La SD (Sicherheitsdienst, Servicio de Seguridad nazi) interceptó en 1935 una carta que permitía a las misiones católicas existentes fuera de Alemania enviar dinero a Roma. Se las ingenió a continuación para condenar a muchos años prisión y grandes multas a algunos miembros de órdenes religiosas bajo la acusación de transferir dinero ilegal. Luego pudo publicitarse que la Iglesia de Roma era una gigantesca máquina de acumular riquezas con la intención de que la gente no hiciera donaciones a las obras de caridad católicas.
Las investigaciones sobre estas infracciones monetarias, que en realidad no lo eran, decidieron a los jerarcas nazis a ampliar las acusaciones a otras de homosexualidad y pedofilia. Como consecuencia de ello hubo en 1936 270 procesos por estos supuestos delitos. Los juicios se interrumpieron por la celebración de los Juegos Olímpicos de Berlín, pero cuando éstos finalizaron se reanudaron con mayor intensidad, sobre todo una vez que fue promulgada la encíclica Mit brennender Sorge (Con ardiente preocupación. Sobre la situación de la Iglesia Católica en el Reich alemán), de Pío XI, pues entonces Hitler dio órdenes a su ministro de justicia para que los “juicios de moralidad” tuvieran prioridad y el ministro de propaganda manifestó a la prensa que esos juicios debían presentarse como prueba de la perversidad de la Iglesia Católica.
La prensa parecía esperar la oportunidad de ponerse las botas con sus caricaturistas pintando a miembros del alto clero ocultando su lascivia bajo sus ropajes o a monjes barrigudos y pedófilos dando rienda suelta a sus bajos instintos.
(V. Burleigh, M., Causas sagradas, Taurus, 2006)
En contra de lo que pudiera parecer, este no es un hecho aislado, un ataque del nacionalsocialismo a la Iglesia Católica por la especial singularidad de aquel movimiento que parece haber ido al estercolero de la historia. Antes bien, el hecho tiene antecedentes y consecuentes, es un acontecimiento que, para ser comprendido en toda su profundidad, exige remontarse a fases anteriores de la política y la filosofía.
La actitud que originó el hecho comenzó de manera evidente cuando la idea de cultura adquirió carta de naturaleza en el mundo político, de la mano de Otto von Bismark, apodado el Canciller de Hierro, artífice de la unificación alemana en el siglo XIX. A él se atribuye también el nacimiento del Estado de Bienestar, de cuya creación se muestra tan orgullosa la izquierda socialista, comunista y sindicalista del presente, pese a que no fue obra suya, sino de un enemigo jurado de sus ideas. Es seguro que lo hizo por reacción a las mismas, para impedir que avanzaran y fueran capitalizadas por las organizaciones izquierdistas.
Nadie como Bismark supo fabricar enemigos contra los que dirigir las tensiones que pudieran interponerse en su camino hacia la Gran Prusia o hacia el Gran Imperio Alemán o II Reich.
Ideó el Kulturkampf, la guerra por la cultura, para someter a sus planes a los católicos que se le oponían. Ya se sabe: la defensa de lo nuestro, de lo genuinamente alemán, como si el catolicismo no fuera alemán, que está siendo deteriorado, atacado, destruido, etc., por gentes de fuera, por el Vaticano en este caso. Fue la cultura contra el catolicismo. Este proceso es ya conocido: donde asciende el culto “a lo nuestro” desciende el culto católico. El hedor del rebaño en la dehesa sofoca la fragancia del buen perfume.
El éxito de Bismarck no fue pequeño. El recurso a la cultura, “a lo nuestro”, siempre ha sido una palanca muy eficaz para poner en pie de guerra a la multitud. Bismark debe ser incluido solo por esto entre los fundadores de los fantasmas actuales. Hitler, la encarnación del pueblo alemán y su cultura, según palabras de, Rudolf Hess, su lugarteniente, en el Congreso del Partido Nacionalsocialista de Núremberg el año 1924, fue un digno sucesor suyo. Solo que fue mucho más allá que él, pues intentó destruir físicamente todo lo ajeno. Bismark no llegó a tanto.
Su proyecto de Estado del Bienestar, que tenía como finalidad que los individuos dependieran del Estado, también fue exitoso. Lo puso en práctica para batir a otros enemigos, los socialistas, en su propio terreno. Logró que el Parlamento dictara una buena batería de leyes contra ellos, incluyendo en tales leyes la necesidad de construir un fondo por medio de las contribuciones obligatorias de patronos y obreros para defender a estos últimos de la enfermedad, los accidentes y la vejez.
Nunca se había dado ese paternalismo estatal. Antes se habían ocupado de ello las órdenes religiosas, después los ayuntamientos y otras instituciones. La idea de Bismarck presentaba la beneficencia como un contrato de seguro, pero no lo era, pues carecía de una relación directa entre las primas pagadas y la asistencia recibida.
No fueron, pues, los socialistas los que instauraron las medidas públicas de socorro a las clases desfavorecidas, sino sus enemigos, los conservadores y liberales. Bismarck fue solo el comienzo. El paternalismo estatal que él inauguró tuvo su réplica en España con el gobierno del conservador Francisco Silvela, que creó en 1902 el Instituto de Reformas Sociales, seguramente influido por el ideario de la Rerum Novarum de León XIII, promulgada el año 1891. En quien sí tuvo una gran influencia esta encíclica fue en Eduardo Dato, que luchó por la “justicia social”, un concepto introducido por él en la ideología política española. El liberal Santiago Alba dio cuerpo a estas ideas en su plan de desarrollo, etc. En Estados Unidos habría de ser Roosevelt quien introdujera estas reformas, que recibieron el nombre de New Deal, o Nuevo Acuerdo.