Las jaulas de los puros

Viajero: si alguna vez tus pasos, ligeros o cansados, te llevan a Münster, deja que una mañana clara te abrace en la plaza de San Lamberto. Allí hallarás una iglesia, alta y antigua, como un susurro del tiempo pasado. No es una iglesia cualquiera, sino una que parece recordar. Y a veces las piedras recuerdan mejor que los hombres.

Ojalá el cielo esté azul y el aire templado como la mano de una madre que acaricia. Siéntate en una de las terrazas, esas que podrían estar en Madrid, en Sevilla o en alguna calle soleada de Málaga, y pide un café. Que un camarero educado y silencioso te sirva también un pastel, y que lo haga como si sirviera algo sagrado.

Desde allí, desde tu mesa, contempla la torre gótica de San Lamberto, una lanza de piedra que rasga el cielo. Alza la vista. Más arriba. Más todavía. Justo encima del reloj, ese que aún marca la hora de todos los olvidos, verás algo que tal vez no esperes: tres jaulas de hierro colgando del campanario. Tres ataúdes al aire, tres cofres sin alma. Ahí estuvieron los cuerpos de Jan Bockelson, Bernt Kniperdollink y un tercer nombre que el tiempo ha devorado. Tres hombres que quisieron abrir el cielo con las manos y sólo consiguieron encadenarse al infierno.

Fue en 1536. El eco de sus gritos aún vibra en los muros. Pero el principio de su reino de locura comenzó dos años antes, cuando Bockelson, alto, hermoso, incendiado por la fe, caminó por las calles de Münster diciendo que el mundo iba a arder, y que sólo esa ciudad se salvaría. Que allí, en medio de los tejados y los huertos y los rezos, comenzaría la Nueva Jerusalén.

Y la gente le creyó.
¡Cómo no creer a quien habla como un ángel y mira como un rey! Hombres y mujeres lloraron, se arrojaron al suelo, vieron visiones, espumaron por la boca. Se llamaron “hermano”, “hermana”, quemaron el “yo” y el “tú” en el fuego sagrado del “nosotros”. Compartieron pan, compartieron casa, y creyeron estar limpios para siempre. “No pecaremos más”, decían. “Ya no podemos”.

Los que no creyeron, fueron arrojados a la noche. Mujeres con hijos en brazos, viejos con los huesos rotos por los inviernos, niños que aún no sabían decir “Dios”. Todos fuera. Quedaron los elegidos. Y el Reino comenzó.

Primero fue la fraternidad de bienes: nadie poseía nada, todos lo poseían todo. Después vino el mandato de Dios, el de Bockelson: poligamia, multiplicación, esposas jóvenes, casamientos forzosos, divorcios necesarios. Lo que había comenzado como hermandad terminó en deseo sin bridas. La Nueva Jerusalén olía a hambre y a sexo. A pan duro y a carne triste.

El profeta se convirtió en Mesías. Vestía sedas, acuñaba moneda con su nombre, y exigía rezar sólo al Padre, como si Cristo le hiciera sombra. Sus esposas, bellas, asustadas, obedientes, eran su harén. Su corte. Su escudo. El Reino de Dios había mutado en carnaval. Y el carnaval, en farsa trágica.

Cuando todo acabó, cuando las espadas hablaron por última vez, colgaron sus cuerpos en las jaulas. No por justicia, sino por advertencia. Para que todos los siglos futuros supieran que los puros, cuando se convencen de no poder pecar, son los que más hondo caen.

Y tú, viajero, mientras apuras el café y miras cómo el sol baña las piedras, sabrás que lo que te cuento no es sólo historia, sino profecía. Porque los puros de ahora se parecen demasiado a los de entonces. Porque siguen diciendo que el fin justifica los medios, que la pureza absuelve la crueldad. Y porque, tú lo sabes, donde hay desmanes, hay casi siempre avaricia y lujuria.

Así que mira bien esas jaulas, amigo. Mira y recuerda. No para condenar, sino para prevenir. Porque la Nueva Jerusalén, cada tanto, intenta volver.

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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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