De que no es la ciencia, sino la conciencia, la que proclama la unidad
Una de las preguntas más hondas que puede hacerse el entendimiento especulativo es si todos los hombres, por el solo hecho de serlo, nos pertenecemos mutuamente como miembros de una misma familia, y cómo podría entenderse esa copertenencia. La prehistoria, aunque velada y fragmentaria, puede aportar luz a esta cuestión al considerar el problema del origen del género humano: si éste ha de pensarse como monofilético, es decir, proveniente de un único tronco común, o bien polifilético, nacido de varias fuentes o linajes independientes¹.
Que existen múltiples razas humanas es un hecho evidente. Pero ¿son estas ramas diversificadas de un mismo árbol, o son más bien desarrollos autónomos de formas prehumanas diversas, surgidas en regiones distintas del orbe? Diversos indicios parecen inclinar el juicio hacia la hipótesis monofilética.
Uno de estos indicios proviene del testimonio paleontológico: en el continente americano no se han encontrado restos humanos arcaicos equiparables a los descubiertos en África, Asia o Europa. Todo indica que América fue poblada en épocas relativamente recientes, por migraciones humanas procedentes del Asia septentrional, cruzando por el actual estrecho de Behring². No parece, pues, que allí surgiera un linaje autónomo del hombre; y sin embargo, el desarrollo de sus razas indígenas ofrece formas culturales de poderosa individualidad³.
Desde el punto de vista biológico, la capacidad de cruzamiento fértil entre todas las razas humanas sin excepción es argumento fuerte a favor de la unidad de la especie⁴. A ello se añade el hecho, espiritualmente más significativo, de que los hombres de todas las razas coinciden en ciertos rasgos fundamentales cuando se les compara con los animales superiores: la diferencia que separa al hombre del animal es infinitamente mayor que la que media entre los propios hombres⁵.
De aquí que nuestras discordias, nuestras diferencias de temperamento o las más extremas incomprensiones, ya se manifiesten en el desprecio mutuo, ya en la hostilidad activa, ya en el horror de la despersonalización, no son otra cosa sino heridas en el seno de un parentesco olvidado. El exterminio del prójimo no es prueba de que no sea nuestro igual, sino que hemos renegado de esa fraternidad, negando lo que somos⁶.
No obstante, no es posible decidir de manera empírica entre el origen único o múltiple del hombre. El nacimiento biológico del ser humano nos es, y probablemente nos será siempre, inaccesible. Por tanto, la unidad del género humano no es una certeza demostrable, sino una idea reguladora, una convicción que se ha formado históricamente y que opera como fundamento moral⁷.
Esta unidad no dimana de la zoología, sino de la conciencia. Nos entendemos porque somos pensamiento, porque todos somos espíritu. En este aspecto, la cercanía entre los hombres es absoluta, y el abismo que nos separa de los animales es, por el contrario, insalvable⁸. No hace falta, pues, que la ciencia pruebe que nos pertenecemos. Ni su refutación, si la hubiera, nos obligaría a renunciar a esta creencia, pues en ella se arraiga una voluntad profunda.
Cuando el hombre se reconoce a sí mismo, no puede ya considerar al otro como puro objeto, ni como simple medio. El otro se le impone como deber. Esta conciencia moral de que el hombre no es medio, sino fin, se adhiere con tanta fuerza a su ser que parece una segunda naturaleza. Pero no es segura ni automática como las leyes físicas: puede desaparecer, como desapareció en los tiempos más oscuros. La antropología puede perderse y reaparecer, como ocurrió tras el horror del siglo XX⁹.
La condición humana no puede sostenerse sin una idea de solidaridad, iluminada por la razón natural y fundada en el reconocimiento de la dignidad de todo ser humano. Esa exigencia, traicionada una y otra vez, se alza siempre de nuevo como principio. Es esta voluntad de copertenencia la que explica la satisfacción de comprender al distinto, de comunicarse con lo remoto. Por eso Rembrandt pintó con ternura el rostro de un negro¹⁰,
y por eso Kant formuló que el hombre ha de ser siempre fin en sí mismo y nunca mero medio¹¹.
Notas
- Véase Tattersall, Ian, Becoming Human: Evolution and Human Uniqueness, Oxford University Press, 1998.
- Cavalli-Sforza, L. L., Genes, pueblos y lenguas, Crítica, Barcelona, 1997, pp. 201–213.
- Diamond, Jared, Armas, gérmenes y acero, Debate, Madrid, 2006.
- Lewontin, R. C., Biology as Ideology: The Doctrine of DNA, HarperPerennial, 1993.
- Portmann, Adolf, Biología y estructura. Ensayo sobre el hombre y su posición en la naturaleza, Herder, Barcelona, 1965.
- Arendt, Hannah, Los orígenes del totalitarismo, Alianza, Madrid, 2005, especialmente el libro tercero.
- Kant, Immanuel, Crítica de la razón práctica, Akal, Madrid, 2004, §7: sobre las ideas regulativas de la razón.
- Cassirer, Ernst, An Essay on Man, Yale University Press, 1944.
- Ricoeur, Paul, Sí mismo como otro, Trotta, Madrid, 1996, cap. IX.
- Clark, Kenneth, Civilisation: A Personal View, BBC and Penguin Books, 1969, episodio sobre Rembrandt.
- Kant, Immanuel, Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Akal, Madrid, 2002, §2