Sobre la cosa y el ente

Entre las certidumbres humanas, pocas hay tan arraigadas como la persuasión de que hay cosas. No es esta creencia fruto de un razonamiento o una conclusión demostrativa, sino un asentimiento inmediato, tan constante y eficaz, que no puede no tenerse sin que con ella vacile el mismo fundamento de la vida. El hombre vive entre cosas, de cosas y por medio de ellas; por consiguiente, negar su existencia no es solo absurdo, sino suicida, como si se pretendiese respirar negando el aire.

Esta convicción, pues, no está en el hombre como algo que él posea, sino que más bien le posee. No es tanto una opinión que se tenga, sino una evidencia que nos tiene. Y ni siquiera el filósofo, cuando se recoge en su gabinete para interrogar la estructura de lo real, puede desprenderse de ella sin violencia. Mas, dado que su oficio es precisamente indagar, ha de suspender por un instante el asentimiento espontáneo para examinar aquello mismo en lo que todos convienen sin saber por qué.

Entonces advierte que la voz “cosa” es, en efecto, universal. Denomina el leño y el pensamiento, el suceso y el afecto, el cuerpo visible y el espíritu invisible. Puede referirse a lo tangible y también a lo que meramente se imagina o recuerda. Así, lo mismo se dice de un mueble que de una idea, de un accidente que de un hijo. Tal elasticidad semántica hace preciso depurar su significado.

Pasando de la lengua común al entendimiento filosófico, se repara en que una cosa se distingue de otra por su ser propio. Un cántaro no es un árbol, ni el árbol un monte, aunque todos existan. Tal es el principio de individuación que ya enseñaban los antiguos: unumquodque est individuum quia est in se indivisum et ab aliis divisum. Pero ¿es esta distinción tan evidente como parece?

Consideremos un ejemplo: un prado en cuyo borde fluye un arroyo, al fondo una montaña, y en medio un cordero que pace mientras un hombre repara la cerca. He aquí una diversidad manifiesta: tierra, agua, animal, hombre. Sin embargo, la hierba se nutre de la tierra y el agua; el cordero, de la hierba; el hombre, del cordero. Hay, pues, una continuidad en la sustancia, una cadena de transformaciones. No en vano pensó Anaxágoras que en todas las cosas hay una porción de todas las demás.

Esta observación nos impele a preguntarnos si las cosas que distinguimos por el lenguaje y la percepción son en realidad seres diversos o solo apariencias diversas de una misma realidad. La necesidad de afirmar las diferencias no ha de hacernos olvidar la posibilidad de una unidad profunda. Afirmemos, con todo, que cosa es lo que se distingue de otra cosa por algún principio de identidad, y que la individualidad consiste en esta distinción.

Pero la historia de la filosofía ha oscilado entre extremos. Para Demócrito, lo único verdaderamente individual son los átomos, realidades últimas, indivisibles y materiales. Para Espinosa, por el contrario, no hay más que una sustancia, infinita y única, de la cual todo lo demás son modos o afecciones. En ambos casos, lo que percibimos como cosas distintas son meras configuraciones del entendimiento o de los sentidos, no realidades autónomas.

Ahora bien, estas doctrinas no provienen de la experiencia común, sino del uso de la inteligencia. Porque el intelecto humano opera por dos movimientos: análisis y síntesis. Analiza cuando descompone lo complejo en elementos más simples, y sintetiza cuando compone los elementos en un todo inteligible. Esta operación, que es doble, constituye el juicio, y es en el juicio donde reside la verdad o la falsedad.

Un concepto aislado, como el de centauro, no es ni verdadero ni falso. Solo adquiere verdad o error cuando se le une a otro en una proposición, como “Quirón fue sabio” o “Quirón existió”. Lo mismo acontece en la especulación ontológica: Demócrito descompuso lo real hasta hallar los átomos; Espinosa lo unificó todo en una sustancia. Ambos emplearon el juicio, aunque en dirección contraria.

En lo que sigue, nuestra intención no será presuponer la existencia de las cosas como verdad incontestable, sino tomar tal supuesto como punto de partida para su examen. Procederemos, pues, según el consejo de Platón, que instaba a elevarse desde las cosas al ente, y del ente a su naturaleza. El presupuesto se compone de dos afirmaciones: que hay cosas, y que esas cosas son algo. Ambas serán objeto de análisis.

Y como es costumbre en la buena filosofía, sustituiremos desde ahora la palabra “cosa” por el término más riguroso de “ente”, conforme al uso de la tradición escolástica, sin incurrir por ello en neologismos innecesarios. Aclararemos su sentido en cuanto convenga, y nos serviremos de él para plantear dos preguntas fundamentales: una acerca de la existencia, y otra acerca de la esencia.

Estas dos cuestiones, una que versa sobre el que “hay” y otra sobre el “qué es”, abrirán por necesidad la senda hacia otras muchas, que iremos desgranando a medida que se presenten. Tal será el modo de proceder de este tratado, humilde en sus comienzos, pero riguroso en sus fines, conforme al arte que los antiguos llamaron philosophia prima, y nosotros, más llanamente, ciencia del ente en cuanto ente.

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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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