Trazar el origen de la religión es como trazar la génesis de un río mirando tan sólo sus remolinos.
Gran yerro ha sido, y no poco extendido, el intento de explicar el origen de la religión como quien pretende trazar la génesis de un río mirando tan sólo sus remolinos. Desde hace un siglo —o poco más— se han ideado sistemas numerosos y entretejidos como tela de Penélope: ora el naturismo, que ve en los elementos del mundo la cuna de lo sagrado; ora el animismo y sus versiones incipientes, que atribuyen alma a las brisas y a los montes; ora el totemismo, que hermana al hombre con la fiera; ora el magismo, que confunde la oración con el conjuro. Añádase a esta procesión el sociologismo, el neonaturismo y otras voces de fábrica reciente, que como moneda de cobre relucen más de lo que valen.
Todos estos sistemas, semejantes a antiguos mapas cuajados de monstruos marinos y sirenas, no hacen sino girar en torno a una ilusión primera: la creencia en que se puede alcanzar con certeza científica aquello que fue la conciencia religiosa de los primeros hombres. Quimera digna de Ícaro, que con alas de cera pretende remontarse al sol del origen y no hace sino precipitarse en las aguas de la conjetura.
Declárese sin ambages: el problema de los orígenes absolutos, en lo tocante a la religión, es tan insoluble como querer fijar el instante en que el primer relámpago fue temido o la primera sombra fue adorada. Las inducciones, por más sutiles que sean, no traspasan el umbral del tiempo en que los mitos aún no tenían nombre, y el alma humana apenas balbuceaba su asombro ante lo invisible.
Los etnólogos, deseosos de ordenar lo múltiple y trazar genealogías del espíritu, se han dejado seducir, no pocas veces, por ideologías de su siglo, como por sirenas que cantan desde la roca del racionalismo. El más célebre de estos esquemas fue el de Augusto Comte, quien dictaminó que el espíritu humano pasaba por tres edades —la teológica, la metafísica y la positiva— como si el alma del hombre fuese linterna mágica que proyecta, en sucesión ordenada, las imágenes de su peregrinaje intelectual. Otros, como Lubbock, añadieron más estaciones al viaje: ateísmo, fetichismo, totemismo, y más allá, el monoteísmo, como si la divinidad fuese criatura que muda de forma por evolución natural.
Más allá aún fue Frazer, quien con aparato científico quiso mostrar que religión y ciencia son paralelas sendas del intelecto, y que ambas tienden, como dos ríos hacia el mar, a la simplificación y unificación. Así como el físico reduce los cuerpos a una substancia única —el hidrógeno—, del mismo modo el espíritu habría reunido a los dioses múltiples en un solo Ser supremo. Pero esto, si no es error, es al menos exceso, pues quien así reduce la teología a química espiritual yerra tanto como quien quiere explicar a Homero con leyes de la gramática.
Preside, en efecto, estos afanes una ideología racionalista que presume del progreso lineal y continuo, como si la historia fuese escalera cuyo último peldaño es la ciencia, y el primero, superstición grosera. Según este modo de ver, la religión habría nacido de un error de infancia —un juicio mal formado, una asociación espuria— y, creciendo en edad y luces, habría de perecer al fin por obra de la razón adulta, como se desvanecen los miedos del niño al llegar la mañana.
Otros, no menos audaces, hallan la raíz de lo sagrado en una actividad colectiva: Durkheim en el éxtasis del clan, Lévy-Bruhl en una mentalidad primitiva que prefiere lo místico a lo lógico. Pero aun estos, aunque cambian el acento, repiten la partitura: que la religión es infancia, que su curso es decadente, y que su destino es perecer.
Así resucita la antigua fantasía de Comte: el hombre religioso sería un estadio transitorio, como lo fue la sociedad armada o el arado de madera. Lo religioso no sería eterno, sino vestigio de un tiempo que la ciencia borrará como el sol disuelve la neblina.
De esta manera, se incurre en la ilusión de lo elemental, que toma lo rudimentario por fundamental, como si el balbuceo del infante dijese más sobre el lenguaje que la poesía de un sabio. Taylor, por ejemplo, ve en el animismo —la creencia en almas y espíritus— la semilla de todas las religiones, como si el sueño de un salvaje explicara la mística de san Juan de la Cruz.
Mas he aquí la paradoja: el propio Durkheim reconoce, en un pasaje digno de notarse, que para entender bien una institución es mejor seguirla hasta su desarrollo más alto. La verdad de una flor se revela mejor en su floración que en su semilla. ¿Cómo, pues, pretende este autor explicar el cristianismo por el totemismo arunta, si admite que el sentido se aclara en la madurez de la forma?
En suma: cuatro son las ilusiones que acechan al estudioso de la religión si no guarda prudencia escolástica. Primera: creer que la ciencia puede remontarse a los orígenes absolutos. Segunda: pensar que la psicología puede distinguir lo más primitivo entre los pueblos actuales. Tercera: suponer que lo más antiguo es lo más esencial. Cuarta: creer que aplicar un sistema equivale a haber hecho ciencia.
Contra estas ilusiones —como contra fantasmas de la razón— conviene armarse de juicio, de erudición bien dispuesta y, sobre todo, de reverencia ante el misterio que, en el alma humana, precede a toda ciencia y la desborda.