El estudio de lo religioso tiene que atender al dato, a la manifestación del fenómeno religioso.
El espíritu humano, cuando ha alcanzado su grado de madurez, se halla en disposición de abarcar la totalidad de lo real y de organizarlo en un sistema coherente y comprensivo. Todo cuanto debía acontecer ha acontecido ya, y es llegado, por tanto, el tiempo de comprender. Pero no todas las sociedades están dotadas para empresa tan alta: sólo aquella que ha logrado instituir formas estables de memoria y reflexión, es decir, aquella que dispone de instituciones capaces de recoger, custodiar y examinar el testimonio de lo acaecido, puede aspirar a este universal entendimiento.
Hoy confluyen en el saber humano tres grandes direcciones: una que se vuelve hacia el universo material; otra que se orienta al hombre; y una tercera que tiende a Dios. Si una de ellas se absolutiza y anula las otras, sobreviene el extravío. La primera, centrada en la técnica y la producción material, suele desembocar en indiferencia religiosa o franca negación de Dios. La admirable evolución que desde la materia conduce hasta el cuerpo viviente parece, a algunos, bastarse a sí misma. La segunda, que gira en torno al hombre, busca su salvación sin referencia a lo divino: es el camino de Sartre, de Marx y de otros humanismos sin trascendencia. Pero cabe preguntar con justicia: ¿puede haber verdadero humanismo sin Dios?
La tercera corriente, en cambio, dirige su mirada hacia lo alto. Mas es preciso que el sentido de la trascendencia no eclipse el valor de la razón. La fe, sin duda, posee su objeto, pero si se anula el juicio racional, la fe pierde su fundamento. Es necesario, por tanto, conservar el orden de los saberes y su legítima autonomía: la razón constituye el soporte sobre el que se edifica el conocimiento analógico de Dios; la fe, como libre asentimiento, se ofrece como homenaje del espíritu al amor divino que se revela.
El estudio positivo de la religión, que en nuestro idioma apenas comienza a despuntar como ciencia, representa un esfuerzo en tal dirección. Hasta hace poco, el estudio de lo religioso quedaba casi exclusivamente en manos de teólogos y filósofos. Los primeros partían del dato revelado, esto es, de la verdad contenida en los textos sagrados del cristianismo, el judaísmo o el islam; los segundos se ocupaban de la existencia y esencia de Dios, objeto propio de la razón metafísica. Ambos métodos, sin duda dignos y necesarios, han adolecido, empero, de una limitación: atendiendo casi exclusivamente a la tradición propia, han descuidado muchas veces aquellos otros datos religiosos que florecieron en tiempos, lugares y culturas diversos.
Ahora bien, en este tiempo nuestro, en que la humanidad entera se aproxima a una especie de comunidad planetaria, una aldea global, como suele decirse, urge ampliar el horizonte. Tal apertura no ha de empobrecer, sino enriquecer tanto a la filosofía como a la teología. Se hace menester, pues, comenzar por los hechos, por los innumerables modos en que los hombres han vivido lo sagrado en todas las latitudes y edades, y ordenar este copioso acervo en categorías inteligibles para el entendimiento.
Aquí se inscribe el estudio de la religión. Su tarea no es construir una metafísica ni emitir juicios teológicos, sino atender al dato, a la manifestación del fenómeno religioso en su inmediatez. Como disciplina, puede prestar no pocos servicios a la teología, a la filosofía y, sobre todo, al conocimiento profundo del hombre. No pretende ser sociología de la religión ni psicología de lo religioso, sino mera exposición de los modos en que lo sagrado se presenta y es vivido. Su objeto no es el valor funcional del fenómeno, si contribuye o no al orden social o al equilibrio psíquico, sino el fenómeno en sí mismo.