Peculiar naturaleza del hombre frente al animal

Nunca habrá conocimiento certero sobre lo que verdaderamente fue

No es pequeña cuestión la de discernir en qué se distingue el hombre de los demás vivientes, y mucho han filosofado sobre ella antiguos y modernos, sin que hasta hoy se haya dado con una resolución que contente del todo al entendimiento curioso. Unos, acudiendo a la figura, han señalado la postura erecta, la prominencia de la frente, la masa cerebral y la forma del cráneo como signos característicos del hombre; otros han notado la configuración de la mano, la escasez de pelo en el cuerpo, la capacidad de reír y llorar, en lo que no parecen hallarse sus congéneres[1]. Todas estas señales tienen su valor, pero no llegan a penetrar el fondo del misterio, ni bastan por sí solas a fundar una diferencia esencial.

Cierto es que el hombre, por su configuración, se inscribe entre las formas zoológicas de la vida animal. Mas no por ello ha de entenderse que su cuerpo es pura mecánica o instrumento ciego; antes bien, es expresión y epifanía del alma racional, que le anima y le distingue. Hay una belleza específica en el cuerpo humano que no se explica por utilidad ni por selección, y que, sin embargo, no alcanza demostración cabal en los términos de la ciencia natural[2].

El animal, por su parte, aparece dotado de órganos precisos y eficacísimos para tareas concretas, adaptados a un medio fijo y determinado. Esa especialización, que le da ventaja en algunos aspectos, le limita en su conjunto. El hombre, en cambio, se halla libre de especialización extrema: sus órganos, considerados por separado, son inferiores a los del animal; pero en su conjunto conservan una plasticidad que le permite abrirse a posibilidades nuevas, a adaptaciones múltiples[3].

Su inferioridad le constriñe, sí; pero esa misma indigencia le habilita para caminos insospechados, gracias a su conciencia reflexiva. Por ello, no es por su cuerpo, sino por su espíritu, que el hombre está dispuesto para toda región, todo clima, todo contorno[4]. Allí donde el animal vive encerrado en la estrechez de su nicho ecológico, el hombre se expande con libertad y crea su propio mundo.

Donde los animales repiten eternamente el mismo ciclo vital, el hombre irrumpe en la historia. La naturaleza tiene mudanzas, sí, pero sin conciencia, sin fin ni dirección. El hombre, en cambio, cambia con memoria, con arte, con decisión. Los actos libres del espíritu introducen discontinuidad en la repetición de la vida[5].

Algunos han querido fundar la diferencia humana en la patología misma, observando que ciertos desórdenes, como la psicosis, son exclusivos del hombre. Otros han reparado en ciertas inclinaciones morales, como una maldad peculiar que no se da entre las bestias, aunque en algunos monos se hallen signos de afecto, ternura o estupidez que recuerdan al alma humana[6]. Todo esto, empero, aunque interesante, no alcanza aún lo propiamente humano.

Entre los modernos que han intentado penetrar en esta cuestión con sagacidad filosófica y rigor biológico se halla Adolf Portmann, quien observa con agudeza que el neonato humano, a diferencia de los otros mamíferos, nace de manera prematura, impotente y menesteroso. Sus órganos están desarrollados, pero sus funciones aún inmaduras. En lo que los animales ya están completos al nacer, el hombre ha de desarrollarse durante su primer año, como si continuase la gestación fuera del vientre materno[7].

Esta condición convierte la vida temprana del hombre en una etapa donde lo biológico se halla ya penetrado por el contorno humano e histórico. Incluso en el moldeamiento de la postura erecta, no solo intervienen causas fisiológicas, sino también el estímulo del ejemplo adulto y el deseo de imitación. El cuerpo humano no madura simplemente desde dentro, sino en relación viva con el entorno[8].

Portmann resume esta doctrina admirablemente: el hombre adquiere su forma de existencia «al aire libre», en abierta relación con colores, formas y sobre todo con otros hombres, mientras que el animal nace ya encerrado en su modo de ser[9]. La peculiaridad humana, pues, no puede reducirse a la mandíbula ni al mentón, ni se descubre por la sucesión del perfil craneano.

Es el todo del hombre, su forma de vida entera, lo que ha de considerarse. En cada gesto, en cada mirada, se expresa una forma de ser que no tiene parangón en el mundo animal[10]. No sabemos cómo llamarla, pero la reconocemos con certeza en todos los fenómenos de la vida humana.

La biología, en este caso, no basta con sus medios ordinarios. Y, sin embargo, el hombre es también un ente biológico, susceptible de ser conocido en parte por las mismas categorías que usamos para plantas y animales. Solo que en él, la biología cobra nuevo sentido: no se reduce a lo fisiológico, sino que se abre al espíritu[11].

Algunos han pretendido ver en el hombre un producto de la domesticación, semejante a los animales sometidos por la mano humana. Mas Portmann lo refuta señalando, entre otros hechos:

  1. El aumento del peso del cerebro en el hombre, contra la tendencia general de disminución en animales domesticados;
  2. El retraso de la madurez sexual humana, en oposición a su adelanto en las especies domesticadas;
  3. La desaparición del celo estacional, que ya se da en primates salvajes;
  4. La pérdida del pelaje, no como deficiencia, sino como signo de mayor sensibilidad táctil[12].

Estos y otros indicios muestran que la humanidad no es fruto de domesticación progresiva, sino manifestación de una forma original y radicalmente distinta de vivir.

En cuanto a las razas humanas, la ciencia no ha podido demostrar ni una única raza originaria ni un conjunto fijo de razas elementales. Las grandes razas, blanca, negra, amarilla, aparecen como formas relativamente estables, pero siempre susceptibles de mezcla, alteración y disolución. Las razas puras son tipos ideales, no realidades efectivas. Lo que ofrece la prehistoria es un mar agitado de formas, cuyos contornos se difuminan con el tiempo[13].

Y así ha de concluirse: lo que aconteció en el abismo de los tiempos prehistóricos sobre el origen del hombre es un misterio para siempre vedado a la mirada del sabio. Podemos conjeturar, suponer, inferir, pero no sabremos jamás con plena evidencia lo que verdaderamente fue.


[1] Véanse los estudios anatómicos de G. V. Dubois, The Human Posture in Evolutionary Context, Oxford UP, 2009.

[2] Cf. Portmann, A., Biología y estructura: ensayo sobre el hombre y su posición en la naturaleza, trad. de J. M. García, Herder, Barcelona, 1965, p. 32.

[3] Ibíd., pp. 47–49.

[4] Sobre esta distinción, véase también Arnold Gehlen, El hombre. Su naturaleza y su posición en el mundo, Alianza, Madrid, 1993.

[5] Cf. Max Scheler, Die Stellung des Menschen im Kosmos, 1928.

[6] Observaciones relevantes pueden encontrarse en F. de Waal, Primates and Philosophers, Princeton University Press, 2006.

[7] Portmann, Biología y estructura, op. cit., pp. 78–82.

[8] Ibíd., p. 85.

[9] Ibíd., p. 90.

[10] Sobre la expresión corporal como signo del espíritu, véase Helmuth Plessner, Die Stufen des Organischen und der Mensch, 1928.

[11] Portmann, Formas visibles, figuras vivas, Taurus, Madrid, 1966.

[12] Ibíd., pp. 110–117.

[13] Cf. Cavalli-Sforza, L. L., Genes, pueblos y lenguas, Crítica, Barcelona, 1997.


 
Share

Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
Esta entrada fue publicada en Filosofías de (genitivas), Religión. Guarda el enlace permanente.