De los saberes humanos y su fundamento filosófico

Que no hay uno solo, sino muchos saberes, lo percibe fácilmente quien se detiene a contemplar con juicio recto el estado presente del entendimiento humano. Bien se engañan los que, inflados de presunción, dan al saber científico el lustre de una revelación moderna, y le tributan reverencias propias de la religión más acendrada. ¡Cuán temerario es suponer que la ciencia, con mayúscula, como si de una divinidad se tratase, ha abrazado ya el orbe entero del saber, y que no hay rincón del mundo que no haya sido alumbrado por su claridad!

Tal convicción, por más que se revista de lenguaje técnico y se presente con el ropaje de la exactitud, no deja de ser creencia ciega, fe del carbonero, o peor aún, idolatría racionalista de nuevo cuño, más supersticiosa por pretenderse ilustrada.

Mas la verdad es otra. Lo que en efecto hallamos no es una ciencia universal y compacta, sino un enjambre disforme de saberes particulares, cada uno con su objeto, su método y su lenguaje, muchas veces extraños entre sí y hasta incompatibles. ¿Qué afinidad guarda la clonación de la oveja Dolly, realizada por los doctores Ian Wilmut y Keith Campbell en 1996, con los experimentos de alta energía del Gran Colisionador de Hadrones, sito en Ginebra? ¿Podrán los unos comprender la física subatómica de los otros, o acaso intercambiar sus laboratorios sin mengua de resultados?

¿Y qué comunión guardan ambos con los saberes necesarios para fabricar una tableta electrónica, resolver ecuaciones cuadráticas o traducir del árabe el Liber de causis? Son saberes distintos, objetos diversos, y procedimientos que no admiten con facilidad ser sometidos a una regla común.

Cada uno de estos saberes reclama para sí un dominio particular y, una vez posesionado de él, suele intentar extender su imperio sobre otros ámbitos vecinos, si no se le opone resistencia suficiente. En esta pugna, unas disciplinas ceden, otras se expanden, y no pocas veces se ocultan los principios fundamentales sobre los cuales descansan. Pero donde hay choque, hay también límite, y el límite convida a la reflexión filosófica.

No tenemos, pues, ni La Ciencia ni El Mundo, en cuanto totalidad uniforme de entes. Lo que hay son ciencias singulares, que miran a porciones disímiles del ser: átomos, fonemas, almas, movimientos sociales, seres espirituales… Y estas realidades no caben bajo una sola categoría ni pueden ser todas explicadas con un mismo método.

Para intentar semejante hazaña, hallar razón suficiente de todos los entes en cuanto entes, es necesario ascender al terreno de la metafísica, que trata de ideas como la esencia, la existencia, la unidad, la causalidad o la participación. Pero esas razones, por su misma índole, no pertenecen a la ciencia, sino a la filosofía.

La filosofía, y sólo ella, puede decirse saber general, pues busca los principios comunes a todo cuanto es. Las ciencias, en cambio, se ocupan de segmentos concretos del ente: la física del movimiento y la energía, la medicina de la vida y la salud, la matemática de los números, y la teología, cuando es confesional, de las cosas divinas reveladas.

Ahora bien, si una ciencia particular osa extender su explicación a todo el ámbito del ser, deja de ser ciencia y comienza a filosofar. No hay ley que lo prohíba, pues el saber no es feudo de institución alguna; pero sí es justo advertir que tal empresa requiere instrumentos conceptuales robustos, que rara vez se encuentran en los manuales técnicos. Del mismo modo, si el filósofo se aventura a pronunciarse sobre los detalles que corresponden a una ciencia positiva, hace filosofía aplicada, o se extravía en presunción.

La filosofía debe cuidar de no confundirse con las partes que estudia, pero tampoco puede ignorarlas. Su deber es excavar hasta los cimientos de los principios que cada ciencia toma por dados. Porque toda ciencia presupone algo: números, espacio, tiempo, vida, divinidad… pero no se detiene a justificarlo. En cambio, la filosofía lo pone todo en cuestión.

Sirva de ejemplo el matemático, quien obra como si supiese qué son los números y de qué manera existen, aunque nunca se lo haya preguntado. En el instante en que lo hace, en que se pregunta, como Turing lo hizo en su célebre interpelación a Carnap y a Russell, si un número tiene existencia real, está ya en el campo de la filosofía.

Lo mismo cabe decir de la teología. El teólogo revelado parte de una verdad: que Dios existe y que se ha manifestado. Esta verdad la cree por fe, y con ella razona. Mas si se detiene a considerar en qué consiste tal fe, o qué significa que Dios sea, o si puede probarse su existencia, está haciendo teología natural, es decir, filosofía.

Ya Platón en su República (libro VI, 508e1–511e) distinguió con admirable agudeza entre la diánoia, o ciencia, y la nóesis, o dialéctica. Aquélla parte de supuestos, pero no se los cuestiona; ésta, por el contrario, examina los supuestos sin recurrir a la experiencia, sino por el solo juego de las ideas. ¿No es esto la propia ocupación de la filosofía primera?

Santo Tomás de Aquino, luminar indiscutible de la razón cristiana, enseña lo mismo en su Summa Theologiae (I, q. 1, a. 8): así como ninguna ciencia prueba sus principios, tampoco lo hace la teología revelada con los suyos. Parte de los artículos de fe, transmitidos por profetas y apóstoles, para alcanzar nuevas verdades, como demuestra el Apóstol en 1 Cor. 15, donde parte de la resurrección de Cristo para probar la de todos los hombres.

Ninguna ciencia discute con quien niega sus principios, salvo que éste admita al menos uno de ellos. Así, el teólogo podrá discutir con el hereje, si ambos comparten algún postulado. Pero con quien lo niega todo, no hay debate posible, sino solo defensa frente a sus ataques. Y lo mismo ocurre con la matemática: no se puede demostrar un teorema a quien niega los números.

No obstante, aun frente al escéptico más recalcitrante, puede el filósofo, y con él, el teólogo natural, presentar razones en favor de la fe, razones que sean inteligibles para todos. Por ejemplo, puede intentar mostrar que Dios existe y en qué consiste. Aun si tal demostración no logra abrazar la esencia divina, al menos abre un espacio común de diálogo. Pero esa teología, racional ya, debe evitar el error de querer probar con la razón lo que sólo pertenece a la fe, no sea que debilite el mérito de creer o que dé ocasión al adversario para mofarse de lo más sagrado.

Así se clarifica la distinción entre ciencia, filosofía y teología. Y así se honra la majestad del saber humano, cuando cada saber reconoce su dominio, su límite y su principio. Pues si algo requiere nuestra época, no es la exaltación fanática de una ciencia total, sino la restauración prudente de una filosofía que, con paso firme, interpele los fundamentos y los reconcilie con la verdad.

Share
Publicado en Filosofía teórica, Ontología, Metafísica | Etiquetado , , | Deja un comentario

Del origen y naturaleza del método demostrativo

Es digno de notarse en los anales del saber humano que el primer destello de lo que hoy llamamos demostración científica se remonta, según la común opinión de los doctos, al siglo quinto antes de la venida de Nuestro Señor. En aquel tiempo floreció Tales de Mileto, varón insigne entre los griegos, a quien se atribuye la primacía en haber probado por vía de discurso riguroso un teorema —el que aún lleva su nombre—, siendo ésta la primera vez, según la tradición, que se impuso a la naturaleza una ley por medio de la razón.

Las escuelas de sabiduría que por entonces ya habían tomado cuerpo en las colonias helénicas, formadas a la sombra de la tradición y bajo la tutela de las musas, instituyeron el ideal de la ciencia como un sistema trabado de enunciados deducidos con orden y concierto, a ejemplo de lo que allí se enseñaba bajo el nombre de matemáticas. No es del caso inquirir si Tales fue el verdadero inventor de tal demostración o si la recibió por transmisión de escuela alguna. Lo que en verdad importa es que el modelo de ciencia así forjado —primero aplicado a la matemática y a los movimientos celestes— quedó desde entonces delineado con contornos tan firmes, que ni el paso de los siglos ha logrado borrarlos.

Este ideal consiste en el uso metódico de la demostración como instrumento para alcanzar certezas. Llámase demostración a aquel discurso necesario que, partiendo de principios reputados verdaderos, concluye con sentencias que no pueden menos que serlo también. Tal es su fuerza, que si se admiten las premisas, la conclusión se impone con necesidad. Véase por ejemplo el siguiente silogismo: «Todos los hombres son mortales; Sócrates es hombre»; de aquí se sigue, sin posible repugnancia, que «Sócrates es mortal». Si alguno negara esta conclusión, deberá o rechazar la universalidad de la primera premisa o negar la pertenencia de Sócrates al género humano. Lo que no puede, sin incurrir en contradicción, es afirmar ambas premisas y a la vez negar la consecuencia que de ellas dimana.

Toda demostración se origina en ciertos principios. Unos son inmediatos, como las mismas premisas de que parte el discurso, sustentadas a su vez por verdades más altas; otros son remotos y pueden pertenecer al común patrimonio de todas las ciencias, como lo son el principio de contradicción o el de causalidad. Hay también principios propios de cada disciplina, como los axiomas y postulados en la matemática, o las verdades reveladas en la teología cristiana.

Este método fecundo pasó más tarde, merced al trabajo diligente de los doctores escolásticos, a la filosofía y a la sagrada teología, donde halló campo fértil y ensanchó sus dominios. Y aunque con el transcurrir del tiempo perdió el cetro que otrora empuñó con firmeza, no por eso dejó de subsistir con vida vigorosa hasta nuestros días. Hoy conviven con él otras especies de saber: las ciencias geométrico-materiales, las teleológicas y las que versan sobre los asuntos humanos, todas las cuales, si bien diversas en objeto y método, no desdeñan el rigor y la claridad que aquel modelo antiguo supo imprimir a las disciplinas de su tiempo.

Share
Publicado en Filosofía teórica, Ontología, Metafísica | Etiquetado , | Deja un comentario

Análisis de los principios

Resulta, pues, verificado por razón y experiencia que interrogarse sobre si algo es real, y en caso afirmativo, examinar en qué consiste su realidad, no es ejercicio superfluo ni ociosidad de ingenio, sino necesidad primaria de todo saber que aspire a firmeza. Porque todos los saberes, sean de índole especulativa, como la geometría o la teología revelada, o de carácter práctico, como la política o la religión vivida, descansan —al menos en sus primeros momentos— sobre ciertos supuestos no demostrados, asumidos más por la fe que por la ciencia.

Unos creen en la extensión infinita del espacio, tal como lo configuran sus modelos; otros, en la existencia de Dios, conforme al testimonio de su tradición; otros dan por real el tiempo como entidad objetiva; y todos, sin excepción, presuponen que hay cosas y que las conocen con suficiencia. Mas esa suficiencia no es fruto del examen, sino del asentimiento natural. Todos creen. Pocos saben. Esta es la distinción primera entre la masa de los que repiten y la minoría de los que piensan.

Los primeros se contentan con aceptar una existencia y una esencia dadas, sin mayor examen; creen que aquello de lo que tratan es, y que saben lo que es. Los segundos, no satisfechos con la apariencia de certeza, interrogan la base misma de aquello que se tiene por evidente. Ven grietas en los cimientos; descubren dudas en lo que parecía claro; y no temen señalar lo que otros callan. Son estos los verdaderos filósofos, no porque posean más respuestas, sino porque hacen mejores preguntas.

De aquí proviene el carácter crítico y, a menudo, negativo que se ha atribuido a la filosofía desde antiguo. Pues si el arte del arquitecto consiste en levantar edificaciones firmes, el del filósofo es poner a prueba sus fundamentos. Y no hay mejor prueba de resistencia que el intento de demolición. Si el edificio aguanta, es firme. Si se derrumba, nunca lo fue.

Cuestionar lo que se cree no equivale a negar por sistema, sino a probar con método. Es el momento negativo del conocimiento, que tiene su modelo más ilustre en la ironía socrática. Sócrates, como es notorio, fue el primero que, con arte sistemático, enseñó a los hombres que no sabían lo que creían saber. Y lo hizo sin desdeñar ni burlarse, sino con humilde agudeza, para provocar en el interlocutor una reflexión más rigurosa.

Sirva como ejemplo su diálogo con Adimanto, en el libro VI de La República, donde refuta la identificación vulgar del bien con el placer:

—S.: ¿Y los que definen el bien como el placer? ¿Acaso no incurren en un extravío no menor que el de los otros? ¿No se ven también éstos obligados a convenir en que existen placeres malos?

—A.: En efecto.

—S.: Les acontece, pues, creo yo, el convenir en que las mismas cosas son buenas y malas. ¿No es eso?

—A.: ¿Qué otra cosa va a ser?

Así pone en evidencia Sócrates que esa definición incurre en contradicción. Si algo puede ser a la vez bueno y malo, entonces no puede definirse exclusivamente como bueno. La creencia se tambalea y da paso a la necesidad de una idea más firme, más universal, más adecuada a la cosa misma.

Porque conocer el bien —o el tiempo, el espacio, Dios, el alma, o cualquier otro ente— requiere formarse una idea de su naturaleza. Y tal idea no puede ser particular, sino universal. Si se pretende decir lo que es algo, se ha de decir de modo que valga para todo aquello que es de igual especie. La naturaleza de las cosas no se descubre en la opinión, sino en el concepto, y no en cualquier concepto, sino en aquel que alcanza la esencia.

Esta necesidad de universalidad impone al entendimiento el uso de conceptos que trascienden lo sensible, aunque nazcan de la experiencia. La razón no se contenta con saber que algo es, sino que busca saber qué es. Y ese quid est no puede ser otro que la esencia común que hace a cada ente ser lo que es.

Share
Publicado en Filosofía teórica, Ontología, Metafísica | Etiquetado , , | Deja un comentario

El ente es el dato originario

Así como el médico, antes de tratar las afecciones particulares, ha de conocer el principio vital que las anima, así también el filósofo, antes de descender a los ámbitos especiales de la realidad, la divinidad, la naturaleza, la psique, ha de considerar el fundamento común de todos ellos, que no es otro sino el ser en cuanto ser. Y por esto la ontología es, con razón, la primera puerta de la metafísica.

Dejamos, pues, para su momento propio la teología natural, que se ocupa del ente necesario y perfectísimo; la cosmología racional, que estudia el orden y las leyes del universo físico; y la psicología racional, que indaga la naturaleza del alma. Detenemos ahora nuestra atención en el dato primero, en aquello que no puede tener presupuesto, porque todo lo demás lo presupone.

Importa aquí considerar si ese dato primero pertenece al orden del conocer o al del ser. La filosofía moderna, desde Descartes, ha dado primacía a la conciencia. Por buscar el grado máximo de certeza, se afirmó que debía comenzarse por el cogito, esto es, por el pensamiento que se tiene de sí mismo. No fue él el único: Kant partió de los contenidos a priori de la razón, Hegel de la Idea absoluta, el existencialismo del yo lanzado a la facticidad, el vitalismo de la vida misma como realidad primera. Todos, a su modo, invirtieron el orden ontológico, sustituyendo el ser por la conciencia.

Pero si hay algo que de suyo no admite otra base, será eso lo que se busca como primer dato. Si el lector, como el autor, ha decidido emprender este estudio, ya ha puesto en marcha su capacidad de comprender. Mas, ¿en qué consiste tal acto de comprender? ¿Qué hace la mente cuando quiere entender?

Preguntarse esto es interrogar la mente sobre sí misma. ¿Puede hacerlo? ¿Puede el instrumento de conocimiento volverse sobre sí y ser, a un tiempo, el objeto que conoce y el sujeto que conoce? No parece posible. Para pensar algo, se requiere un objeto. Pensar es pensar cosas. El pensamiento sin contenido es vacío, y la conciencia sin término al que referirse es pura negación.

Ni siquiera la autoconciencia escapa a esta regla. Cuando la mente se sabe a sí, lo hace porque se refiere a algo. No se contempla directamente, sino en su acto. Intellectus reflectitur supra actum suum, enseña Santo Tomás: el entendimiento reflexiona sobre su acto, no sobre su esencia inmediata. Pretender lo contrario sería como pedir a un espejo que se refleje a sí mismo sin otro delante.

De modo que, si se piensa, se piensa algo. Y que se piense algo implica ya la presencia de un ser, real o imaginario. No importa ahora si ese algo es un unicornio o un número; importa que es. Que tiene entidad al menos pensada. La conciencia de sí no es anterior al mundo, sino que se da en medio del mundo. Se siente porque se siente algo.

Este hecho fundamental se presenta de dos modos:

Primero, por una sensación viva. Un leve soplo de aire, el roce de una tela, una luz que hiere los ojos, bastan para poner en marcha la autoconciencia. El sujeto se experimenta como viviente, como supuesto de las acciones del ver, oír, tocar. Lo primero que sabe de sí es que es un ser vivo.

Segundo, por la conciencia del mundo exterior. El sujeto no solo se siente, sino que se siente entre cosas. Unas le pertenecen, como las imágenes, los placeres, los recuerdos. Otras le son exteriores: montañas, ríos, cielos, otros hombres. A las primeras las llamamos subjetivas; a las segundas, objetivas. La distinción, aunque convencional, permite operar con precisión. Pero ambos ámbitos son inseparables. Sin mundo, no hay yo; sin alteridad, no hay identidad.

Este hecho se comprueba fácilmente. Baste recordar que cuando cesan los estímulos externos, sea en un sueño profundo o en la anestesia, también cesa la conciencia. Por mucho que se proclame sujeto trascendental o centro de irradiación ontológica, el hombre depende de la periferia: es centro porque hay entorno.

Todo obrar humano confirma esta dependencia. Quien quiere actuar mide su querer con lo que le rodea. Encuentra medios y obstáculos. El mundo no solo le asiste, sino que también le limita. Esa limitación es triple: física, pues el sujeto es cuerpo entre cuerpos; intelectual, pues conocer requiere tiempo y estudio; y volitiva, pues no siempre se quiere lo que se hace, ni se hace lo que se quiere.

Luego todo se hace contando con el ser. No es la Idea ni el conocer lo primero, sino el ente. Todo lo pensado, sentido o imaginado se presenta como algo: una entidad, aunque solo sea en imagen. El ser, pues, es presupuesto de todo acto mental. Se conoce una cosa cuando está presente, al menos virtualmente, a los sentidos. Lo primero que se conoce son entes sensibles, concretos, determinados. La inteligencia no empieza replegándose en sí, sino abriéndose al mundo.

La inteligencia humana, como observaba Aristóteles, requiere proporción con lo que conoce. Aunque capaz de lo más alto, necesita ascender desde lo más bajo. Su conocimiento se inicia en lo sensible, pero no se agota en ello. Mediante la abstracción, alcanza lo universal.

Sin embargo, la ontología no se detiene en lo particular, como lo hace la ciencia empírica. Ella no se ocupa de esta o aquella cosa, sino de lo común a todas. Cada ser es un “algo” y un “qué”, y en ambos sentidos es un ente. No se trata de piedras, plantas o astros, sino del ser que cada uno posee en cuanto ser. Por eso la ontología, como filosofía primera, trata del ente en cuanto tal.

Share
Publicado en Filosofía teórica, Ontología, Metafísica | Etiquetado , , | Deja un comentario

Realidad del ente y universalidad del ser

Dijimos, y ahora lo reiteramos con mayor precisión, que algo existe, o, si se quiere hablar con los términos más propios de la filosofía primera: est ens, hay el ser. No afirmamos esto como resultado de una larga cadena de silogismos, sino como aquella verdad de la cual parten por igual el pensamiento metafísico y el sentido común. Tan natural es en el hombre la afirmación de que hay algo, que quien lo negara no provocaría atención filosófica sino sospecha de demencia.

La vida, que no admite demora ni suspensiones, exige que se obre con prontitud y certeza. Por eso no se detiene a considerar qué es existir, ni de qué se compone el ser. A ella le basta con que las cosas estén ahí. Así, pues, no es una verdad que los hombres posean, sino una que los posee a ellos, como ya dijimos antes. Solo el filósofo, impulsado por su oficio y su deber de examen, se permite dudar por un instante, y lo hace no porque ignore, sino para saber más hondamente.

Para el vulgo y para la ciencia empírica, todo lo que se presenta, —libros, muebles, pensamientos, personas, hechos— es real, es cosa, es ente. Y el filósofo concede, por principio, esta evidencia, pero con la intención de interrogarla. ¿Es cada cosa tal como aparece, o son todas ellas manifestaciones diversas de una misma sustancia común? ¿Son prado, cordero y hombre entes distintos, o estados sucesivos de una misma realidad? ¿Son muchas cosas que comparten un fondo esencial, o una sola cosa que se multiplica en formas?

No esquivaremos tales preguntas, porque la filosofía nace de tales perplejidades. Pero antes conviene discernir qué significa que algo sea real. Así como todo lo que ve el ojo es luz, también todo lo que concibe el entendimiento ha de ser algo, esto es, ha de tener ser. Así como la física estudia la luz en cuanto luz, sin confundirse en los colores particulares, también la ontología estudia lo real en cuanto real, sin detenerse en la pluralidad de sus manifestaciones.

Nada puede verse en la oscuridad; tampoco puede pensarse la nada. El entendimiento, por su naturaleza, se vuelve hacia el ser. Ahora bien, la ontología no se contenta con lo real pensado, sino que busca lo real mismo, aquello que es fuera del pensamiento, aunque sin olvidar que el propio pensamiento es también algo real. Aquí la analogía con la luz alcanza su límite: el ojo no se ve a sí mismo, pero el entendimiento, a lo menos como ser real, sí puede entenderse.

Así como Newton, al estudiar la luz, implicaba todos los colores sin referirse a ellos uno por uno, también la ontología, al estudiar el ser en cuanto ser, implica todos los seres particulares, sin necesidad de descender a cada uno. Esa labor toca a las ciencias especiales: las matemáticas se ocupan de la cantidad, la física del movimiento, la antropología del hombre, y así sucesivamente. La ontología, en cambio, los abarca todos en cuanto tienen ser. Por eso es que Aristóteles la denominó filosofía primera, y nosotros con él la tenemos por la ciencia más universal.

El objeto material de la ontología son todos los entes; pero su objeto formal, esto es, aquello bajo lo cual los considera, es solo lo común a todos ellos: el ser. Así como todos los hombres, siendo diversos, son igualmente hombres por poseer una misma naturaleza, también todos los entes, en su diversidad, participan de una misma condición ontológica. De ahí que se diga con propiedad: ens commune.

Este carácter común no puede ser sensible, pues lo sensible varía y no se halla por todas partes. Ha de ser inteligible, pues incluso lo que en lo sensible hay de real, lo es en virtud de algo inteligible. Aun cuando lo percibido sea material, su realidad no reside en su materialidad, sino en que es algo, y ese algo es lo que la inteligencia reconoce.

Tampoco puede ser mudable, aunque todo lo que cambia sea real. Porque si el ser común cambiara, cambiarían con él todas las cosas, no por accidente sino por necesidad, y no podría pensarse la permanencia de lo real. Mas lo real no puede dejar de ser, aunque cambie su figura o estado.

Ni puede el ser común reducirse a la materia, aunque la materia sea también ente. Pues para ser materia es preciso ser primero algo real, pero para ser algo real no es necesario ser materia. La materia necesita del ser; el ser, en cambio, no necesita de la materia.

Además, lo real no puede ser aniquilado. Pueden perecer los individuos, pero no lo que hace que sean entes. Si esto se perdiese, todo se perdería, y reinaría la nada, lo cual repugna al entendimiento y contradice la experiencia universal.

El ser en cuanto tal —el ens in quantum ens, según la expresión escolástica— es inmaterial por naturaleza. Se halla en la materia, pero no es materia. Ella necesita de él como sujeto necesita del acto; pero él no de ella. Por ello se sigue que pueden existir cosas inmateriales, aunque su existencia no pueda afirmarse sin prueba. La filosofía no puede negarlas sin más, sino que ha de partir de los entes materiales, pues son los que la experiencia presenta de manera inmediata e incontestable.

Share
Publicado en Filosofía teórica, Ontología, Metafísica | Etiquetado , , | Deja un comentario

Sobre la creencia en las cosas

De cuantas verdades habitan en el fondo del entendimiento humano, ninguna parece tan connatural y espontánea como la creencia en que hay cosas. Este asentimiento no se adquiere por silogismo ni se impone por autoridad, sino que se halla en nosotros como el aire en la atmósfera, sin que se sepa muy bien cuándo ni cómo penetró, y sin el cual nos sería imposible respirar la vida.

Con razón ha dicho Ortega y Gasset que no es que el hombre tenga creencias, sino que está en ellas, como quien pisa un suelo sin notarlo. Las convicciones fundamentales no son tanto adquisiciones de la razón cuanto condiciones previas de la existencia. Si el pensamiento filosófico consiste en poner entre paréntesis toda afirmación para someterla a examen, la vida, por el contrario, exige afirmaciones incondicionales sobre las cuales actuar. Sin ellas, la voluntad queda paralizada, y el obrar se disuelve en incertidumbre.

Así se explica que la filosofía, para comenzar su camino, deba antes detenerse a contemplar la base misma sobre la cual camina todo el mundo sin detenerse: la existencia de las cosas. Para el vulgo, el hecho de que haya piedras, árboles, personas, es de una evidencia que no se discute. Pero al filósofo, que no se contenta con lo aparente, le toca preguntar: ¿qué significa que una cosa sea?, ¿y en qué consiste que algo sea cosa?

Aquí conviene distinguir entre ideas y creencias. Las ideas, en cuanto tales, se definen por su claridad lógica y su operatividad intelectual. Las creencias, en cambio, son el humus vital del pensamiento; no se tienen por elección, sino que se padecen. Así como nadie decide respirar, tampoco se decide creer en la realidad de las cosas. La relación entre la hipotenusa y los catetos es idea; el dogma de la Encarnación o la esperanza de justicia son creencias con idea, pero además con peso existencial. En esto radica su poder de mover la vida.

Sin embargo, conviene no despreciar las creencias como irracionales. Antes bien, son ellas el fundamento sobre el cual se levantan las ideas. El edificio del saber necesita cimientos. Si estos se socavan, todo lo edificado sobre ellos se desploma. Una de las creencias más extendidas y persistentes del mundo moderno es la fe en la ciencia. Aunque no todos comprenden sus principios, muchos confían en su autoridad. Se cree en la ciencia como antaño se creyó en el sortilegio, porque promete seguridad, control y explicación.

Ahora bien, no por ser creída debe desestimarse. La ciencia, en especial la físico-matemática, ha penetrado la estructura de la realidad con un rigor y una fecundidad sin precedentes. Desde Galileo hasta Newton y más allá, la razón matemática ha reducido la naturaleza a ley, a número y proporción. Y con ello ha mostrado que el mundo contiene un orden susceptible de ser conocido.

Para esta razón físico-matemática, cosa es aquello que es lo que es, y lo es siempre. Así lo afirma cuando analiza una piedra, un planeta o una partícula: todos son, para ella, realidades que tienen una esencia permanente. Lo que es, es, y no puede no ser, según el principio más antiguo de la metafísica griega. La piedra no es piedra por azar, sino por necesidad; y el trabajo del físico consiste en hallar esa necesidad.

Tal concepción no es moderna, aunque sus métodos lo sean. La idea de cosa como aquello que posee naturaleza, res como natura, es propia de los antiguos. Parménides fue el primero en fijarla: estì gar eînai, “es que el ser es”. Lo que es, es necesariamente; y lo que no es, no puede ni pensarse. A partir de ahí, toda metafísica ha buscado en las cosas aquello que permanece, lo que no cambia, su ser esencial.

Los objetos matemáticos, en este sentido, son paradigma de cosa: son eternos, invariables, no sujetos a la corrupción ni al devenir. No sin razón, la deducción, que opera sobre ellos, fue tenida siempre por el modo más alto de ciencia. Por eso la física, al matematizar la naturaleza, la ha elevado al rango de cosa inteligible.

Con todo, importa recordar que esta razón físico-matemática, aunque poderosa, no agota la realidad. Pues hay cosas que no se dejan encerrar en fórmulas, ni se someten al cálculo. La vida, el dolor, la belleza, la fe, son también cosas, aunque su ser no sea idéntico al de las piedras ni al de los cuerpos celestes.

Sean, pues, estas nociones un preámbulo para cuanto en adelante se ha de tratar. Partimos de la cosa, del ens, no para encerrarnos en ella, sino para preguntar por su fundamento. Si las cosas son, y si su ser es algo más que su mera apariencia, entonces conviene saber qué es ser, y cómo se dice del ente. De este modo, la física nos lleva a la metafísica, y la creencia común a la ciencia más alta.

Share
Publicado en Filosofía teórica, Ontología, Metafísica | Etiquetado , | Deja un comentario