De la edad que precedió a toda escritura, la que los modernos llaman prehistoria, poco, o más bien casi nada, nos ha sido legado por la Providencia del tiempo. Tal es nuestra indigencia en noticias religiosas de los siglos que corren desde los albores del homo hasta las edades del bronce, que más abundan las suposiciones que los testimonios, y más la osadía que la certidumbre. No obstante, acontece entre los modernos que, donde falta la piedra, levantan torre sobre el aire: allí donde no alcanzan los documentos, se alzan con pasmosa seguridad las conjeturas antropológicas. Y así, como dijo Séneca, “hombres hay que se glorían más de imaginar que de saber”[1].
Uno de los que más seriamente trató de alzar cimiento firme para la ciencia de la religión fue Emilio Durkheim, insigne sociólogo francés, cuya doctrina seguiremos aquí con particular atención, tal como la expuso en su obra Las formas elementales de la vida religiosa[2]. Procuraremos mostrar lo más sustancial de su pensamiento, no sin antes advertir que toda religión es, a juicio del autor, un fenómeno compuesto y arduo, no susceptible de aprehensión sin previo desentrañamiento de sus partes esenciales.
La religión, dice Durkheim, no se deja reducir sin violencia a un solo principio. Consta de creencias, de ritos, de fiestas, de dogmas, de mitos, de congregaciones, y de otras piezas menores o accesorios. Pero no todos estos elementos poseen igual dignidad ni peso en la balanza de la ciencia. Es menester, pues, proceder con bisturí filosófico, y separar lo sustancial de lo accidental, lo principal de lo derivado. Así como el médico distingue el humor radical de las efusiones secundarias, así el filósofo de la religión ha de apartar lo que sólo ornamenta de lo que constituye.
Algunas partes pueden desecharse sin mengua. Así el folklore, que si bien entretiene, poco aclara. Muchas supersticiones populares se han incorporado a las religiones positivas, como en el cristianismo ciertos duendes, demonios locales o fiestas paganas de primavera, y aunque Mannhardt y su escuela extrajeron ciencia de tales elementos[3], no por eso deben hacernos perder de vista lo fundamental.
Durkheim concluye que los dos elementos fundamentales son las creencias y los ritos. Las primeras son representaciones del pensamiento; los segundos, manifestaciones de la acción. Ambas se ordenan al objeto común de la religión: lo sagrado. Lo que define a una religión no es tanto el contenido de sus dogmas como la distinción que establece entre lo sagrado y lo profano. Tal escisión es, para Durkheim, el nervio primero de toda experiencia religiosa. No se trata de distinguir por nobleza, por autoridad o por poder, como entre el amo y el siervo, sino por una heterogeneidad radical.
Sagrado puede ser lo más ínfimo: un guijarro, una palabra, un ademán. Profano puede ser lo más excelso en lo civil. La frontera no es fija: muda con los siglos, con las culturas, con los ánimos. No hay esencia perpetua de lo sagrado, sino oposición radical frente a lo común. Y así como en la medicina distinguimos salud y enfermedad, o en la moral bien y mal, sin poder reducir unos términos a los otros, así tampoco lo sagrado puede reducirse
a lo profano.
Esta partición no es sólo mental. Se vive con dramatismo en las ceremonias religiosas: en los ritos de paso, como los de pubertad, ordenación o muerte. En todos ellos el hombre se transforma, no simbólicamente, sino verdaderamente: deja de ser profano y nace como sagrado, como si muriera a una vida y resucitase a otra. Ejemplo notable de esta experiencia discontinua es el monacato, donde el hombre abandona el mundo secular y se entrega de lleno a lo divino; más aún, el suicidio religioso, que lleva al extremo la fuga del
mundo.
Para quien no participa de una religión dada, es difícil, cuando no imposible, discernir esa línea divisoria que separa lo santo de lo vulgar. De ahí que incurra con facilidad en ofensas, al no comprender que lo sagrado no admite roce ni impureza. El creyente no soporta que se mancille lo intocable. Y no se trata de una simple emoción: es un juicio ontológico que estructura su visión del mundo.
De manos de Durkheim, pues, recibimos un criterio no tanto definitorio como metódico: que una religión se reconoce allí donde la realidad es dividida en dos regiones inconmensurables. En eso consistirá el núcleo de lo religioso. No importa qué seres se alojen en una y otra parte, ángeles, santos, rocas o demonios, sino que haya una partición. Martín Velasco, Eliade y otros han aprovechado este criterio para sus estudios contemporáneos[4].
Donde se produce tal escisión, brotan también los demás elementos religiosos: plegarias, congregaciones, jerarquías celestiales, mitologías. Ninguna religión, por austera que sea, puede escapar a esta fecundidad simbólica. El cristianismo, que profesa un solo Dios absoluto, acoge sin reparo a toda una cohorte de bienaventurados, mártires, potestades y criaturas angélicas. Lo mismo puede decirse, mutatis mutandis, de otras confesiones.
Sabemos bien que lo aquí dicho no será del agrado de todos. Los fieles, especialmente, hallarán fría o ajena esta mirada que no brota del fervor ni del dogma. Pero quien se aventura en la espesura de la selva religiosa sin mapa, ha de contentarse con lo que le ofrecen las huellas, las bifurcaciones, las señales parciales. No hemos pretendido decir qué inspira el sentimiento religioso, sino qué principio lo articula: la distinción entre lo que se toca y lo que se venera, entre el barro y la llama, entre el mundo y aquello que lo trasciende.
[1] Seneca, Epistulae Morales, LXXXVIII.
[2] Émile Durkheim, Les formes élémentaires de la vie religieuse, 1912.
[3] Véase Wilhelm Mannhardt, Wald-und Feldkulte, 1875–1877, y la “escuela mitológico-comparativa” alemana.
[4] Cf. Mircea Eliade, Lo sagrado y lo profano, 1957; Juan Martín Velasco, La experiencia mística, 1999.