Que nada o casi nada se sabe sobre la primera edad del hombre
Entre los muchos misterios que velan el entendimiento humano, ninguno hay más grande ni más profundo que aquel que se refiere a los orígenes de nuestra propia especie. Pues si bien se ha recorrido gran parte de la tierra, se han escudriñado los cielos y penetrado las entrañas de los cuerpos con las luces de la anatomía y la física, el hombre mismo, aquel que conoce todas las cosas, permanece oscuro para sí.
Los inmensos periodos del tiempo pretérito, en los cuales ya había hombres, de lo que dan fe ciertos huesos hallados en lugares remotos, son para nosotros como una noche sin luna, una época muda que, sin embargo, debió de presenciar acontecimientos esenciales, sin los cuales no podríamos explicarnos la aparición del lenguaje, del arte, del rito, ni del pensamiento.
Mas no debe pensarse que tal ignorancia se deba a simple descuido o impericia. Es más bien que el hecho mismo de preguntarse por el hombre encierra un problema mayor: preguntarse qué es el hombre es, en verdad, plantear el enigma de su esencia, y este enigma nos envuelve, porque nosotros mismos somos parte de lo que inquirimos. En esta materia, como en la del alma, la ignorancia no es accidental, sino constitutiva. Lo ha dicho agudamente algún moderno: ignorar lo que es el hombre forma parte de la condición humana.
Quienes pretenden disolver este misterio con vocablos como “evolución gradual” o “transición”, no hacen sino sustituir la dificultad por palabras. Pues cuando se dice que el hombre devino, ya se ha introducido, subrepticiamente, la idea del hombre, como si pudiera surgir de lo que no lo es sin explicación del todo. No se crea el hombre por grados sin que el alma racional se haya infundido, lo cual es propio, en la doctrina antigua, de un acto especial del Autor de la naturaleza.
Debe, sin embargo, distinguirse con propiedad entre dos órdenes que se entrecruzan en la prehistoria: la evolución biológica, que produce caracteres transmisibles por generación, y la evolución histórica, que engendra tradición, lenguaje y formas simbólicas. La primera trabaja sobre el cuerpo y sus potencias naturales; la segunda sobre las obras, los gestos, la conciencia y la memoria.
Lo biológico es de suyo permanente y subsiste aun en los siglos más convulsos; la tradición, en cambio, es frágil y puede ser extinguida como llama expuesta al viento. Una peste, una guerra o una pérdida de escritura pueden borrarla. El cuerpo humano, con sus formas, proporciones, aptitudes y límites, no parece haber variado desde que comenzó la historia escrita. Así lo afirma Portmann, diciendo que no se halla indicio alguno de cambio en el repertorio de facultades del recién nacido a lo largo del tiempo histórico controlable.
Por tanto, ha de pensarse que los rasgos fundamentales del hombre, no sólo los del cuerpo, sino también ciertas inclinaciones naturales del alma, se fijaron en una etapa anterior, en una prehistoria verdadera, más profunda que la que estudian los arqueólogos. Desde entonces, la historia no ha hecho sino desplegar posibilidades ya contenidas en el germen primero.
Mas la dificultad aumenta cuando se advierte que, aunque las realidades biológicas y las históricas se investigan por métodos distintos y parecen pertenecer a ámbitos diversos, en el hombre confluyen y se unen indisolublemente. El ser humano es, pues, ese punto singular en que la naturaleza y la cultura, la herencia y la tradición, la carne y el símbolo, se abrazan sin confundirse.
Y así surgen preguntas que los naturalistas no han sabido responder con certeza: ¿cómo afecta lo histórico a lo biológico? ¿Qué potencias corporales, como la disposición a la palabra o al rito, son necesarias para que haya historia? ¿Es acaso la biología humana única entre todas las especies por su capacidad de alojar lo simbólico?
Estas cuestiones son fundadas y legítimas. Las respuestas, por ahora, no pasan de conjeturas. Hay hipótesis, caminos esbozados, modelos de interpretación… pero carecemos de certidumbre. Sabemos que el hombre tiene historia, pero no sabemos cómo pudo comenzar a tenerla. Sabemos que su cuerpo se mantiene constante, pero ignoramos de qué modo pudo hacerse lenguaje, arte, religión.
El hombre es animal racional y político, pero el tránsito de la mera animalidad a la vida racional es misterio más arcano que cualquiera de las transformaciones de la naturaleza. Lo que aconteció en ese paso, en esa humanización primera, decidió el curso entero de la historia posterior.
Conviene, pues, a los que desean filosofar según verdad y razón, estudiar atentamente las propiedades del hombre teniendo en cuenta esta doble prehistoria, la corporal y la espiritual. Pues aunque la ignorancia no pueda ser totalmente vencida, su consideración puede movernos a humildad, y esta es principio del verdadero saber.
El origen del hombre no es una fecha, sino una conjunción irrepetible de forma corporal y posibilidad espiritual. La historia comienza donde el alma entra en diálogo con el tiempo; la biología, donde la forma prepara esa entrada. La razón, la memoria y el lenguaje no son efectos casuales, sino indicios de una naturaleza especialmente dispuesta a recibir el influjo de lo eterno.