Totemismo y ciencia

I. Presentación de la teoría: mito y razón en la Grecia Antigua [1]

Un símbolo es un cierto tipo de signo que se esfuerza por hacer que lo inefable encarne en seres concretos. De ahí que los mitos, rituales, poesía, iconografías, el arte en general…. sean agrupaciones de símbolos, pues procuran mostrar lo que no puede ser mostrado. Todos ellos conjuntamente conforman un orden de conocimiento que, pese a haber sido incesantemente fustigado por la objetividad científica y filosófica, ha logrado sobrevivir transmutándose en una paradoja: la de ser fuente inagotable de inspiración filosófica y científica.

El ataque de la iconoclastia contra el simbolismo ha sido especialmente demoledor en dos frentes. El primero es sociológico. Tiene que ver con la ruptura del mundo humano que por todas partes han ocasionado las grandes religiones. Ellas definen y separan —y así crean— al pagano, al sacrílego, al hereje… De este modo producen una escisión capaz de multiplicarse interminablemente. Las grandes religiones suelen ser efecto de alguna revolucionaria libertad de inspiración, pero, una vez trocadas en instituciones sociales sólidas, tienden a negarla, si bien, por las mismas causas que, según se dice, algunos libros se han salvado del paso del tiempo —el haber sido condenados a la hoguera—, los desviacionismos y herejías brotan siempre y permanecen en el seno de las religiones, no a pesar de las persecuciones, sino gracias a ellas. El segundo frente es el del concepto, la claridad y la cordura, de donde siempre han surgido clamores escandalizados contra la insurgencia de la inspiración simbólica. El adalid más destacado en este frente tal vez sea Descartes, quien guiado por su afán de distinguir nítidamente lo mental de lo mecánico, se opuso a que la conciencia pudiera ser afectada por la imagen, que es una acción del cerebro del hombre, un ser confuso de utilidad más confusa todavía: alertar las ideas innatas.

El influjo del dualismo cartesiano sobre el pensamiento moderno y contemporáneo no se corresponde con su claridad. Más verosímil que él resulta la postulación de un solo germen para todos los saberes posibles, de un único plan de pensamiento poseído por toda la humanidad desde su origen, cuya fundación primordial no residiría tanto en la producción de conocimientos positivos desinteresados cuanto en una actividad más cercana al hombre que piensa y quiere, por lo que atendería menos a la omisión de errores que a la construcción de entramados simbólicos capaces de interpretar la realidad de una manera acorde con el designio humano. Lo conceptual no sería en ese caso un empeño por romper la cáscara del símbolo para así acceder a una realidad distante, sino un efecto más de universos simbólicos que, impregnados en su origen de sentimiento y sociedad, adquirirían con el tiempo diversos aspectos, uno de los cuales habría llegado a devenir forma pura despojada de toda materia.

Esta hipótesis es de Durkheim y Mauss. Ellos ven en la estructura social una verdadera res cogitans, exterior y práctica, y en la efectividad que la sustenta enteramente, un pensamiento omnicomprensivo. Hay aprehensiones del mundo teñidas de subjetividad y hay otras que querrían ver, indiferentes, una realidad ajena al hombre. Entre ellas, se suele decir, oscila nuestra mente. No son, sin embargo, más que dos polos ideales y ficticios: habría que aceptar que la objetividad de la ciencia es un método diametralmente opuesto a la subjetivación de la religión[2]. En lugar de ello, Durkheim y Mauss suponen una sola lógica del sentir, que en una de sus ramificaciones postreras aparece desnuda de subjetividad. Su plausibilidad puede probarse en un caso histórico, el griego, que ha ocupado largamente a los historiadores de la filosofía.

Para ello es preciso desechar la idea de que fue la clara luz de la razón la que esparció la confusa niebla de la mitología. Fueron los propios dioses del Olimpo quienes, por su personalidad insaciable, caprichosa e imprevisible, por su naturaleza demasiado humana, se trocaron en fuente de desorden. La empresa de los primeros filósofos consistió más bien en salvar de la ruina una estructura del mundo más antigua y firme que Zeus, Poseidón y Hades. No fueron, pues, hombres a quienes se hubiera presentado la oportunidad de enfrentarse a un inverosímil estado puro del ser para alumbrar el primer pensamiento. A decir verdad, todas las formas de acercamiento a lo natural, ya sean estéticas, industriales, políticas o científicas, se heredan del pasado, por lo que los físicos jonios hubieron de aceptar la creencia en un estado primigenio de las cosas del que, por interacción de contrarios, emana toda la multiforme variedad del mundo sensible. Esa fe se remontaba a la estructura sexual de la tribu arcaica, la cual, según juzgan Vernant y Thomson[3], mostraba ya una lógica de contraposiciones y complementariedades; en ella la contradicción se producía entre clanes exogámicos y se resolvía por alianzas matrimoniales entre fratrías contrapuestas. Ahí se manifestaba la fuerza del principio exogámico, inviolable merced a un poderoso tabú rodeado de intensas emociones religiosas y morales que cubría con una extensa red la sociedad de los hombres, el mundo animal y el universo físico. Se trataba, en fin, del totemismo, Las relaciones instauradas por él entre Dios, el hombre y el mundo fueron después transformadas por la filosofía en relaciones entre la realidad última y el variado mundo sensorial.

Para que esto pudiera suceder hubo que rescatar del fracaso religioso a la Moira, aquel poder que la religión antigua había elevado por encima de todo otro poder y al que atribuía moralidad, pero no benevolencia, respeto, previsión o designio algunos, actitudes todas ellas humanas y, por extensión, divinas, que no podían cuadrar bien a quien no es hombre ni dios. Ella, necesidad y justicia en la disposición de lo natural, era la fijación estricta de los límites que concernían a cada ser y la venganza inexorable contra cualquier transgresión, por lo que, del mismo moda que, según explica Platón[4], los hombres no ponemos a un buey para que gobierne a los bueyes o a una cabra para que gobierne a las cabras, sino a nosotros mismos, que somos de superior linaje, el automatismo ciego de la Moira tenía que estar por encima de toda cosa existente, ya fuera hombre o dios, para asignarle a cada una su porción.

El universo entero concebido como un territorio cuya soberana ordenación corresponde a un ser impersonal de inapelables decisiones, la distribución espacial, que desarrollaba fundamentalmente la topografía de la antigua tribu totémica, eso era la Moira. De esa raíz nació el primer concepto capaz de contener el alma humana, la naturaleza física y el reino de lo sobrenatural, concepto que más tarde llegaría a ser la idea de physis.

La posterior evolución filosófica de estas nociones es constatable con facilidad, pero ahora conviene referirse brevemente a otros seres que, en otros registros, mostraron un desarrollo similar. Uno de ellos fue el producto del trabajo. Su ser fue transformado por la moneda, cuya acción generalizadora equipara las cosas entre sí y les impide manifestar intenciones subjetivas. Dos figuras humanas sufrieron una suerte igual, la del rey y la del sabio. El rey mago, hacedor del tiempo por su privilegiada relación con la divinidad, y el sabio adivino, poeta y también mago, hubieran de ceder al filósofo sus funciones de intérpretes de lo real. Este se encargó de sistematizar y volver explícito un problema, el del orden del ser, que anteriormente ni siquiera alcanzaba a serlo, merced a la personalidad de aquéllos, que sustentaban la organización misma de lo real. La escritura jugó un papel decisivo, pues por su medio se abrieron las escuelas cerradas, donde se transmitía secretamente el saber a discípulos selectos, y se mostraron los tesoros que guardaban a toda la ciudad para que fueran gozados por todo aquel que quisiera. Y, lo que es más importante, quedaron disponibles para el mundo del porvenir. El tomar conciencia de ello hizo que las ideas adquirieran la forma argumentada y precisa del discurso escrito: había que exponerlas al juicio de personas que no se ven, igual que en el mercado se exhibe la mercancía ante gentes desconocidas. El proceso político en curso, por su lado, se desenvolvía de un modo similar, pues el advenimiento de la democracia significaba la isonomía, la afirmación e igualación de los individuos y la concepción de la sociedad como un agregado casual de átomos humanos.

Una profunda transformación en las mentes acompañó estos cambios. Si antes ponían los hombres en primer lugar los grupos, luego empezarían a restringirlos tanto que llegaron a hacerlos coincidir con los limites de cada organismo particular, dando lugar a la aparición en las conciencias de los individuos, todos iguales entre sí, nivelados como las mercancías que la moneda nivela. Valga de nuevo como ejemplo de ello lo acaecido al sabio antiguo; él lo había sido por su inclusión en un grupo, en tanto que en lo sucesivo el amante del saber se hizo filósofo por inclinación personal, porque optaba por un camino abierto a todos. Hubo de cambiar asimismo la concepción del tiempo y la justicia, pasando de una comprensión circular propia de la sociedad agrícola anterior, para la que “el tiempo, a lo largo de sus innumerables años, da origen a todas las cosas desde la tiniebla y, cuando ya han salido a la luz, las oculta otra vez”[5] a otras más característica de una edad industrial y comercial que había descubierto el inmenso potencial de la actividad humana e imponía en consecuencia la irreversibilidad temporal.

Con respecto a la filosofía, una depurada expresión en gran medida de estos procesos, ella tuvo siempre por central el concepto de physis que era en una sola entidad naturaleza extensa, suprasensible, animada, divina y material. De ahí que la afirmación jonia que ve en el todo la physis signifique en verdad que todo es un organismo del que participan por igual la naturaleza externa, el alma y la divinidad. Era preciso que ese manantial abundante repartiera su caudal en varias corrientes. De ellas hace una crítica Aristóteles en un seco pasaje, donde argumenta que el afirmar un alma difundida por otro el universo no explica por qué ha de dar vida al ser orgánico, que es un compuesto de aire, agua, fuego y tierra, y no a cualquiera de esos elementos por separado, siendo en ellos donde la naturaleza se manifiesta en toda su pureza[6]. Si se mantiene esa idea, o bien hay que concebir como animados al fuego y al aire, lo que es absurdo, o bien debe decirse que no lo son, lo cual es también absurdo. En suma, si el alma está presente en todas partes habrá de ser homogénea, y, si lo es, no se entiende que pueda haber más o menos de ella en un lugar que en otro.

Este breve pero certero análisis desvela los motivos por los que la física jonia se escindió en dos escuelas profundamente encontradas, una que vio en el todo un ser animado e indistinto y la otra que vio una estricta maquinaria geométrica. De la primera es Heráclito un ejemplo perfecto, por prescindir de la rígida división territorial que acompañaba a la Moira y defender que no hay final que no sea principio, ni nacimiento que no sea muerte. La segunda culminó en Demócrito, que logró expurgar de la physis el alma y la divinidad, todo lo que significara moralidad y movimiento vital, y retornó a una teología arcaica, fatalista, pluralista, racionalista y realista. Excluyó a Dios, pero no su inmutabilidad, que se convirtió en la eternidad de los átomos, y excluyó al alma, pero no su movilidad, que fue en adelante cambio de posición espacial. Una solución impecable, que sustituyó physis y díke por ananke y moira.

Sea suficiente lo dicho hasta ahora sobre el caso griego para mostrar la verosimilitud de la tesis aquí defendida. La interpretación tradicional, de la que Snell, Burnett, Müller… son ejemplo egregios, habría querido concluir que la divina razón se había encarnado en la tierra de los griegos. Pero con ello sólo se habría producido un corte inexplicable en la historia del pensamiento: abandono de la metáfora por el concepto, desgarramiento del velo con que la palabra envuelve a la idea, epifanía del genio griego… Más prosaica tal vez, pero más creíble, la versión de Vernant, Cornford, Thomson… encuentra coincidencias esenciales entre la física jonia y la antigua mitología: el haber prescindido las dos de un apremio que es actual, el de experimentar con la naturaleza, el coincidir en muchas de sus representaciones: el ser la física aquella, en fin, una transposición laica de la anterior religión. ¿Cabe mayor coincidencia que la de postular ambas una primera realidad indiferenciada de donde van surgiendo parejas de contrarios cuyos cíclicos avatares de victorias y derrotas configuran una y otra vez el mundo que habitamos? Mas la identidad no es absoluta, pues la filosofía es una profundización sistemática y socialmente consciente del material mítico, un pensamiento abstraído de las voliciones de los dioses, de las relaciones sexuales entre los elementos, del designio humano incluso… Afán de conocimiento puro que no pretendió liberarse de pensar lo nuevo en términos de lo viejo, lo desconocido en términos de lo conocido, imitación de Atenea, engendrada de la cabeza de Zeus, pero no de su pecho fogoso o de su vientre concupiscible, la nueva inteligencia de las cosas difería de la vieja por llevar aparejados menos sentimientos que la anterior religión y más que la posterior ciencia positiva.

Luego el mito y el concepto no son dos grados distintos de aproximación a lo real, sino maneras varias de producción de lo espiritual, que remiten en el fondo a la región de lo social, con la que empieza la diferenciación dentro del continuum natural y franquea el hombre el umbral del significante.

La antropología social, que es un estudio de la diferencia, puede ahondar en esta teoría del sentido y concluir alguna verdad general que aclare las diferencias y semejanzas entre el pensamiento primitivo y el racional, situando a la sociedad en el comienzo, si no en el origen, de toda apercepción. Es lo que trataremos a partir de ahora.

II. Origen religioso del simbolismo

La cuestión se amplía, pues, a la divergencia entre un pensar supuestamente propio del salvaje y otro que lo sería del occidente civilizado. Es una divergencia falaz, alimentada involuntariamente por algunas obras clásicas de antropología, pero a la vez comprensible, porque una cosa es que el conocimiento del salvaje sea insuficiente, lo cual revela una incapacidad del científico, y otra que el salvaje sea pensado en esas obras como un ser distinto, opuesto e inferior, lo que revela la urgencia de sentirse superior, de complacerse en sí mismo, para lo que es preciso gozarse no siendo el otro. La antropología ha satisfecho frecuentemente esta necesidad de afirmación de lo propio por negación de lo ajeno. También, preciso es decirlo, ha satisfecho la opuesta cuando ha presentado al hombre natural demasiado puro y piadoso para confrontarlo con el civil.

Lo sabio es conocerse a sí en el otro, un proceder por el que cabe elogiar a la antropología moderna. El saber así logrado no carecería además de interés para la acción. Con medios que nosotros dedicamos a otros fines, el hombre primitivo ha logrado defenderse de sí mismo, en tanto que el civilizado a duras penas podrá huir de la destrucción que presagia el poder que han puesto en sus manos todos sus instrumentos de acercamiento a lo natural: ciencia, industria, comercio… Pero el ser del hombre es huidizo. No puede confundirse con ningún hombre o grupo, según ya advirtió Hegel cuando censuró a Rousseau por identificarlo con los ideales de la Ilustración Francesa. Para adquirirlo es imprescindible que antes haya, en la realidad y en el concepto, una confrontación entre las diversas culturas. La que ha podido tener lugar en la práctica puede darse ya por concluida. La otra, la conceptual, es el ave de Minerva, que levanta el vuelo cuando el día está ya cumplido, según una conocida imagen de Hegel.

Henos aquí en pleno centro de las ciencias humanas y sociales. Estas, a diferencia de las naturales, cuyo cimiento metafísico es relativamente fácil de establecer, están continuamente forzadas a proponer síntesis ontológicas que definan su objeto, para poder luego diferenciar los rasgos esenciales de los que no lo son. En las ideas de Durkheim y Lévi-Strauss, tamizadas por la confrontación y la crítica, he creído encontrar una base aceptable desde la que poder proponer un principio para esa diferenciación, al menos en lo que se refiere al objeto de nuestro estudio.

El evolucionismo de Durkheim —y de Mauss, que firmó con él un famoso artículo[7] — asigna historia al reino de las ideas, en contra de una frecuente tradición de la filosofía, que pasa por Platón, Aristóteles, Agustín- Descartes, Kant… Sólo algunas ramas nacidas del escepticismo moderado de Hume aducen que la invariabilidad y necesidad lógicas podrían muy bien obedecer a motivos poco lógicos, Entre ellas se encuentra la teoría de W. O. Quine[8] , para quien no poseen un soporte ontológico imperturbable, sino que no son discutidas de hecho, por la poco ineludible razón de que ocupan el centro de nuestra red de conocimientos científicos. El ideal nunca logrado a que la red aspira es el de ser una organización coherente de proposiciones acordes con la experiencia, La primera condición, la de la coherencia, es satisfecha por la abstracción y generalidad de la matemática y la segunda por una estrecha franja periférica de enunciados que dicen tocar lo empírico. Es obvio que la fuerza de nuestro conservadurismo, si no puede evitar el cambio, tratará de imponerle prioridades, puesto que una modificación en el centro del conjunto puede acarrear graves e inútiles desmoronamientos en la totalidad de él, en tanto que una experiencia concreta siempre puede ser negada por excepcional, alucinatoria o simplemente falsa si llega a ser perturbadora. Una sola fuerza es capaz de enfrentarse con éxito a la anterior: la de la simplicidad. Cuando el tiempo de crisis amenaza con resquebrajar la armadura de los viejos conceptos y no hay más opción que elegir alguno de los sistemas en liza, no suele preferirse el más verdadero —¿cómo saberlo, por otro lado?— sino el más manejable, que acaba siendo visto como el más verdadero.

Luego la validez y necesidad de las leyes lógicas son algo que los hombres determinan, pues pueden ser de hecho abrogadas o sustituidas. Y, lo que es más importante y puede deducirse de todo lo dicho: algo puede no proceder del flujo empírico y estar, sin embargo, sometido al cambio. Es la tesis original de Durkheim, que ahora hemos de tomar en consideración.

El animismo y el naturalismo han tendido a ver en la religión un cúmulo de confusiones y enredos con que fa humanidad originaria ha procurado explicarse las cosas. Bien porque se ha creído que los hombres han fabricado una cosmología sobre la atribución de alma y vida a lo inerte, o bien porque se ha pretendido ver en la naturaleza un espectáculo capaz de fascinar sus sentidos de tal manera que, movidos por el asombro y engañados por la seducción del lenguaje, se han inclinado a ver divinidades en seres mediocres y rutinarios, esas interpretaciones han puesto siempre en el origen una necedad que hace al hombre aceptar por guía un error reproducido por él mismo durante milenios. Por creerlo un antecedente equivocado de la ciencia o una edad feliz ajena a los laberintos de la razón, el animismo y el naturalismo no han entendido el fenómeno religioso.

Es que la definición de éste tampoco puede encerrarse en lo que una cultura determinada proyecte sobre él ni en lo que experimente interiormente un individuo concreto. La religión no es interna, por más que los individuos digan notarla dentro de sí, ni es espontánea, sino aprendida tan eficazmente que, como las de la lengua, sus manifestaciones son naturales en nosotros; es una obligatoriedad sutil percibida como expresión del propio yo. ¿Cómo podría una ciencia estudiarla si fuera un error, una ilusión o un fugaz sentimiento?

¿No es esto, se dirá, un serio atentado al sujeto personal de la filosofía? Lo es en verdad. El abismo que se ha acostumbrado interponer entre el mundo de las regularidades matemáticas y la libre voluntad del yo se puede soslayar, pues la voluntad no forma parte del tejido de causas y efectos que la ciencia toma por objeto y, en consecuencia, el individuo dueño de sí de la ética no es un ser evidente. El real, materia amorfa abierta a cualquier forma externa, no es una entidad concreta, sino, de una parte, un complejo sistema de funciones biológicas y, de la otra, una abstracción emanada del cuerpo jurídico, la filosofía o la religión de cada sociedad. El ser humano es un animal capaz de razón y acción moral y por ende objeto de estudio biológico y sociológico. Lo que hace de un hombre un hombre, y no tal hombre, es siempre un complejo sistema de tradiciones, creencias, lengua, artes, moral, ciencia… Es el alma, que no es propia de nadie, sino del género humano, en tanto que la individualización se origina en el cuerpo, es decir, en la sensación, la pasión y el sentimiento,

En la religión nos piensa la sociedad. Esta es, pues, el único sujeto, Sin embargo, su conciencia no es una sustancia, como tampoco lo es la individual, sino un conjunto de fenómenos especiales aparentemente desordenados que cristaliza en los individuos. El pensamiento religioso, manifestación primera de esa conciencia, introdujo en los particulares el respeto al lado de las categorías mentales que dan lugar a toda ciencia. Dichas categorías son, para el animismo, entidades no perceptibles por los sentidos y, para el naturalismo, una explicación que parte de la experiencia. Mientras la primera doctrina pone lo mental al margen de lo real, la segunda despoja a la razón de sus más preciadas cualidades, la necesidad y la universalidad. Ni una ni otra explican su objeto convenientemente, pero cada una acierta en un aspecto importante. Si se admite que la sociedad es el verdadero sujeto pensante, este clásico problema de gnoseología puede encontrar una solución satisfactoria, pues entonces son la organización y las instituciones sociales, religiosas, jurídicas… de la sociedad las que dan al conocimiento lo que en él hay a priori y los estados individuales de conciencia lo que es empírico. Ambos componen en la mente la misma textura, pero pueden diferenciarse. Es por lo que el animal que piensa se trasciende y entra en un reino común a otros, en el que nada le pertenece en exclusiva. ¿Cómo, si no, podría haber entre los hombres el más mínimo acuerdo? Las categorías no pueden, pues, librarse al arbitrio de ellos. Para entenderse son necesarios un conformismo lógico y un conformismo moral, que en su origen son lo mismo. De ahí vienen la universalidad y necesidad que atribuimos a los conceptos del entendimiento.

En cuanto los hombres se reúnen en sociedad, lo religioso entra en contacto con lo sensible y lo engrandece e idealiza. Pero son distinguibles. Si no fuera así, si las representaciones ideales de lo religioso nacieran de la misma experiencia individual, entonces las religiones habrían seguramente mostrado preferencias por unos seres u otros para sacralizarlos. Pero todo es sagrado en potencia y no se advierte por ningún lado esa inclinación.

Este es el espíritu roussoniano de Durkheim. El hombre natural, solitario y libre, guiado por su sola sensibilidad, no puede hallar acceso a lo inteligible, porque la conciencia particular lo es de lo concreto y porque la razón, el poder de encontrar la unidad en lo diverso, es el acto por el que la sociedad se origina. Esta es solamente la idea que ella adquiere de sí en la mente de los hombres. Razón y sociedad son un solo ser. Es imposible, pues, pensar a solas, porque un concepto sólo puede ser universal. Es lo que posibilita la comunicación. Las imágenes no alcanzan a tanto, pues se producen en la individualidad.

A pesar de que la ciencia no puede tener por verdadera la religión, porque, del mismo modo que no basta la sensación para constatar la existencia del mundo al que ella pretende referirse, tampoco la experiencia religiosa es suficiente para afirmar que existe un ser trascendente, sin embargo, es una experiencia bien fundada y no puede ser falsa. Habría encontrado resistencia en las cosas. Es una fuerza moral y material, por actuar sobre las personas y por ser la primera idea humana sobre la totalidad de lo real, y es también el origen de todo pensamiento y de toda técnica. No es posible que no sea verdadera, pero su objeto no es el que imagina el creyente, sino la propia sociedad, que toma conciencia de sí en lo religioso. La ciencia no alcanza más allá de esto. Una consideración positiva de estos problemas exige saber cómo nace la idea de lo sagrado, de qué elementos consta y qué tiene en común con la ciencia moderna. Esto pretendemos mostrar aquí, pero una exploración de lo trascendente está más allá de lo que nos es permitido.

La forma más antigua de lo sagrado es la que se manifiesta en las sociedades australianas de clanes. Allí, afirma Durkheim, el hombre adora el propio grupo en las representaciones simbólicas de seres animales y vegetales. Necesita una imagen sensible para sustituir un concepto excesivamente abstracto y elige un símbolo natural, que así deviene para cada clan una bandera o signo a través del cual diferenciarse de los demás. Es el tótem, que anuncia una jerarquía en cuyo vértice se sitúa al animal o vegetal simbolizados, a continuación al hombre, porque su naturaleza profunda es la misma del tótem, luego los parajes habitados por la especie natural homónima, los seres relacionados con ella…. hasta que todo el universo queda atrapado en la malla de los principios tribales, Lo sagrado es contagioso. En la comprensión del ser producida por su acción ha depositado la semilla del derecho, la moral, las bellas artes, las ciencias naturales, las técnicas industriales… la semilla de la civilización, en suma, porque es el origen del simbolismo, gracias al cual un animal se hizo hombre.

Aunque no nos cabe la posibilidad de hablar del hombre en estado de naturaleza, pues siempre que lo hacemos le atribuimos cualidades comunitarias, es necesario tener presente su contorno al menos negativamente, si no para comprenderlo a él, sí para comprender la vida social. Esa imagen nos permite afirmar, por lo pronto, que, si el hombre natural vivía solo y libre carecía de simbolismo, pues éste es nuestro único modo de trascender la psicología individual. Gracias a él puedo fijar y revivir acontecimientos en la memoria, participar experiencias propias a mis semejantes, porque me permite objetivar ante mí y ante ellos mi vida interior. Cuando esto ha empezado a suceder, ya no me es posible volver a la situación anterior, pues mi experiencia toda se ha empezado a hilvanar sobre la textura de un ropaje que no está hecho a medida de mi individualidad. Nunca podré saber cómo habría vivido yo mis experiencias sin esa vestimenta, que no es ocultación, sino forma de mi persona.

Durkheim consiente en llamar delirio a este acto por el que “el espíritu agrega algo a los datos inmediatos de la intuición sensible y proyecta sus sentimientos y sus impresiones sobre las cosas”[9]. Si comprender las cosas es olvidar lo secundario para quedarse sólo con lo esencial, que es lo común e invariable, entonces las cambiantes sensaciones exigen un añadido: la idea, la verdadera realidad social. Pero, siendo nosotros de naturaleza doble, material y mental, es necesario que aquélla adquiera una representación sensible, para que los hombres puedan aprehenderla. Así nace el símbolo. Pero ningún objeto natural está predestinado por sí mismo para recibir el concepto, pues lo religioso no nace de lo natural, sino que se le agrega. Todo lo cual sucedió cuando el totemismo enseñó a los hombres a ver que los componentes del clan y los seres simbolizados por el tótem compartían la misma naturaleza. Allí aprendieron ellos a no doblegarse ante los datos de la sensibilidad y a relacionarlos entre sí mediante una lógica interna. Fue la lección que abrió el camino a la actividad filosófica y científica.

Una vez formado el primer germen del simbolismo en la tribu primigenia, que Durkheim pretende con excesiva arbitrariedad identificar con las sociedades totémicas de Australia, su manifestación primera. el sistema de clasificaciones de la comunidad, ha cubierto la totalidad de lo real, mediante una maraña de denominaciones tras la cual las sutilezas lógicas o implícitamente filosóficas han construido una estructura capaz de alzarse por encima de la organización topográfica, política, parental… de la tribu, para, una vez separada de ella, seguir su camino propio, sin dejar de influirla y de ser influida por ella, Pero el camino ha sido largo. Empezó con los indios zuñi de la costa oeste americana y culminó en las mitologías religiosas, que fueron a su vez el origen de la filosofía.

Dos consideraciones se nos imponen al respecto. Se refiere la primera a la opinión de que la religión primitiva no parece poder compartir con la ciencia una común naturaleza, que se manifestaría en la posesión de jerarquía sistemática, en las nociones y en la finalidad estrictamente especulativa, porque, según se cree habitualmente, la dura lucha contra la escasez no deja al salvaje el ocio que necesita el pensamiento. Esta opinión se apoya en el contraste directo entre la abundancia del civilizado y la indigencia del primitivo. Pero es un error que se advierte en cuanto se considere que existen dos maneras de ser opulento. La primera, poseer mucho, está ligada a la necesidad de trabajar más o de que trabaje más gente, y la segunda, desear poco, propicia el tiempo de ocio y las actividades no productivas. La comparación no debe establecerse, pues, entre las posesiones, sino entre las necesidades. De ese modo la posición del salvaje no se verá tan desventajosa.

La segunda consideración versa sobre el hecho de que el primer pensamiento que haya podido existir ha sido un cuadro de clasificación social: “las primeras categorías lógicas han sido categorías sociales: las primeras clases han sido clases de hombres en las que se integraban dichas cosas”[10]. La ordenación del clan y la fratría, perdurables por encima y más allá de la vida del individuo, fueron en su interior la primera representación capaz de resistir el cambiante flujo de sus impresiones sensibles. El concepto, estructuración sagrada que se expresa en un sistema colectivo de signos, ha nacido con el nacimiento de lo social. Luego los hombres, que son por naturaleza seres sociales, nunca han podido conocer la indistinción. La noche de la confusión intelectual pertenece a su naturaleza animal olvidada.

El peculiar racionalismo sociológico al que Durkheim se adscribe no le impide ver en la afectividad la fuente del concepto, es decir, de las relaciones sociales, sin sentirse por ello obligado a seguir la argumentación que a tantos ha conducido a la persuasión de que existe una naturaleza dual, contradictoria, en el ser humano. En el recinto de la lógica religiosa, donde más claramente late el sentimiento, es posible, según él, advertir que todo gira en torno a los mismos centros que en el de la lógica científica, donde lo emocional ha sido prácticamente suprimido.

Siendo ello así, resulta obligado concluir que el autor defiende la existencia de algún proceso que, desarrollando la primera lógica, conduzca a la segunda. A ello opone Lévi-Strauss una crítica esclarecedora este evolucionismo podría no ser otra cosa que el aislamiento científico del primitivo, la segregación de su mentalidad con respecto a la del civilizado. Razón no le falta, pues Durkheim rebaja de hecho al salvaje a un estadio que es en realidad primitivo, si bien con la salvedad de que la separación que su doctrina abre entre las dos lógicas no es insalvable. Con todo, postergamos esta cuestión para más tarde, para cuando nos hayamos referido a las teorías de Lévi-Strauss, porque antes es preciso examinar la plausibilidad racional de una lógica del sentimiento.[11]

Esta puede perfectamente mostrarse sometiendo a juicio la teoría de Levy-Bruhl, que sí abría una brecha profunda entre el pensamiento primitivo, regido por la ley de la participación, y el racional, al que rige el principio de contradicción. Guiado por ella, Levy-Bruhl puso a un lado las civilizaciones de mentalidad lógica y científica y al otro aquéllas cuyo intelecto es, según él, místico por su contenido y prelógico por su forma. Unas son las nacidas a orillas del Mediterráneo y las otras casi todas las demás. El hombre que nace en estas últimas no es incapaz de aplicar correctamente el principio de contradicción, pero padece una manifiesta incapacidad para la ciencia porque, impelido por representaciones colectivas sumergidas en la afectividad, no acostumbra ejercitar la abstracción en la misma medida y con las mismas espontaneidad y frecuencia que nosotros, lo que no debe llevarnos a creer que sus representaciones son irracionales y desordenadas, pues hay sistema en ellas porque, aun regidas por una ley distinta de la de la contradicción, están regidas a fin de cuentas por una ley: la participación gobierna y organiza el pensamiento del primitivo, por más que favorezca las confusiones más intempestivas, debido a que le obliga a evitar las contradicciones. Ante los ojos del civilizado se extiende un paisaje pleno de regularidades, pero el primitivo sólo contempla una maraña inextricable de participaciones y exclusiones en la que se funden con naturalidad las potencias místicas y los seres de la experiencia. Estos son sólo causas segundas, oportunidades para que aquéllas ejerzan su fuerza. Estas sociedades, en las que impera la fantasía hasta límites para nosotros extremos, imponen a sus individuos un entramado rico y variado de seres mentales, una amalgama de mística y empiria, que conforma un mundo creado, dado desde el principio entero y acabado a la mente del aborigen, al revés de lo que pretende nuestra ciencia moderna, que cree ver ante sí un campo infinito dispuesto a ser roturado por la actividad discursiva de la razón. Si luego los particulares razonan mal, no es porque lo hagan, como creía el animismo, a partir de una experiencia sensible equivocada, sino porque perciben condicionados por motivaciones afectivas.

Estamos, pues, ante una categoría cognoscitiva como las que propugnaron Kant o Aristóteles, pero la generalidad de las nociones, del salvaje, más sentida que comprendida, más afectiva que cognoscitiva, es sólo una cierta uniformidad de la emoción.

Todo esto no puede ser aceptado sin más. Levy-Bruhl escinde el mundo del espíritu en una parte dominada por la razón y otra que le es refractaria, y asigna la segunda al imperio de la ley de la participación. Tanto una afirmación como la otra son difícilmente defendibles. Con respecto a la primera ha de hacerse notar que, si bien existen zonas hasta ahora inaccesibles a la penetración racional, ya sea en la filosofía, cuya historia parece un triunfo constante de las opiniones y los particularismos, en la política, donde los acontecimientos se suelen juzgar válidos o inútiles por referencia al deseo de poder, en lo personal, por el cúmulo de impresiones y emociones que se suceden sin orden aparente, y hasta en la ciencia misma, que tampoco está exenta de duda, también es constatable que el desorden y la irracionalidad son intolerables. Débil luz que empuja el esfuerzo del hombre por el conocimiento, la fe en la racionalidad del ser es lo primigenio y estructural; después viene el desvelamiento del orden concreto que presenta la realidad. El fárrago de impresiones y particularismos que se me impone es ciertamente un hecho que habré de arrostrar, pero, una vez que me he decidido por la racionalidad de lo real, aceptaré como máximo que no todo lo existente es real, que el dato empírico que se me presenta so capa de desorden me fuerza a separar lo que es de lo que aparece para en adelante buscar ante todo la ley que rige lo que verdaderamente es y someterle las apariencias, que con más o menos imperfección dan señales suyas. Y, por lo que toca a la segunda afirmación, el confundir la razón con la ciencia empírica y el ver en la afectividad la única alternativa con respecto a ella, conduce a la ineludible consecuencia de creer que aquellas sociedades que no poseen instituciones científicas están hundidas en un marasmo cognitivo-sentimental imposible de someter a análisis. La participación, de hecho, permite incurrir en contradicciones, en la fusión de elementos heterogéneos. Pero aquí reside el error fundamenta], pues la indiscriminación sólo puede producirse entre elementos previamente separados e integrados en un sistema que enfrenta los opuestos. Luego el sistema es primero y la confusión solamente puede ser posterior a él.

El pensamiento simbólico no puede no ser racional. Puede admitirse, sí, que existen diferentes modalidades de rigor, pero cada sistema define por igual las equivalencias que en su seno son posibles y las que no. Es la índole general de esos cuadros la que debe ser investigada. Sirva para su comprensión una comparación con el lenguaje.

La lengua recorta del continuum real trozos no significativos y los integra en una estructura propia. La contingencia del signo reposa sobre el hecho de que su cara significante se toma de un campo que no está organizado. Cada individuo aprende luego a relacionar sus contenidos ele conciencia con un campo de significaciones que él no ha estructurado. De ahí la posibilidad de la comunicación. Por este motivo no puede estudiarse la lengua por referencia a la vida personal del que la utiliza: su ser es una constelación de relaciones establecidas a priori entre los signos, ajeno por tanto a las actualizaciones lingüísticas de los particulares, que, siempre inmersas en el curso del tiempo, ilustran algo que ellas no son.

Aun no tratándose de lo mismo, la situación es similar para el pensamiento simbólico, por cuanto también el símbolo se sirve de signos, pese a estar éstos ya constituidos en sistemas, lo que reduce considerablemente su arbitrariedad, si bien no la borra del todo. Pero la lengua no consigue determinar el significado de los términos del sistema simbólico: el cordero puede querer decir sacrificio, alimento, vestido, docilidad…. lo que impide considerarlo como un simple reflejo de situaciones concretas, puesto que persiste a través de ellas una forma idéntica, que es lo que interesa dilucidar. Las transformaciones de los significados también permanecen en el plano de la lógica, pues no son en realidad distintas de la forma. Dinámica estructural e historia no son lo mismo. Lo único imprevisible es el contenido, las relaciones que los individuos mantienen con el sistema, las maneras en que éste es vivido. Aquí no hay relaciones necesarias que la ciencia pueda tener en cuenta.

Esto no conduce a aceptar la inexistencia del sentimiento, sino a situarlo en el lugar que le corresponde. Apenas un caos de potencialidad irrealizada, al sentir no pertenece ser alguno. Del funcionamiento de una fábrica no puede extraerse ningún conocimiento sobre el emplazamiento anterior y, por lo mismo, del mundo del sentido no podemos servirnos para saber algo acerca de una supuesta base que lo fundamentara, porque ésta queda comprendida en la arquitectura del edificio que sustenta.

En conclusión, pues, no puede aceptarse, como hizo Levy-Bruhl, la división del hombre en un factor racional y otro afectivo, ni puede admitirse que lo racional es solamente la ciencia empírica. La idea de Durkheim es más rigurosa. Concebir al individuo como un ser que adquiere razón al entrar en sociedad es salvar el obstáculo de la dualidad humana y, por otro lado, no identificar racionalidad con ciencia empírica es útil para extender considerablemente el ámbito de la actividad intelectual.

III. Solución del problema totémico. El verdadero sentido de la escisión estructuralista

Hora es ya de revisar las aportaciones de Lévi-Strauss a nuestro tema. En primer lugar su negación de todo relativismo, tan en boga entre nosotros, que tendemos a creer que la vida humana se desenvuelve en el interior de una envoltura simbólica que intercepta todo camino hacia lo real y que, en consonancia con ello, las formas simbólicas, que son convenciones, son un velo diferenciador de culturas, cada una de las cuales es un mundo cerrado y completo. Lévi-Strauss entiende que el antropólogo tiene la misión de estudiar la diversidad evidente entre ellas, pero sin perder de vista que detrás se esconde la unidad, un principio universal a toda la humanidad que trasciende toda cultura concreta y constituye, en fin, lo que de natural persiste en el hombre. Es de nuevo el espíritu de Rousseau: cuando al hombre le falta el abrigo natural, cuando ha de renunciar a la seguridad del instinto y acogerse al raciocinio, se entrega a diferentes comprensiones de sí y del mundo, pero debe renunciar a que cualquiera de ellas pueda ser tenida por única, por universal. La expulsión de la naturaleza lleva consigo que sus producciones sean contingentes.

Pero la presencia del espíritu humano, responsable a la vez de la unidad y la diversidad, fundamento de las reagrupaciones en sistemas de objetos físicos trocados en signos, niega que la ruptura entre la naturaleza y la cultura sea definitiva. Su ser y su acción se agotan en la integración de objetos naturales en sistemas, sean éstos de parentesco, míticos, religiosos o lingüísticos. No más que eso es la cultura. El espíritu es una cosa entre las cosas, según el decir de Lévi-Strauss, un pensamiento plasmado en objetos y acciones humanas, comprensible solamente para quien ejerza una labor de diferenciación mental que ponga a un lado lo que los hombres hacen, un tráfago de variaciones y particularismos de imposible delimitación, y al otro las topografías de eso mismo que los hombres hacen. Si a lo primero asignamos el nombre de consciencia, lo segundo será su trama y urdimbre, situadas en cierto modo tras los hechos y en posesión de una realidad que sólo será evidente a los ojos del científico capaz de encontrarla entre ellos.

Pero el inconsciente socio-cultural no es el ser de pulsiones del psicoanálisis, sino una entidad racional, una manifestación del orden natural cuya investigación por el antropólogo puede facilitar, en principio, el acceso al mismo mundo inteligible de las ciencias de la naturaleza, a condición de que en todas y cada una de las culturas el estudioso penetre en un registro no observable para él mismo ni para el indígena, en que se hallan las verdaderas relaciones de razón. Sea el caso, extremadamente simplificador, del intercambio generalizado de mujeres en el matrimonio. Una explicación psico-sociológica haría ver tal vez que en las sociedades en que éste se da el matrimonio preferente —entre un hombre y la hija del hermano de la madre— obedece a motivaciones individuales: en una sociedad patrilineal, donde la relación con el padre autoritario es fría y distante, pero la que se mantiene con el tío materno es distendida y cordial, es de esperar que haya una transferencia de sentimientos hacia este último y, por cercanía, hacia su hija, es decir, hacia la prima cruzada matrilateral. El estructuralismo considera innegables estos hechos, pero los barre al rincón de la apariencia y coloca en primer lugar el intercambio de mujeres entre grupos subsistente bajo las relaciones empíricas y susceptibles de aparecer bajo otras formas en la misma o en distintas sociedades. Lo que le interesa es resaltar que los términos relacionados —esposos, esposas, hijos y hermanos, en el caso presente— pueden ser sustituidos por otros, pero que las relaciones descubiertas entre ellos permanecen inmutables. Lo cual no es desgajar las cosas de su contexto, que es empírico y se respeta como tal, sino abstraer las reglas que lo rigen y extrapolarlas, éstas si, a otros ámbitos. He aquí una estricta superación del relativismo.

También Marx había reconocido la importancia del inconsciente al decir que los hombres hacen la historia sin ellos saberlo, refiriéndose así a un nivel de lo real que se oculta a los propios actores y cuya puesta en escena es fruto de un proceso de aislamiento impuesto por el intelecto, Esa tesis abría una discontinuidad, dentro del conglomerado de hechos de toda índole en que consiste la vida social vivida por los particulares, entre la verdadera realidad y la que los hombres toman por tal, hacía saltar la unidad aparente de lo social en varias esferas, cada una de ellas con su particular homogeneidad, debida a las relaciones inteligibles, lógicas, existentes entre los términos correspondientes, y relegaba a un lugar secundario, al estudio del historiador, las relaciones causales que pudieran hallarse entre el hombre activo, sujeto de la historia, y los productos de su acción. Pero, después de haber así señalado niveles estructurados diferentes, el esforzarse por mostrar alguno de ellos como primordial con respecto a los otros era caer en confusión, pues con ello se mezclaban el análisis estructural y el histórico.

Después de la de Levy-Bruhl, ésta del marxismo es la más grave objeción que debe resolverse para poder entrever la consistencia que posee nuestro objeto, el pensamiento simbólico. La afirmación del hombre como único sujeto real de la historia, afirmación que nosotros defendemos, habla de un saber de las sociedades que no necesita aludir a otros mundos que las trasciendan, sean éstos religiosos o naturales, pero el marxismo advierte además que dicho saber solamente será adquirido por la práctica real del proletariado, un grupo entre otros que ha recibido la misión de remover los obstáculos que impiden a la sociedad mostrarse tal cual es. Las clases desposeídas ocupan el lugar del sabio en la indagación de una verdad que sólo se hallará al final, pero, en tanto llega esa luz, se tienen que enfrentar a una oscura noche de ilusiones que la ocultan. Al amanecer el día aparecerá la práctica humana real y aparecerán en su verdad las representaciones que en ese intervalo hayan forjado los hombres: como falsas representaciones, en su mayoría, de esa práctica.

Ahora bien, postular que los sistemas mentales no son de procedencia extrasocial no equivale a remitirlos a la actividad humana, porque la distinción entre ideología y acción, entre pensamiento y realidad, aun siendo un requisito indispensable para la comprensión que quiera alcanzar el científico, no es evidente ni sencilla. Hecha siempre en el seno de una estructura conceptual, cual es la de la ciencia, la distinción tiñe de concepto ambos términos. Pero cuando el marxismo secciona lo real en varios trozos y, convencido del papel del proletariado como clase social destinada a advenir a la verdad, hace de uno de ellos la base real que sustenta a los demás, en sustancia conecta la teoría revolucionaria con el modelo causal de explicación de la realidad, lo que pone en cuestión el modelo mismo, ya que antes debería explicarse satisfactoriamente por qué la totalidad de lo social habría de mostrarse sólo a una de sus partes y por qué precisamente al proletariado.

No es ésta, con todo, la objeción más fuerte que podría oponerse al marxismo, sino la advertencia de que el querer explicar la importancia subjetiva que tienen las ideas para la conducta según un modelo de causación fisicalista olvida que la causalidad misma puede no ser real y que, debido a ello, la ciencia empírica conserva un cierto margen de arbitrariedad, toda vez que no es la única construcción posible para entender el universo. Es que, por una parte, la crítica de Hume al principio de inducción, y por la otra, lo dicho por Saussure acerca de la arbitrariedad del signo lingüístico llevan a pensar que la realidad puede ser recubierta por más de un conjunto de ideas y, en consecuencia, la tesis según la cual el modo de producción determina el aspecto que hayan de adquirir los sistemas mentales debe entenderse si acaso como un consejo dado al historiador, como una hipótesis de inmediata referencia empírica que la experiencia se encargará de consolidar o refutar.

Nuevamente se impone volver a la idea preconizada por Durkheim y admitir que la religión, como cualquier otra ideología, aun llevando sobre sí la huella de la práctica y la materialidad, no es resultado suyo. Esta es también la idea del estructuralismo. Las relaciones que el símbolo mantiene con el individuo vivo dependen de éste último y, en todo caso, no bastan para comprender al primero, pues nunca es total el equivalente subjetivo. Dichas relaciones pueden reducirse a dos: inteligibilidad y moralidad. La pérdida de la primera puede transformar el mundo circundante en un desmesurado caos. Por eso no pueden suprimirse los lenguajes fundamentadores de la existencia; vacilaría la misma existencia. La segunda es también imprescindible, porque con ella logra la gente una imagen aceptable de sí misma. Estas dos funciones otorgan una extraordinaria capacidad de resistencia a los lenguajes a que los individuos se acogen. Sobre los cotidianos sufrimientos, tedios y alegrías se alza un inmenso universo que, arrancando de datos en sí triviales, multiplica sin cesar las construcciones mediante las cuales expresa, transforma o disfraza esas acciones diarias, y sabe perpetuarse por sí mismo integrando la razón y la experiencia y trocándolas en pruebas a su favor. Las ideologías políticas, el mito, la religión, la filosofía y, aunque en menor medida, también el naturalismo científico, otorgan fe, esperanza y valor al creyente para que siga sintiendo la necesidad y el deseo de sobreponerse al empuje de las urgencias diarias y de seguir existiendo como ser individual y como miembro de un grupo,

En estos vastos universos simbólicos consiste el intelecto humano. Dice Rousseau que en el estado natural “el hombre se entrega al solo sentimiento de su existencia actual”[12], a la única subjetividad que se extiende sobre el ámbito extremadamente limitado del animal. La aparición del intelecto, de la función simbólica, un hecho tan crucial como la aparición de la vida sobre la Tierra, abrió una brecha imposible de cerrar en el cercado animal. La irrupción del sentido integró la realidad entera en una organización impuesta por el hombre. De ahí que el primer lenguaje humano no haya podido en modo alguno aparecer gradualmente, pues no hay término medio entre el sentido y el no sentido: después de que el inconsciente ha iniciado su labor de articulación de elementos —emociones, recuerdos, afectos, percepciones…— que carecen en sí de articulación, ya nada es lo que era. Puedo hablar del agua o pensar en ella, recordar la lluvia o el mar, el vaso que calma mi sed o el frescor del baño, pero no puedo imaginar qué es el agua en sí, al margen de todo esto. Es que el espíritu humano ha organizado todos los seres de la existencia del hombre de tal modo que ésta es ya impensable si no se piensan a la vez las articulaciones que la fundamentan.

La afectividad también ha sido integrada. Ella encauza y descarga su energía a través de canales que no son afectivos. Los hombres sienten como se les permite o como se les empuja a sentir. El paso de la naturaleza a la cultura lo fue también del sentimiento a la razón. Luego las culturas no son en parte alguna un producto de la afectividad o la participación, sino diferentes manifestaciones de una misma lógica, criaturas todas del principio de contradicción, y, en el interior de las culturas, los sectores que la ciencia separa para lograr sus fines propios han de considerarse como conjuntos de elementos que mantienen entre sí relaciones analizables, antes de considerar cualquiera de ellos como causa de los demás. Son diferentes niveles de actuación de la función simbólica humana, que deben mostrar formas iguales en lo fundamental. Y, comparando las culturas entre sí, no resulta lícito tampoco motejar de irracionales a las primitivas por el hecho de que sus individuos acepten valores que no razonan ni someten a pruebas empíricas, porque tampoco nosotros actuamos de ese modo ante seres como la democracia, la adhesión a la familia, la lealtad al país… Entre ellos y nosotros persiste una diferencia, ciertamente fundamental, que reside en la capacidad mostrada por las culturas primitivas para asimilar, sin perturbaciones en el sistema, el trastorno producido por el acontecimiento, mientras que las occidentales se hallan entregadas por sistema a un devenir constante. Pero esto no afecta a la constitución de los sistemas simbólicos. Incluso cuando se trata de diferenciar la ciencia de la ideología, se olvida con frecuencia que ambas lo son con el mismo derecho y que, como mucho, los medios que utilizan difieren por su forma.

Como Rousseau también pensaba, no puede desandarse el camino que los hombres han recorrido hasta llegar al estado de razón, no podemos comprender el ser sin la mediación de las leyes del pensamiento. Es por lo que la libertad del sentimiento frente a la razón no puede expresarse ni pensarse, porque no hay nada para nosotros más allá del pensamiento. La realidad es racional.

Esta es la fuerza general del inconsciente, pero su huella se encuentra en entidades culturales concretas como el totemismo, que Durkheim había tratado insuficientemente. Ahora lo tomamos nuevamente en consideración para comprobar la explicación de Lévi-Strauss, que es notablemente satisfactoria. Esa explicación se va construyendo sobre las refutaciones de otras teorías, de las que solamente conviene señalar una, la de Malinowski, por ser útil además para bosquejar aquí de paso nuestra posición en la polémica actual que enfrenta a los partidarios de los determinismos biológicos y los de las explicaciones más propiamente culturalistas. Según Malinowski, la magia y la religión hacen su aparición cuando se demuestran impotentes la mano y la mente del primitivo. Por eso se oponen a la actitud científica, que también es conocida por él. Antes que abandonarse a la desesperación en que podría sumirse cuando son escasos sus conocimientos racionales o nula su capacidad de acción, el salvaje recurre a la mística. En el presente caso del totemismo, una velada confesión de incapacidad para el dominio de la contingencia del medio[13], el estómago dicta los criterios de veneración de las plantas y animales, en la esperanza de obtener así un acceso a su producción velado a las técnicas cotidianas. La institución totémica viene a ser, en suma, un fruto natural de las condiciones de existencia del primitivo.

Esta visión biologista adolece de dos insuficiencia. En primer lugar, no abarca todo el campo en litigio, pues no puede dar razón de seres totémicos a los que no es posible encontrar utilidad alguna salvo estirando tanto el significado de este término que llegue a referirse a cualquier cosa, y, en segundo lugar, disuelve realmente su objeto al proponer como precedente del pensamiento científico la actividad profana del salvaje y dejar para el abigarrado mundo de los objetos sagrados solamente un gesto de impotencia. ¿En qué se convierte en ese caso el simbolismo?

La indagación del totemismo no llegará a feliz término, dice Lévi-Strauss, hasta que no se lo entienda de la manera propuesta por Radcliffe-Brown, a saber, “como una forma especial de un fenómeno universal en la sociedad humana y presente, por tanto, en formas diferentes, en todas las culturas”[14] y cuyo único rasgo distintivo es, en consecuencia, el haber elegido animales y plantas como símbolos.

La clave del problema está en la universalización del mismo. En este punto había sido certero el análisis de Malinowski, pero su biologismo le llevó al error. También el de Durkheim, pues en él se trataba de descubrir cuál es la causa de que los hombres simbolicen sus grupos por medio de banderas, tótems, santos, etc., pero erró igualmente al creer hallar la respuesta en un caso tan concreto e ilusorio como el del totemismo, cuya comprensión sólo se alcanzará tras haber estudiado sistemáticamente un conjunto mucho más amplio de fenómenos y en especial “la relación general entre el hombre y las especies naturales en la mitología y el ritual”[15] y, más allá todavía, cuando se descubra el porqué de la predilección por ciertos animales y plantas. Es el fin que se propone Lévi-Strauss. De igual manera que el estructuralismo lingüístico cree que el sentido de las palabras figura en el diccionario y procede de su permutación en todos los contextos en que tenga aceptación, el análisis estructural en etnología no se detiene ante los objetos aparentemente sólidos e impenetrables de la mitología y el ritual, sino que los disuelve en conjuntos diferenciales de orden lógico. Desmenuza lo particular y niega su oposición a lo abstracto, para reintegrarlo al análisis científico: éste no alcanza sólo a las sistemas fonológico y sintáctico, sino también al léxico. Las palabras pueden tal vez ser de significado arbitrario, pero entonces su analogía con los elementos que toma en cuenta la etnología se acabaría ahí, pues el suceso por mero azar no es el mismo que el que obedece a ciertas posibilidades preexistentes.

El totemismo, una forma particular de algo más general, que incluye aspectos de nuestra propia cultura, expresa a su manera lo mismo que expresan otros sistemas simbólicos, tales como los que están presentes en las clasificaciones alimenticias, los mitos, los símbolos de prestigio social, etc., y por medio de materiales que proceden de la práctica humana: problemas de correlación lógica, el más importante de los cuales es el de cómo hacer que ha oposición “en vez de ser un obstáculo para la integración sirva más bien para producirla”[16]. Lo único que lo diferencia de los demás es la terminología de que hace uso. Luego la única pregunta que debe hacerse a su respecto es el porqué de sus nombres.

La solución del problema totémico ejemplifica la utilidad de los opuestos para producir integración. Si algunos primitivos dicen estar identificados con ciertos animales y plantas y guardan una actitud reverencial hacia ellos no es por razones utilitarias o asociativas, sino por alguna especial percepción o concepción de las especies naturales. Resultó ser Bergson quien pudo penetrar en la mente del salvaje, que era la suya propia, según Lévi-Strauss, y comprenderla: el género es percibido por ella a través de los individuos. A partir de ahí todo se entiende. Se toman especies distintas de los reinos animal y vegetal para diferenciar clanes dentro de la tribu, no por contrastes entre individuos de una misma especie, sino entre las especies mismas a través de la percepción que el salvaje tiene de ellas por medio de los individuos. Los nombres no se utilizan para denominar, sino para distinguir. Lo primero es la distinción intelectual, que, pudiendo ser hallada en lo empírico, es, sin embargo, a priori, y lo segundo la analogía sensible que resulta de ella.

Henos, pues, ante un tipo de pensamiento que, siendo riguroso como el científico, utiliza material concreto para reproducir una lógica necesaria y universal, ante un tipo de conocimiento que se opone al otro por sus resultados teóricos y prácticos, pero no por las operaciones a que ambos se entregan, las cuales son menos desiguales por su naturaleza que por la clase de fenómenos sobre los que actúan. Pensamiento científico y pensamiento salvaje no son etapas distintas de una sola evolución, sino sistemas mentales diferentes por el modo en que piensan la realidad: uno ajustándose a la percepción y la imaginación y el otro alejándose de ellas[17]. Por todo ello Lévi-Strauss se niega a aceptar la tesis de Durkheim, que concebía como primitiva una actividad mental que es primera.

Llegado a este punto, hemos de resolver el conflicto entre estos dos autores. Ambos aceptan la existencia de dos esferas del pensamiento. La primera trata de tomar la realidad que ella significa, en tanto que la segunda organiza lo real con miras externas al contenido afirmado, pero ello no hace que no sean traducibles la una a la otra, pues las dos eligen la misma realidad y la convierten en su objeto de atención, ni interpone entre ellas la racionalidad o la objetividad. Se diferencian por el modo en que afectan a la naturaleza humana: la ciencia escasamente, el pensamiento extracientífico —religión, mito, ideologías políticas…— con toda la fuerza imaginable.

El análisis que Hume efectuó sobre la creencia y el principio de causalidad, no superado todavía hoy, puede ser esclarecedor al respecto. Creo no abusar de la paciencia del lector si le recuerdo una consecuencia que estimo pertinente a nuestro asunto: la de que el creer que algo existe nunca se infiere de una relación lógica, necesaria, pues, no añadiendo ninguna idea nueva a la idea de un objeto, no puede ser tenida por conclusión de un razonamiento, y que, por tanto, no es un acto del intelecto que pueda ser deducido por la vía de la causalidad, ya que no hay obligación de aceptar un curso inexorablemente regular en la naturaleza —lo contrario es concebible sin contradicción y, por tanto, posible—, sino de la imaginación, la cual, después de que la memoria ha guardado una cierta cantidad de hechos similares, nos hace saltar espontáneamente a la percepción acompañante en cuanto el sentido nos presenta una impresión. Este proceder, que es el fundamento mismo de la costumbre, se levanta por encima del instinto, lo sustituye y da lugar a una vida intelectual no construida con entidades puramente lógicas o relaciones de ideas.

Luego si la fe no es cosa del pensar lo será del sentir. ¿No nos vuelve esto a la posición de Levy-Bruhl, que separaba el sentimiento de la razón y, después, las categorías colectivas de unas sociedades de las de las otras? Sí, si dejamos pasar sin considerarlas otras precisiones de Hume. Él advierte que la imaginación puebla el mundo de seres, forzándonos a creer en ellos más allá de los sentidos y la memoria, y que es así como la creencia levanta una idea simple hasta el nivel de la impresión y nos fuerza a darle nuestro asentimiento, en vez de abandonarnos a las ideas del intelecto o a las impresiones del sentido, que no bastan para la vida. Es por lo que el placer y el dolor que los hechos nos proporcionan se mezclan entre los motivos que tenemos para admitirlos como verdaderos[18]. Pero, aun siendo un sentimiento lejano del conjunto de las relaciones de ideas. no es un sentimiento irracional, porque la razón, “un maravilloso e ininteligible instinto de nuestras almas”[19], brota de la experiencia y la costumbre. que no se restringe al terreno del razonamiento puro, porque la vida tiene más prisa. Luego si la costumbre es la segunda naturaleza humana, entonces el hombre es razón. Y la ciencia natural, por más que se esfuerce por reproducir las conexiones necesarias que son propias de la aritmética, no deja de pertenecer también a esta misma naturaleza humana que surge de la imaginación y la costumbre.

Ahora comprendemos cómo Lévi-Strauss, más que escapar a la escisión, la profundiza. A pesar de defender que existen relaciones necesarias tanto en la ciencia neolítica como en la moderna, trata de separarlas adjudicando a la primera conexiones de hecho cuya generalización, aun siendo fructífera en un gran número de casos, no está fundamentada racionalmente[20]. Si se aceptan dos clases de generalización, una empírica, que indica cómo son los hechos pero no que tengan que ser así, y otra necesaria, y se admite que esta última es la única de que participa la ciencia, entonces el pensamiento salvaje no puede nunca ser científico-racional. La opinión de Hume, por el contrario, al negar la existencia de conexiones necesarias en las ciencias de la naturaleza, allana el camino y permite ver el pensamiento extracientífico sobre el mismo plano racional que el científico.

Esto es retornar otra vez a la tesis de Durkheim pero sin desdeñar lo valioso que hay en la de Lévi-Strauss. Él ha efectuado sobre el simbolismo del primitivo un admirable análisis que debe ser respetado. Su error ha sido, a nuestro juicio, el tratar de situar el pensamiento salvaje al nivel de la ciencia positiva para contrastarlo con ella, sin caer en la cuenta de que la ciencia positiva podría estar al nivel del pensamiento salvaje. En consecuencia, el estudio de Lévi-Strauss sobre el pensamiento salvaje, por no haberle sido ajeno el científico, ha profundizado también en este último desde un ángulo inusitado. Esto lo hace doblemente admirable.

Pero la verdadera oposición entre ambos autores, con ser profunda y enriquecedora, no reside ahí. Lo es de concepto y metafísica. Está en la particular posición que cada uno de ellos guarda en el desarrollo moderno de la filosofía y la ciencia, desde donde puede entenderse con claridad la distinta visión que ambos tienen respecto al pensamiento simbólico. Un breve repaso a los aspectos de ese desarrollo que conciernen a nuestro tema servirá para vislumbrar el verdadero significado de su desacuerdo.

La arquitectura mental de los pensadores medievales, que tenían en Dios su punto central de reflexión, fue heredada íntegramente por los pensadores modernos, pero éstos introdujeron en aquélla cambios tan profundos que acabarían por hacerla irreconocible. Los primeros fueron Descartes y Galileo, que, abriendo la naturaleza al empuje de una ciencia mecanicista y matemática, no supieron qué puesto asignar en ella al sujeto humano. De ahí las inevitables incongruencias del dualismo. Pero la ciencia a que ellos dieron paso, que paulatinamente se trocaba en un simbolismo más preciso, sistemático, general e intersubjetivo por su decidida elección de la matemática como el único lenguaje en que la naturaleza se deja interrogar por el científico, dio consistencia a una ontología que sustituyó al universo cualitativamente ordenado de los antiguos por otro infinito, abierto y gobernado por leyes aplicables a cosas situadas a un mismo nivel del ser. En ese infinito vacío geometrizado y carente de orden se tenían que diluir las consideraciones sobre el valor, la bondad, el designio, etc. Por una antinatural alianza entre Platón y Demócrito, la matemática, nuevo medio de discernir lo que en el objeto es esencial de lo que es accesorio, relegó a lo aparente todo lo que no fuera cuantitativo y sólo conservó una pequeña parcela del hombre, aquella que geometriza. El mundo de la gente es sólo un efecto íntimo y desdeñable de una infinita maquinaria construida sobre un fondo de regularidades mecánicas, y su sentir, prosigue por su cuenta Lévi-Strauss, se produce según le sea permitido o prescrito: las normas externas “determinan los sentimientos individuales, así como las circunstancias en que podrán o deberán manifestarse”[21].

Contra esta tendencia han laborado incesantemente las filosofías, incluidas las de Hegel y Marx, cuya intención de preservar el finalismo de la realidad en una visión que englobara los nuevos conceptos científicos es una prueba de esto que vengo diciendo, pero ha sido en vano, porque la ciencia ha logrado trastornar al fin los conceptos de naturaleza, sujeto, razón y tantos otros que eran el armazón de las viejas teorías. La misma metafísica ha sido eludida cuando no se plegaba y servía de instrumento al avance incontenible de la ciencia, de lo cual podrían aducirse innumerables ejemplos. Todo conducía inexorablemente a tener el hombre o bien por un ser que no pertenece a este mundo o bien por un objeto indiferenciado, sujeto a las mismas leyes del mineral. Si alguna antropología científica hubiera podido ser propuesta no habría tenido por fin el de constituir la originalidad del hombre sino el de disolverlo en un entramado de relaciones físico-químicas. La afirmación científica de la materia tenia que ser la negación del alma humana.

Mientras la ciencia seguía este camino, la filosofía moderna continuaba la tradición religiosa del medievo al centrar su atención en el sujeto humano[22]. Entre la certeza que el materialismo geométrico concedía a las cosas y la evidencia del propio yo, Descartes optó por la segunda, soslayando provisionalmente el mundo externo, pero cuando hubo de volver a su consideración fue para descubrir que, no siendo ya posible un roce directo con él, los pensamientos tenían que ser reflejos suyos por algún maravilloso e incomprensible paralelismo de la mente y la materia. Si Descartes no se quedó a solas con sus sueños fue por el recurso dogmático a Dios y a la causalidad. Pero ese dualismo que velada o abiertamente salvaguardaba la confianza en el mundo exterior era extremadamente frágil. El prematuro materialismo de Hobbes, el pasivismo cognoscitivo de Locke y el idealismo de Berkeley ya juzgaron innecesario alguno de los dos términos, pero fue Hume quien, partiendo de uno de los focos centrales del propio Descartes, del innatismo, dio al traste con la fe en el mundo externo, en la causalidad, en Dios y en el alma humana: si las impresiones son innatas y las ideas proceden de ellas ¿qué queda a fin de cuentas? Nada, excepto una extraña sucesión de acontecimientos mentales sujetos a cierta regularidad. Más coherente que la ciencia, que fue conservando el alma, Dios, el éter, etc., como lugar de acogida de todo lo que no podía explicar, la filosofía, fiel a su misión de preservar la preeminencia medieval del hombre sobre la naturaleza, logró impedir que el mundo fuera la medida de todas las cosas, pero en ese empeño acabó perdiendo su propio tesoro.

Toda filosofía es filosofía del espíritu. Ha tratado siempre de introducirlo en el universo físico, pero el pensamiento natural ha puesto siempre en evidencia lo inadmisible de esa pretensión[23]. Después, las ciencias humanas han continuado con el mismo empeño: han solido siempre pensar su objeto desde la interioridad, han querido ser ciencia y conciencia y su pretendida contemplación indiferente ha sido normalmente una mala máscara de su compromiso social y político. Lo cual no hace que carezcan absolutamente de rigor, pero sí las distancia de las ciencias naturales. No ha sido por azar: se les exige que enseñen a los hombres el camino que lleva a la unidad perdida y que hagan una crítica verdadera de lo existente, desmitificándolo y reclamando organizaciones más acordes con la racionalidad sustancial del hombre y no con la mera eficacia técnica o expansionista. Son expresión del presente desorden. En ese sentido, son la actual continuación de lo religioso, pues desempeñan el papel de los mitos en las sociedades primitivas y son, en fin, “una vía laica de la redención”[24].

Esta ha sido la tendencia más fecunda y más persistente. En ella, a pesar de todos los matices que seguramente podrían oponerse, se incluye la sociología de Durkheim de una manera que no es inusual, pues admite el apremio de la práctica y concede a la religión una fuerza de que carece la ciencia, la de ser un guía insustituible de la vida. También Lévi-Strauss se inscribe en esa corriente y su teoría es asimismo ciencia y conciencia, pero de una manera que carece casi de precedentes. El se esfuerza por aproximarse a una metafísica materialista que no parte de las fluctuaciones de la conciencia humana, sino que trata de arrancar a la naturaleza su misterio para hallar en ella su fundamento, sin necesidad de aceptar que el universo haya de conformarse a un pensamiento que es solamente producto de una etapa del hombre[25]. El simbolismo humano ni siquiera es una expulsión del paraíso natural. La ciencia, que es una parte de ese simbolismo, es una actividad capaz de abrir los ojos para abarcar un territorio nunca abandonado, para comprender que la originalidad humana es solamente un agrupamiento especial de cosas ya dadas. La doctrina de Lévi-Strauss es la de un nuevo humanismo que aspira a ponerse a la escala del universo, superando toda soberbia racionalista con una escatología negativa que presenta al ser humano, desde los inicios de su existencia, como un agente disgregador y a las civilizaciones como maquinarias productoras de entropía. La ciencia, refugio del sabio, no puede tener por objeto lo que no es siquiera objeto, la vida particular sentida, y el científico debe buscar la contemplación desinteresada y distante de los dioses olímpicos, que comprenden la marcha inexorable de las cosas y ven que no les es dado hacer nada para detenerla o variar su rumbo.

IV. Final

El estado actual de nuestra cultura, traspasada en muchos de sus ámbitos por una oposición entre la imagen y el concepto, entre el sentimiento y la razón, más otras variadas manifestaciones de la misma dualidad, impone la obligación de considerar a ésta como apariencia y buscar tras ella la unidad. Hemos visto que el caso griego, donde tradicionalmente se han creído ver enfrentados el mito y la razón, reviste un carácter simbólico con respecto a este fin, pues a la vez que permite concretar la negación de la ruptura parece contribuir a alejar su sombra del origen y constitución de la filosofía. Pero la idea que hemos querido enfrentar es la que separa al pensamiento salvaje del científico. Su discusión nos ha llevado a una tesis que supera esas oposiciones, poniendo a la sociedad en el origen del simbolismo. Durkheim y Lévi-Strauss coinciden en ello, aunque difieren aún en algo fundamental, pues mientras el primero cree percibir una lógica del sentir no reñida con la racional y así salvar el abismo que hay entre la ciencia neolítica y la civilizada, el segundo lo profundiza más al querer definir dos clases de pensamiento. La raíz de esta decisiva confrontación está en la diferente metafísica a que uno y otro se adscriben. La de Lévi-Strauss recupera un antiguo fatalismo que negaba la posibilidad de una acción racional capaz de encauzar el mundo. La de Durkheim defiende el concurso de la práctica, por más que no desarrolle esta posición. Pero ambas son racionalistas. Su diferencia reside en la función atribuida a la voluntad. El estructuralismo, que se esfuerza por hacerse cargo metafísicamente del desarrollo y estructura de la ciencia moderna, se ve ante la necesidad de elegir entre un idealismo que espiritualiza la materia y un materialismo que vuelve inerte al espíritu y opta por este último, pero procurando conservar las riquezas del otro. Si no fuera una monstruosidad terminológica, cabría denominarlo de mecanicismo idealista. No es difícil comprenderlo, pero sí pensar dentro de él, pues equivale a aceptar que el espíritu humano, tan muerto como las cosas, no es capaz de actuar sobre la vida. Durkheim, por el contrario, atribuye voluntad al espíritu. Es cierto que la sistematización metafísica de esta opción es de muy difícil alcance. Tal vez sea de hecho imposible: exige precisar con rigor la razón, exige explicitar en profundidad la lógica del sentir… En el sendero que lleva a ese final germina todavía la oculta flor del pensamiento. Aquí solamente hemos logrado, creo, un propósito humilde: deslindarlo y mostrar su trazado impreciso entre el boscaje de la antropología social.

Emiliano FERNÁNDEZ RUEDA


[1] Este trabajo es un extracto de la tesis doctoral que, con el mismo título, defendí en Marzo de 1987. Con ella traté de introducir algún orden en una no pequeña cantidad de consideraciones dispersas acerca de lo que la antropología social acostumbra denominar “pensamiento simbólico” o, más escuetamente, “simbolismo”. El rumbo hacia el que me orientaron mi formación en filosofía y el influjo posterior de esas consideraciones propias de la antropología está en el origen de aquel escrito y de este compendio.

[2] V. DURAND, G., La imaginación simbólica, Amorrortu, Buenos Aires. 1971, p. 85

[3] V. VERNANT. J. P., Mito y pensamiento en la Grecia antigua, Trad. Juan Diego López Bonillo, Ariel. Barcelona. 1973. p. 339.

[4] PLATÓN, Leyes, trad. J. M. Pabón y M. Fernández Galiano. I.E.P. Madrid. 1960.

[5] SÓFOCLES, citado en CORNFORD, De la religión a la filosofía, trad. A- Ramos. Ariel. Barcelona, 1984. p. 197.

[6] 5. ARISTÓTELES, citado en CORNFORD, F. M. o. c., pp. 154-155.

[7] DURKHEIM. E., y MAUSS, M. «De ciertas formas primitivas de clasificación. Contribución al estudio de las representaciones colectivas”, en MAUSS, M., Institución y culto. Representaciones colectivas. La diversidad de civilizaciones. Obras II, trad. de J. A. Matesanz. Barral. Barcelona, 1970.

[8] QUINE, W. O., Los métodos de la lógica, trad, de M. Sacristán. Ariel. Barcelona. 1969.

[9] DURKHEIM, E., Las formas elementales de la vida religiosa. El sistema totémico en Australia, trad. de I. J. Ludmer, Schapire. Buenos Aires, 1968, pp. 235-236.

[10] DURKHEIM. E., y MAUSS, M., o. c., p. 69.

[11] V, LÉVI-SI’RAUSS. C.. El totemismo en la actualidad, trad. F. G. Aramburo. F. C. E., México, 1971, p.11

[12] Rousseau, citado en LÉVI-STRAUSS, C., o.c., p- 145.

[13] V. MALINOWSKI, B., Magia, ciencia y religión, trad. de A. P. Ramos, Ariel, Barcelona, 1974, p. 13.

[14] RADCLIFFE-BROWN, A. R., «Teoría sociológica del totemismo”, en Estructura y función en la sociedad primitiva, trad. A. Pérez (2ª), Siglo XXI. Madrid. 1974. p. 141.

[15] RADCLIFFE-BROWN, A. R„ o.c.. p. 135.

[16] LÉVI-STRAUSS. C., o.c., pp. 130-131.

[17] LÉVI-S’I’RAUSS. C., El pensamiento salvaje, trad. F. G. Aramburo. F.C. E., México. 1964. p. 33.

[18] V. HUME. D., Tratado de la naturaleza humana, trad. F. Duque. Editora Nacional. Madrid, 1977. I. III, i, p. 120 (vol. I, pp. 308-309).

[19] HUME, D., o.c., l. 111, 16. p. 179 (vol. l. pp. 308-309).

[20] V. LÉVI-STRAUSS, C., o.c., p. 34.

[21] LÉVI-STRAUSS. C., El totemismo en la actualidad, p. 106.

[22] V. DUMONT,  L., Ensayos sobre el individualismo. Una perspectiva antropológica sobre la ideología moderna. Versión de Rafael Tusón Calatayud, Alianza. Madrid. 1981

[23] V. GOLDMANN, L.. Las ciencias humanas y la filosofía, trad. J. M. Alinari, Nueva Visión. Buenos Aires, 1987, p. 7.

[24] FERRAROTTI, F., El pensamiento sociológico de Auguszo Comte a Max Horkheimer, trad. C. M. Rama, Peninsula. Barcelona, 1975, p. 262.

[25] V. Lévi-Strauss. citado en SIMONIS, Y., Claude Lévi-Strauss o la «pasión del incesto” (Introducción al estmcturalismo), trad. J. A. Méndez, Ediciones de Cultura Popular. Barcelona, 1969, p. 64.

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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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