Llegamos al famoso libro de Rege et Regis Institutione, quemado en París por la mano del verdugo de orden del parlamento; preciso es confesar que esta corporación no se alarmó sin motivo; un país donde habían sido asesinados en pocos años dos reyes, debía naturalmente temblar a la lectura de algunos capítulos de dicha obra. Estremecimiento causan las páginas, donde resuelve la cuestión, de si es lícito matar al tirano; en la manera con que habla de Jacobo Clement, bien se echa de ver que no miraba en el asesino, aquel monstruo de que nos habla Carlos de Valois, cuando refiriéndonos que le habia encontrado al dirigirse al palacio del rey para ejecutar su formidable proyecto, dice que la naturaleza le habia hecho de tan mala catadura, que su rostro parecía mas bien de un demonio que de hombre. A los ojos de Mariana se presentaba como un héroe, que da la muerte y la recibe para libertar su patria. ¿Qué pensaremos de Mariana? La respuesta no es difícil; hay épocas de vértigo que trastornan las caberas; y aquella lo era. Por cierto que el autor no está solo en el negocio. Cuando se supo en París la nueva de la muerte del rey, madama de Montpensier, en coche con su madre madama de Nemours, andaba de calle en calle, gritando: «buena noticia, amigos mios, buena noticia; el tirano es muerto; ya no hay en Francia Enrique de Valois.» Nadie ignora lo que enseguida se practicó en París; el término fue digno del principio. Las simpatías de España estaban en contra de Enrique III; por consiguiente, nada extraño es que el espíritu del escritor se resintiese de la atmósfera que le rodeaba. No quiero decir por esto que sus doctrinas sean el fruto de un momento de arrebato; al contrario, basta leerla obra para advertir que sus máximas están ligadas con su teoría sobre el poder, y que las defiende con profunda convicción. Verdad es que al abordar de frente la terrible dificultad se exalta su ánimo, como si quisiera tomar aliento para salvarla; pero no es la exaltación lo que le sugiere las doctrinas, antes bien son estas lo que le enardece y exalta. Es lamentable por cierto que Mariana no haya tratado la cuestión con mas tino, y que haya sacado tan formidables consecuencias de sus principios sobre el poder; sin la doctrina del tiranicidio su libro fuera en verdad muy democrático; pero a lo menos no espantaría al lector con el siniestro reflejo de un puñal que hiere. En dicha obra se encuentran lecciones de que puedan aprovecharse los reyes y los demás gobernantes. Feliz el autor si no hubiese dado a su enseñanza una sanción tan terrible.
Una particularidad se halla en dicha obra digna de no ser pasada por alto: el autor se pregunta si es lícito matar al tirano por medio del veneno, y resuelve que no; y quizás se trasluce aquí un rasgo de su carácter, quizás deseaba que quien tenia bastante audacia para matar, tuviese la fortaleza para morir. Esto podría parecer un freno para los asesinos; desgraciadamente la Historia y la experiencia de cada dia nos muestran que ese freno no basta.
El alma de Mariana, su índole inflexible, su carácter altivo, se pintan en su obra. Complácese en recordar a los reyes que han recibido del pueblo su autoridad, y que deben valerse de ella con mucha templanza; «singulari modestia» que deben mandar a sus súbditos, no como a esclavos, sino como a hombres libres; y que habiendo recibido del pueblo su poder, deben procurar toda su vida conservar esa buena voluntad de sus vasallos. «Et guia populo potestatem accepit id in primis, curce hadet, ut per totam viam volentibus imperet,» Un análisis de este libro darla lugar a muchas y graves consideraciones.
Es bien notable que una obra tal pudiese publicarse en España con todas las condiciones requeridas. La edición de Toledo lleva el privilegio otorgado por el rey, la aprobación del padre Fray Pedro de Oña, provincial de los mercedarios de Madrid, y es dedicada al rey Felipe III. Advertiré de paso que el autor de la vida de Mariana que precede la edición de Valencia de la Historia de España, se equivocó afirmando que este libro se habia publicado en vida de Felipe II; verdad es que fue compuesto en el reinado de este príncipe por insinuación de Loaisa, preceptor a la sazón del heredero de la corona, después Felipe III; pero cuando el libro salió a luz, Felipe II ya no existia. El titulo de la obra es: De Rege et Regis Institutíone ad Philipum III libri 3. La impresión es de Toledo en 1599.
Esta tolerancia será inconcebible para aquellos que no conocen nuestra historia política y literaria, sino por medió de los autores, que no saben escribir una página sin hacernos erizar los cabellos, con las hogueras de la Inquisición y el sombrío despotismo de los monarcas; para quien haya meditado fríamente sobre el espíritu de aquella época, calificando con imparcialidad los hombres y las cosas, el fenómeno no es tan inexplicable. Creerán quizás algunos que se toleró la obra de Mariana, por sostenerse en ella el partido de la Liga; pero entonces la Liga había dejado de existir; y además el autor habla en general y no se concreta a la Francia, sino para ofrecer un ejemplo que por ser tan reciente y ruidoso le viene a la mano. De seguro que otros pensarán que Mariana se guardó muy bien de decir una palabra contra los reyes de España, o de asentar nada que tendiese a limitar su absolutismo; pues muy al contrario, si habla recio contra los reyes de Francia, no tiene mucho miramiento con los de España. Al tratar de las contribuciones, punto siempre muy delicado y quisquilloso, se expresa con atrevimiento increíble; no quiere que el derecho de las Cortes sea meramente nominal; reprueba severamente los hechos que conduelan a la pérdida de la libertad, y se queja sin rodeos de que se nos quisiese importar de Francia la costumbre de imponer los reyes los tributos de la autoridad propia, sin el consentimiento de la nación. «Cuando menos, dirían otros, el clero debe ser muy bien tratado en esta obra, y el autor habrá conseguido la tolerancia, obligándose a no decir la menor palabra que pudiese desagradar a esa clase entonces tan poderosa.» Nada dé esto; cuando se le ofrece la ocasión, habla del uso que debe hacerse de los bienes eclesiásticos con entera libertad; y donde le parece ver un abuso, le condena sin consideración a nadie. Esto nos pinta Mariana; pero también nos retrata la España.
(Jaime Balmes, Obras completas. Biografías -Mariana-)
CAPÍTULO VI. ¿Es licito matar al tirano?
…queriendo Enrique (III de Francia) vengar los conatos de los próceres, llama a Guisa a París con la optación de matalle; mas viendo que no le es posible llevar a cabo su intento, porque enfurecido el pueblo toma en contra de él las armas, sale súbito de la ciudad, aparenta haber mudado de consejo y que quiere deliberar públicamente sobre la salud común. Con esto, habiéndose ya congregado todas las clases del reino en Blesis, ciudad que bañan las aguas del Loira, mata en su propio palacio al de Guisa y al cardenal su hermano, los cuales, creyéndose seguros por la palabra del rey, habían acudido a su llamamiento; y luego después, para dar apariencia de justicia al hecho, acusa a los que no pueden ya defenderse, acúsalos de crímenes de lesa majestad, que han sido ejecutados en virtud de ley o decreto que los condenaba por tales delitos. No satisfecho aun con esto, manda prender a otros, y entre ellos al Cardenal de Borbon, el cual, bien que en edad avanzada, tenía la esperanza próxima de reinar después de Enrique por derecho de sangre. Conmovieron estos hechos los ánimos de gran parte de Francia, y muchas ciudades se rebelaron, declarando a Enrique destronado por la salud de la patria…
Amaneció el 1.° de Agosto, día de San Pedro Advincula, (Jacobo Clement) celebró el santo sacrificio y fue a ver al rey, que hubo de llamarle al dejar el lecho, cuando aún no estaba vestido. Trabadas algunas razones por entrambas partes, y habiéndose Jacobo allegado al rey a golpe de mano, simula acción de ir a entregalle otras cartas, y ábrele súbito honda herida en el vientre con un puñal enherbolado que llevaba en la misma mano encubierto. ¡Valor insigne! ¡Hazaña memorable! Traspasado de dolor el rey, hiere con el mismo puñal el pecho y un ojo de su agresor, clamando al mismo tiempo: ¡Al traidor! ¡Al Parricida! En esto entran los palaciegos, conmovidos por tan inesperado suceso, y se encarnizan con crueldad y fiereza en multiplicar las heridas del ya postrado y cuasi exánime Jacobo, el cual, sin proferir una palabra, mostraba, empero, en su faz lo alegre y satisfecho que estaba de haber llevado a cabo su intento de evitar penas, para las cuales acaso flacas hubieran sido sus fuerzas, y dejar a la postre redimida con su propia sangre la libertad de la patria y del pueblo.
Herido el rey, grangeóse el monje gran fama por haber expiado muerte con muerte, y más que todo por haberse ofrecido en sacrificio a los manes del duque de Guisa pérfidamente asesinado. Así murió Jacobo Clemente, a los veinte y cuatro años apenas de edad. Era de modesto ingenio y no muy recio de cuerpo; pero una fuerza superior corroboró las suyas y fortaleció su ánimo.
El rey llegó a la noche con grandes esperanzas de salvación, por lo cual no recibió ningún sacramento, y dio su último suspiro a las dos de la madrugada, recitando aquellas palabras de David: «Mira, pues, como fui concebido en iniquidad y en pecado me concibió mi madre.»
Feliz hubiera podido ser este rey, si sus últimos hechos hubiesen emparejado con los primeros y se hubiese mostrado tan buen príncipe como se cree que lo fue debajo del rey Carlos, su hermano, siendo general de los reales ejércitos contra los rebeldes; lo cual le sirvió de escalón para subir al trono de Polonia por sufragio de los próceres de aquel reino. Pero mudaron por desdicha sus hechos, y los desafueros de sus últimos años hicieron echar en olvido las virtudes de sus primeros. Muerto su hermano, fue llamado otra vez a su patria; y aclamado rey de Francia, todo lo convirtió en ludibrio, y no sino parecía que lo hablan levantado a la mayor altura para que mayor fuera su caída: así juega la fortuna o una fuerza superior con las cosas humanas.
Por lo que hace al hecho del monje, no todos opinaron parejamente: muchos lo alabaron y aun lo juzgaron digno de la inmortalidad. Otros de gran fama, de prudencia y erudición, lo vituperaron, negando que sea lícito a un particular esto de matar a un rey proclamado por consentimiento de un pueblo y ungido y consagrado, según costumbre, por el óleo santo, maguer que sea de malas costumbres y haya degenerado a la tiranía; lo cual confirman con muchos argumentos y ejemplos. ¡Cuánta, dicen, cuánta no fue en los antiguos tiempos la maldad de Saúl, rey de los judíos! y su vida y costumbres cuan licenciosas no fueron. Agitada su mente por malos pensamientos, no titubeaba sino a intervalos, cuando los remordimientos más lo atormentaban. Destronado Saúl, mediante Dios, los derechos del reino, con la mística unción, habían de traspasarse a David; pero David, con saber que reinaba injustamente, con verle sumergido en la locura y en la iniquidad, con haberle tenido a la mano una y otra vez, con tener derecho, en cierta manera, ahora para reivindicar el cetro, ahora para defender su propia vida, como quier que contra ella atentaba de todas maneras, siguiéndole los pasos con enemiga intención; con todo eso, David no se atrevió nunca a matarle, antes bien castigó de muerte por impío y temerario al mancebo amalecita, que viendo al rey vencido en la batalla y yaciente sobre su propia espada en anhelo de que le rematasen, hubo de rematalle.
Sabida es también la crueldad que mostraron los emperadores romanos en los primeros tiempos de la iglesia contra los que confesaban la fe de Jesu-Cristo. En todas las provincias hacian carnicerías horrendas, agotaban la industria del tormento en los cuerpos de los fieles, y hartaban en sus carnes toda la hambre de la ferocidad. ¿Quién, empero, creyó nunca que hubiese derecho al hierro regicida? ¿No se sostuvo en contrario que era necesario oponer la paciencia a la crueldad, el bien al mal ?
¿No dijo el Apóstol que resistir a un magistrado era resistir a la voluntad de Dios? Y si no se tenía por lícito poner las manos en un pretor por inicuo que fuese y temerario, ¿por lícito había de tenerse agora matar a los reyes por depravadas que sean sus costumbres? ¿No es sabido que Dios y la república los ha colocado en la cumbre del poder para que sean respetados como hombres de condición superior a la de los demás hombres? Demás de esto, los que intentan mudar de príncipe, ¿saben por ventura si en lugar de un bien no es un mal mayor el que causan a la república? Ni se derriba un trono sin gravísimos trastornos y revueltas, que suelen arrollar también a los mismos revolvedores. Llena está la historia de estos ejemplos. ¿Qué provecho trujo a los siquimitas la conjuración que armaron contra Abimelec para vengar, como querían, la muerte de los setenta hermanos, que el dicho rey impía y inhumanamente había sacrificado, llevado de la ambición de mandar sobre manera perniciosa, con ser de origen bastardo? La ciudad fue totalmente destruida, sembrada de sal la tierra en que se asentaba, y muertos de un solo golpe todos sus habitantes. ¿Ni qué fue tampoco en Roma la muerte de Domicio Nero, sino hacer lugar en el trono a Otón y a Vitelio, pestes no menores para la república? Si se logró que fueran menos sus estragos, no fue sino a costa de la vida del imperio. Así, que muchos son de dictamen que, bueno o malo, hay que sufrir al príncipe, ablandando con la obediencia la dureza de la tiranía. La clemencia de los reyes y de todos los que gobiernan, dicen, depende no tanto del carácter de ellos, como del de los súbditos. Por lo cual, si el rey Pedro de Castilla llegó a merecer el sobrenombre de Cruel, no fue debido solo a él, sino también a los próceres intemperantes y imprudentes, los cuales, queriendo vindicar justa o injustamente las injurias recibidas, pusiéronle en la necesidad de reprimir tal y tanta audacia.
Pero tal es la condición de las cosas humanas. Atribuimos al vicio las desdichas de la virtud, y solemos juzgar de las cosas por sus resultados. ¿Qué respeto podrán, pues, tener los pueblos a su príncipe, si están persuadidos de que pueden castigar sus faltas? El sosiego de la república, que es lo más precioso, estará turbado siempre, ahora por causas verdaderas, ahora por razones aparentes, y todo linaje de calamidades caerá sobre nosotros, en medio de las contiendas dé los bandos opuestos; males que deben prevenirse y evitarse a toda costa, a no estar faltos de sentido común, o a no ser de duro hierro.
De este tal modo hablan los que defienden al tirano. Pero los patronos del pueblo no aducen menos ni menores argumentos. Ciertamente, dicen, la potestad real tiene su origen en la voluntad de la república, y por lo tanto, si así lo piden las cosas, no tan solo hay derecho para traer al rey a razón, sí que también para despojarle del cetro, como se resista a corregirse; porque los pueblos que le han trasmitido el poder, hanse reservado otro mayor, cual es el de imponer los tributos, como asimismo el de dictar leyes, poder que siempre tuvieron desde muy antiguo, y sin su voluntad no pueden mudarse. De cómo ha de expresarse esta voluntad, no disputamos; pero sí dejaremos asentado que solo queriéndolo así los pueblos, se pueden imponer nuevos tributos y establecer leyes; y lo que es más, que solo quedan confirmados en el sucesor los derechos reales, siquiera hereditarios, por el juramento de los pueblos. Amén de esto, hay que considerar que en todos tiempos ha merecido gran loa cualquiera que haya atentado contra la vida de los tiranos. ¿Por qué, pues, levantó a las nubes la gloriosa fama el nombre de Trasíbulo sino por haber libertado a su patria de la opresión de los treinta tiranos? ¿Qué diré de Harmodio y Aristogitón? ¿Qué de ambos a dos Brutos, cuyos encomios viven en la agradecida memoria de la posteridad, legitimados por la autoridad de los pueblos? Muchos conspiraron con desdichado éxito contra Domicio Nerón, sin haber merecido, empero, recriminación alguna, antes bien mereciendo la alabanza de todos los siglos. Así Cayo, monstruo horrendo y feroz, pereció a manos de Quereas; Domiciano a las de Esteban; Caracalla al hierro de Marcial; Heliogábalo, prodigio y deshonor del imperio, expió al fin sus crímenes a manos de las guardias pretorianas. ¿Quién vituperó jamás la audacia de tales hombres? ¿No fue, por lo contrario, digna de la mayor alabanza? El sentido común es una especie de voz natural salida de nuestro entendimiento como una voz que suena a nuestra oreja y nos hace discernir lo honesto de lo torpe. A esto ha de añadirse que el tirano es como una bestia fiera y cruel, que adonde quier que vaya todo lo devasta, todo lo destroza, lo incienda todo, haciendo miserables estragos con las garras, con los dientes, con los cuernos. ¿Quién juzgará ser solo disimulable y no mas bien digno de loa aquel que con riesgo de su vida redima así la causa pública? ¿Quién ha de estatuir que no se dirijan todos los tiros contra un monstruo cruel, que mientras viva no ha de hartarse de sangre humana? ¡Es cruel y cobarde y impío aquel que ve maltratar a su madre carísima o a su esposa sin acudir, como le sea posible, en su socorro; y habremos de dejar la patria a quien debemos más que a nuestros padres, abandonada a los torpes apetitos de un tirano, que la veja la atormenta y la deshonra! ¡Lejos de nosotros tanta maldad y lejos flaqueza tanta! ¿Peligra nuestra hacienda, nuestra salud, nuestra vida? No le hace: libraremos del riesgo y de la ruina ante todo y sobre todo a la patria.
Estas son las razones de una y otra parte, y bien tomadas en cuenta, no será cosa difícil esplicar ahora la manera de resolver la cuestión propuesta. Primeramente veo que tanto los filósofos como los teólogos, todos están contestes y convienen en que si un príncipe se apoderó de la república por la fuerza de las armas, sin derecho alguno, sin el consentimiento público de los ciudadanos, puede ser por cualquiera despojado del principado y aun de la vida. Siendo un enemigo público, y oprimiendo a la patria con todo linaje de males, y revistiendo propiamente el nombre y carácter de tirano, no solo puede ser destituido, sí que también puede serlo con la misma violencia que él empleó para usurpar el poder. No de otra manera Ayod, luego de haberse captado con agasajos la gracia de Eglon, rey de los moabitas, le mató a puñaladas, libertando así a su pueblo de la servidumbre que venía oprimiéndole por espacio de cuasi veinte años. Mas si el príncipe reina por consentimiento del pueblo o por derecho hereditario, tengo para mí que ha de sufrírsele con todos sus vicios, mientras no huelle las leyes a que se sujetara a su encumbramiento. No debemos, pues, mudar fácilmente de príncipes, no sea que vengan mayores males y rompan graves disturbios, como asentamos al comienzo de esta cuestión. Si el tirano, empero, trastrueca la república, se apropia la hacienda pública y privada, menosprecia las leyes y la religión del reino, y tiene la soberbia por virtud y por religión la impiedad, entonces ya no debe ser tolerado. Pero es menester pensar detenidamente como deba destronársele para que no venga un mal sobre otro mal, ni se vindique una maldad con otra. Si están permitidas las reuniones públicas, expedita y segura vía es deliberar lo que haya de resolverse de común acuerdo, y tener por fijo y sancionado lo que se resuelva por común dictamen. Primeramente hase de amonestar al príncipe, llamándole a buen camino, y si viniere en ello, si diere satisfacción a la república, si corrigiere sus faltas, entiendo que no han de tentarse remedios más acerbos. Agora bien, si se resiste al consejo, si no da esperanza alguna de enmienda, entonces, pronunciada la sentencia, podrá la república negarle la obediencia primero, y pues que romperá de aquí necesariamente la guerra, conviene saber la manera de defenderse: procurarse armas, repartir impuestos a los pueblos para los gastos de la guerra, y si las cosas lo pidieren, sin que de otra manera fuese posible la liberación de la patria, por el mismo derecho de defensa y de propia y mejor autoridad, matar a hierro al príncipe, como enemigo público declarado. Y esta facultad reside en cualquier particular, que, abandonando toda esperanza de impunidad y despreciando su propia vida, quisiere acometerla enjpresa de salvar la república.
Pero se preguntará: ¿Qué ha de hacerse cuando no haya libertad de reunirse, como muchas veces puede suceder? Oprimida la república por la tiranía del príncipe, entiendo que, siquier se haya quitado a los ciudadanos el derecho de convenirse entre sí, no debe faltar nunca la voluntad de echar abajo la tiranía, vindicando las manifiestas é intolerables maldades del príncipe, y reprimiendo los conatos de ruina y perdición, tales como trastornar las cosas sagradas de la patria y llamar a ella a los enemigos. Por lo cual, juzgo que aquel que secundando los deseos públicos intentare matarle, hace bien, de cualquier manera que lo haga, lo que se confirma sobrado con los argumentos asentados en otro lugar sobre el asunto contra la tiranía.
Resuelta ya la cuestión de derecho en el concepto de que es lícito matar al tirano por derecho manifiesto, queda la cuestión de hecho para acabar la controversia. Dicen muchos que con esta doctrina es de temer se atente con frecuencia contra la vida de los príncipes, como si fueran tiranos realmente; pero ha de advertirse que no ponemos al arbitrio de un particular ni al de muchos particulares tan grave decisión, sino que queremos que así lo decida la voz pública del pueblo, y lo confirme así el sesudo juicio y la adhesión de los varones ilustrados y prudentes. Mejor paso llevarían los negocios de los hombres, si de entre estos se hallaran muchos de grande esfuerzo, aprestados a despreciar su salud y su vida por la libertad de la patria. Mas el natural instinto de conservar la vida retiene muchas veces en los grandes conatos. Por eso, en tan gran número de tiranos como fueron en los tiempos antiguos, pocos pueden citarse que feneciesen al hierro de los suyos. En España apenas uno que otro, siquier debe esto atribuirse a la lealtad de los súbditos y a la clemencia de los príncipes que hubieron de ejercer humana y modestamente el poder aceptado con óptimo derecho. Es, empero, saludable que los príncipes estén bien persuadidos de que si oprimieren la república, si se hicieren intolerables por sus desafueros y vicios, están sugetos a ser asesinados, no ya solo con derecho, sino también con aplauso y gloria. Este temor servirá siquiera para que no tan livianamente se entreguen a los vicios ni menos a los aduladores que los corrompan, y enfrenen también sus furores. Lo principal es que el príncipe esté persuadido de que la autoridad de todo el pueblo es mayor que la suya, maguer hombres malvadísimos afirmen lo contrario para lisonjearle, lo cual es un gran daño.
Atento a lo que se objeta sobre el rey David, redargüimos que no tenía este una causa asaz justificada para matar al rey Saúl, pudiendo salvar su vida con la fuga: así que estando el rey Saúl constituido por Dios, si David lo hubiese muerto para guardarse, impiedad no que amor a la república hubiera sido su arriesgo. Ni tanta fue tampoco la maldad de Saúl que oprimiese tiránicamente a sus súbditos, hollase las leyes divinas y humanas y se apropiase la hacienda de los ciudadanos. Muy cierto que los derechos del reino habían de venir a David, mas cuando Saúl muriese, y de manera alguna le era lícito, mientras viviese, arrebatarle el cetro con la misma vida. Fuera desto, no sabemos en qué pudo fundarse San Agustín para asentar en el capítulo XVII del su libro contra Adimano, que David no quiso matar a Saúl, con serle lícito…
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¿quién estará tan falto de juicio que no confiese que es lícito sacudir la tiranía con el derecho, con las leyes, con las armas? Quizá pese mucho en el ánimo de algunos el haber sido condenada por los Padres del Concilio de Constanza, en la sesión XV, la proposición de que «cualquier súbdito no solo puede y debe matar al tirano de una manera descubierta, sí que también por medio de asechanzas y aun de la fraude.» Pero este decreto no hallo aprobado por el Romano Pontífice Martin V, ni por Eugenio, ni por sus sucesores, de cuyo asentimiento pende la santidad de los concilios eclesiásticos; y es cosa sabida, que aquel concilio fue celebrado no sin conmoción de la Iglesia, como quiera que tres pontífices contendían haciendo valer cada uno de estos su derecho a la Santa Sede. El propósito de los Padres no fue sino el de enfrenar la licencia de los husistas, según los cuales era lícito destronar a los príncipes por cualquiera crimen en que hubiesen caído, y cualquiera tenía facultad para despojarlos impunemente del poder que injustamente ejercían. Proponíanse también condenar la opinión de Juan Lepetit, teólogo parisiense, el cual defendía el asesinato de Luis de Orleans, llevado a cabo por Juan de Borgoña, asentando que es lícito a cualquiera matar a un rey cuasi tirano; lo que no puede admitirse, mayormente cuando media un juramento, y no se espera, como acaeció a la sazón, a que se pronuncie en contra del príncipe la opinión del pueblo y de los varones prudentes.
Tal es nuestro dictamen, expresado con ánimo sincero, en que puedo engañarme como hombre; por lo cual, si alguno alcanza más y me lo advierte, le quedaré agradecido. Pláceme acabar este capítulo con las palabras del tribuno Flavio, el cual, convencido de haber conspirado contra Domicio Nero y preguntado cómo pudo olvidar su juramento, contestó: «Te aborrecía; pero no tuviste un soldado más fiel, mientras mereciste ser amado: comencé a odiarte luego que mataste a tu madre y a tu esposa, luego que te hiciste auriga, cómico é incendiario.» Ánimo verdaderamente militar y heroico.
(Juan de Mariana, Del rey y de la institución real, CDC editor, MMIX, Valencia, capítulo VI)