Peculiar naturaleza del hombre frente al animal

Nunca habrá conocimiento certero sobre lo que verdaderamente fue

No es pequeña cuestión la de discernir en qué se distingue el hombre de los demás vivientes, y mucho han filosofado sobre ella antiguos y modernos, sin que hasta hoy se haya dado con una resolución que contente del todo al entendimiento curioso. Unos, acudiendo a la figura, han señalado la postura erecta, la prominencia de la frente, la masa cerebral y la forma del cráneo como signos característicos del hombre; otros han notado la configuración de la mano, la escasez de pelo en el cuerpo, la capacidad de reír y llorar, en lo que no parecen hallarse sus congéneres[1]. Todas estas señales tienen su valor, pero no llegan a penetrar el fondo del misterio, ni bastan por sí solas a fundar una diferencia esencial.

Cierto es que el hombre, por su configuración, se inscribe entre las formas zoológicas de la vida animal. Mas no por ello ha de entenderse que su cuerpo es pura mecánica o instrumento ciego; antes bien, es expresión y epifanía del alma racional, que le anima y le distingue. Hay una belleza específica en el cuerpo humano que no se explica por utilidad ni por selección, y que, sin embargo, no alcanza demostración cabal en los términos de la ciencia natural[2].

El animal, por su parte, aparece dotado de órganos precisos y eficacísimos para tareas concretas, adaptados a un medio fijo y determinado. Esa especialización, que le da ventaja en algunos aspectos, le limita en su conjunto. El hombre, en cambio, se halla libre de especialización extrema: sus órganos, considerados por separado, son inferiores a los del animal; pero en su conjunto conservan una plasticidad que le permite abrirse a posibilidades nuevas, a adaptaciones múltiples[3].

Su inferioridad le constriñe, sí; pero esa misma indigencia le habilita para caminos insospechados, gracias a su conciencia reflexiva. Por ello, no es por su cuerpo, sino por su espíritu, que el hombre está dispuesto para toda región, todo clima, todo contorno[4]. Allí donde el animal vive encerrado en la estrechez de su nicho ecológico, el hombre se expande con libertad y crea su propio mundo.

Donde los animales repiten eternamente el mismo ciclo vital, el hombre irrumpe en la historia. La naturaleza tiene mudanzas, sí, pero sin conciencia, sin fin ni dirección. El hombre, en cambio, cambia con memoria, con arte, con decisión. Los actos libres del espíritu introducen discontinuidad en la repetición de la vida[5].

Algunos han querido fundar la diferencia humana en la patología misma, observando que ciertos desórdenes, como la psicosis, son exclusivos del hombre. Otros han reparado en ciertas inclinaciones morales, como una maldad peculiar que no se da entre las bestias, aunque en algunos monos se hallen signos de afecto, ternura o estupidez que recuerdan al alma humana[6]. Todo esto, empero, aunque interesante, no alcanza aún lo propiamente humano.

Entre los modernos que han intentado penetrar en esta cuestión con sagacidad filosófica y rigor biológico se halla Adolf Portmann, quien observa con agudeza que el neonato humano, a diferencia de los otros mamíferos, nace de manera prematura, impotente y menesteroso. Sus órganos están desarrollados, pero sus funciones aún inmaduras. En lo que los animales ya están completos al nacer, el hombre ha de desarrollarse durante su primer año, como si continuase la gestación fuera del vientre materno[7].

Esta condición convierte la vida temprana del hombre en una etapa donde lo biológico se halla ya penetrado por el contorno humano e histórico. Incluso en el moldeamiento de la postura erecta, no solo intervienen causas fisiológicas, sino también el estímulo del ejemplo adulto y el deseo de imitación. El cuerpo humano no madura simplemente desde dentro, sino en relación viva con el entorno[8].

Portmann resume esta doctrina admirablemente: el hombre adquiere su forma de existencia «al aire libre», en abierta relación con colores, formas y sobre todo con otros hombres, mientras que el animal nace ya encerrado en su modo de ser[9]. La peculiaridad humana, pues, no puede reducirse a la mandíbula ni al mentón, ni se descubre por la sucesión del perfil craneano.

Es el todo del hombre, su forma de vida entera, lo que ha de considerarse. En cada gesto, en cada mirada, se expresa una forma de ser que no tiene parangón en el mundo animal[10]. No sabemos cómo llamarla, pero la reconocemos con certeza en todos los fenómenos de la vida humana.

La biología, en este caso, no basta con sus medios ordinarios. Y, sin embargo, el hombre es también un ente biológico, susceptible de ser conocido en parte por las mismas categorías que usamos para plantas y animales. Solo que en él, la biología cobra nuevo sentido: no se reduce a lo fisiológico, sino que se abre al espíritu[11].

Algunos han pretendido ver en el hombre un producto de la domesticación, semejante a los animales sometidos por la mano humana. Mas Portmann lo refuta señalando, entre otros hechos:

  1. El aumento del peso del cerebro en el hombre, contra la tendencia general de disminución en animales domesticados;
  2. El retraso de la madurez sexual humana, en oposición a su adelanto en las especies domesticadas;
  3. La desaparición del celo estacional, que ya se da en primates salvajes;
  4. La pérdida del pelaje, no como deficiencia, sino como signo de mayor sensibilidad táctil[12].

Estos y otros indicios muestran que la humanidad no es fruto de domesticación progresiva, sino manifestación de una forma original y radicalmente distinta de vivir.

En cuanto a las razas humanas, la ciencia no ha podido demostrar ni una única raza originaria ni un conjunto fijo de razas elementales. Las grandes razas, blanca, negra, amarilla, aparecen como formas relativamente estables, pero siempre susceptibles de mezcla, alteración y disolución. Las razas puras son tipos ideales, no realidades efectivas. Lo que ofrece la prehistoria es un mar agitado de formas, cuyos contornos se difuminan con el tiempo[13].

Y así ha de concluirse: lo que aconteció en el abismo de los tiempos prehistóricos sobre el origen del hombre es un misterio para siempre vedado a la mirada del sabio. Podemos conjeturar, suponer, inferir, pero no sabremos jamás con plena evidencia lo que verdaderamente fue.


[1] Véanse los estudios anatómicos de G. V. Dubois, The Human Posture in Evolutionary Context, Oxford UP, 2009.

[2] Cf. Portmann, A., Biología y estructura: ensayo sobre el hombre y su posición en la naturaleza, trad. de J. M. García, Herder, Barcelona, 1965, p. 32.

[3] Ibíd., pp. 47–49.

[4] Sobre esta distinción, véase también Arnold Gehlen, El hombre. Su naturaleza y su posición en el mundo, Alianza, Madrid, 1993.

[5] Cf. Max Scheler, Die Stellung des Menschen im Kosmos, 1928.

[6] Observaciones relevantes pueden encontrarse en F. de Waal, Primates and Philosophers, Princeton University Press, 2006.

[7] Portmann, Biología y estructura, op. cit., pp. 78–82.

[8] Ibíd., p. 85.

[9] Ibíd., p. 90.

[10] Sobre la expresión corporal como signo del espíritu, véase Helmuth Plessner, Die Stufen des Organischen und der Mensch, 1928.

[11] Portmann, Formas visibles, figuras vivas, Taurus, Madrid, 1966.

[12] Ibíd., pp. 110–117.

[13] Cf. Cavalli-Sforza, L. L., Genes, pueblos y lenguas, Crítica, Barcelona, 1997.


 
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¿Ha terminado el siglo americano?

El libro ¿Ha terminado el siglo americano? (Is the American Century Over?) de Joseph S. Nye Jr., publicado en 2015, ofrece una reflexión rigurosa, realista y matizada sobre la posición internacional de Estados Unidos en el siglo XXI. El autor, figura destacada en el campo de las relaciones internacionales, profesor en la Universidad de Harvard y creador del concepto de “poder blando” (soft power), responde en esta obra a una pregunta recurrente en el discurso geopolítico contemporáneo: ¿estamos asistiendo al fin de la hegemonía estadounidense?. El concepto de «siglo americano»

Nye parte del análisis de la expresión “siglo americano”, acuñada por Henry Luce en 1941, para referirse al papel central que Estados Unidos asumió en el mundo tras la Segunda Guerra Mundial. Desde 1945, y especialmente tras la caída de la URSS en 1991, EE. UU. se convirtió en la potencia dominante a nivel militar, económico, tecnológico y cultural. Este período de predominio ha sido denominado «unipolar», en contraste con la bipolaridad de la Guerra Fría y la multipolaridad previa a las guerras mundiales.

El autor distingue entre declive absoluto (pérdida de capacidad nacional en términos objetivos) y declive relativo (pérdida de ventaja en comparación con otras naciones). Sostiene que EE. UU. no se encuentra en un declive absoluto, pues sigue siendo la potencia más avanzada en muchos aspectos. Lo que ha ocurrido es una redistribución del poder global, con la emergencia de países como China, India o Brasil, lo cual constituye un declive relativo natural, inherente a la difusión global del conocimiento y la riqueza.

Uno de los ejes del libro es el análisis del auge de China. Nye examina con detenimiento los argumentos que apuntan a un reemplazo del liderazgo global por parte del gigante asiático y concluye que, aunque China ha crecido con rapidez y tiene gran peso económico, enfrenta enormes desafíos internos:

  • Desequilibrios demográficos (envejecimiento poblacional, desequilibrio de sexos)

  • Falta de innovación autónoma

  • Problemas medioambientales

  • Régimen político autoritario, sin instituciones confiables ni estado de derecho independiente

Nye sostiene que China aún no ha superado a Estados Unidos en poder global ni está en condiciones de liderar un orden internacional alternativo.

El autor enumera las ventajas estructurales de Estados Unidos:

  • Superioridad militar (bases, capacidad tecnológica, flota naval global)

  • Liderazgo en innovación científica y tecnológica (Silicon Valley, universidades, I+D)

  • Atracción cultural y prestigio institucional (soft power)

  • Alianzas duraderas y profundas (OTAN, Japón, Corea del Sur, etc.)

  • Mercado financiero estable y moneda de reserva mundial (el dólar)

Estas fortalezas no han sido igualadas por ningún otro país. Nye reconoce, sin embargo, los problemas internos: polarización política, desigualdad creciente, déficit fiscal, y pérdida de confianza en las élites. No obstante, argumenta que la resiliencia institucional y la capacidad de regeneración de EE. UU. superan las de sus rivales.

Una aportación central del libro es el concepto de poder inteligente (smart power), que Nye define como la combinación efectiva de poder duro (militar, económico) y poder blando (atracción cultural, legitimidad moral). Sostiene que el liderazgo estadounidense del siglo XXI dependerá más de su capacidad para convencer y atraer que para imponer.

Este enfoque se aleja de las posturas unilaterales y neoconservadoras (como las de la era Bush) y propone una diplomacia más cooperativa, que integre la fuerza con la persuasión, el ejemplo y la legitimidad.

Nye aduce que el siglo americano no ha terminado. Es su respuesta a la pregunta que da título al libro. Aunque reconoce que el poder estadounidense ya no es incuestionable ni absoluto, sostiene que ninguna otra nación está en condiciones de reemplazarlo. Además, defiende que el liderazgo global no es un juego de suma cero, y que el mundo necesita a Estados Unidos como eje estabilizador de la cooperación internacional.

En suma, el “siglo americano” no ha terminado, pero ha entrado en una nueva fase, más compleja, interdependiente y multipolar. El éxito futuro dependerá de que Estados Unidos sepa adaptarse a esa realidad con inteligencia estratégica y con una diplomacia renovada.

¿Ha terminado el siglo americano? es una obra ponderada, informada y contraria tanto al alarmismo como al triunfalismo. Lejos de vaticinios apocalípticos sobre el fin de Occidente, Nye propone una visión basada en datos, historia comparada y análisis estratégico.

En un mundo donde la tentación del aislacionismo o del repliegue nacionalista vuelve a tentarnos, este libro ofrece una defensa moderada pero firme del papel que Estados Unidos puede y debe jugar en el sostenimiento de un orden internacional abierto, liberal y cooperativo.


 
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Sobre la humanización y el enigma del origen del hombre

Que nada o casi nada se sabe sobre la primera edad del hombre

Entre los muchos misterios que velan el entendimiento humano, ninguno hay más grande ni más profundo que aquel que se refiere a los orígenes de nuestra propia especie. Pues si bien se ha recorrido gran parte de la tierra, se han escudriñado los cielos y penetrado las entrañas de los cuerpos con las luces de la anatomía y la física, el hombre mismo, aquel que conoce todas las cosas, permanece oscuro para sí.

Los inmensos periodos del tiempo pretérito, en los cuales ya había hombres, de lo que dan fe ciertos huesos hallados en lugares remotos, son para nosotros como una noche sin luna, una época muda que, sin embargo, debió de presenciar acontecimientos esenciales, sin los cuales no podríamos explicarnos la aparición del lenguaje, del arte, del rito, ni del pensamiento.

Mas no debe pensarse que tal ignorancia se deba a simple descuido o impericia. Es más bien que el hecho mismo de preguntarse por el hombre encierra un problema mayor: preguntarse qué es el hombre es, en verdad, plantear el enigma de su esencia, y este enigma nos envuelve, porque nosotros mismos somos parte de lo que inquirimos. En esta materia, como en la del alma, la ignorancia no es accidental, sino constitutiva. Lo ha dicho agudamente algún moderno: ignorar lo que es el hombre forma parte de la condición humana.

Quienes pretenden disolver este misterio con vocablos como “evolución gradual” o “transición”, no hacen sino sustituir la dificultad por palabras. Pues cuando se dice que el hombre devino, ya se ha introducido, subrepticiamente, la idea del hombre, como si pudiera surgir de lo que no lo es sin explicación del todo. No se crea el hombre por grados sin que el alma racional se haya infundido, lo cual es propio, en la doctrina antigua, de un acto especial del Autor de la naturaleza.

Debe, sin embargo, distinguirse con propiedad entre dos órdenes que se entrecruzan en la prehistoria: la evolución biológica, que produce caracteres transmisibles por generación, y la evolución histórica, que engendra tradición, lenguaje y formas simbólicas. La primera trabaja sobre el cuerpo y sus potencias naturales; la segunda sobre las obras, los gestos, la conciencia y la memoria.

Lo biológico es de suyo permanente y subsiste aun en los siglos más convulsos; la tradición, en cambio, es frágil y puede ser extinguida como llama expuesta al viento. Una peste, una guerra o una pérdida de escritura pueden borrarla. El cuerpo humano, con sus formas, proporciones, aptitudes y límites, no parece haber variado desde que comenzó la historia escrita. Así lo afirma Portmann, diciendo que no se halla indicio alguno de cambio en el repertorio de facultades del recién nacido a lo largo del tiempo histórico controlable.

Por tanto, ha de pensarse que los rasgos fundamentales del hombre, no sólo los del cuerpo, sino también ciertas inclinaciones naturales del alma, se fijaron en una etapa anterior, en una prehistoria verdadera, más profunda que la que estudian los arqueólogos. Desde entonces, la historia no ha hecho sino desplegar posibilidades ya contenidas en el germen primero.

Mas la dificultad aumenta cuando se advierte que, aunque las realidades biológicas y las históricas se investigan por métodos distintos y parecen pertenecer a ámbitos diversos, en el hombre confluyen y se unen indisolublemente. El ser humano es, pues, ese punto singular en que la naturaleza y la cultura, la herencia y la tradición, la carne y el símbolo, se abrazan sin confundirse.

Y así surgen preguntas que los naturalistas no han sabido responder con certeza: ¿cómo afecta lo histórico a lo biológico? ¿Qué potencias corporales, como la disposición a la palabra o al rito, son necesarias para que haya historia? ¿Es acaso la biología humana única entre todas las especies por su capacidad de alojar lo simbólico?

Estas cuestiones son fundadas y legítimas. Las respuestas, por ahora, no pasan de conjeturas. Hay hipótesis, caminos esbozados, modelos de interpretación… pero carecemos de certidumbre. Sabemos que el hombre tiene historia, pero no sabemos cómo pudo comenzar a tenerla. Sabemos que su cuerpo se mantiene constante, pero ignoramos de qué modo pudo hacerse lenguaje, arte, religión.

El hombre es animal racional y político, pero el tránsito de la mera animalidad a la vida racional es misterio más arcano que cualquiera de las transformaciones de la naturaleza. Lo que aconteció en ese paso, en esa humanización primera, decidió el curso entero de la historia posterior.

Conviene, pues, a los que desean filosofar según verdad y razón, estudiar atentamente las propiedades del hombre teniendo en cuenta esta doble prehistoria, la corporal y la espiritual. Pues aunque la ignorancia no pueda ser totalmente vencida, su consideración puede movernos a humildad, y esta es principio del verdadero saber.

El origen del hombre no es una fecha, sino una conjunción irrepetible de forma corporal y posibilidad espiritual. La historia comienza donde el alma entra en diálogo con el tiempo; la biología, donde la forma prepara esa entrada. La razón, la memoria y el lenguaje no son efectos casuales, sino indicios de una naturaleza especialmente dispuesta a recibir el influjo de lo eterno.


 
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El ente en la filosofía de Aristóteles

Aristóteles, nacido en Estagira el año 384 antes de la venida de Cristo, de profesión médico por ascendencia paterna y por formación filósofo, floreció en la escuela del divino Platón, de quien fue discípulo aventajado y, no obstante, renovador audaz. Criado entre las ciencias naturales y los cuerpos vivientes, no tardó en inclinar su ingenio al estudio de la experiencia, más que a la contemplación de las formas eternas. Fue maestro de Alejandro, el macedonio que habría de conquistar el orbe, mas en su propia empresa filosófica prefirió conquistar el saber desde su raíz.

La filosofía que dejó escrita, por mano y por obra, brota en buena parte del combate entre la doctrina de su maestro y la perspicacia de su mirada sobre las cosas de este mundo. Porque Platón, ensimismado en el esplendor de las Ideas, despojó a la naturaleza —a la physis de los antiguos— de sustancia propia, haciéndola residuo, mera imagen de un modelo invisible. Esta posición, aunque noble en intención, desmerecía a juicio de Aristóteles, por cuanto dejaba sin alma al universo visible, reduciéndolo a sombra efímera de un cielo inteligible.

Pensó Aristóteles que tal negación de lo sensible equivalía a la ruina del filosofar mismo. ¿Cómo entender la naturaleza si no se le reconoce entidad propia? ¿Cómo estudiar el cambio, la generación, la corrupción, si sólo se admiten formas ideales que apenas tocan el mundo como reflejos en agua? La filosofía, dijo, debe comenzar por aquello que está a la vista, y sólo desde ahí remontarse a lo universal. Y si algo no puede negarse, es que el cambio existe, pues el ojo lo ve, la carne lo siente y la mente lo concibe.

Mas no bastaba corregir a Platón: era también preciso revisar a Parménides, quien al afirmar que el ser es uno e inmóvil, había desterrado la pluralidad y el devenir del ámbito de lo pensable. A esta tarea consagró Aristóteles su vigor intelectual: explicar cómo puede haber cambio sin que ello destruya el ser; cómo lo que es puede llegar a no serlo y, sin embargo, seguir siendo; cómo lo múltiple no aniquila la unidad, sino que la realiza por grados.

Fruto de este empeño fue un sistema tan rico en articulaciones como vasto en influencias, que habría de perdurar junto al de Platón y, con el tiempo, ejercer mayor dominio en las escuelas. Si aquel nos ofreció el modelo celeste del saber, Aristóteles nos dio su armazón terrestre, sin el cual ningún saber puede sostenerse.

Entre las obras que legó a la posteridad, hay una que por excelencia merece el nombre de ciencia primera: la que Andrónico de Rodas, editor escrupuloso del corpus aristotélico en el siglo I antes de nuestra era, colocó después de los tratados de física y llamó «Metafísica» —es decir, «lo que viene después de la física»[1]—. El nombre era accidental, pero el contenido no: allí se aborda el estudio del ser en cuanto ser, del ón heón, lo que es por excelencia y sin restricción.

Este ser, que los latinos tradujeron por ens, no tiene traducción exacta al castellano; sería menester forjar formas sustantivas como «siendo» o «siente», de uso poco feliz. Se mantiene pues la voz latina ente, por tradición y por conveniencia. Y este ente no es especie entre otras ni género sometido a diferencias, pues todo lo que existe, de alguna manera, participa de él. De ahí que no pueda definirse como se definen los demás: el ser se dice de muchos modos, pero con una analogía que los ordena.

En el libro IV de dicha obra, se dice que hay una ciencia que considera el ser en cuanto ser y sus atributos esenciales, sin recortar su campo como hacen las demás ciencias particulares[2]. La física, por ejemplo, estudia el ser en cuanto dotado de movimiento; la matemática, en cuanto abstracto y permanente; la teología, en cuanto supremo y perfecto. Pero la ciencia primera se ocupa del ente sin calificación alguna: es ciencia universal, ontología en sentido pleno.

Ahora bien, toda ciencia exige un principio, y el de la metafísica es el principio de no contradicción. Nada puede ser y no ser a la vez y en el mismo sentido. Esta proposición, que parece evidente, es también necesaria: quien la niega, destruye la posibilidad misma de pensar. Aristóteles la formula en dos modos: uno ontológico (“es imposible que el mismo ser sea y no sea a la vez”) y otro lógico (“es imposible que un mismo atributo convenga y no convenga simultáneamente a un mismo sujeto”)[3].

Sobre este principio descansa toda ciencia: sin él no hay definición posible, ni juicio coherente. Si decimos que el triángulo es un polígono de tres lados, entonces no puede no tener tres lados y seguir siendo triángulo. El ser, en cuanto ser, implica necesidad. Pero no toda necesidad es absoluta. Hay cosas que son siempre así, y otras que son así la mayor parte del tiempo. Las primeras se llaman sustancias; las segundas, accidentes. Y de ambas se ocupa la metafísica, pero priorizando las primeras, por ser fundamento de las otras.

De esta distinción brota también la clasificación de las ciencias. Las que tratan de lo necesario son la física, la matemática y la metafísica. Las que versan sobre lo contingente se dividen en prácticas (como la ética y la política) y productivas (como la arquitectura y las artes). Mas todas se ordenan, en última instancia, a la comprensión del ser.

Ahora bien, si el ser se dice de muchos modos, hay uno que por su dignidad y necesidad reclama prioridad: el de la sustancia. Y la sustancia, para Aristóteles, no es ni pura forma ni pura materia, sino compuesta de ambas. Así nace la doctrina que la posteridad llamó hilemorfismo —de hylé, materia, y morphé, forma—[4].

Toda sustancia natural, dice nuestro autor, está sujeta al cambio. Nace, crece, decae, se corrompe. Pero para que haya cambio sin aniquilación, es menester que algo permanezca. Ese algo es la materia, principio de posibilidad, sustrato común de las formas que vienen y van. Pero la materia sola no es nada en acto; sólo se hace algo cuando recibe una forma. Por eso todo cambio implica tres cosas: lo que no se es aún (privación), lo que permite serlo (materia), y lo que finalmente se es (forma)[5].

Piénsese en el joven que ha de ser médico. No lo es aún: hay una privación. Pero posee la capacidad de llegar a serlo: hay materia. Cuando adquiere el arte, lo es efectivamente: hay forma. La sustancia es, pues, acto de un sujeto capaz. Y esa unión de potencia y acto, de materia y forma, constituye la esencia misma del ser natural.

De aquí se sigue que ningún ser sensible es enteramente estable: todo lo compuesto tiende a disolverse. Porque lo que ha sido unido puede ser separado. Sólo sería imperecedero lo que fuera forma pura, sin mezcla de materia: acto sin potencia, ser sin posibilidad. Pero eso, en la naturaleza, no se encuentra.

Y sin embargo, la materia nunca se agota: cuando algo desaparece, sus elementos entran en nuevas combinaciones. Se quema un leño y queda ceniza; se marchita una flor y sus jugos nutren otra. La materia, como posibilidad abierta, está siempre al acecho de una nueva forma. Y así se renueva el mundo.

Pero tampoco la forma existe separada, salvo en el pensamiento. En la realidad concreta, sólo existe el compuesto: materia informada, forma encarnada. No vemos formas puras ni materias sin determinar. Vemos casas, árboles, cuerpos vivos. Y cada uno de ellos es lo que es por su forma, pero sólo existe porque una materia la recibe.

Por eso la sustancia primera no es la forma, ni la materia, sino su compuesto. Este compuesto es el sujeto de los accidentes, el portador de las categorías. Y cuando el cambio afecta a la forma misma, decimos que una sustancia ha perecido y otra ha nacido.

Así, en el hilemorfismo, Aristóteles resuelve la antigua tensión entre lo uno y lo múltiple, entre el ser y el devenir. Muestra cómo el cambio no destruye el ser, sino que lo realiza por grados. Y da a la filosofía una clave para comprender el movimiento sin caer ni en el escepticismo heraclíteo ni en el inmovilismo parmenídeo.

Toda naturaleza, dice Aristóteles, tiende a un fin. Nada ocurre sin causa ni se ordena al azar. Si el movimiento fuera fortuito, no habría regularidad en los procesos naturales. Pero la hay. Por tanto, todo ser natural actúa con vistas a un término, según su naturaleza y capacidad. Este principio finalista es central en la física aristotélica: el cambio no es mera alteración, sino despliegue hacia una forma determinada[6].

De aquí que no pueda admitirse una física puramente materialista, como la de Demócrito, que atribuía los cambios a choques fortuitos de átomos. Aristóteles sostiene que todo movimiento exige una causa formal, una finalidad intrínseca que guía la actualización de las potencias. Por eso distingue entre movimientos según el tipo de fin que persiguen y el principio que los origina.

Así, en el reino mineral, los cuerpos tienden a ocupar su lugar natural: la piedra cae, el fuego asciende. Este movimiento local es causado por una inclinación interna, aunque no consciente. En el reino vegetal, se añade el crecimiento, la nutrición y la reproducción: funciones que revelan un principio vital, una psiché vegetativa. En los animales, aparece además la sensibilidad, el deseo y el movimiento voluntario: facultades que presupone una psiché sensitiva.

Pero en el hombre, hay una dimensión más alta: la razón, el logos, capaz de deliberar, juzgar y conocer lo universal. El alma racional contiene las potencias de las otras, pero las supera por su capacidad de intencionar lo eterno. En el acto de pensar, el hombre toca lo divino, porque el objeto del pensamiento no es otra cosa que lo permanente e inmutable[7].

Así, el alma no es una sustancia separada ni un huésped del cuerpo, como pretendían los pitagóricos, sino la forma de un cuerpo natural que tiene vida en potencia. El alma es, por tanto, el acto primero de un cuerpo organizado[8][8]. No es un motor externo, sino principio inmanente de vida. Cada tipo de ser tiene su alma, conforme a su naturaleza: planta, animal u hombre.

Y las facultades del alma no están separadas realmente, sino sólo en la razón. Se distinguen por sus funciones, pero se unen en un sujeto. Como decía Aristóteles, no es el ojo el que ve, sino el hombre mediante el ojo.

El mundo, en su admirable regularidad, no puede explicarse por sí solo. Aunque cada ser natural tenga en sí su principio de movimiento, este principio no basta para rendir cuenta del conjunto. Porque todo lo que se mueve, se mueve por otro, y si la cadena de causas motoras fuera infinita, nunca habría comenzado el movimiento. Es necesario, por tanto, admitir un primer motor inmóvil, causa última de todo movimiento, que no se mueve a su vez por nada[9].

Este motor, por ser inmóvil, no actúa como causa eficiente, como un empujón inicial, sino como causa final: es aquello que todo desea, el fin supremo hacia el cual tiende el universo. Y como fin, es acto puro, sin mezcla de potencia, sin cambio, sin deficiencia. No puede ser cuerpo, porque todo cuerpo tiene partes y, por tanto, potencialidades. Debe ser inmaterial, simple, eterno.

Mas si es acto puro, ¿en qué consiste? En pensamiento. Y no en cualquier pensamiento, sino en el más alto: el pensamiento de lo más perfecto. Pero lo más perfecto es él mismo. Por tanto, se piensa a sí mismo. Es pensamiento de pensamiento, intelección de intelección[10]. No conoce por pasos ni por razonamiento discursivo, sino en un solo acto eterno y perfecto. No hay en él diferencia entre el que entiende y lo entendido: es uno y el mismo.

Este ser, que Aristóteles llama Dios, no crea el mundo ni lo gobierna con providencia, como más tarde sostendrán los teólogos, pero lo mueve como el amado mueve al amante. Es causa final del cosmos, principio de orden, centro de atracción. Por él gira la esfera de las estrellas fijas, y por su influjo se organizan las esferas inferiores.

Así, el universo entero, con sus cielos eternos y su región sublunar corruptible, se ordena en torno a un principio puramente actual. El primer motor inmóvil es la cima del ser, la medida de toda perfección. Y en él culmina la filosofía primera, que comenzó preguntando por el ente en cuanto ente y concluye reconociendo que el más perfecto de los entes es un acto eterno de intelección.

Tal es, en compendio fiel, el edificio doctrinal que erigió Aristóteles, estagirita ilustre, sobre los cimientos del asombro filosófico y la experiencia del mundo. Con ojo atento a la naturaleza, pero sin abdicar del rigor lógico, quiso reconciliar el cambio con el ser, la multiplicidad con la unidad, el movimiento con la inteligibilidad. Donde Platón separaba radicalmente lo sensible y lo inteligible, Aristóteles los articuló por medio de la potencia y el acto, de la materia y la forma, del ente en sus múltiples acepciones.

Desde su metafísica, ciencia del ser en cuanto ser, que a la vez es ontología y teología, hasta su física, que reconoce fines y causas formales en las cosas naturales, pasando por su hilemorfismo y su doctrina de las categorías, todo en él busca un orden, una explicación, una unidad que no niega la diversidad, sino que la integra. Por eso no rehuyó la distinción entre sustancia y accidente, ni entre lo necesario y lo contingente, ni entre los modos diversos de ser que se predican analógicamente. Y al coronar su sistema con el primer motor inmóvil, acto puro, pensamiento pensante, dio término —no sin noble ambición— a la empresa de comprender el universo como un cosmos racionalmente inteligible[11].

Su filosofía no fue ni negación de la experiencia ni mero empirismo, sino un saber que, partiendo de lo que aparece, asciende a lo que permanece. No se contentó con señalar las sombras, sino que buscó las causas. Así, el pensamiento humano, al mirarse a sí mismo, descubre que su luz no le viene sólo de su propia lumbre, sino de aquello que todo lo mueve sin moverse: la suprema actualidad, el ser necesario, eterno, que no desea otra cosa sino conocerse a sí mismo, y en cuyo pensamiento resuena el orden del mundo.

Por esto la obra del Estagirita no es solo un sistema entre otros, sino una forma eminente de sabiduría, donde el entendimiento se ejercita según su naturaleza más alta y donde el hombre —animal racional y político— encuentra la vía para contemplar lo divino y regir lo humano. Tal fue el intento del Filósofo, como lo llamarán las edades futuras: dar razón de lo que es, y hacerlo con la fidelidad del observador y la precisión del geómetra, pero también con la elevación de quien sabe que la verdad no se opone a la belleza ni el conocimiento al asombro.


[1] Andrónico de Rodas, según relata Diógenes Laercio (Vidas y opiniones de los filósofos ilustres, V, 1), agrupó los tratados aristotélicos y colocó los libros sobre el ser tras los de física, de donde vino el nombre metafísica.

[2] Aristóteles, Metafísica, IV, 1, 1003a21-24.

[3] Ibid., IV, 3, 1005b19-24. Cf. también Metafísica, Gamma.

[4] El término hilemorfismo no es de Aristóteles, sino de la escolástica medieval, que sistematizó su doctrina en latín técnico. Véase Tomás de Aquino, De ente et essentia, cap. 2.

[5] Aristóteles, Metafísica, IX, 7, 1049a1-25; Física, I, 7, 190a13-23.

[6] Aristóteles, Física, II, 8, 199a8-32.

[7] Aristóteles, De anima, III, 4, 429a18-24..

[8] Ibid., II, 1, 412a20-21.

[9] Aristóteles, Física, VIII, 5, 257a10-25.

[10] Aristóteles, Metafísica, XII, 6-7.

[11] Véase Metafísica, XII, 10, 1075a11–1076a4; cf. Tomás de Aquino, In Metaphysicam Aristotelis, lib. XII, lect. 11.

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Vestigios humanos primitivos y la formación cultural de la humanidad

O sobre qué puede hallarse en la edad primitiva del hombre para hacerse una idea sobre la religión original

Entre los datos más significativos que ofrece la paleontología humana, deben destacarse dos hechos de notoria relevancia. El primero se refiere a la dispersión geográfica de los hallazgos de restos óseos humanos: en efecto, en regiones como Java, China, África y Europa, no así en América hasta el presente, se han descubierto osamentas de gran antigüedad. Sin embargo, estas no permiten construir una auténtica serie genealógica que ordene de forma evolutiva la aparición de la forma humana. Toda tentativa en tal sentido no deja de ser una operación del intelecto que impone un orden ideal a lo que permanece en sí mismo sin conexión manifiesta[1]. Tal interpretación descansa en un presupuesto no demostrado: que la multiplicidad solo puede ser comprendida mediante la categoría de la descendencia y el principio de evolución[2].

El segundo hecho, de gran peso anatómico, concierne al volumen encefálico de los restos hallados. Aun aquellos cuya antigüedad geológica se considera mayor exhiben una capacidad craneal muy próxima a la media del ser humano actual[3], superando en más del doble el volumen del cerebro de los denominados antropoides superiores[4]. Desde una perspectiva biológica, no se trata, por tanto, de formas transicionales, sino de hombres ya constituidos como tales. Las anomalías morfológicas presentes en algunos individuos, como la ausencia de mentón, la protuberancia supraorbital o la inclinación de la frente, no son suficientes para excluirlos de la humanidad. Además, permanece ignorado su origen racial, su posible pertenencia a ramas colaterales del género humano, o su vínculo genealógico con los hombres actuales[5].

Estos resultados dificultan cualquier intento serio de establecer una serie evolutiva coherente. Sólo los estratos geológicos permiten ordenar los hallazgos conforme a una sucesión temporal. Así, puede trazarse una secuencia cronológica parcial, en la que los distintos tipos de restos se distribuyen conforme al terreno en que fueron hallados[6]. Puede proponerse, con carácter aproximativo, el siguiente esquema:

La época diluvial constituye la última gran etapa de la historia geológica de la Tierra. En ella se suceden varios períodos glaciales e interglaciales. A continuación se abre la época aluvial, que se extiende desde el último gran periodo glacial hasta tiempos relativamente recientes. Esta última no sobrepasa la duración de un período interglacial medio, estimándose en unos quince mil años. En cambio, la época diluvial podría haberse prolongado por un lapso cercano al millón de años[7].

Según los testimonios arqueológicos, el hombre habitaba ya el planeta durante la época diluvial, en sus fases glaciales e interglaciales últimas. No es hasta el transcurso de la última glaciación, hace aproximadamente veinte mil años, que surge la raza de Cromañón, cuyas características antropológicas no difieren en esencia de las nuestras[8]. A este hombre de Cromañón debemos las admirables pinturas rupestres de las cavernas franco-españolas, ejecutadas hacia el fin de aquel último ciclo glacial. En virtud del primitivismo técnico de sus útiles líticos, tal estadio ha sido denominado Paleolítico.

El Neolítico, caracterizado por el uso de piedra pulimentada, se sitúa cronológicamente entre los años 8000 y 5000 antes de Cristo. Es en este periodo donde se atestiguan las etapas más antiguas de la civilización histórica, en Egipto, Mesopotamia, el valle del Indo y la cuenca del río Amarillo en China[9].

Sin embargo, todo intento de explicar esta evolución cultural como una progresión lineal resulta insatisfactorio. En rigor, no se trata de una gradación uniforme, sino de la aparición y yuxtaposición de múltiples círculos culturales, en los que ciertas líneas de progreso técnico, como el perfeccionamiento de la industria lítica, se transmitieron lentamente por contacto y tradición, más que por innovación espontánea[10].

La prehistoria puede dividirse, según los criterios actuales, en dos grandes segmentos: la prehistoria absoluta, que abarca todo el tiempo anterior al nacimiento de las grandes culturas hacia el 4000 a. C., y la prehistoria relativa, que es coetánea al desarrollo de dichas civilizaciones históricas. Esta última puede a su vez subdividirse: por un lado, comprende las culturas tardías (germánicas, romanas, eslavas), desarrolladas bajo la influencia o proximidad de los grandes focos civilizatorios; por otro, se extiende hasta aquellos pueblos que, por razones diversas, han perdurado en estado primitivo hasta tiempos recientes, una suerte de prehistoria remanente, todavía no absorbida del todo por la historia documentada[11].


[1] Cfr. Sobre las limitaciones metodológicas de la paleoantropología, en Leroi-Gourhan, A., Le geste et la parole, vol. I, Albin Michel, Paris, 1964.

[2] El principio de continuidad y progresividad en la evolución ha sido criticado, entre otros, por Stephen Jay Gould (The Structure of Evolutionary Theory, 2002), quien propone un modelo de equilibrios interrumpidos.

[3] Véanse los estudios de endocraneometría en: Holloway, R. L., «Brain Endocasts: A Paleoneurological Method», en American Anthropologist, vol. 78, núm. 2, 1976.

[4] El cerebro del Pan troglodytes (chimpancé) tiene un volumen medio de 400 cc; el del Homo sapiens moderno ronda los 1350 cc.

[5] Sobre la dificultad de trazar filiaciones directas en paleoantropología, véase Tattersall, I., Becoming Human: Evolution and Human Uniqueness, Oxford University Press, 1998.

[6] Cfr. Leakey, R., The Origin of Humankind, Basic Books, 1994.

[7] Véase el cuadro cronológico en: Walker, M., «Quaternary Dating Methods», Wiley-Blackwell, 2005.

[8] Ver: Valladas, H. et al., «Chronology of the Grotte Chauvet Cave Paintings», Proceedings of the National Academy of Sciences, vol. 98, núm. 7, 2001.

[9] Sobre la datación del Neolítico: Childe, V. G., Man Makes Himself, 1936.

[10] Cf. Clark, G., World Prehistory in New Perspective, Cambridge University Press, 1977.

[11] Una propuesta moderna sobre la distinción entre prehistoria y protografía puede consultarse en: Renfrew, C., Prehistory: The Making of the Human Mind, Modern Library, 2008.


 
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El arcano de la prehistoria

De cómo el origen de la religión, la familia, el lenguaje, etc., en la prehistoria nos es totalmente desconocido.

Contemplar el tiempo, no como lo mide el reloj del comerciante o el calendario del labriego, sino en la vastedad de los siglos y en el abismo del ser, es menester de filósofo y de teólogo. Pues si tomamos la edad de este planeta, según dan por cierta los modernos naturalistas, en más de dos mil millones de años, y la vida que en ella vegeta, se mueve y respira, en torno a quinientos millones, el espacio que corresponde al hombre, y más aún a su historia consciente, es un punto apenas visible en la esfera del tiempo.

El hombre que piensa en sí y escribe sus memorias, ese que somos nosotros mismos, apenas acaba de alzarse del polvo. La historia, esto es, la memoria escrita de nuestros hechos, es como la chispa que salta al frotar dos piedras: leve, pasajera, difícil de sostener. No puede representarse con suficiente fuerza este hecho fundamental: que nuestra historia es todavía infancia, acaso el primer minuto del día primero.

Y con todo, desde que el hombre alzó la frente y miró hacia su origen, se ha sentido como al término, ya sea como quien alcanza la cumbre, ya como quien rueda hacia la decadencia. Extraña condición la nuestra: estar en el inicio y creernos en el final. Mas si en verdad fuésemos una mera interrupción, un intervalo evanescente, ¿qué sentido tendría esta interrupción? ¿Por qué este relámpago de conciencia entre dos noches?

Las preguntas que la prehistoria, ese tiempo sin letra ni cifra, pone ante nuestro conocimiento, son como antorchas encendidas en caverna: ¿De dónde venimos? ¿Qué éramos antes de hablarnos con palabras, antes de contarnos con fechas? ¿Qué aconteció para que pudiéramos tener historia? ¿Cómo emergieron la lengua, el mito, el símbolo, la familia, la religión, ya plenamente formados en el primer momento de la historia conocida?

Ante estas preguntas, yerra tanto quien se entrega a un romanticismo melancólico e imagina edades de oro y revelaciones perdidas como quien reduce todo a materia trivial, a piedra, a osamenta, a analogía con los animales. En realidad, casi todo lo que afirmamos no pasa de pobre conjetura. La prehistoria es como aquella región del firmamento que, por su distancia, nos parece inmóvil: silenciosa, mágica, suspendida en una significación inasible.

Desde el principio mismo de los tiempos históricos, el hombre ha sentido que algo lo precedía. Seguramente. Sus mitos son ecos, si no de hechos ciertos, sí de una necesidad interior de reencontrarse con lo profundo. En ellos se cruzan los dioses y los hombres, los paraísos y las catástrofes, la confusión de las lenguas y la esperanza de una verdad primitiva. Tales relatos no informan, pero revelan. No son documentos, pero sí síntomas del anhelo humano de saberse enraizado en un fondo más antiguo que la escritura. Es muy probable que fuera así, mas ¿cómo saberlo con certeza, en qué documentos nos es posible atestiguarlo?

Los sabios de nuestro tiempo procuran ser prudentes. Se esfuerzan en conocer lo que puede ser conocido. Por los huesos hallados en la tierra, por las piedras talladas, por las sepulturas, las pinturas rupestres, intentan reconstruir lo que el hombre poseía ya al comenzar la historia: herramientas, lenguaje, ritos sociales. Pero por muchos yacimientos que se hallen, poco se halla en sentido. Todo nos habla a medias: ni el alma, ni la creencia, ni la interioridad del hombre paleolítico nos son accesibles. Es como mirar un rostro ya sin ojos, sin voz y sin expresión.

Por eso muchos historiadores, con razón metodológica, desconfían de los comienzos. Nada cierto sabemos de la prehistoria, y sin embargo ella está preñada de sentido. Es un vacío aparente que pesa, como los cuerpos celestes oscuros, cuya masa se mide por su influencia.

Otro camino, más espiritual, ha sido propuesto: no el de las piedras y los carbones, sino el de la constancia del espíritu humano desde sus primeros textos hasta nuestros días. Si algo permanece, si algo se conserva por debajo de la historia explícita, entonces la prehistoria no ha muerto, sino que vive como tradición inconsciente. Visiones como las de Bachofen, que vio en los símbolos, costumbres y mitologías reflejos de un fondo ancestral, permiten intuir los perfiles del alma humana antes de su autoconciencia.

No se trata de ciencia verificable en sentido estricto, sino de inteligencia hermenéutica, de comprensión sutil del hombre por sus signos visibles. Así se abre un campo no de hallazgos, sino de posibilidades, donde se interpreta el acontecer histórico con ojos que ven lo invisible a través de lo visible.

En suma, todos los modos de tratar la prehistoria, ya sea el mítico, el empírico o el intuitivo, nos devuelven a una conciencia renovada: allí, en esos tiempos remotos, se fraguó lo esencial del ser humano. Lo que ocurrió entonces decidió, como forma y como destino, todo lo que vino después, pero, ¡ay!, permanece sumido en la oscuridad. La historia, si bien joven y frágil, es hija de una revelación primordial cuyos vestigios aún nos iluminan, aunque nunca llegaremos a comprenderlos.


 
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