El arcano de la prehistoria

De cómo el origen de la religión, la familia, el lenguaje, etc., en la prehistoria nos es totalmente desconocido.

Contemplar el tiempo, no como lo mide el reloj del comerciante o el calendario del labriego, sino en la vastedad de los siglos y en el abismo del ser, es menester de filósofo y de teólogo. Pues si tomamos la edad de este planeta, según dan por cierta los modernos naturalistas, en más de dos mil millones de años, y la vida que en ella vegeta, se mueve y respira, en torno a quinientos millones, el espacio que corresponde al hombre, y más aún a su historia consciente, es un punto apenas visible en la esfera del tiempo.

El hombre que piensa en sí y escribe sus memorias, ese que somos nosotros mismos, apenas acaba de alzarse del polvo. La historia, esto es, la memoria escrita de nuestros hechos, es como la chispa que salta al frotar dos piedras: leve, pasajera, difícil de sostener. No puede representarse con suficiente fuerza este hecho fundamental: que nuestra historia es todavía infancia, acaso el primer minuto del día primero.

Y con todo, desde que el hombre alzó la frente y miró hacia su origen, se ha sentido como al término, ya sea como quien alcanza la cumbre, ya como quien rueda hacia la decadencia. Extraña condición la nuestra: estar en el inicio y creernos en el final. Mas si en verdad fuésemos una mera interrupción, un intervalo evanescente, ¿qué sentido tendría esta interrupción? ¿Por qué este relámpago de conciencia entre dos noches?

Las preguntas que la prehistoria, ese tiempo sin letra ni cifra, pone ante nuestro conocimiento, son como antorchas encendidas en caverna: ¿De dónde venimos? ¿Qué éramos antes de hablarnos con palabras, antes de contarnos con fechas? ¿Qué aconteció para que pudiéramos tener historia? ¿Cómo emergieron la lengua, el mito, el símbolo, la familia, la religión, ya plenamente formados en el primer momento de la historia conocida?

Ante estas preguntas, yerra tanto quien se entrega a un romanticismo melancólico e imagina edades de oro y revelaciones perdidas como quien reduce todo a materia trivial, a piedra, a osamenta, a analogía con los animales. En realidad, casi todo lo que afirmamos no pasa de pobre conjetura. La prehistoria es como aquella región del firmamento que, por su distancia, nos parece inmóvil: silenciosa, mágica, suspendida en una significación inasible.

Desde el principio mismo de los tiempos históricos, el hombre ha sentido que algo lo precedía. Seguramente. Sus mitos son ecos, si no de hechos ciertos, sí de una necesidad interior de reencontrarse con lo profundo. En ellos se cruzan los dioses y los hombres, los paraísos y las catástrofes, la confusión de las lenguas y la esperanza de una verdad primitiva. Tales relatos no informan, pero revelan. No son documentos, pero sí síntomas del anhelo humano de saberse enraizado en un fondo más antiguo que la escritura. Es muy probable que fuera así, mas ¿cómo saberlo con certeza, en qué documentos nos es posible atestiguarlo?

Los sabios de nuestro tiempo procuran ser prudentes. Se esfuerzan en conocer lo que puede ser conocido. Por los huesos hallados en la tierra, por las piedras talladas, por las sepulturas, las pinturas rupestres, intentan reconstruir lo que el hombre poseía ya al comenzar la historia: herramientas, lenguaje, ritos sociales. Pero por muchos yacimientos que se hallen, poco se halla en sentido. Todo nos habla a medias: ni el alma, ni la creencia, ni la interioridad del hombre paleolítico nos son accesibles. Es como mirar un rostro ya sin ojos, sin voz y sin expresión.

Por eso muchos historiadores, con razón metodológica, desconfían de los comienzos. Nada cierto sabemos de la prehistoria, y sin embargo ella está preñada de sentido. Es un vacío aparente que pesa, como los cuerpos celestes oscuros, cuya masa se mide por su influencia.

Otro camino, más espiritual, ha sido propuesto: no el de las piedras y los carbones, sino el de la constancia del espíritu humano desde sus primeros textos hasta nuestros días. Si algo permanece, si algo se conserva por debajo de la historia explícita, entonces la prehistoria no ha muerto, sino que vive como tradición inconsciente. Visiones como las de Bachofen, que vio en los símbolos, costumbres y mitologías reflejos de un fondo ancestral, permiten intuir los perfiles del alma humana antes de su autoconciencia.

No se trata de ciencia verificable en sentido estricto, sino de inteligencia hermenéutica, de comprensión sutil del hombre por sus signos visibles. Así se abre un campo no de hallazgos, sino de posibilidades, donde se interpreta el acontecer histórico con ojos que ven lo invisible a través de lo visible.

En suma, todos los modos de tratar la prehistoria, ya sea el mítico, el empírico o el intuitivo, nos devuelven a una conciencia renovada: allí, en esos tiempos remotos, se fraguó lo esencial del ser humano. Lo que ocurrió entonces decidió, como forma y como destino, todo lo que vino después, pero, ¡ay!, permanece sumido en la oscuridad. La historia, si bien joven y frágil, es hija de una revelación primordial cuyos vestigios aún nos iluminan, aunque nunca llegaremos a comprenderlos.


 
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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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