De la propagación de la especie humana y del misterio de la prehistoria

De cómo la atracción de la pregunta por los orígenes nos sume en la más completa oscuridad.

En edades que exceden toda medida y en tiempos cuya duración se disuelve en la bruma de lo incalculable, tuvo lugar la expansión de la especie humana sobre la redondez del orbe. Esta propagación, sin embargo, no fue uniforme ni continua, sino que se dio de modo fragmentario, en territorios limitados, multiplicados y diversos. Los acontecimientos sucedían por separado, y cada grupo humano vivía su desenvolvimiento en una suerte de clausura geográfica. Pero, al mismo tiempo, bajo esa multiplicidad inabarcable, se producía un fenómeno de unidad silenciosa: el lento y vasto proceso por el cual se fueron configurando las grandes razas, los idiomas, los mitos, las técnicas¹.

Nada de ello acontecía con conciencia de su alcance. Se trataba, más bien, de movimientos profundamente humanos, sí, pero aún íntimamente adheridos a la Naturaleza. El hombre, en estos primeros milenios, no era aún plenamente histórico: vivía, actuaba, creaba, pero sin saberse autor de su tiempo ni artífice del destino².

Y, sin embargo, en medio de esa dispersión, los hombres comenzaron a mirarse. Surgieron asociaciones humanas al contacto de otras asociaciones humanas. Las tribus sabían unas de otras, se observaban, quizá se temían. Lo que estaba desparramado se reunió en ocasiones decisivas: en la guerra, en la migración, en la confluencia. Así surgieron formas más amplias de unidad, no por fusión mecánica, sino por confrontación y cohabitación³. Es en este momento cuando se perfila el tránsito de la prehistoria a la historia propiamente dicha.

El signo distintivo de este paso es la escritura. Con ella, el hombre no solo actúa, sino que fija lo actuado; no solo imagina, sino que transmite lo imaginado. El tiempo deja de ser puro fluir y se convierte en memoria durable⁴. La historia comienza donde el hombre se vuelve legible a sí mismo.

La prehistoria, por tanto, no es un mero preludio, sino una realidad colosal. En ella aparece el hombre como tal. En su transcurso se forman los lineamientos esenciales de nuestra especie: el lenguaje, el símbolo, la técnica, la comunidad, el rito. Pero es también una realidad velada, que se nos escapa en cuanto pretendemos penetrarla con precisión. La arqueología excava huesos, utensilios, rastros; pero no encuentra el alma que los animó⁵. Y si preguntamos, como hombres, qué somos en esencia, no podemos sino volver la mirada hacia este origen nebuloso, hacia ese umbral de humanidad donde comenzamos a ser.

Mas cuanto más se busca ese origen, más se ahonda el misterio. La prehistoria ejerce sobre nosotros una atracción legítima: nos seduce con el deseo de saber quiénes fuimos para comprender quiénes somos. Pero esa misma atracción nos expone al desencanto, pues en el fondo nada sabemos con certeza. Entre el asombro y el silencio se mantiene la más antigua de nuestras preguntas.


Notas

  1. Cf. Leroi-Gourhan, André, La préhistoire, PUF, Paris, 1961; y Le geste et la parole, vol. II: La mémoire et les rythmes, Albin Michel, 1965.
  2. Gehlen, Arnold, El hombre. Su naturaleza y su posición en el mundo, Alianza, Madrid, 1993, pp. 41–49.
  3. Testart, Alain, Crítica del don, Katz, Madrid, 2013, cap. II.
  4. Goody, Jack, La lógica de la escritura y la organización de la sociedad, Paidós, Barcelona, 1987.
  5. Eliade, Mircea, Lo sagrado y lo profano, trad. de Luis Echávarri, Guadarrama, Madrid, 1967, pp. 10–14.

 
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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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