Para la defensa de la cultura alemana, sobre todo en Austria, la Iglesia Católica representaba un obstáculo porque su cabeza estaba fuera de Alemania, en Roma. Para salvar la suerte del pueblo alemán en Austria, superar la “infeliz división religiosa” existente en toda Alemania y fortalecer la nacionalidad alemana general era preciso, por tanto, atacar a Roma.
Bismarck libró su lucha por la cultura contra el catolicismo. Hitler libró la suya, descrita en su libro Mein Kampf, Mi lucha, por la raza, según suele decirse, pero también fue por la cultura, sea lo que sea lo que significa este vocablo en boca de ellos y de muchos y de muchos otros. Pero es necesario advertir que, si se la cultura se entiende como una entidad más o menos espiritual que se cierne por encima de los individuos, transmitiéndoles su identidad, de manera que al margen de ella ellos no son lo que son, entonces es algo que no existe, un producto mental vacío que no se refiere a nada real.
Hitler entendió que la cultura está ligada a la raza, una noción procedente del conde de Gobineau, un filósofo de la historia fallecido en 1882, de cuyas ideas se nutrió una parte importante del ideario nacionalsocialista. José Arturo de Gobineau, padre de la demografía racial, dedicó su obra más importante, Essai sur l’inegalité des races humaines (Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas), publicado por primera vez el año 1855, al estudio de la decadencia de las civilizaciones, que él no atribuyó, como había sido usual, a la lujuria, la corrupción, el abandono de la religión o los malos gobernantes, sino a no tener ya la misma sangre en las venas por haberse mezclado una raza superior con otra inferior. Igual que se procura que un organismo humano no pierda su vitalidad, un pueblo tiene que hacer frente a la degeneración racial. Según su filosofía de la historia, el motor que mueve a las sociedades, haciendo que asciendan o desciendan, es la raza.
De todas las razas existentes, la germánica o aria es la superior incluso entre las variedades blancas, no habiendo punto de comparación, por supuesto, entre ellas y las negroides o amarillos. La desigualdad entre ellas no es sólo física, sino también espiritual. De ahí que deba conservarse pura cualquier raza, en especial la germánica, a la que corresponde ser dominadora de las demás.
El libro de Hitler es un fruto podrido de la filosofía de la historia, pero, por el terremoto a que dio lugar en Europa, es obligado reparar en su argumentación.
Lo primero es que, en línea con las ideas de Gobineau, de lo que se trata es de luchar por la cultura, que está ligada a la raza, siendo la de la raza aria la más elevada en la historia de la humanidad, de modo que cuando ésta ha mezclado su sangre con la de pueblos inferiores, la cultura superior se malogra. Como en América del Norte la población es principalmente germana, dice Hitler a modo de ejemplo, por no haber habido apenas mezcla con los pueblos de color, su civilización es superior a la de América Central y del Sur, de población latina mezclada en gran escala con los aborígenes. El elemento germano del Norte dominará siempre el continente entero siempre que no cometa “la ignominia de mezclar su sangre” (Cap. 11. La nacionalidad y la raza)
Los arios son los únicos capacitados para crear, conservar y propagar la cultura. Por eso les corresponde también el dominio sobre las razas inferiores (Ibidem) Si desaparecieran de la faz de la tierra el globo terráqueo se sumiría de nuevo en la espantosa tiniebla de una época de barbarie (2ª parte, cap. I. Ideología y partido), como ha sucedido siempre: las viejas culturas han fenecido por mezclar su sangre y dejar decaer la raza.
Puesto que el crimen más execrable que puede cometerse consiste en permitir que se hunda en el cieno la cultura humana porque se permita exterminar a quienes la encarnan (Ibidem), un estado racista tiene el supremo deber de proteger la cultura protegiendo sus elementos raciales de origen, los hombres arios, los únicos capaces de crearla. El judío es el polo opuesto, un fermento de descomposición, “el factor de disolución de la cultura humana” (Segunda parte. Capítulo cuarto. La personalidad y la concepción nacionalista del Estado).
Éstas son algunas de las razones que exhibe Hitler en su libro. El delirio antisemita no estaba presente en el conde de Gobineau. Cuando habla de los judíos dice, por ejemplo, lo siguiente:
Los viajeros modernos saben a costa de qué sabios esfuerzos lograron los agrónomos israelitas mantener su fecundidad artificial. Dado que esta raza elegida ya no habita en sus montañas y llanuras, el pozo donde bebían los rebaños de Jacob está lleno de arena, el viñedo de Nabot ha sido invadido por el desierto, al igual que el sitio del palacio de Acbab. Y en este rincón miserable del mundo, ¿qué eran los judíos? Repito, un pueblo hábil en todo lo que emprendió, un pueblo libre, un pueblo fuerte, un pueblo inteligente, y que, antes de perder valientemente, con las armas en la mano, el título de nación independiente, había proporcionado al mundo casi tantos médicos. como comerciantes. [1]
¿No habría podido ser el pueblo judío el modelo de raza aria cuya decadencia deploraba Hitler? Sin duda, pero él y sus seguidores se dejaron llevar del odio al judío, en el que concentraron todos los males que causan el declive y destrucción de la cultura, por lo que había que destruirlos.
En medio de las atrocidades cometidas, el objetivo era la preservación de la cultura superior humana, que se entendió como el deber máximo del estado germano, un deber que tendría que atender en primer lugar a la purifación de la raza aria. Dicha raza era la base biológica, material, y la cultura el ideal espiritual.
[1] Gobineau, Essai…, Librairie de Firmin – Didot, et C., Imprimeurs de l’ institute, Rue Jacob, 6, 1884, 2ª ed., I Tome, página 59. Traducción propia.