El último verano de Valentín Gamazo

Aquel fue otro verano de sol inmóvil, de polvo que no perdona y de grillos que cantan locos en la sequedad de Castilla. Agosto abría su boca amarilla sobre los campos resecos, y en Rubielos Altos, un padre, tres hijos y una madre aguardaban, como si los hubieran dejado allí suspendidos en vísperas de un Juicio Final.

Don Marcelino Valentín Gamazo era caballero de otra época, ceñido de togas y códigos, confiado en la República como otros hombres creen en los relojes de péndulo, Fiscal General por dignidad, por ley, por el orden que siempre pareció respirar entre las columnas del Palacio de Justicia. Pero ahora, en su refugio de Rubielos, ya no había columnas ni leyes, sino almendros resecos y una certeza que se acercaba por los caminos de tierra con un zumbido de moscas.

La camioneta llegó una mañana, cargada de pólvora y resentimiento. Los milicianos del PSOE bajaron sin prisa, con esos ojos que ya han visto demasiadas noches sin estrellas. Les dijeron que los llevaban a declarar, y don Marcelino, aún vestido con la dignidad de los que han defendido a la ley incluso frente a los lobos, ordenó a sus hijos que obedecieran, que no hay nada que temer si no hay culpa. El silencio del olivar de Calvillos, en Tébar, fue su respuesta.

Los ataron cuando ya no había testigos, los vejaron cuando nadie miraba. Y cuando el cielo se tornó plomo los mataron. De menor a mayor, como si fuesen páginas arrancadas de una historia familiar escrita en tinta roja. Primero Luis Gonzaga, 17 años, luego Francisco Javier, luego José Antonio, y, por último, el padre, al que obligaron a ver cómo la sangre de sus hijos manchaba la tierra que él había creído justa.

Los dejaron en el olivar, cuerpos rotos al sol. El mismo sol que había madurado las vides y alimentado los trigales, ahora bebía la carne de los muertos sin pestañear. Ni siquiera una palada de tierra les ofrecieron. Los chacales se marcharon entre risas, deteniéndose luego en El Picazo a beber gaseosa y jactarse de su obra como quien narra una cacería.

El regreso fue un cortejo al revés. No hubo ataúdes, sino mantas. No hubo música, sino relinchos de caballerías cansadas. La madre, Narcisa, los desveló uno a uno, como si devolviera al mundo los cuerpos que el mundo le había arrebatado. No lloró. Pero sus manos sangraban al clavarse las uñas en la piel.

Años después, uno de los verdugos fue encontrado por azar. La justicia, vestida esta vez de casualidad, lo reconoció en una chispa, en una cara que había sido olvidada por todos salvo por la conciencia. Fue fusilado, y el resto se perdió como humo entre los pliegues de la Historia, ahora reescrita por manos que prefieren mártires falsos a víctimas verdaderas: los que escaparon son ahora reivindicados como quienes sufrieron la represalia del vencedor de la Guerra Civil.

Y queda la pregunta suspendida en el calor inmóvil de aquella tarde, cuando la camioneta se detuvo en el margen del mundo: ¿Recordó don Marcelino, antes del primer disparo, aquellas palabras dichas con indulgente sonrisa seis años atrás, cuando alguien temía que la República trajese fuego y muerte? Tal vez las recordó. Tal vez ya no importaban. Porque allí, entre los olivos y el polvo, la Historia había cerrado una página con sangre, y nadie vino después a leerla.

Dicen que el odio viaja más rápido que el viento, y que no olvida. En aquel grupo de milicianos que descendió de la camioneta como una jauría de sombras, venía también la larga mano de Madrid. Una orden no escrita, una deuda sellada con sangre: hacer pagar a quien, en su dignidad, se atrevió a acusar al “Lenin español”, a Francisco Largo Caballero. No bastaba con el exilio o el silencio. Había que borrar a Valentín Gamazo con fuego, con miedo, con la risa áspera del crimen impune.

Y aun así, no lo lograron. Porque hay cadáveres que no se entierran nunca. Porque en las noches quietas, cuando el grillo detiene su canto y la brisa huele a olivo seco, alguien recuerda: un agricultor del pueblo, abuelo de quien esto escribe, viene a podar los olivos de su finca, a laborear la tierra y, de paso, limpia de hierbas el suelo de las cuatro cruces y acaso deja allí unas flores silvestres recogidas al pasar.

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Realidad del ente y universalidad del ser

Dijimos, y ahora lo reiteramos con mayor precisión, que algo existe, o, si se quiere hablar con los términos más propios de la filosofía primera: est ens, hay el ser. No afirmamos esto como resultado de una larga cadena de silogismos, sino como aquella verdad de la cual parten por igual el pensamiento metafísico y el sentido común. Tan natural es en el hombre la afirmación de que hay algo, que quien lo negara no provocaría atención filosófica sino sospecha de demencia.

La vida, que no admite demora ni suspensiones, exige que se obre con prontitud y certeza. Por eso no se detiene a considerar qué es existir, ni de qué se compone el ser. A ella le basta con que las cosas estén ahí. Así, pues, no es una verdad que los hombres posean, sino una que los posee a ellos, como ya dijimos antes. Solo el filósofo, impulsado por su oficio y su deber de examen, se permite dudar por un instante, y lo hace no porque ignore, sino para saber más hondamente.

Para el vulgo y para la ciencia empírica, todo lo que se presenta, —libros, muebles, pensamientos, personas, hechos— es real, es cosa, es ente. Y el filósofo concede, por principio, esta evidencia, pero con la intención de interrogarla. ¿Es cada cosa tal como aparece, o son todas ellas manifestaciones diversas de una misma sustancia común? ¿Son prado, cordero y hombre entes distintos, o estados sucesivos de una misma realidad? ¿Son muchas cosas que comparten un fondo esencial, o una sola cosa que se multiplica en formas?

No esquivaremos tales preguntas, porque la filosofía nace de tales perplejidades. Pero antes conviene discernir qué significa que algo sea real. Así como todo lo que ve el ojo es luz, también todo lo que concibe el entendimiento ha de ser algo, esto es, ha de tener ser. Así como la física estudia la luz en cuanto luz, sin confundirse en los colores particulares, también la ontología estudia lo real en cuanto real, sin detenerse en la pluralidad de sus manifestaciones.

Nada puede verse en la oscuridad; tampoco puede pensarse la nada. El entendimiento, por su naturaleza, se vuelve hacia el ser. Ahora bien, la ontología no se contenta con lo real pensado, sino que busca lo real mismo, aquello que es fuera del pensamiento, aunque sin olvidar que el propio pensamiento es también algo real. Aquí la analogía con la luz alcanza su límite: el ojo no se ve a sí mismo, pero el entendimiento, a lo menos como ser real, sí puede entenderse.

Así como Newton, al estudiar la luz, implicaba todos los colores sin referirse a ellos uno por uno, también la ontología, al estudiar el ser en cuanto ser, implica todos los seres particulares, sin necesidad de descender a cada uno. Esa labor toca a las ciencias especiales: las matemáticas se ocupan de la cantidad, la física del movimiento, la antropología del hombre, y así sucesivamente. La ontología, en cambio, los abarca todos en cuanto tienen ser. Por eso es que Aristóteles la denominó filosofía primera, y nosotros con él la tenemos por la ciencia más universal.

El objeto material de la ontología son todos los entes; pero su objeto formal, esto es, aquello bajo lo cual los considera, es solo lo común a todos ellos: el ser. Así como todos los hombres, siendo diversos, son igualmente hombres por poseer una misma naturaleza, también todos los entes, en su diversidad, participan de una misma condición ontológica. De ahí que se diga con propiedad: ens commune.

Este carácter común no puede ser sensible, pues lo sensible varía y no se halla por todas partes. Ha de ser inteligible, pues incluso lo que en lo sensible hay de real, lo es en virtud de algo inteligible. Aun cuando lo percibido sea material, su realidad no reside en su materialidad, sino en que es algo, y ese algo es lo que la inteligencia reconoce.

Tampoco puede ser mudable, aunque todo lo que cambia sea real. Porque si el ser común cambiara, cambiarían con él todas las cosas, no por accidente sino por necesidad, y no podría pensarse la permanencia de lo real. Mas lo real no puede dejar de ser, aunque cambie su figura o estado.

Ni puede el ser común reducirse a la materia, aunque la materia sea también ente. Pues para ser materia es preciso ser primero algo real, pero para ser algo real no es necesario ser materia. La materia necesita del ser; el ser, en cambio, no necesita de la materia.

Además, lo real no puede ser aniquilado. Pueden perecer los individuos, pero no lo que hace que sean entes. Si esto se perdiese, todo se perdería, y reinaría la nada, lo cual repugna al entendimiento y contradice la experiencia universal.

El ser en cuanto tal —el ens in quantum ens, según la expresión escolástica— es inmaterial por naturaleza. Se halla en la materia, pero no es materia. Ella necesita de él como sujeto necesita del acto; pero él no de ella. Por ello se sigue que pueden existir cosas inmateriales, aunque su existencia no pueda afirmarse sin prueba. La filosofía no puede negarlas sin más, sino que ha de partir de los entes materiales, pues son los que la experiencia presenta de manera inmediata e incontestable.

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Sobre la creencia en las cosas

De cuantas verdades habitan en el fondo del entendimiento humano, ninguna parece tan connatural y espontánea como la creencia en que hay cosas. Este asentimiento no se adquiere por silogismo ni se impone por autoridad, sino que se halla en nosotros como el aire en la atmósfera, sin que se sepa muy bien cuándo ni cómo penetró, y sin el cual nos sería imposible respirar la vida.

Con razón ha dicho Ortega y Gasset que no es que el hombre tenga creencias, sino que está en ellas, como quien pisa un suelo sin notarlo. Las convicciones fundamentales no son tanto adquisiciones de la razón cuanto condiciones previas de la existencia. Si el pensamiento filosófico consiste en poner entre paréntesis toda afirmación para someterla a examen, la vida, por el contrario, exige afirmaciones incondicionales sobre las cuales actuar. Sin ellas, la voluntad queda paralizada, y el obrar se disuelve en incertidumbre.

Así se explica que la filosofía, para comenzar su camino, deba antes detenerse a contemplar la base misma sobre la cual camina todo el mundo sin detenerse: la existencia de las cosas. Para el vulgo, el hecho de que haya piedras, árboles, personas, es de una evidencia que no se discute. Pero al filósofo, que no se contenta con lo aparente, le toca preguntar: ¿qué significa que una cosa sea?, ¿y en qué consiste que algo sea cosa?

Aquí conviene distinguir entre ideas y creencias. Las ideas, en cuanto tales, se definen por su claridad lógica y su operatividad intelectual. Las creencias, en cambio, son el humus vital del pensamiento; no se tienen por elección, sino que se padecen. Así como nadie decide respirar, tampoco se decide creer en la realidad de las cosas. La relación entre la hipotenusa y los catetos es idea; el dogma de la Encarnación o la esperanza de justicia son creencias con idea, pero además con peso existencial. En esto radica su poder de mover la vida.

Sin embargo, conviene no despreciar las creencias como irracionales. Antes bien, son ellas el fundamento sobre el cual se levantan las ideas. El edificio del saber necesita cimientos. Si estos se socavan, todo lo edificado sobre ellos se desploma. Una de las creencias más extendidas y persistentes del mundo moderno es la fe en la ciencia. Aunque no todos comprenden sus principios, muchos confían en su autoridad. Se cree en la ciencia como antaño se creyó en el sortilegio, porque promete seguridad, control y explicación.

Ahora bien, no por ser creída debe desestimarse. La ciencia, en especial la físico-matemática, ha penetrado la estructura de la realidad con un rigor y una fecundidad sin precedentes. Desde Galileo hasta Newton y más allá, la razón matemática ha reducido la naturaleza a ley, a número y proporción. Y con ello ha mostrado que el mundo contiene un orden susceptible de ser conocido.

Para esta razón físico-matemática, cosa es aquello que es lo que es, y lo es siempre. Así lo afirma cuando analiza una piedra, un planeta o una partícula: todos son, para ella, realidades que tienen una esencia permanente. Lo que es, es, y no puede no ser, según el principio más antiguo de la metafísica griega. La piedra no es piedra por azar, sino por necesidad; y el trabajo del físico consiste en hallar esa necesidad.

Tal concepción no es moderna, aunque sus métodos lo sean. La idea de cosa como aquello que posee naturaleza, res como natura, es propia de los antiguos. Parménides fue el primero en fijarla: estì gar eînai, “es que el ser es”. Lo que es, es necesariamente; y lo que no es, no puede ni pensarse. A partir de ahí, toda metafísica ha buscado en las cosas aquello que permanece, lo que no cambia, su ser esencial.

Los objetos matemáticos, en este sentido, son paradigma de cosa: son eternos, invariables, no sujetos a la corrupción ni al devenir. No sin razón, la deducción, que opera sobre ellos, fue tenida siempre por el modo más alto de ciencia. Por eso la física, al matematizar la naturaleza, la ha elevado al rango de cosa inteligible.

Con todo, importa recordar que esta razón físico-matemática, aunque poderosa, no agota la realidad. Pues hay cosas que no se dejan encerrar en fórmulas, ni se someten al cálculo. La vida, el dolor, la belleza, la fe, son también cosas, aunque su ser no sea idéntico al de las piedras ni al de los cuerpos celestes.

Sean, pues, estas nociones un preámbulo para cuanto en adelante se ha de tratar. Partimos de la cosa, del ens, no para encerrarnos en ella, sino para preguntar por su fundamento. Si las cosas son, y si su ser es algo más que su mera apariencia, entonces conviene saber qué es ser, y cómo se dice del ente. De este modo, la física nos lleva a la metafísica, y la creencia común a la ciencia más alta.

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De la propagación de la especie humana y del misterio de la prehistoria

De cómo la atracción de la pregunta por los orígenes nos sume en la más completa oscuridad.

En edades que exceden toda medida y en tiempos cuya duración se disuelve en la bruma de lo incalculable, tuvo lugar la expansión de la especie humana sobre la redondez del orbe. Esta propagación, sin embargo, no fue uniforme ni continua, sino que se dio de modo fragmentario, en territorios limitados, multiplicados y diversos. Los acontecimientos sucedían por separado, y cada grupo humano vivía su desenvolvimiento en una suerte de clausura geográfica. Pero, al mismo tiempo, bajo esa multiplicidad inabarcable, se producía un fenómeno de unidad silenciosa: el lento y vasto proceso por el cual se fueron configurando las grandes razas, los idiomas, los mitos, las técnicas¹.

Nada de ello acontecía con conciencia de su alcance. Se trataba, más bien, de movimientos profundamente humanos, sí, pero aún íntimamente adheridos a la Naturaleza. El hombre, en estos primeros milenios, no era aún plenamente histórico: vivía, actuaba, creaba, pero sin saberse autor de su tiempo ni artífice del destino².

Y, sin embargo, en medio de esa dispersión, los hombres comenzaron a mirarse. Surgieron asociaciones humanas al contacto de otras asociaciones humanas. Las tribus sabían unas de otras, se observaban, quizá se temían. Lo que estaba desparramado se reunió en ocasiones decisivas: en la guerra, en la migración, en la confluencia. Así surgieron formas más amplias de unidad, no por fusión mecánica, sino por confrontación y cohabitación³. Es en este momento cuando se perfila el tránsito de la prehistoria a la historia propiamente dicha.

El signo distintivo de este paso es la escritura. Con ella, el hombre no solo actúa, sino que fija lo actuado; no solo imagina, sino que transmite lo imaginado. El tiempo deja de ser puro fluir y se convierte en memoria durable⁴. La historia comienza donde el hombre se vuelve legible a sí mismo.

La prehistoria, por tanto, no es un mero preludio, sino una realidad colosal. En ella aparece el hombre como tal. En su transcurso se forman los lineamientos esenciales de nuestra especie: el lenguaje, el símbolo, la técnica, la comunidad, el rito. Pero es también una realidad velada, que se nos escapa en cuanto pretendemos penetrarla con precisión. La arqueología excava huesos, utensilios, rastros; pero no encuentra el alma que los animó⁵. Y si preguntamos, como hombres, qué somos en esencia, no podemos sino volver la mirada hacia este origen nebuloso, hacia ese umbral de humanidad donde comenzamos a ser.

Mas cuanto más se busca ese origen, más se ahonda el misterio. La prehistoria ejerce sobre nosotros una atracción legítima: nos seduce con el deseo de saber quiénes fuimos para comprender quiénes somos. Pero esa misma atracción nos expone al desencanto, pues en el fondo nada sabemos con certeza. Entre el asombro y el silencio se mantiene la más antigua de nuestras preguntas.


Notas

  1. Cf. Leroi-Gourhan, André, La préhistoire, PUF, Paris, 1961; y Le geste et la parole, vol. II: La mémoire et les rythmes, Albin Michel, 1965.
  2. Gehlen, Arnold, El hombre. Su naturaleza y su posición en el mundo, Alianza, Madrid, 1993, pp. 41–49.
  3. Testart, Alain, Crítica del don, Katz, Madrid, 2013, cap. II.
  4. Goody, Jack, La lógica de la escritura y la organización de la sociedad, Paidós, Barcelona, 1987.
  5. Eliade, Mircea, Lo sagrado y lo profano, trad. de Luis Echávarri, Guadarrama, Madrid, 1967, pp. 10–14.

 
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La eutanasia: ¿vida indigna de vida?

Había una brisa leve, casi imperceptible, como si la historia respirara por entre las rendijas de los años, trayendo consigo un susurro, un aviso apenas audible. En las páginas de este libro[1] los autores abren ventanas a una habitación mal cerrada del pasado, y el aire que entra es frío, viejo, punzante. Comparan, con manos temblorosas pero firmes, el movimiento contemporáneo por la eutanasia con ciertas sombras alargadas del nacionalsocialismo. Algunos podrían decir que exageran. Que una cosa fue matar por desprecio a la vida ajena y otra es hoy dejar morir, o incluso ayudar a morir, por compasión hacia uno mismo. Pero no todo lo que parece distante lo está.

Porque la pendiente es resbaladiza. Primero se habla con la voz del enfermo. Luego, con la del médico. Después, con la del sistema. Y en algún momento ya nadie sabe quién habla. En Holanda, dicen los autores, esa cuesta abajo se ha andado ya, paso a paso. Y en el aire flota la figura recia del obispo von Galen, que desde Münster alzaba la voz contra la muerte disfrazada por los nazis de piedad. Pero su voz, como la de un profeta en el desierto, se ahogaba entre las rúbricas legales y las batas blancas.

Todo comenzó, si es que todo no comienza siempre igual, con una idea. Una idea que se desliza como serpiente por entre palabras bien intencionadas: hay vidas que no valen. Vidas sin luz, vidas que duelen, vidas que pesan. Se las mide, se las clasifica. ¿Consciencia? ¿Utilidad? ¿Sufrimiento? Y con el dedo se señala, y con una firma se elimina. Primero fueron miles. Luego millones. Judíos, gitanos, locos, tristes, enfermos. Todos mezclados en un silencio espeso.

Después, como siempre, vino el consuelo del lenguaje. Se dijo: no es muerte, es compasión. No es horror, es amor. El cine ayudó. Una película —¡una película!— con música melancólica y luz suave, donde una mujer, vencida por la esclerosis, suplica a su esposo que le dé descanso. Se llamaba Ich klage an, Yo acuso. Y era el canto dulce y amargo del veneno.

Finalmente, se alzó el argumento supremo: la autonomía. El derecho. El yo. “Si tengo razón, decía un personaje, sacerdote vencido por su propia lógica, tengo derecho a decidir
sobre mi final.” Y lo decía en nombre de Dios. Porque también Dios, cuando conviene, se pone del lado de la razón calculadora.

Así fue como la autonomía, esa palabra brillante como cuchillo nuevo, no fue, como algunos creen, el sello de la modernidad, sino la moneda ya gastada de otros tiempos, la que ya sirvió para justificar la muerte vestida de libertad.

Y el libro, que parece hablar del pasado, habla del presente. Y quien lo lee, sin quererlo, empieza a oír pasos detrás de la puerta. Pasos lentos, legales, comprensivos. Pasos que vienen a preguntar si uno aún desea vivir, como le ocurrió a Randy Stroup, un hombre con cáncer, que en 2008 escribió al sistema de salud pública del estado de Oregón (Oregon Health Plan) pidiendo ayuda para pagar una quimioterapia. La respuesta fue un portazo de cortesía: no cubriremos su tratamiento, pero sí estaríamos encantados de financiar su suicidio médicamente asistido.

Uno imagina ese momento como el plano cerrado de una película: la carta en la mesa, el silencio denso en la habitación, la mirada fija de un hombre que lee dos veces una frase que no debería existir. Y sin embargo existe.

La historia no es simplemente la de un contrato frío entre cliente y aseguradora. Es un signo, una grieta en la forma en que hemos comenzado a imaginar qué es una vida digna, qué es una muerte ofrecida y qué precio se le pone a cada una. En una economía de mercado, hay cosas que se compran y cosas que no. Pero en una sociedad de mercado, todo tiene precio. Todo es vendible. También la muerte.

Ya no hablamos de un mercado que intercambia tomates y televisores. Hablamos de una lógica que ha extendido sus dedos a lo más íntimo del ser. A la enfermedad. Al dolor. Al sentido. Si vivir cuesta, y curarse cuesta más, entonces la muerte se ofrece como rebaja, como oferta de fin de temporada. Con carta certificada, membrete y firma.

Y uno se pregunta: ¿en qué momento el sistema se volvió tan cortés con la desesperanza? ¿Cuándo aprendimos a llamar «servicio» al acto de abandonar a alguien? ¿Cuándo el verbo cubrir dejó de significar protección para convertirse en lápida?

Y la carta, tan blanca, tan correcta, tan limpia, reposó un tiempo sobre la mesa.


[1]
Spaemann, R.; Oduncu, F.; Hohendorf, G..
Sobre la buena muerte: Por qué no
debe haber eutanasia
.


 
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Sobre la cosa y el ente

Entre las certidumbres humanas, pocas hay tan arraigadas como la persuasión de que hay cosas. No es esta creencia fruto de un razonamiento o una conclusión demostrativa, sino un asentimiento inmediato, tan constante y eficaz, que no puede no tenerse sin que con ella vacile el mismo fundamento de la vida. El hombre vive entre cosas, de cosas y por medio de ellas; por consiguiente, negar su existencia no es solo absurdo, sino suicida, como si se pretendiese respirar negando el aire.

Esta convicción, pues, no está en el hombre como algo que él posea, sino que más bien le posee. No es tanto una opinión que se tenga, sino una evidencia que nos tiene. Y ni siquiera el filósofo, cuando se recoge en su gabinete para interrogar la estructura de lo real, puede desprenderse de ella sin violencia. Mas, dado que su oficio es precisamente indagar, ha de suspender por un instante el asentimiento espontáneo para examinar aquello mismo en lo que todos convienen sin saber por qué.

Entonces advierte que la voz “cosa” es, en efecto, universal. Denomina el leño y el pensamiento, el suceso y el afecto, el cuerpo visible y el espíritu invisible. Puede referirse a lo tangible y también a lo que meramente se imagina o recuerda. Así, lo mismo se dice de un mueble que de una idea, de un accidente que de un hijo. Tal elasticidad semántica hace preciso depurar su significado.

Pasando de la lengua común al entendimiento filosófico, se repara en que una cosa se distingue de otra por su ser propio. Un cántaro no es un árbol, ni el árbol un monte, aunque todos existan. Tal es el principio de individuación que ya enseñaban los antiguos: unumquodque est individuum quia est in se indivisum et ab aliis divisum. Pero ¿es esta distinción tan evidente como parece?

Consideremos un ejemplo: un prado en cuyo borde fluye un arroyo, al fondo una montaña, y en medio un cordero que pace mientras un hombre repara la cerca. He aquí una diversidad manifiesta: tierra, agua, animal, hombre. Sin embargo, la hierba se nutre de la tierra y el agua; el cordero, de la hierba; el hombre, del cordero. Hay, pues, una continuidad en la sustancia, una cadena de transformaciones. No en vano pensó Anaxágoras que en todas las cosas hay una porción de todas las demás.

Esta observación nos impele a preguntarnos si las cosas que distinguimos por el lenguaje y la percepción son en realidad seres diversos o solo apariencias diversas de una misma realidad. La necesidad de afirmar las diferencias no ha de hacernos olvidar la posibilidad de una unidad profunda. Afirmemos, con todo, que cosa es lo que se distingue de otra cosa por algún principio de identidad, y que la individualidad consiste en esta distinción.

Pero la historia de la filosofía ha oscilado entre extremos. Para Demócrito, lo único verdaderamente individual son los átomos, realidades últimas, indivisibles y materiales. Para Espinosa, por el contrario, no hay más que una sustancia, infinita y única, de la cual todo lo demás son modos o afecciones. En ambos casos, lo que percibimos como cosas distintas son meras configuraciones del entendimiento o de los sentidos, no realidades autónomas.

Ahora bien, estas doctrinas no provienen de la experiencia común, sino del uso de la inteligencia. Porque el intelecto humano opera por dos movimientos: análisis y síntesis. Analiza cuando descompone lo complejo en elementos más simples, y sintetiza cuando compone los elementos en un todo inteligible. Esta operación, que es doble, constituye el juicio, y es en el juicio donde reside la verdad o la falsedad.

Un concepto aislado, como el de centauro, no es ni verdadero ni falso. Solo adquiere verdad o error cuando se le une a otro en una proposición, como “Quirón fue sabio” o “Quirón existió”. Lo mismo acontece en la especulación ontológica: Demócrito descompuso lo real hasta hallar los átomos; Espinosa lo unificó todo en una sustancia. Ambos emplearon el juicio, aunque en dirección contraria.

En lo que sigue, nuestra intención no será presuponer la existencia de las cosas como verdad incontestable, sino tomar tal supuesto como punto de partida para su examen. Procederemos, pues, según el consejo de Platón, que instaba a elevarse desde las cosas al ente, y del ente a su naturaleza. El presupuesto se compone de dos afirmaciones: que hay cosas, y que esas cosas son algo. Ambas serán objeto de análisis.

Y como es costumbre en la buena filosofía, sustituiremos desde ahora la palabra “cosa” por el término más riguroso de “ente”, conforme al uso de la tradición escolástica, sin incurrir por ello en neologismos innecesarios. Aclararemos su sentido en cuanto convenga, y nos serviremos de él para plantear dos preguntas fundamentales: una acerca de la existencia, y otra acerca de la esencia.

Estas dos cuestiones, una que versa sobre el que “hay” y otra sobre el “qué es”, abrirán por necesidad la senda hacia otras muchas, que iremos desgranando a medida que se presenten. Tal será el modo de proceder de este tratado, humilde en sus comienzos, pero riguroso en sus fines, conforme al arte que los antiguos llamaron philosophia prima, y nosotros, más llanamente, ciencia del ente en cuanto ente.

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