De la arbitrariedad de una fase arreligiosa en la historia del hombre

El moderno ateísmo ha incurrido en arbitrariedades y deformaciones al valerse de la historia y la etnología para negar la existencia de Dios

Uno de los errores más difundidos por las escuelas antropológicas y sociológicas modernas consiste en suponer, como punto de partida de la historia del género humano, un estado de completa irreligión, es decir, una etapa primitiva en la cual el hombre no habría conocido, ni sentido, ni practicado forma alguna de religión. Esta hipótesis, que procede de ciertos sistemas racionalistas del siglo pasado, tiene su raíz en una concepción materialista de la naturaleza humana, y ha sido sostenida por autores como Lubbock, quien pretendía que la humanidad, en sus comienzos, vivió no sólo en promiscuidad sexual, sino también en absoluta carencia de sentimiento religioso.

Tales conjeturas, sin embargo, han sido impugnadas ya por autoridades competentes. A. Van Gennep calificó la teoría de la promiscuidad primitiva como fantástica; y Edward Westermarck, con apoyo en la crítica histórica y etnológica, demostró en su History of Human Marriage que carece de base científica. Lo mismo cabe afirmar del supuesto ateísmo de los pueblos primitivos. Los ejemplos propuestos por Lubbock han resultado erróneos uno tras otro. Algunas tribus, que antaño se creían carentes de religión, han manifestado a observadores más pacientes la existencia de creencias y ritos que no habían sido percibidos antes. Strehlow, por ejemplo, documentó la vida religiosa de los Arunta en Australia Central, desmintiendo así las afirmaciones negativas de Spencer y Gillen. De modo semejante, los yaganes de Tierra del Fuego, que Darwin había calificado como ateos —y cuyo testimonio fue reproducido por Frazer—, fueron reconocidos como pueblo religioso por Gusinde y Koppers.

A falta de pruebas etnográficas, los defensores de esta tesis acuden a la prehistoria. Alegan que, en los períodos anteriores al paleolítico superior, no se ha encontrado indicio alguno de religiosidad. Pero este argumento adolece de insignificancia. La ausencia de restos materiales no puede interpretarse como prueba positiva de irreligión. En rigor, nada sabemos de la vida espiritual de aquellos hombres, y por tanto no hay más razón para suponer que carecían de religión que para afirmar que poseían nociones monoteístas. Como observa con sensatez el P. de Lubac, no debe especularse con ligereza sobre el contenido religioso de los períodos prehistóricos.

En todo caso, desde el Musteriense —período en el cual hallamos ya formas sepulcrales que implican una atención especial hacia los muertos— se impone reconocer una cierta disposición del alma humana hacia lo trascendente. Estas prácticas, aunque envueltas en oscuridad, son indicios legítimos de una preocupación que podemos calificar, en sentido amplio, de religiosa.

Que esta cuestión no carece de trasfondo ideológico lo demuestra el interés con que el pensamiento marxista insiste en la necesidad de postular una fase completamente arreligiosa. Para esta escuela, la religión no es sino un producto de las condiciones socioeconómicas, una superestructura ideada por las clases dominantes para mantener la opresión de las masas. Si se prueba que hubo un tiempo en que el hombre vivió sin religión, se concluye que esta no es connatural al espíritu humano, sino un accidente histórico. Por tal motivo, el marxismo combate también la teoría freudiana, que, al considerar la religión como una proyección del inconsciente humano, incurre —según ellos— en el error de convertir una categoría histórica en una necesidad psicológica.

Mas es evidente que no son los hechos los que sustentan la tesis, sino que es la tesis la que determina el modo de presentar los hechos. Hay en ello una inversión del método racional.

Del error naturalista en la explicación de la religión

Otro vicio metodológico, común a muchas explicaciones modernas del hecho religioso, consiste en reducirlo a un fenómeno puramente intelectual o social. Es indudable que la religión se manifiesta en creencias y en instituciones sociales; pero ni lo uno ni lo otro agota su contenido. Su raíz última está en lo más íntimo del alma humana, donde la razón y el corazón, la conciencia moral y el sentido de lo sagrado, concurren para levantar al hombre hacia lo absoluto.

Por tanto, no puede afirmarse sin grave ligereza que la religión sea efecto del animismo, de la magia o de las condiciones económicas. Aunque estas realidades influyan en su forma externa, no constituyen su principio esencial. Cabe, por el contrario, suponer —como hace Lubac con buen juicio— que la religión ha existido desde el principio, si bien con diversos grados de claridad y desarrollo. Tal hipótesis no puede ser excluida sin prejuicio.

La historia de la religión y la historia de la sociedad humana están íntimamente vinculadas, pero no se identifican. Hay discontinuidades, asimetrías, momentos en que la primera se adelanta a la segunda o la desborda.

La explicación marxista del origen del monoteísmo, a título de ejemplo, atribuye su nacimiento a las condiciones políticas y mercantiles de los grandes imperios. Según esta versión, los dioses serían proyecciones celestes de los reyes, y el dios único reflejo del mercado impersonal. Así, el monoteísmo, lejos de ser una iluminación de la razón sobre el ser divino, sería una superestructura ideológica. Se trata de una interpretación reductiva y hostil, que no hace justicia al contenido doctrinal ni a la fuerza espiritual del monoteísmo bíblico o cristiano.

La inteligibilidad cristiana del fenómeno religioso

Pese a la escasez y oscuridad de los datos históricos, el fenómeno religioso, cuando se lo contempla desde la luz de la fe, cobra una inteligibilidad superior. En una humanidad creada a imagen y semejanza de Dios, pero caída por el pecado, es natural que la idea de lo divino surja con fuerza y, a la vez, sea objeto de constante amenaza y deformación. Las condiciones materiales de la existencia, los errores del entendimiento, las desviaciones morales, todo conspira para que el hombre oscurezca el conocimiento natural de Dios. A veces lo confunde con la naturaleza misma; otras, lo sustituye por divinidades imaginarias o lo reduce a un concepto abstracto, sin calor ni vida.

De ahí la necesidad de una purificación incesante. La historia de la religión está llena de tentativas de reforma, y no han faltado pensadores, incluso ajenos a la fe, que han contribuido a corregir deformaciones idolátricas. El ateo que niega a Dios por las caricaturas que de Él ha hecho el hombre puede, a su modo, colaborar a una mejor inteligencia de lo divino.

La religión, como se ve, no desaparece: se transforma, se depura, resurge. Aun en los momentos de mayor negación, el hombre conserva en su interior la huella de Dios. Orígenes, con su aguda percepción del alma humana, decía que “el hombre refiere a cualquier cosa antes que a Dios su indestructible noción de Dios”.

Conclusión: la religión como necesidad permanente del espíritu humano

El ateísmo moderno, al valerse de la historia y la etnología para negar la existencia de Dios, ha incurrido con frecuencia en arbitrariedades y deformaciones. Como señala Van der Leeuw, en su obra sobre el hombre primitivo, el mismo impulso que lleva a negar a Dios denota una experiencia religiosa latente. El hombre del siglo XX, desengañado del racionalismo abstracto, redescubre poco a poco su sed de lo divino.

El verdadero problema, en este nuevo contexto, no es ya si la religión debe desaparecer, sino si el hombre será capaz de elevarse de nuevo hacia el Dios que lo ha creado, o si, en su ceguera, se dejará arrastrar por nuevos ídolos —tan groseros y crueles como los antiguos. El cristianismo ofrece una respuesta luminosa: Dios, aun cuando el hombre le huye, no deja de buscarle; su imagen permanece impresa en el alma, y su gracia trabaja en el corazón humano desde el principio de los tiempos.


 
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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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