De que pueden reconstruirse algunos estratos materiales, pero casi ninguno espiritual
No sin razón advierte el sabio francés que, mientras los signos del tiempo, como los estratos, los utensilios o los pólenes, pueden recogerse con diligencia y método, los indicios del alma, del pensamiento y de la religión primitivas, requieren una fatiga exquisita y una atención casi reverencial. Tan solo un plano fidedigno poseemos de las inhumaciones neandertales, y ello a pesar de contar con numerosas evidencias. Así pues, hay una desproporción entre lo firme que sabemos del tiempo y lo frágil que poseemos del espíritu.
Denuncia el autor el cómodo recurso a la especulación: sustituir el pensamiento por el pensamiento, a falta de hechos. Con ello pone en entredicho el comparatismo excesivo, que en el siglo XIX tuvo su razón de urgencia, afirmar la humanidad del hombre fósil, pero que en nuestros días se degrada en trivial perogrullada. Aquí se impone, pues, una severa limpieza metodológica: descoser los bordados de cultos, mandíbulas y tótems, hasta quedarnos con el hombre en su elementalidad, pensante, viviente, perplejo ante la muerte, no solo hueso.
La cronología prehistórica, aunque inconmensurable, se perfila con una discreta claridad. Desde los primeros bípedos hasta el Homo sapiens, los utensilios crecen en variedad y perfección, y con ellos, aunque sin evidencia definitiva, parece alzarse una arquitectura del espíritu. Pero si del Pithecanthropus y del Sinanthropus poco o nada sabemos de su vida interior, al llegar al Homo sapiens, la sobreabundancia artística y funeraria nos fuerza a admitir un pensamiento religioso, aunque sea mínimo, como dimensión esencial.
Leroi-Gourhan, con sabia mesura, rehúye toda distinción prematura entre religión y magia, fijando el sentido de «religión» en una definición restringida: la manifestación de preocupaciones que exceden el orden material. Es, a decir verdad, un gesto metodológico prudente, exigido tanto por la opacidad del fenómeno religioso aun en los vivos, como por la índole ambigua y fragmentaria de los restos materiales.
Pero rechazada la ligereza, también rechaza el autor el escepticismo: no hay motivo para negar al hombre paleolítico una inteligencia capaz de angustiarse ante lo inexplicable. Si igual es la naturaleza del intelecto, aunque no su grado, igual será la inclinación a simbolizar el miedo, la muerte, lo extraordinario. Así el lenguaje, ese taller de símbolos, se
constituye en mediador entre el mundo y el hombre. Sin símbolos, la inteligencia no hallaría asideros.
Y del símbolo técnico, el instrumento, la herramienta, pasamos sin sobresalto al símbolo sagrado. Lo religioso, en su raíz, no difiere del arte de tallar: es una forma de intervención humana sobre un mundo que lo sobrepasa, bien por medio de fuerzas físicas, bien por contacto con lo invisible. De ahí que cada estadio del progreso técnico tenga su correspondiente estadio espiritual. Pero este no sustituye, sino que se superpone y domina; y así, hasta nosotros, arrastramos el sedimento arcaico bajo la conciencia presente.
En suma, la religiosidad del hombre no es un accidente tardío, ni un añadido cultural, sino un correlato simbólico de su capacidad reflexiva. Lo que talló con la piedra, lo talló también en el alma.