Había una vez un mundo, el nuestro, dicho sea de paso, en el que los cuerpos humanos, casas hechas de carne y temblor, avanzaban como viejos tranvías por rieles de tiempo, mientras en su interior, en los pasillos oscuros, chispeaban aún los fuegos fatuos de la memoria, del deseo y de la ilusión. No era un mundo de relojes perfectos ni de vidas armoniosas. Era un mundo en que la vista se apagaba antes que el oído, y la fuerza de los brazos duraba más que la agudeza del juicio. Nada moría al unísono. Y sin embargo, nos soñábamos máquinas celestes, engranajes sin óxido, simetrías puras que se detendrían todas al mismo tiempo, con un último suspiro coral.
Pero no. La biomedicina avanza, sí, como un niño que juega a construir un hombre con retazos de ciencia y parches de esperanza. Aquí y allá cura, remienda, prolonga, aunque rara vez transforma. Y mientras alarga los días, los llena de noches. Porque uno puede vivir más, pero no siempre vive mejor. A veces, simplemente permanece, oxidado, decrépito, sin inteligencia ni memoria.
Y en ese permanecer, todo se va cuarteando en el cristal de la conciencia. Hay, empero, una forma especial de deterioro, más sutil y más cruel. No es del cuerpo, sino del alma pensante: esa rigidez de ideas como barro que se ha secado al sol. Uno se vuelve entonces prisionero de sus certezas primeras. Se es liberal o conservador, audaz o temeroso, no por razón, sino por inercia neuronal. Las avenidas del pensamiento, que antaño se bifurcaban como ríos juguetones, se vuelven canales rectos y estancados.
El recambio de generaciones, ese misterioso tic-tac de la historia, se ralentiza. Ya no mueren los viejos para que los jóvenes construyan su mundo. Y el mundo se atrasa. La economía, como bromeaban los viejos economistas, avanza a ritmo de funeral. Pero si los funerales escasean, ¿qué será de la economía, del arte, de la música, del amor?
Los libros, como viejos profetas, lo habían anunciado. Uno de ellos, “El Cuarto Giro”, veía en cada siglo cuatro estaciones humanas, como en los cuentos de hadas. Otro, “Tiempos Finales”, hablaba de élites que se multiplicaban como las sombras al caer la tarde. En ambos, el motor era el cambio de rostros, de voces, de esperanzas. ¿Y qué pasará cuando esos rostros no se vayan nunca, cuando los ancianos no suelten la batuta, cuando el mundo sea una sinfonía sin crescendo?
Un día, el narrador de esta historia, un sabio que ya ha visto el reloj avanzar más allá de lo que su linaje permitió nunca, discutió con un entusiasta de la inmortalidad. “¿Para qué vivir cien años más, dijo, si vas a repetir, como un loro incansable, tus mismas antiguas tonterías?”
La historia se vuelve tragicomedia cuando la vida se prolonga sin renovación. La juventud empuja, quiere espacio, pero la ancianidad no se mueve. Las generaciones se superponen como capas de pintura mal dadas. Los jóvenes exigen nuevas formas, pero los mayores insisten en los viejos marcos. Y mientras tanto, la tecnología vuela, salta, rompe moldes. La brecha se abre. El vértigo acecha.
El oriente ya vive esta distopía callada: Japón, Corea, copas de vino invertidas en vez de pirámides vitales. Y los cuidadores vienen de lejos, cruzan mares y fronteras para asistir a quienes un día les cerraron las puertas. La paradoja se vuelve cotidiana: los jóvenes de los países pobres sostienen a los viejos de los ricos. Como Atlas, pero con contrato temporal.
¿Por qué no vivimos eternamente? Porque la vida eterna detiene la evolución, lo paraliza todo. Porque la muerte, con todo su luto, es la madre del cambio, por extraño que parezca. Y sin cambio, el mundo se pudre. La longevidad, ese deseo íntimo de cada individuo, puede ser la condena del conjunto.
Al final, el narrador, el anciano, el testigo, el hombre de ciencia y memoria, se confiesa. Ha vivido más de lo que sus genes prometían. La biotecnología le ha dado años. Pero no le entusiasma la idea de vivir veinte más, arrastrando consigo no el cuerpo, sino las ideas. “Decía lo mismo en hace sesenta años”, susurran a su espalda.
Y él, acaso con una sonrisa melancólica, responde en silencio: Es hora de seguir adelante.