Dijimos, y ahora lo reiteramos con mayor precisión, que algo existe, o, si se quiere hablar con los términos más propios de la filosofía primera: est ens, hay el ser. No afirmamos esto como resultado de una larga cadena de silogismos, sino como aquella verdad de la cual parten por igual el pensamiento metafísico y el sentido común. Tan natural es en el hombre la afirmación de que hay algo, que quien lo negara no provocaría atención filosófica sino sospecha de demencia.
La vida, que no admite demora ni suspensiones, exige que se obre con prontitud y certeza. Por eso no se detiene a considerar qué es existir, ni de qué se compone el ser. A ella le basta con que las cosas estén ahí. Así, pues, no es una verdad que los hombres posean, sino una que los posee a ellos, como ya dijimos antes. Solo el filósofo, impulsado por su oficio y su deber de examen, se permite dudar por un instante, y lo hace no porque ignore, sino para saber más hondamente.
Para el vulgo y para la ciencia empírica, todo lo que se presenta, —libros, muebles, pensamientos, personas, hechos— es real, es cosa, es ente. Y el filósofo concede, por principio, esta evidencia, pero con la intención de interrogarla. ¿Es cada cosa tal como aparece, o son todas ellas manifestaciones diversas de una misma sustancia común? ¿Son prado, cordero y hombre entes distintos, o estados sucesivos de una misma realidad? ¿Son muchas cosas que comparten un fondo esencial, o una sola cosa que se multiplica en formas?
No esquivaremos tales preguntas, porque la filosofía nace de tales perplejidades. Pero antes conviene discernir qué significa que algo sea real. Así como todo lo que ve el ojo es luz, también todo lo que concibe el entendimiento ha de ser algo, esto es, ha de tener ser. Así como la física estudia la luz en cuanto luz, sin confundirse en los colores particulares, también la ontología estudia lo real en cuanto real, sin detenerse en la pluralidad de sus manifestaciones.
Nada puede verse en la oscuridad; tampoco puede pensarse la nada. El entendimiento, por su naturaleza, se vuelve hacia el ser. Ahora bien, la ontología no se contenta con lo real pensado, sino que busca lo real mismo, aquello que es fuera del pensamiento, aunque sin olvidar que el propio pensamiento es también algo real. Aquí la analogía con la luz alcanza su límite: el ojo no se ve a sí mismo, pero el entendimiento, a lo menos como ser real, sí puede entenderse.
Así como Newton, al estudiar la luz, implicaba todos los colores sin referirse a ellos uno por uno, también la ontología, al estudiar el ser en cuanto ser, implica todos los seres particulares, sin necesidad de descender a cada uno. Esa labor toca a las ciencias especiales: las matemáticas se ocupan de la cantidad, la física del movimiento, la antropología del hombre, y así sucesivamente. La ontología, en cambio, los abarca todos en cuanto tienen ser. Por eso es que Aristóteles la denominó filosofía primera, y nosotros con él la tenemos por la ciencia más universal.
El objeto material de la ontología son todos los entes; pero su objeto formal, esto es, aquello bajo lo cual los considera, es solo lo común a todos ellos: el ser. Así como todos los hombres, siendo diversos, son igualmente hombres por poseer una misma naturaleza, también todos los entes, en su diversidad, participan de una misma condición ontológica. De ahí que se diga con propiedad: ens commune.
Este carácter común no puede ser sensible, pues lo sensible varía y no se halla por todas partes. Ha de ser inteligible, pues incluso lo que en lo sensible hay de real, lo es en virtud de algo inteligible. Aun cuando lo percibido sea material, su realidad no reside en su materialidad, sino en que es algo, y ese algo es lo que la inteligencia reconoce.
Tampoco puede ser mudable, aunque todo lo que cambia sea real. Porque si el ser común cambiara, cambiarían con él todas las cosas, no por accidente sino por necesidad, y no podría pensarse la permanencia de lo real. Mas lo real no puede dejar de ser, aunque cambie su figura o estado.
Ni puede el ser común reducirse a la materia, aunque la materia sea también ente. Pues para ser materia es preciso ser primero algo real, pero para ser algo real no es necesario ser materia. La materia necesita del ser; el ser, en cambio, no necesita de la materia.
Además, lo real no puede ser aniquilado. Pueden perecer los individuos, pero no lo que hace que sean entes. Si esto se perdiese, todo se perdería, y reinaría la nada, lo cual repugna al entendimiento y contradice la experiencia universal.
El ser en cuanto tal —el ens in quantum ens, según la expresión escolástica— es inmaterial por naturaleza. Se halla en la materia, pero no es materia. Ella necesita de él como sujeto necesita del acto; pero él no de ella. Por ello se sigue que pueden existir cosas inmateriales, aunque su existencia no pueda afirmarse sin prueba. La filosofía no puede negarlas sin más, sino que ha de partir de los entes materiales, pues son los que la experiencia presenta de manera inmediata e incontestable.