que han aprendido a callar. En invierno, ese jardín es un poema triste; en primavera, una sinfonía de lirios. Es allí donde acostumbro a leer, a veces a escribir, a veces simplemente a estar. Pero ayer no pude. Dos damas hablaban en la mesa vecina. Una de ellas —voz templada, grave, de esas que cortan el aire como navaja sin esfuerzo— exponía una idea que se me fue quedando dentro, como polen pegado a la ropa tras cruzar un campo sin querer.
“No hallo otra cosa que resentimiento en el feminismo”, decía. “No es un sentimiento, sino una repetición del sentir. No es amor, sino furia domesticada que no puede salir al mundo sin disfrazarse. Como una víbora que ha mordido a su domador y ahora se enrosca en su propio cuello”.
Hablaba sin odio, pero con una lucidez implacable. Decía que el resentimiento era una repulsión disfrazada de virtud, un veneno interior, no contra el otro, sino contra sí misma. “Quien no se soporta, decía, no puede amar. Ni siquiera puede odiar bien. Sólo puede re-sentir. Ese re-sentir se vuelve discurso, luego consigna, luego estandarte”.
Y luego habló del amor: del verdadero, del que nace de una fuerza interior que se sabe digna. Dijo que sin amor a uno mismo no puede haber amor al otro. Que el altruismo era un invento moderno para no mencionar el mandato evangélico. Que no se puede dar sin tener. Que muchas feministas no amaban a las mujeres, sino que huían de sí mismas buscándolas en ellas. “Y en esa huida, susurró, sólo destilan lo que llevan dentro”.
Aquí calló, y yo, que había dejado el libro sobre la mesa sin darme cuenta, me limité a observar cómo el sol moría tras los muros altos del jardín. Me fui sin apuro, pero con una
inquietud.
Pasaron algunos días, quizá semanas o meses. El almendro del jardín estallaba en flor como si alguien lo hubiera encendido con una cerilla de marzo. Volví a mi mesa de siempre. Y allí estaban de nuevo, las dos damas. La misma voz, ahora más firme, desplegaba argumentos como si tejiera una tela invisible entre las tazas de café y los ecos de las cucharillas.
“El feminismo no es causa, sino efecto”, decía. “Las mujeres no salieron al mundo por ideología, sino por necesidad. El mercado laboral fue su gran seductor. La píldora fue sólo un medio. No hay voluntad sin motivo. Y el motivo fue la supervivencia”.
Y hablaba del paso de la manufactura al servicio, de cómo los salarios no alcanzaban, de cómo la mujer tuvo que ayudar a sostener la casa, no para destruirla, sino para salvarla. Pero luego, como siempre, el discurso se volvió justificación, consigna, bandera. “El feminismo llegó después, añadió, como una novela mal escrita sobre hechos que ya habían sucedido”.
“Cuando ganaron independencia económica”, proseguía, “muchas comprendieron que no necesitaban el peso de un matrimonio desigual. Optaron por menos hijos. O por ninguno.
Prefirieron promoción a procreación. Y el mundo, que no sabe vivir sin consecuencias, ahora se mira en el espejo y no se reconoce.”
Mencionó divorcios que se encadenan como estaciones de tren. Mencionó la multiplicación de vínculos efímeros, la celebración del sexo desvinculado, la glorificación de lo nuevo por ser nuevo. “Una sociedad que no cuida su continuidad está aceptando dejar de existir.”
Y luego, con voz más baja, habló de los niños: de los que viven en medio, entre madre y madrastra, entre padre y padrastro, entre hogares que son todos y no son ninguno. “Aún no sabemos qué normas están emergiendo, decía, ni qué tipo de amor están aprendiendo”.
Finalmente, se detuvo en la soledad. En los hombres y mujeres mayores que compiten por afectos que no encuentran, en los que habitan pisos silenciosos como criptas, donde sólo la televisión susurra por las noches. “Muchos viven solos. Muchos duermen solos. Y en su corazón la llama del deseo apenas parpadea.”
Aquí terminó su discurso.
Yo debía marcharme. Pero mientras caminaba por el vestíbulo del hotel, pensé en aquel pasaje del Estagirita en que dice que algunos delinquen por buscar placer sin dolor, y que el remedio (lo había escrito con certeza de griego sabio) es la filosofía. Si es, claro, que el placer no necesita del cuerpo de otro para tener sentido.
Me fui del hotel con esa frase colgada del alma. Como si fuera una jaula vacía esperando que alguien le pusiera dentro un nuevo pensamiento.
Triste, casi trágico por descarnado. En todo caso, realista mente arrollador.