1. Presentación
Decir que un filósofo es racionalista porque confía en el uso de su razón, no recurre a intuiciones místicas o a oscuros sentimientos y niega el acceso fácil a lo sobrenatural y a la revelación divina de los misterios, puede satisfacer un sentido superficial de la filosofía, pero no vale para determinar el racionalismo moderno. Esos rasgos pueden atribuirse por igual a pensadores tan diferentes como Aristóteles, S. Agustín, Guillermo de Occam o Descartes. Los racionalistas del siglo XVII han recibido ese nombre por su firme convicción en la existencia de verdades que ni se extraen de la experiencia ni se oponen a ella, sino que son independientes de ella y no necesitan en consecuencia ser puestas a prueba en ella. Son las verdades innatas, que la razón despliega a partir de sí misma hasta abarcar todo lo real[1].. Esto es lo que define al racionalismo moderno. Para muchos es escandaloso: ¿es posible que la razón humana, se preguntan éstos, tenga tanto poder que, creciendo desde su interior, sea capaz de originar un conjunto de verdades con las que entender el mundo a la perfección?
2. Razón y método: el criterio de verdad
René Descartes nació en la Haya (Turena) en 1596. Estudió con los jesuitas en La Fléche. Para ver mundo, se alistó en 1618 en el ejército del príncipe Mauricio de Nassau y en 1619 en el de Maximiliano de Baviera. Vivió en París entre 1625 y 1628, año en que se trasladó a Holanda. Allí residió hasta 1649, cuando fue llamado por la reina Cristina de Suecia. Allí murió en 1650. Sus obras más importantes son: Discurso del método y Meditaciones metafísicas, Reglas para la dirección del espíritu, Los principios de la filosofía.
En la primera parte del Discurso del método, Descartes dice estimar en mucho la elocuencia, estar enamorado de la poesía, reverenciar la teología, admirar las matemáticas…. Pero esta satisfacción se le ensombrecía por la fragmentación y desorden reinantes en el ámbito del saber, y culpaba de ello a la filosofía, la disciplina que, pese a haber sido cultivada por los más grandes genios que han existido, no ofrece nada que no sea objeto de disputas. Sin embargo es el tronco del que brotan todas las ciencias, por lo que sería propio de locos abandonarla a su destino; en lugar de ello hay que reformarla desde lo profundo, para extraer de ella principios intelectuales con los que ordenar y unificar el campo entero del saber. A ese objetivo tiene que servir de modelo la manera en que las razones de las matemáticas adquieren certeza y evidencia:
“Esas largas series de trabadas razones muy plausibles y fáciles, que los geómetras acostumbran emplear, para llegar a sus más difíciles demostraciones, habíanme dado ocasión de imaginar que todas las cosas, de que el hombre puede adquirir conocimiento, se siguen unas otras en igual manera, y que, con sólo abstenerse de admitir como verdadera una que no lo sea y guardar siempre el orden necesario para deducirlas unas de otras, no puede haber ninguna, por lejos que se halle situada o por oculta que esté, que no se llegue a alcanzar y descubrir”[2].
Esto es decir que hay una sola ciencia. Los objetos a los que se aplica son seguramente distintos, pero la ciencia no extrae de ellos sus principios, sino del entendimiento, que siempre es el mismo. Ese procedimiento no consiste en acudir a las cosas a través de la experiencia sensible, para aprender lo que ellas tengan a bien decir, sino en elaborar principios intelectuales ajenos en principio a ellas, para después, como si los principios fueran un cristal, verlas a través de ellos. El conocimiento no es entonces un espejo que refleja el mundo, sino una construcción mental que lo suplanta. Ya no es preciso comprobar si los pensamientos coinciden con él, sino exigir que las cosas se aproximen a los pensamientos.
Esta conclusión puede parecer asombrosa, y ciertamente lo es, pero el camino que conduce a ella es tan liso como la palma de la mano. Una vez que se busca una ciencia perfecta no hay más remedio que desechar las opiniones probables. De todas las ciencias existentes, sólo la aritmética y la geometría son perfectas, porque, de las dos vías que tenemos para conocer, la experiencia y la deducción, la segunda, que es la única que ambas ciencias utilizan, no falla nunca. A su vez, la deducción es posible por un acto mental que Descartes llama intuición: "concepción indubitable de nuestra mente pura y atenta que se origina en la sola luz de la razón", como por ejemplo "que el triángulo está limitado sólo por tres líneas y el globo solamente por una superficie". Luego intuir es ver con la razón que dos cosas, triángulo y limitación por tres líneas, globo y limitación por una superficie…, están conectadas entre sí con necesidad. Esta necesidad no se fundamenta en algo externo a la simple percepción mental de la conexión. Es decir, es lo mismo pensar y percatarse de que no puede ser de otra manera. A esto lo llamó Descartes "evidencia". Así pues, intuir es pensar verdades evidentes. Es el acto inteligente supremo, el que nos presenta, en una especie de fulminación, una verdad como verdad. En esto consiste la luz natural de la razón, si bien con algo divino en ella, que el hombre posee y que el hombre es en lo más profundo de sí mismo.[3]
Lo cual es decir que el espíritu del hombre solamente alcanza conocimientos seguros profundizando en su interior y conduciéndose con acierto. Que la razón es introspectiva y metódica, porque halla en sí, y no fuera de sí, la certeza absoluta, y porque sólo ella, y no la autoridad, la tradición o la experiencia, es la norma de sí misma. Por eso se pone entre paréntesis lo que no es ella, ya se trate del mundo o de los sentidos[4].
Los contemporáneos de Descartes también hablaban de método, pero para ellos era lo mismo que hablar de lógica, y esto era referirse al Organon aristotélico. Como ellos, Descartes estaba convencido de que con las categorías y formas mentales es posible descifrar y entender el mundo, pero en su sistema claudica definitivamente Aristóteles y se impone el modelo matemático. De ahí su método para bien dirigir la mente, que él mismo resumió en las cuatro reglas siguientes:
- Evidencia. Por lo que se ha dicho más arriba, es la regla principal, que se opone a la conjetura. Significa que el entendimiento logra conocimientos por intuición, que es lo concebido por una mente pura y atenta y es tan fácil y distinto que no puede haber duda alguna sobre lo que se piensa. En este punto sólo actúa la luz natural de la razón, cuyas notas distintivas son la claridad y la distinción. El entendimiento sólo intuye y deduce.
- Análisis. Puesto que en una dificultad cualquiera suelen mezclarse lo verdadero y lo falso, sin que sea fácil a veces distinguir lo uno de lo otro, conviene eliminar las complicaciones superfluas de los problemas y dividirlos en problemas más simples para así entenderlos y resolverlos mejor.
- Síntesis. Es un procedimiento geométrico, o inspirado en la geometría: puesto que todo el saber tiene que estar intrínsecamente ordenado, debe ser posible hallar en él un orden deductivo. Si parece que no lo hay, se deben poner a prueba órdenes hipotéticos. En todo caso, se trata de ir pasando de átomos mentales, que son naturalezas simples y absolutas, a seres compuestos, que por eso mismo serán relativos.
- Enumeración. Proceder administrativo: revisiones imprescindibles para comprobar que el análisis y la síntesis se han efectuado correctamente.
En suma, éste es el método matemático. La demostración de su utilidad está en el hallazgo de la subjetividad racional del hombre, es decir, en el cogito ergo sum.
3. La duda metódica
Buscando realizar estos ideales, convencido del poder de la razón y poniendo en práctica su método, Descartes se entrega a la construcción de una metafísica que ha de servir de punto de partida para la organización del saber humano. Lo más urgente es hallar alguna intuición intelectual evidente. Después hay que desplegar desde ella razonamientos rigurosos. El conjunto de estas verdades, halladas por intuición y deducción, habrá de formar por sí solo una arquitectura mental tan sólida que nadie en su sano juicio será capaz de poner en duda.
¿Por dónde empezar? No por la información de los sentidos, por supuesto, pues no es evidente. Puesto que alguna vez nos han engañado, podrían estar haciéndolo siempre. Cierto es que no es suficiente motivo para desconfiar totalmente de ellos, pero, tratándose de buscar un enunciado de absoluta verdad, es aconsejable anticiparse a cualquier duda en todos aquellos sobre los que sea posible formularla y rechazarlos como si fueran rotundamente falsos. Todos los enunciados que transportan información sensible se encuentran en estas circunstancias.
Si se piensa despacio, esta exigencia conduce por fuerza a dudar de que existan objetos materiales, de los que tenemos noticia precisamente a través de los sentidos. Es sabido que tales objetos tienen que ser ante todo cuerpos geométricos extensos[5], debido a que es la única manera en que la mente puede pensarlos clara y distintamente. Pero de ahí no se sigue que tengan que existir. Que los ángulos de un triángulo equivalen a dos rectos es algo que la razón comprende con necesidad, pero eso no basta para que haya en el mundo un solo triángulo. Tampoco la imaginación o los sentidos pueden convencernos irrefutablemente de la existencia de las cosas. Es posible imaginar algunos objetos geométricos, pero no todos. Por ejemplo, no soy capaz de distinguir en la imaginación un quiliógono -polígono de mil lados- de un miriágono -polígono de diez mil-, pero sé perfectamente en qué consiste cada uno de ellos. También puedo sentir sonidos, sabores, colores, olores…, y que tengo cabeza, manos, pies, o que mi cuerpo está junto a otros. He notado en ocasiones placer, dolor, hambre, cólera… Atribuidas unas al interior y otras al exterior, siempre he creído que todas estas imágenes y sensaciones son enteramente ajenas a mi mente, independientes y reales. Las que llamo externas las he pensado como propias de los cuerpos, aunque siempre ha estado en mi poder no percibirlas incluso estando ellos presentes. He concluido además que se parecen a los cuerpos que supuestamente las causan, sin tener prueba terminante de ello y, por último, me he forjado la creencia en un universo externo y otro interno. Sin embargo, no he tenido yo muchos motivos para proceder así, pues ¿no me ha parecido a veces cuadrada una torre que yo sabía redonda? ¿No hay hombres que siguen sintiendo dolor en miembros que les han sido amputados? ¿En qué queda entonces la fiabilidad de las sensaciones y las imágenes? Éstas, como las deducciones de la razón, son facultades de la mente, no cualidades de los cuerpos reales.
Todavía se puede llevar este escepticismo más allá, pues, pudiendo tener cuando dormimos los mismos pensamientos que tenemos cuando estamos despiertos y no habiendo nada en ellos que nos indique si dormimos o velamos, podría ser cierto que todo lo que hemos pensado hasta ahora no pasara de ser un sueño al que nada corresponde realmente.
¿No habrán de valer al menos los enunciados de la matemática? ¿No había dicho Platón que son verdaderos incluso en el sueño o la locura? ¿No seguía el modelo matemático el método propuesto por el propio Descartes para conducir la mente con rigor? Parecería que la duda cartesiana yerra en este punto, pero no es así. El modelo matemático, dice, no es evidente, pues a veces se cometen errores y paralogismos en las más simples cuestiones de geometría. Y, cuando no los cometemos, sabemos que podríamos haberlos cometido. Incluso cuando no me engaño todavía puedo preguntarme: ¿quién me asegura de no poder ser engañado? Luego es necesario ir más allá de la matemática para encontrar seguridad.
Por último, podría suceder que un ser todopoderoso me estuviera engañando en todo cuanto pienso. Y si no un ser así, pues no debe atribuirse capacidad de mentir a Dios, que es perfecto, podría haber un genio maligno dotado de la fuerza suficiente para hacerme caer en error en todo lo que yo creo que es cierto, de donde resultaría que todo lo que siempre he tomado por verdadero, ya sean las proposiciones matemáticas, los pensamientos de la vigilia o la información de los sentidos sería absolutamente falso por depender de este genio maligno.
4. La estructura de la realidad: la teoría de las tres sustancias
a) Res cogitans
Pero hay algo contra lo que se estrella toda duda, por hiperbólica que sea: si soy engañado por los sentidos, por la confusión entre el sueño y la vigilia…, es porque pienso, y si pienso tengo que existir. Aun cuando un genio maligno me estuviera engañando sin cesar, de modo que yo anduviera errado en todo cuanto pensara, aun en ese caso sería absolutamente indudable que yo tengo que existir y pensar para poder estar en el error. En esto no cabe engaño posible: pienso, luego existo. Soy una cosa que piensa, res cogitans. Esto es cierto aunque esté soñando que me engaño. Es una relación necesaria entre dos cosas, mente y ser, que ninguna persona de mente cabal puede creer que es falsa. La proposición que la muestra –cogito, ergo sum– es superior a las de las matemáticas, pues incluso éstas se me presentan como ciertas, como mucho, mientras las pienso, pero, una vez que dejo de pensarlas, puedo razonablemente creer que me he equivocado, mas no puedo hacer otro tanto con respecto a ésta del cogito.
Esta es la primera verdad evidente, absolutamente indubitable, hallada por la mente pura y atenta sin ayuda externa, lo que es suficiente para convertirla en el primer principio de la filosofía que buscaba Descartes. Y no sólo eso, sino que además se tiene en ella el modelo perfecto de conocimiento: siempre que la mente clara y distinta conciba alguna relación que deba darse necesariamente entre dos cosas, como se da aquí entre el pensar y el ser, la proposición en que se muestre será también verdadera. Como también habrán de serlo todas aquellas que puedan deducirse de ella, pues, como sabemos, la deducción es una de las operaciones de la mente capaz de proporcionar certeza absoluta, siempre que parta de un principio evidente, que es, como en este caso, proporcionado por una intuición intelectual. En definitiva, el punto de partida de la filosofía es el yo, hallado en un acto racional, y con él se ha encontrado de paso un criterio infalible de certeza. Descartes estuvo tan satisfecho de su descubrimiento que, de no haber sido por su insistencia en la luz natural de la razón, habría parecido que lo recibió como una revelación divina, pues prometió una peregrinación en acción de gracias a la Virgen de Loreto.
b) Res infinita
Sé con toda certeza que soy algo que piensa. Pero lo sé solamente mientras estoy pensando, pues, cuando dejo de hacerlo, ya no estoy seguro, dice Descartes. No es posible aceptar más que esto, porque cualquier otra suposición iría contra la duda metódica formulada anteriormente: si Descartes ha llegado a decir incluso que podría no tener cuerpo ni estar en lugar alguno, que eso no impediría concebirse como una cosa que piensa, ahora no le es posible volver atrás para salvar algo de aquel naufragio. Luego no debe contarse más que con el yo y sus ideas. Lo demás debe esperar hasta nueva orden. Ahora bien, esas ideas que habitan en la mente son de varias clases:
1.- Innatas, que son, como el cogito, ideas que proceden de la propia razón y que son pensadas por ésta sin ayuda externa.
2.- Adventicias, que me vienen por tener un cuerpo con sentidos e imaginación. Son los pensamientos de los cielos y la tierra, del calor y del frío, de la pena y la alegría… y de todas aquellas cosas en cuya existencia creo porque me lo indican los sentidos.
3.- Facticias, las que yo mismo fabrico por mi cuenta. Son, por ejemplo, los seres de la fantasía, como el Pegaso, el Minotauro y tantos otros que se componen por combinación de ideas más simples, generalmente adventicias.
Es un hecho cierto que se tienen esas ideas. Ya no lo es tanto que corresponden a cosas reales externas. Pero eso no conduce necesariamente al solipsismo, a creer que sólo es segura la existencia de la mente y sus pensamientos. Yo, dice Descartes, no soy perfecto, pues, siendo mejor estar cierto que dudar, estaría cierto de todo cuanto sé si lo fuera. ¿De dónde me ha venido esta idea de perfección? No desde luego de las ideas adventicias, de los pensamientos que hay en mí sobre el cielo, la tierra, la luz, el calor… y otras cosas del mismo orden, pues, no habiendo en ellos nada que los haga superiores a mí, pueden depender de mí. La perfección que haya en ellos obedecerá a la poca perfección que hay en mi naturaleza y su imperfección se habrá producido por los defectos que hay en mí. Lo mismo cabe decir con respecto a las ideas facticias e incluso las innatas. Todas éstas son ideas que se incluyen en cualquiera de las tres categorías y no exigen otra cosa que mi mente para entender su origen. Pero la idea de un ser más perfecto que yo no puede venir de mí, pues no puede admitirse que lo más perfecto procede algo que lo es menos. Luego no soy yo lo único que existe, sino que hay otro ser del que procede toda la perfección que hay en mí. Y este ser es perfecto. Él ha puesto esa idea en mí como innata.
Si así no fuera, si dependiera de mí toda la perfección que yo tengo, yo sería entonces infinito, eterno, omnisciente… Si estuviera en mi poder, yo tendría un conocimiento seguro en lugar de tener dudas. Por esto puedo enumerar algunas cualidades que han de pertenecer por fuerza al ser perfecto. Sé que es peor tener dudas, tristeza, inconstancia… que no tenerlas. Luego en dios no puede haber nada de eso. También sé que soy un compuesto de alma inteligente y cuerpo material, y que, puesto que toda composición denota dependencia, en Dios no hay tal composición, sino que es una sola naturaleza, que forzosamente es inteligente… Y debe tener existencia, porque en caso contrario le faltaría una cualidad y no sería perfecto, lo cual es contradictorio. Esto se fundamenta en la propiedad más esencial de la razón, que es captar la necesidad interna de las cosas y no poder resistirse a ella, siempre que la conciba clara y distintamente. Lo mismo que no se puede negar que la suma de los ángulos de un triángulo equivale a dos rectos una vez que se ha concebido clara y distintamente lo que es un triángulo, no es posible negar la existencia de Dios en cuanto se ha concebido clara y distintamente la naturaleza de un ser perfecto. Esto es tan cierto como cualquier demostración de geometría. Mejor dicho: toda verdad, incluso las de la geometría, se funda en Dios.
c) Res extensa
Estoy seguro de que mi espíritu es indivisible, pues, por más que lo intente, no soy capaz de distinguir partes en mí. Mi cuerpo, por el contrario, sí puede dividirse en partes. Es más no me es posible concebir cosa corporal alguna, por pequeña que sea, que no pueda descomponerse en partes más pequeñas aún. Y si no puedo concebirlo de otra manera es porque no puede ser de otra manera. Un cuerpo puede perder su color, su olor, su sabor, su peso incluso…, hasta el punto de carecer por completo de todas estas cualidades, pero no puede dejar de ser extenso. De ahí que sea divisible, pues no puede concebirse extensión alguna que no lo sea. Y no está dotado de actividad alguna, sea el pensamiento o cualquier otra, al contrario de lo que sucede con el espíritu. Éste puede pensar o no pensar. Puede, por así decirlo, alterar su estado sin ayuda externa. Pero los cuerpos no pueden por sí mismos alterar su estado de movimiento o de reposo, que son los dos únicos en que pueden hallarse. Gracias a esto todo conocimiento físico es medición.
Lo mismo que la definición de un triángulo no conduce sin más a la seguridad de su existencia, por lo que se hace necesario demostrar ésta por otra vía, la existencia de los cuerpos no se desprende del descubrimiento de su naturaleza. Por lo mismo, podría ser cierto que no hay materia. Dios podría haber puesto en mi mente las ideas de las cosas físicas sin que ellas existieran fuera de mí. Sin embargo, sé que esto es imposible, pues Dios, que es perfecto, no me engañará en ningún momento. Luego existe la materia y es como yo la he concebido[6].
5. Conclusiones
a) Triunfo del mecanicismo
Todo lo dicho por Descartes a propósito de la res extensa era una respuesta al profundo problema metafísico abierto desde la revolución copernicana. Se trataba de ver si el universo en su totalidad, con la Tierra dentro de él, tenia una estructura fundamentalmente geométrica, lo que es contrario a todo empirismo y se opone por ello frontalmente a Aristóteles, para quien la cantidad era una más de las diez categorías, y no ciertamente la más importante. Copérnico había continuado a su modo la tradición platónico-pitagórica penetrante en la baja Edad Media[7] inclinándose por una hipótesis matemática que, aparte de facilitar el cálculo más que la de Ptolomeo, respetaba el centro del sistema para su astro rey, el Sol. Descartes, pese a que debe ser sustraído de esa corriente por su extraordinaria originalidad filosófica, permaneció fiel a su influjo más profundo por aceptar y defender vigorosamente que todo conocimiento físico es medición. Guiado por esta convicción, confió en deducir la estructura global del universo copernicano solucionando los problemas más simples que pudiera plantearse respecto al movimiento de los cuerpos. De manera más consecuente aún que Galileo, siguió este proceder hasta formular por primera vez explícitamente el principio de inercia y aplicarlo sin excepción a todos los cuerpos. Galileo había tenido vacilaciones: según creía, el movimiento circular de los planetas es natural. Descartes fue fiel al método que se había propuesto[8], que insistía en llegar por análisis hasta los últimos átomos mentales que cupiera a la mente plantearse para componer con ellos un edificio mental dotado del más rígido carácter deductivo. Tales problemas simples fueron:
- ¿Qué movimiento cabe atribuir a un corpúsculo aislado en el vacío?
- ¿Qué alteración podría sufrir, si es que sufriría alguna, dicho movimiento como consecuencia de una colisión con una segunda partícula?
Esta forma de pensar la física es propia de Demócrito. Sin ella Descartes no habría podido dar su respuesta a la primera pregunta: un corpúsculo que se halle en reposo en el vacío atomista seguirá en reposo eternamente, y, si se halla en movimiento, continuará siguiendo el movimiento más sencillo de todos, el rectilíneo, pues en un espacio indefinido no hay centro alrededor del cual girar. Su velocidad será constante, porque, no tendiendo un cuerpo hacia nada y estando privado por sí mismo de toda otra cualidad que no sea la extensión, no podría alterar su cantidad de movimiento. Ésta es la ley de inercia. Su razón definitiva es la inmutabilidad de Dios, que puso en movimiento la ingente maquinaria del universo, careciendo éste en consecuencia de poder de transformación. De ahí además la ley de la conservación de la cantidad del movimiento. Luego los indudables cambios de velocidad y dirección que suceden en la naturaleza tienen que obedecer a impulsos y tensiones de otros cuerpos. Es la cuestión que plantea la segunda pregunta, en cuya solución no fue tan afortunado, pues al querer contestarla trasladando las intuiciones anteriores a la descripción efectiva del universo copernicano introdujo el plenum y la teoría de los vórtices, lo que solamente sirvió para enmascarar las bases atomistas de su filosofía con detalles que son erróneos en su mayor parte, razón por la cual no se ha percibido a veces que su concepción general del universo como una gran máquina corpuscular regida por leyes poco numerosas y sencillas nunca se puso en tela de juicio[9].
Era una concepción metafísica del universo material tan perfectamente ordenada y entrelazada como las matemáticas. No otro era el ideal al que había apuntado la ciencia moderna desde su nacimiento. Había sido además conscientemente elevado por Descartes a la dignidad de ideal de todo conocimiento, como hemos tenido ocasión de ver. Y triunfó sin resistencia alguna, pese al empirismo arrollador de Newton y a la derrota de la física de Descartes frente a la de éste. Descartes destruyó los obstáculos que impedían imaginar la naturaleza como un mecanismo tan perfecto y unificado que una sola mente pudiera llevar a cabo la inmensa tarea de captar la totalidad del sistema[10]. Él mismo se sintió animado de este empeño, por cuyo ímpetu aspiró a llevar a cabo él solo toda la revolución científica. Para la consecución de ese objetivo partió de la materia, previamente reducida a extensión, y del movimiento. Desnuda de todas las cualidades atribuidas por el aristotelismo, excepto la más simple de todas, el desplazamiento local, se prestaba maravillosamente al matematicismo. El movimiento se hacía depender de Dios, que es inmutable y lo había impreso de una vez por todas en ella, sin que nada ni nadie tuviera capacidad de alterarlo. Así hacía depender la física de la metafísica. Pero esta dependencia no era en sus manos un recurso al espiritualismo anterior, sino la necesidad de una verdad racional que sirviera de fundamento al sistema. La experimentación habría producido verdades contingentes, sobre las que no es posible levantar nada firme. Por el contrario, una verdad necesaria, como ésta de la conservación de la cantidad de movimiento, respaldada por la invariabilidad divina, permitía razonar por deducción hasta abarcar el vasto dominio de los cielos y el juego general de los elementos. En esto se cifraba la utilidad de la metafísica. Así se reducía de paso el experimento a un papel subsidiario, subordinado, el de mostrar los pormenores de la materia cuando el razonamiento a priori hubiera concluido que las posibilidades de combinación son varias y no una sola[11].
b) El dualismo
Ahora bien, la construcción de una física general capaz de incluir dentro de sí el universo copernicano por deducción a partir de unos cuantos átomos mentales llevó consigo el rechazo de cosas que los hombres juzgan importantes. Una cosmología aceptada como la única posible por la razón matemática, dispuesta a todo trance a mantenerse fiel al principio de que en este terreno todo conocimiento es medición, hubo de excluir de sí las emociones, deseos, aversiones, inclinaciones, libertad, actividad, sabores, sonidos…, cosas todas que, a los ojos del hombre natural, dan color y sabor a la vida y a la naturaleza. Todos estos sentimientos y sensaciones se definieron como cualidades secundarias, pero la ciencia las despreció, dedicándose al estudio de las primarias. La condición de posibilidad de la ciencia misma residió en esta división de las cualidades y en el consiguiente rechazo de las secundarias. Había que evitar a toda costa que lo que el hombre se siente ser en su experiencia directa sirviera de medida de todas las cosas, según decía el viejo aforismo de Protágoras. Había que evitar, inversamente, que el mundo material sirviera de patrón del alma. Ello requería esa distinción tajante entre lo subjetivo y lo objetivo, que, a modo de muralla insuperable, librara a la materia de sentimientos y teleologismos y al alma del mecanicismo materialista. La ciencia fue hija del dualismo. De ahí que lo respetara, aunque posteriormente preparó el terreno para su destrucción. Por la nítida distinción introducida entre la res cogitans y la res extensa, la filosofía de Descartes es una magnífica expresión de este dualismo, que ya se venía anunciando desde el Renacimiento.
Hay algo, empero, en lo que Descartes no fue fiel al espíritu científico, o al menos a lo que vendría a ser posteriormente el espíritu científico. El aceptar que es evidente, más aún que los principios en que se apoya la matemática, una verdad racional intuitiva, la del cogito, significó más bien un paso atrás, pues se vio en la necesidad de adoptar un sujeto personal repleto de cualidades inextensas pero inexplicablemente producidas por la res extensa. ¿Cómo podría una causa producir aquello que no posee?, y, lo que es más grave todavía, ¿cómo pueden aplicarse a un universo extenso los conceptos emanados de un alma inextensa? Es conocido el recurso de Descartes a un Dios que, para mayor falta de coherencia, no es la Causa Eficiente, el Dios relojero que construyó y puso en movimiento el gran reloj del universo, sino la Divinidad medieval que creó el mundo de modo que fuera adaptable a los conceptos de la mente. El Dios de la res cogitans, que asegura la fiabilidad de sus ideas, no es el Dios de la res extensa, que asegura la conservación de la cantidad de movimiento. En gran medida era la restauración del teleologismo clásico en el ámbito del sujeto. El dualismo cartesiano adolecía por ello de una grave incongruencia: por una parte contribuyó a imponer a la perspectiva científica su visión mecanicista, y por otra concedió una enorme importancia en el sistema de su filosofía a la libertad y actividad de la mente.
c) Bifurcación de la ciencia y la filosofía
La filosofía continuó la senda de la res cogitans y la ciencia la de la res extensa. Esta última abandonó definitivamente el teleologismo aristotélico. Pero, para mayor complejidad de toda esta historia, ese abandono se había producido antes, de manera más decidida y más consciente, en la filosofía, como prueba el sistema de Spinoza (1632-1677). Fue el espíritu científico cartesiano, que sobrevivió al naufragio de la física de su autor. La física de Newton lo continuó. Es cierto que ésta adolecía de un excesivo empirismo, pero los sucesores de Newton encontraron fácil atemperarlo y, apoyándose en las sugerencias del maestro acerca de la extensión y la vis inertiae como las más esenciales cualidades de los cuerpos, se dieron al estudio de un mundo hecho de masas trasladándose según variables espacio-temporales, lo que posibilitaba la tarea de formular leyes matemáticas a su respecto.
En principio este hecho fue solamente epistemológico. Pero, por reducir los movimientos de la materia a exactas leyes numéricas, se dio el paso de pensar que los cuerpos son masas a pensar que los cuerpos no son nada más que masas, pudiéndose explicar todo lo demás por factores externos a los cuerpos mismos. En otras palabras, las cualidades no mensurables se hicieron irreales y se llegó a atribuir realidad absoluta a las mensurables, lo que era indudablemente una opción metafísica. Así se utilizaba la metafísica como un instrumento para la matematización del mundo. El rígido mecanicismo de la ciencia del XIX fue una consecuencia necesaria de estos factores[12].
Ahora comprendemos cuán lejos están de este espíritu el pan-psiquismo y la magia del Renacimiento. No es extraño que se resucitase el antiguo atomismo de Demócrito, quien ya había hecho lo posible por expurgar de la materia todo lo que hay de misterioso e ininteligible en las ideas de alma y vida, y había reducido el crecimiento, el movimiento interno de las cosas, a la suma y resta de los átomos corpóreos. Esto parece inclinar la balanza definitivamente por quienes interpretan el Renacimiento no sólo como una pausa del pensamiento teórico, sino como un obstáculo para su desarrollo.
6. Texto para comentario (del Discurso del Método. II, IV, trad. G. Quintás Alonso, Ed. Alfaguara. Madrid. 1981)
SEGUNDA PARTE
Me encontraba entonces en Alemania, país al que había sido atraido por el deseo de conocer unas guerras que aún no habían finalizado. Cuando retornaba a la armada después de haber presenciado la coronación del emperador, el inicio del invierno me obligó a detenerme en un cuartel en el que, no encontrando conversación alguna que distrajera mi atención y, por otra parte, no teniendo afortunadamente preocupaciones o pasiones que me inquietasen, permanecía durante todo el día en una cálida habitación donde disfrutaba analizando mis reflexiones. Una de las primeras fue la que me hacía percatarme de que frecuentemente no existe tanta perfección en obras compuestas de muchos elementos y realizadas por diversos maestros como existe en aquellas que han sido ejecutadas por uno solo. Así, es fácil comprobar que los edificios emprendidos y construidos bajo la dirección de un mismo arquitecto son generalmente más bellos y están mejor dispuestos que aquellos otros que han sido reformados bajo la dirección de varios, sirviéndose para ellos de viejos cimientos que habían sido levantados para otros fines. Así sucede con esas viejas ciudades que, no habiendo sido en sus inicios sino pequeños burgos, han llegado a ser con el tiempo grandes ciudades. Estas generalmente están muy mal trazadas si las comparamos con esas otras ciudades que un ingeniero ha diseñado según le dictó su fantasía sobre una llanura. Pues si bien considerando cada uno de los edificios aisladamente se encuentra tanta belleza artística o aún más que en las ciudades trazadas por un ingeniero, sin embargo, al comprobar cómo sus edificios están emplazados, uno pequeño junto a uno grande, y cómo sus calles son desiguales y curvas, podría afirmarse que ha sido la causalidad y no el deseo de unos hombres regidos por una razón la que ha dirigido el trazado de tales planos. Y si se considera que siempre han existido oficiales encargados del cuidado de los edificios particulares, con el fin de que contribuyan al ornato público, fácilmente se comprenderá cuán difícil es, trabajando sobre otras realizadas por otros hombres, analizar algo perfecto. De igual modo, me imaginaba que los pueblos que a partir de un estado semisalvaje han evolucionado paulaunamente hacia estados más civilizados, elaborando sus leyes en la medida en que se han visto obligados por los crímenes y disputas que entre ellos surgían, no están políticamente tan organizados como aquellos que desde el momento en que se han reunido han observado la constitución realizada por un prudente legislador. Es igualmente cierto que el gobierno de la verdadera religión, cuyas leyes han sido dadas únicamente por Dios, está incomparablemente mejor regulado que cualquier otro. Pero, hablando solamente de los asuntos humanos, pienso que si Esparta fue en otro tiempo muy floreciente no se debió a la bondad de cada una de sus leyes, pues muchas eran verdaderamente extrañas y hasta contrarias a las buenas costumbres, sino a que fueron elaboradas por un solo hombre, estando ordenadas a un mismo fin. De igual modo, juzgaba que las ciencias expuestas en los libros, al menos aquellas cuyas razones solamente son probables y que carecen de demostraciones, habiendo sido compuestas y progresivamente engrosadas con las opiniones de muchas y diversas personas, no están tan cerca de la verdad como los simples razonamientos que un hombre de buen sentido puede naturalmente realizar en relación con aquellas cosas que se presentan. Y también pensaba que es casi imposible que nuestros juicios puedan estar tan carentes de prejuicios o que puedan ser tan sólidos como lo hubieran sido si desde nuestro nacimiento hubiésemos estado en posesión del uso completo de nuestra razón y nos hubiéramos guiado exclusivamente por ella, pues como todos hemos sido niños antes de llegar a ser hombres, ha sido preciso que fuéramos gobernados durante años por nuestros apetitos y preceptores, cuando con frecuencia los unos eran contrarios a los otros y, probablemente, ni los unos ni los otros nos aconsejaban lo mejor.
Verdad es que jamás vemos que se derriben todas las casas de una villa con el único propósito de reconstruirlas de modo distinto y de contribuir a un mayor embellecimiento de sus calles; pero si se conoce que muchas personas ordenan el derribo de sus casas para edificarlas de nuevo y también se sabe que en algunas ocasiones se ven obligadas a ello cuando sus viviendas amenazan ruina y cuando sus cimientos no son firmes. Por semejanza con esto me persuadía de que no sería razonable que alguien proyectase reformar un Estado, modificando todo desde sus cimientos, y abatiéndolo para reordenarlo; sucede lo mismo con el conjunto de las ciencias o con el orden establecido en las escuelas para enseñarlas. Pero en relación con todas aquellas opiniones que hasta entonces habían sido creídas por mí, juzgaba que no podía intentar algo mejor que emprender con sinceridad la supresión de las mismas, bien para pasar a creer otras mejores o bien las mismas, pero después de que hubiesen sido ajustadas mediante el nivel de la razón. Llegué a creer con firmeza que de esta forma acertaría a dirigir mi vida mucho mejor que si me limitase a edificar sobre antiguos cimientos y me apoyase solamente en aquellos principios de los que me había dejado persuadir durante mi juventud sin haber llegado a examinar si eran verdaderos. Aunque me percatase de la existencia de diversas dificultades relacionadas con este proyecto, pensaba, sin embargo, que no eran insolubles ni comparables con aquellas que surgen al intentar la reforma de pequeños asuntos públicos. Estos grandes cuerpos políticos difícilmente pueden ser erigidos de nuevo cuando ya han caído, muy difícilmente pueden ser contenidos cuando han llegado a agrietarse y sus caídas son necesariamente muy violentas. Además, en relación con sus imperfecciones, si las tienen, como la sola diversidad que entre ellos existe es suficiente para asegurar que bastantes la tienen, han sido sin duda alguna muy mitigadas por el uso; es más, por tal medio se han evitado o corregido de modo gradual muchas a las que no se atendería de forma tan adecuada mediante la prudencia humana. Finalmente, estas imperfecciones son casi siempre más soportables para un pueblo habituado a ellas de lo que sería su cambio; acontece con esto lo mismo que con los caminos reales: serpentean entre las montañas y poco a poco llegan a estar tan lisos y a ser tan cómodos a fuerza de ser utilizados que es mucho mejor transitar por ellos que intentar seguir el camino más recto, escalando rocas y descendiendo hasta los precipicios.
Por ello no aprobaría en forma alguna esos caracteres ligeros e inquietos que no cesan de idear constantemente alguna nueva reforma cuando no han sido llamados a la administración de los asuntos públicos no por su nacimiento ni por su posición social. Y si llegara a pensar que hubo la menor razón en este escrito por la que se me pudo suponer partidario de esta locura, estaría muy enojado porque hubiese sido publicado. Mi deseo nunca ha ido más lejos del intento de reformar mis propias opiniones y de construir sobre un cimiento enteramente personal. Y si mi trabajo me ha llegado a complacer bastante, al ofrecer aquí el ejemplo del mismo, no pretendo aconsejar a nadie que lo imite. Aquellos a los que Dios ha distinguido con sus dones podrán tener proyectos más elevados, pero me temo, no obstante, que éste resulte demasiado osado para muchos. La resolución de liberarse de todas las opiniones anteriormente integradas dentro de nuestra creencia, no es una labor que deba ser acometida por cada hombre. Por el contrario, el mundo parece estar compuesto principalmente de dos tipos de personas para las cuales tal propósito no es adecuado en modo alguno. Por una parte, aquellos que estimándose más capacitados de lo que en realidad son, no pueden impedir la precipitación en sus juicios ni logran concederse el tiempo necesario para conducir ordenadamente sus pensamientos. Como consecuencia de tal defecto, si en una ocasión se toman la libertad de dudar de los principios que han recibido, apartándose de la senda común, jamás llegarán a encontrar el sendero necesario para avanzar más recto, permaneciendo en el error durante toda su vida. Por otra parte están aquellos que, teniendo la suficiente razón o modestia para apreciar que son menos capaces para distinguir lo verdadero de lo falso que otros hombres por los que pueden ser instruidos, deben más bien contentarse con seguir las opiniones de estos que intentar alcanzar por sí mismos otras mejores.
Sin duda alguna habría sido uno de estos últimos si no hubiera conocido más que un solo maestro o no hubiera tenido noticia de las diferencias que siempre han existido entre las opiniones de los más doctos. Pero habiendo conocido desde el colegio que no podría imaginarse algo tan extraño y poco comprensible que no haya sido dicho por alguno de los filósofos; habiendo tenido noticia por mis viajes de que todos aquellos cuyos sentimientos son muy contrarios a los nuestros, no por ello deben ser juzgados como bárbaros o salvajes, sino que muchos de entre ellos usan la razón tan adecuadamente o mejor que nosotros; habiendo reflexionado sobre cuán diferente llegaría a ser un hombre que con su mismo ingenio fuese criado desde su infancia entre franceses o alemanes en vez de haberlo sido entre chinos o caníbales, y sobre todo cómo hasta en las modas de nuestros trajes observamos que lo que nos ha gustado hace diez años y acaso vuelva a producirnos agrado dentro de otros diez, puede, sin embargo, parecernos ridículo y extravagante en el momento presente, de modo que más parece que son la costumbre y el ejemplo los que nos persuaden y no conocimiento alguno cierto; habiendo considerado finalmente que la pluralidad de votos no vale en absoluto para decidir sobre la verdad de cuestiones controvertibles, pues más verosímil es que solo un hombre las descubra que todo un pueblo, no podía escoger persona alguna cuyas opiniones me pareciesen que debían ser preferidas a las de otra y me encontraba por todo ello obligado a emprender por mi mismo la tarea de conducirme.
Pero al igual que un hombre que camina solo y en la oscuridad, tomé la resolución de avanzar tan lentamente y de usar tal circunspección en todas las cosas que aunque avanzase muy poco, al menos me cuidaría al máximo de caer. Por otra parte, no quise comenzar a rechazar por completo algunas de las opiniones que hubiesen podido deslizarse durante otra etapa de mi vida en mis creencias sin haber sido asimiladas en la virtud de la razón, hasta que no hubiese empleado el tiempo suficiente para completar el proyecto emprendido e indagar el verdadero método con el fin de conseguir el conocimiento de todas las cosas de las que mi espíritu fuera capaz.
Había estudiado un poco, siendo más joven, la lógica de entre las partes de la filosofía; de las matemáticas el análisis de los geómetras y el álgebra. Tres artes o ciencias que debían contribuir en algo a mi propósito. Pero habiéndolas examinado, me percaté que en relación con la lógica, sus silogismos y la mayor parte de sus reglas sirven más para explicar a otro cuestiones ya conocidas o, también, como sucede con el arte de Lulio, para hablar sin juicio de aquellas que se ignoran que para llegar a conocerlas. Y si bien la lógica contiene muchos preceptos verdaderos y muy adecuados, hay, sin embargo, mezclados con estos otros muchos que o bien son perjudiciales o bien superfluos, de modo que es tan difícil separarlos como sacar una Diana o una Minerva de un bloque de mármol aún no trabajado. Igualmente, en relación con el análisis de los antiguos o el álgebra de los modernos, además de que no se refieren sino a muy abstractas materias que parecen carecer de todo uso, el primero está tan circunscrito a la consideración de las figuras que no permite ejercer el entendimiento sin fatigar excesivamente la imaginación. La segunda está tan sometida a ciertas reglas y cifras que se ha convertido en un arte confuso y oscuro capaz de distorsionar el ingenio en vez de ser una ciencia que favorezca su desarrollo. Todo esto fue la causa por la que pensaba que era preciso indagar otro método que, asimilando las ventajas de estos tres, estuviera exento de sus defectos. Y como la multiplicidad de leyes frecuentemente sirve para los vicios de tal forma que un Estado está mejor regido cuando no existen más que unas pocas leyes que son minuciosamente observadas, de la misma forma, en lugar del gran número de preceptos del cual está compuesta la lógica, estimé que tendría suficiente con los cuatro siguientes con tal de que tomase la firme y constante resolución de no incumplir ni una sola vez su observancia.
El primero consistía en no admitir cosa alguna como verdadera si no se la había conocido evidentemente como tal. Es decir, con todo cuidado debía evitar la precipitación y la prevención, admitiendo exclusivamente en mis juicios aquello que se presentara tan clara y distintamente a mi espíritu que no tuviera motivo alguno para ponerlo en duda.
El segundo exigía que dividiese cada una de las dificultades a examinar en tantas parcelas como fuera posible y necesario para resolverlas más fácilmente.
El tercero requería conducir por orden mis reflexiones comenzando por los objetos más simples y más fácilmente cognoscibles, para ascender poco a poco, gradualmente, hasta el conocimiento de los más complejos, suponiendo inclusive un orden entre aquellos que no se preceden naturalmente los unos a los otros.
Según el último de estos preceptos debería realizar recuentos tan completos y revisiones tan amplias que pudiese estar seguro de no omitir nada.
Las largas cadenas de razones simples y fáciles, por medio de las cuales generalmente los geómetras llegan a alcanzar las demostraciones más difíciles, me habían proporcionado la ocasión de imaginar que todas las cosas que pueden ser objeto del conocimiento de los hombres se entrelazan de igual forma y que, absteniéndose de admitir como verdadera alguna que no lo sea y guardando siempre el orden necesario para deducir unas de otras, no puede haber algunas tan alejadas de nuestro conocimiento que no podamos, finalmente, conocer ni tan ocultas que no podamos llegar a descubrir. No supuso para mi una gran dificultad el decidir por cuales era necesario iniciar el estudio: previamente sabía que debía ser por las más simples y las más fácilmente cognoscibles. Y considerando que entre todos aquellos que han intentado buscar la verdad en el campo de las ciencias, solamente los matemáticos han establecido algunas demostraciones, es decir, algunas razones ciertas y evidentes, no dudaba que debía comenzar por las mismas que ellos habían examinado. No esperaba alcanzar alguna unidad si exceptuamos el que habituarían mi ingenio a considerar atentamente la verdad y a no contentarse con falsas razones. Pero, por ello, no llegué a tener el deseo de conocer todas las ciencias particulares que comúnmente se conocen como matemáticas, pues viendo que aunque sus objetos son diferentes, sin embargo, no dejan de tener en común el que no consideran otra cosa, sino las diversas relaciones y posibles proporciones que entre los mismos se dan, pensaba que poseían un mayor interés que examinase solamente las proporciones en general y en relación con aquellos sujetos que servirían para hacer más cómodo el conocimiento. Es más, sin vincularlas en forma alguna a ellos para poder aplicarlas tanto mejor a todos aquellos que conviniera. Posteriormente, habiendo advertido que para analizar tales proporciones tendría necesidad en alguna ocasión de considerar a cada una en particular y en otras ocasiones solamente debería retener o comprender varias conjuntamente en mi memoria, opinaba que para mejor analizarlas en particular, debía suponer que se daban entre líneas puesto que no encontraba nada más simple ni que pudiera representar con mayor distinción ante mi imaginación y sentidos; pero para retener o considerar varias conjuntamente, era preciso que las diera a conocer mediante algunas cifras, lo más breves que fuera posible. Por este medio recogería lo mejor que se da en el análisis geométrico y en el álgebra, corrigiendo, a la vez, los defectos de una mediante los procedimientos de la otra.
Y como, en efecto, la exacta observancia de estos escasos preceptos que había escogido, me proporcionó tal facilidad para resolver todas las cuestiones, tratadas por estas dos ciencias, que en dos o tres meses que empleé en su examen, habiendo comenzado por las más simples y más generales, siendo, a la vez, cada verdad que encontraba una regla útil con vistas a alcanzar otras verdades, no solamente llegué a concluir el análisis de cuestiones que en otra ocasión había juzgado de gran dificultad, sino que también me pareció, cuando concluía este trabajo, que podía determinar en tales cuestiones en qué medios y hasta dónde era posible alcanzar soluciones de lo que ignoraba. En lo cual no pareceré ser excesivamente vanidoso si se considera que no habiendo más que un conocimiento verdadero de cada cosa, aquel que lo posee conoce cuanto se puede saber. Así un niño instruido en aritmética, habiendo realizado una suma según las reglas pertinentes puede estar seguro de haber alcanzado todo aquello de que es capaz el ingenio humano en lo relacionado con la suma que él examina. Pues el método que nos enseña a seguir el verdadero orden y a enumerar verdaderamente todas las circunstancias de lo que se investiga, contiene todo lo que confiere certeza a las reglas de la Aritmética.
Pero lo que me producía más agrado de este método era que siguiéndolo estaba seguro de utilizar en todo mi razón, si no de un modo absolutamente perfecto, al menos de la mejor forma que me fue posible. Por otra parte, me daba cuenta de que la práctica del mismo habituaba progresivamente mi ingenio a concebir de forma más clara y distinta sus objetos y puesto que no lo había limitado a materia alguna en particular, me prometía aplicarlo con igual utilidad a dificultades propias de otras ciencias al igual que lo había realizado con las del Algebra. Con esto no quiero decir que pretendiese examinar todas aquellas dificultades que se presentasen en un primer momento, pues esto hubiera sido contrario al orden que el método prescribe. Pero habiéndome prevenido de que sus principios deberían estar tomados de la filosofía, en la cual no encontraba alguno cierto, pensaba que era necesario ante todo que tratase de establecerlos. Y puesto que era lo más importante en el mundo y se trataba de un tema en el que la precipitación y la prevención eran los defectos que más se debían temer, juzgué que no debía intentar tal tarea hasta que no tuviese una madurez superior a la que se posee a los veintitrés años, que era mi edad, y hasta que no hubiese empleado con anterioridad mucho tiempo en prepararme, tanto desarraigando de mi espíritu todas las malas opiniones y realizando un acopio de experiencias que deberían constituir la materia de mis razonamientos, como ejercitándome siempre en el método que me había prescrito con el fin de afianzarme en su uso cada vez más.
CUARTA PARTE
No sé si debo entreteneros con las primeras meditaciones allí realizadas, pues son tan metafísicas y tan poco comunes, que no serán del gusto de todos. Y sin embargo, con el fin de que se pueda opinar sobre la solidez de los fundamentos que he establecido, me encuentro en cierto modo obligado a referirme a ellas. Hacía tiempo que había advertido que, en relación con las costumbres, es necesario en algunas ocasiones opiniones muy inciertas tal como si fuesen indudables, según he advertido anteriormente. Pero puesto que deseaba entregarme solamente a la búsqueda de la verdad, opinaba que era preciso que hiciese todo lo contrario y que rechazase como absolutamente falso todo aquello en lo que pudiera imaginar la menor duda, con el fin de comprobar si, después de hacer esto, no quedaría algo en mi creencia que fuese enteramente indudable. Así pues, considerando que nuestros sentidos en algunas ocasiones nos inducen a error, decidí suponer que no existía cosa alguna que fuese tal como nos la hacen imaginar. Y puesto que existen hombres que se equivocan al razonar en cuestiones relacionadas con las más sencillas materias de la geometría y que incurren en paralogismos, juzgando que yo, como cualquier otro estaba sujeto a error, rechazaba como falsas todas las razones que hasta entonces había admitido como demostraciones. Y, finalmente, considerado que hasta los pensamientos que tenemos cuando estamos despiertos pueden asaltarnos cuando dormimos, sin que ninguno en tal estado sea verdadero, me resolví a fingir que todas las cosas que hasta entonces habían alcanzado mi espíritu no eran más verdaderas que las ilusiones de mis sueños. Pero, inmediatamente después, advertí que, mientras deseaba pensar de este modo que todo era falso, era absolutamente necesario que yo, que lo pensaba, fuese alguna cosa. Y dándome cuenta de que esta verdad: pienso, luego soy, era tan firme y tan segura que todas las extravagantes suposiciones de los escépticos no eran capaces de hacerla tambalear, juzgué que podía admitirla sin escrúpulo como el primer principio de la filosofía que yo indagaba.
Posteriormente, examinando con atención lo que yo era, y viendo que podía fingir que carecía de cuerpo, así como que no había mundo o lugar alguno en el que me encontrase, pero que, por ello, no podía fingir que yo no era, sino que por el contrario, sólo a partir de que pensaba dudar acerca de la verdad de otras cosas, se seguía muy evidente y ciertamente que yo era, mientras que, con sólo que hubiese cesado de pensar, aunque el resto de lo que había imaginado hubiese sido verdadero, no tenía razón alguna para creer que yo hubiese sido, llegué a conocer a partir de todo ello que era una sustancia cuya esencia o naturaleza no reside sino en pensar y que tal sustancia, para existir, no tiene necesidad de lugar alguno ni depende de cosa alguna material. De suerte que este yo, es decir, el alma, en virtud de la cual yo soy lo que soy, es enteramente distinta del cuerpo, más fácil de conocer que éste y, aunque el cuerpo no fuese, no dejaría de ser todo lo que es.
Analizadas estas cuestiones, reflexionaba en general sobre todo lo que se requiere para afirmar que una proposición es verdadera y cierta, pues, dado que acababa de identificar una que cumplía tal condición, pensaba que también debía conocer en qué consiste esta certeza. Y habiéndome percatado que nada hay en pienso, luego soy que me asegure que digo la verdad, a no ser que yo veo muy claramente que para pensar es necesario ser, juzgaba que podía admitir como regla general que las cosas que concebimos muy clara y distintamente son todas verdaderas; no obstante, hay solamente cierta dificultad en identificar correctamente cuáles son aquellas que concebimos distintamente.
A continuación, reflexionando sobre que yo dudaba y que, en consecuencia, mi ser no era omniperfecto pues claramente comprendía que era una perfección mayor el conocer que el dudar, comencé a indagar de dónde había aprendido a pensar en alguna cosa más perfecta de lo que yo era; conocí con evidencia que debía ser en virtud de alguna naturaleza que realmente fuese más perfecta. En relación con los pensamientos que poseía de seres que existen fuera de mi, tales como el cielo, la tierra, la luz, el calor y otros mil, no encontraba dificultad alguna en conocer de dónde provenían pues no constatando nada en tales pensamientos que me pareciera hacerlos superiores a mi, podía estimar que si eran verdaderos, fueran dependientes de mi naturaleza, en tanto que posee alguna perfección; si no lo eran, que procedían de la nada, es decir, que los tenía porque había defecto en mi. Pero no podía opinar lo mismo acerca de la idea de un ser más perfecto que el mío, pues que procediese de la nada era algo manifiestamente imposible y puesto que no hay una repugnancia menor en que lo más perfecto sea una consecuencia y esté en dependencia de lo menos perfecto, que la existencia en que algo proceda de la nada, concluí que tal idea no podía provenir de mí mismo. De forma que únicamente restaba la alternativa de que hubiese sido inducida en mí por una naturaleza que realmente fuese más perfecta de lo que era la mía y, también, que tuviese en sí todas las perfecciones de las cuales yo podía tener alguna idea, es decir, para explicarlo con una palabra que fuese Dios. A esto añadía que, puesto que conocía algunas perfecciones que en absoluto poseía, no era el único ser que existía (permitirme que use con libertad los términos de la escuela), sino que era necesariamente preciso que existiese otro ser más perfecto del cual dependiese y del que yo hubiese adquirido todo lo que tenía. Pues si hubiese existido solo y con independencia de todo otro ser, de suerte que hubiese tenido por mi mismo todo lo poco que participaba del ser perfecto, hubiese podido, por la misma razón, tener por mi mismo cuanto sabía que me faltaba y, de esta forma, ser infinito, eterno, inmutable, omnisciente, todopoderoso y, en fin, poseer todas las perfecciones que podía comprender que se daban en Dios. Pues siguiendo los razonamientos que acabo de realizar, para conocer la naturaleza de Dios en la medida en que es posible a la mía, solamente debía considerar todas aquellas cosas de las que encontraba en mí alguna idea y si poseerlas o no suponía perfección; estaba seguro de que ninguna de aquellas ideas que indican imperfección estaban en él, pero sí todas las otras. De este modo me percataba de que la duda, la inconstancia, la tristeza y cosas semejantes no pueden estar en Dios, puesto que a mi mismo me hubiese complacido en alto grado el verme libre de ellas. Además de esto, tenía idea de varias cosas sensibles y corporales; pues, aunque supusiese que soñaba y que todo lo que veía o imaginaba era falso, sin embargo, no podía negar que esas ideas estuvieran verdaderamente en mi pensamiento. Pero puesto que había conocido en mí muy claramente que la naturaleza inteligente es distinta de la corporal, considerando que toda composición indica dependencia y que ésta es manifiestamente un defecto, juzgaba por ello que no podía ser una perfección de Dios al estar compuesto de estas dos naturalezas y que, por consiguiente, no lo estaba; por el contrario, pensaba que si existían cuerpos en el mundo o bien algunas inteligencias u otras naturalezas que no fueran totalmente perfectas, su ser debía depender de su poder de forma tal que tales naturalezas no podrían subsistir sin él ni un solo momento.
Posteriormente quise indagar otras verdades y habiéndome propuesto el objeto de los geómetras, que concebía como un cuerpo continuo o un espacio indefinidamente extenso en longitud, anchura y altura o profundidad, divisible en diversas partes, que podían poner diversas figuras y magnitudes, así como ser movidas y trasladadas en todas las direcciones, pues los geómetras suponen esto en su objeto, repasé algunas de las demostraciones más simples. Y habiendo advertido que esta gran certeza que todo el mundo les atribuye, no está fundada sino que se las concibe con evidencia, siguiendo la regla que anteriormente he expuesto, advertí que nada había en ellas que me asegurase de la existencia de su objeto. Así, por ejemplo, estimaba correcto que, suponiendo un triángulo, entonces era preciso que sus tres ángulos fuesen iguales a dos rectos; pero tal razonamiento no me aseguraba que existiese triángulo alguno en el mundo. Por el contrario, examinando de nuevo la idea que tenía de un Ser Perfecto, encontraba que la existencia estaba comprendida en la misma de igual forma que en la del triángulo está comprendida la de que sus tres ángulos sean iguales a dos rectos o en la de una esfera que todas sus partes equidisten del centro e incluso con mayor evidencia. Y, en consecuencia, es por lo menos tan cierto que Dios, el Ser Perfecto, es o existe como lo pueda ser cualquier demostración de la geometría.
Pero lo que motiva que existan muchas personas persuadidas de que hay una gran dificultad en conocerle y, también, en conocer la naturaleza de su alma, es el que jamás elevan su pensamiento sobre las cosas sensibles y que están hasta tal punto habituados a no considerar cuestión alguna que no sean capaces de imaginar (como de pensar propiamente relacionado con las cosas materiales), que todo aquello que no es imaginable, les parece ininteligible. Lo cual es bastante manifiesto en la máxima que los mismos filósofos defienden como verdadera en las escuelas, según la cual nada hay en el entendimiento que previamente no haya impresionado los sentidos. En efecto, las ideas de Dios y el alma nunca han impresionado los sentidos y me parece que los que desean emplear su imaginación para comprenderlas, hacen lo mismo que si quisieran servirse de sus ojos para oír los sonidos o sentir los olores. Existe aún otra diferencia: que el sentido de la vista no nos asegura menos de la verdad de sus objetos que lo hacen los del olfato u oído, mientras que ni nuestra imaginación ni nuestros sentidos podrían asegurarnos cosa alguna si nuestro entendimiento no interviniese.
En fin, si aún hay hombres que no están suficientemente persuadidos de la existencia de Dios y de su alma en virtud de las razones aducidas por mí, deseo que sepan que todas las otras cosas, sobre las cuales piensan estar seguros, como de tener un cuerpo, de la existencia de astros, de una tierra y cosas semejantes, son menos ciertas. Pues, aunque se tenga una seguridad moral de la existencia de tales cosas, que es tal que, a no ser que se peque de extravagancia, no se puede dudar de las mismas, sin embargo, a no ser que de peque de falta de razón, cuando se trata de una certeza metafísica, no se puede negar que sea razón suficiente para no estar enteramente seguros el haber constatado que es posible imaginarse de igual forma, estando dormido, que se tiene otro cuerpo, que se ven otros astros y otra tierra, sin que exista ninguno de tales seres. Pues ¿cómo podemos saber que los pensamientos tenidos en el sueño son más falsos que los otros, dado que frecuentemente no tienen vivacidad y claridad menor?. Y aunque los ingenios más capaces estudien esta cuestión cuanto les plazca, no creo puedan dar razón alguna que sea suficiente para disipar esta duda, si no presuponen la existencia de Dios. Pues, en primer lugar, incluso lo que anteriormente he considerado como una regla (a saber: que lo concebido clara y distintamente es verdadero) no es válido más que si Dios existe, es un ser perfecto y todo lo que hay en nosotros procede de él. De donde se sigue que nuestras ideas o nociones, siendo seres reales, que provienen de Dios, en todo aquello en lo que son claras y distintas, no pueden ser sino verdaderas. De modo que, si bien frecuentemente poseemos algunas que encierran falsedad, esto no puede provenir sino de aquellas en las que algo es confuso y oscuro, pues en esto participan de la nada, es decir, que no se dan en nosotros sino porque no somos totalmente perfectos. Es evidente que no existe una repugnancia menor en defender que la falsedad o la imperfección, en tanto que tal, procedan de Dios, que existe en defender que la verdad o perfección proceda de la nada. Pero si no conocemos que todo lo que existe en nosotros de real y verdadero procede de un ser perfecto e infinito, por claras y distintas que fuesen nuestras ideas, no tendríamos razón alguna que nos asegurara de que tales ideas tuviesen la perfección de ser verdaderas.
Por tanto, después de que el conocimiento de Dios y el alma nos han convencido de la certeza de esta regla, es fácil conocer que los sueños que imaginamos cuando dormimos, no deben en forma alguna hacernos dudar de la verdad de los pensamientos que tenemos cuando estamos despiertos. Pues, si sucediese, inclusive durmiendo, que se tuviese alguna idea muy distinta como, por ejemplo, que algún geómetra lograse alguna nueva demostración, su sueño no impediría que fuese verdad. Y en relación con el error más común de nuestros sueños, consistente en representarnos diversos objetos de la misma forma que la obtenida por los sentidos exteriores, carece de importancia el que nos dé ocasión para desconfiar de la verdad de tales ideas, pues pueden inducirnos a error frecuentemente sin que durmamos como sucede a aquellos que padecen de ictericia que todo lo ven de color amarillo o cuando los astros u otros cuerpos demasiado alejados nos parecen de tamaño mucho menor del que en realidad poseen. Pues, bien, estemos en estado de vigilia o bien durmamos, jamás debemos dejarnos persuadir sino por la evidencia de nuestra razón. Y es preciso señalar, que yo afirmo, de nuestra razón y no de nuestra imaginación o de nuestros sentidos, pues aunque vemos el sol muy claramente no debemos juzgar por ello que no posea sino el tamaño con que lo vemos y fácilmente podemos imaginar con cierta claridad una cabeza de león unida al cuerpo de una cabra sin que sea preciso concluir que exista en el mundo una quimera, pues la razón no nos dicta que lo que vemos o imaginamos de este modo, sea verdadero. Por el contrario nos dicta que todas nuestras ideas o nociones deben tener algún fundamento de verdad, pues no sería posible que Dios, que es sumamente perfecto y veraz, las haya puesto en nosotros careciendo del mismo. Y puesto que nuestros razonamientos no son jamás tan evidentes ni completos durante el sueño como durante la vigilia, aunque algunas veces nuestras imágenes sean tanto o más vivas y claras, la razón nos dicta igualmente que no pudiendo nuestros pensamientos ser todos verdaderos, ya que nosotros no somos omniperfectos, lo que existe de verdad debe encontrarse infaliblemente en aquellos que tenemos estando despiertos más bien que en los que tenemos mientras soñamos.
7. Comentario de texto
El Discurso del método, que traza el camino seguido por el espíritu de Descartes hasta llegar a la construcción de su filosofía, se halla dividido en seis partes, de las que la segunda y la cuarta constituyen el texto seleccionado para el examen de Selectividad. No obstante esta división, el propio autor pensaba que debía leerse sin interrupción para percibir cómo la totalidad de la obra está atravesada por una sola idea: que el pensamiento no depende de las cualidades personales, sino de la orientación que se le dé o de los objetos a los que se aplique. Pensar bien está al alcance de cualquiera, dice Descartes nada más empezar el libro, porque “el buen sentido es la cosa mejor repartida del mundo”, y porque el “poder de bien juzgar y de distinguir lo verdadero de lo falso, que es propiamente lo que se llama el buen sentido o la razón, es naturalmente igual en todos los hombres”. Solamente es imprescindible pensar con método.
La primera parte se abre con esa idea directriz. Los espíritus coinciden en lo esencial, dice, pero no puede haber más diversidad en las opiniones y creencias. La razón de esta oposición reside en la ausencia de método para conducir la razón. Únicamente las matemáticas aportan certidumbre. Luego en ellas puede hallarse el ideal a seguir.
La segunda parte pone de relieve los méritos y los inconvenientes de la lógica, el álgebra y la geometría. Las observaciones hechas a propósito de las tres conducen a Descartes a las cuatro reglas del método, aptas, según él, para enlazar entre sí todos los conocimientos que el hombre puede adquirir.
La tercera parte está dedicada a la elaboración de unas reglas de conducta para la vida y la acción, una moral que será por fuerza provisional, hasta tanto se dilucide el saber a que el autor aspira. Pero, como la vida no espera, al contrario del conocimiento, que puede aguardar hasta que el pensador se halle seguro de sí y de su razón, es necesario elaborar unas reglas de acción de las que valerse para ella.
Las reglas en cuestión son las siguientes:
- Obedecer las leyes y costumbres de mi país y permanecer fiel a la religión en la que Dios me ha hecho la gracia de instruirme.
- Ser lo más firme y resuelto posible en mis acciones.
- Procurar vencerme a mí mismo antes que a la suerte y procurar cambiar mis deseos antes que el orden del mundo.
Estas máximas revelan lo que Zubiri ha llamado vida razonable: “fidelidad racional a sí mismo”.
En la cuarta parte se halla la base firme de la filosofía y, con ella, de todo el saber humano: el descubrimiento del yo pensante, desde donde puede iniciarse un orden deductivo que se extiende a todo lo real.
En la quinta parte se encuentran los principios que sirven de origen para la deducción de todo lo que concierne al mundo, de los leyes esenciales de la naturaleza. En consecuencia, esta parte expresa el carácter general de la física cartesiana, ciencia a la que, según su creador, se reducen todos los demás conocimientos de la materia: astronomía, anatomía, fisiología… Aquí resalta el mecanicismo del sistema y, por ello mismo, es el lugar donde emerge el dualismo cartesiano: la diferenciación estricta del alma y el cuerpo: “el alma razonable… no puede ser sacada en modo alguno de la potencia de la materia…, sino que debe ser expresamente creada”. Lo que en las moscas y las hormigas se llama alma nada tiene que ver con la nuestra, que “es de una naturaleza enteramente diferente del cuerpo, y que, consecuentemente, no está sujeta a morir con él”.
La sexta parte es una visión retrospectiva. El método ha dado tanto o más de lo que se esperaba de él. ¿Cómo mantener en silencio sus frutos? No es lícito hurtarlos a los demás. Por eso decide Descartes publicarlos, por si otros se deciden a colaborar en la misma tares y es posible así conducir los conocimientos más allá del lugar en que se encuentran.
a) Comprensión de términos y expresiones
Alma.- Para los griegos el alma solía ser principio vital y principio de conocimiento. Santo Tomás consideró que forma una unidad sustancial con el cuerpo. Descartes rompe ambas tradiciones. El análisis puesto en práctica por su sistema filosófico la despoja de toda otra cualidad que no sea el pensamiento. De ahí que la defina como res cogitans, sustancia pensante. Es pensante porque, para ser ella misma solamente necesita dudar, recordar…, es decir, pensar. Es sustancia porque así ha sido percibida en un acto intuitivo de la razón: para pensar es preciso ser.
Análisis.- Es la primera y más importante de las reglas del método que Descartes se propuso. Consiste en practicar sucesivas reducciones de un contenido mental cualquiera hasta llegar a una idea irreductible. Su puesta en práctica condujo a la definición del alma como res cogitans, de la materia como res extensa y de Dios como res infinita.
Pero, por los resultados del uso de esta regla, comprendemos que es algo más que una simple regla: define una característica de la razón, pues su tarea primordial, aquella para la que está más capacitada, consiste en reducir los contenidos de conciencia a átomos mentales, sobre los cuales se ejerce la intuición (Ver “intuición” y “razón”).
Cuerpo.- Ver “materia”.
Dios.- Ver “infinito”.
Duda.- Habitualmente este término significa “irresolución”, “vacilación”, “incertidumbre”, “reparo”…, lo cual no ha impedido que bastantes filósofos la utilicen metódicamente, con el fin de poner en claro presupuestos iniciales del pensamiento. Entre todos ellos destacan San Agustín (354 – 430) y Descartes. El último la usa para llegar al primer descubrimiento de su filosofía: “pienso, luego existo”. Pero en él es un modo de actuar que está al principio, no al final, pues dudar sirve para dejar de dudar, es decir, para hallar una verdad segura y no permanecer en el escepticismo.
Idea.- Mientras que en Platón la idea era una forma de la realidad (ver glosario del tema I), en Descartes es la realidad en tanto que vista por una inspección simple de la mente. Luego es un concepto del espíritu del hombre que no se confunde con cosa alguna. Concebir de este modo las ideas es lo que conduce de inmediato a indagar su origen y sus clases. Respecto a lo primero, la tendencia del racionalismo en general, y de Descartes en particular, fue admitir que las ideas más importantes, aquellas que brotan de una intuición, o bien han sido puestas por Dios o bien nacen de la propia naturaleza humana, y que las demás vienen de la experiencia sensible. Respecto a lo segundo, es inevitable clasificarlas en claras, confusas, adecuadas, inadecuadas…, pues, siendo representaciones de la mente, podrían no corresponderse con las cosas reales.
Puesto que esta manera de concebir las ideas convierte en un problema el acto de conocer, en ella reside el primer origen de la teoría del conocimiento que caracteriza a la filosofía moderna.
Infinito.- En el sistema cartesiano el infinito es, antes que nada, una noción. Descartes argumenta que un ser finito no podría tener tal noción si un ser infinito no la hubiera depositado en él y que no puede ser materialmente falsa. Pero, al actuar así, su filosofía usa la idea de lo finito para pasar a lo finito, en lugar de seguir la dirección contraria, como habían hecho siempre los medievales. La usa para pasar de la existencia del yo a la de la materia y fundamentar así metafísicamente la nueva ciencia física.
Intuición.- Lo primero que llama la atención en el uso de este término es que el autor no concibe la intuición como una actividad de la imaginación o de la fantasía, sino como una operación de la razón, que consiste en la captación de relaciones necesarias entre objetos mentales. Un ejemplo de tal clase de relación es la que Descartes dice haber entre pensar y ser. Luego el cogito, ergo sum no es, pese a su apariencia, una deducción, sino una idea clara y distinta que se impone a su razón, es decir, una intuición. Existe, pues, una diferencia entre intuición y deducción. La segunda es una sucesión de actos del entendimiento. La primera es un acto único. Según palabras de Descartes, es una representación tan fácil de entender que no puede dudarse de ella y, aunque la deducción no puede hacer errar nunca a los hombres, la intuición es todavía más segura y cierta que ella.
Materia.- El mismo esfuerzo analítico que conduce a reducir al alma a un solo atributo conduce también a reducir la materia a otro, el de la extensión o divisibilidad. Luego, dejadas a un lado todas las otras cualidades, como el color, el olor, el sonido…, los cuerpos se reducen a extensión, que es lo único que no pueden dejar de ser. La certeza de su existencia, sin embargo, no deriva de una intuición, como sucedió en el caso del alma, sino de una deducción llevada a cabo a través de la idea de infinito.
Que el único atributo esencial de la materia sea la extensión es lo que autoriza a Descartes para afirmar que la ciencia encargada de su estudio tiene que ser la geometría. En otras palabras, que la física ha de convertirse en una parte de la matemática.
Método.- Un método es un camino para alcanzar un fin propuesto de antemano. El que Descartes propone se diferencia de otros anteriores en que sirve para “conducir bien la razón y buscar la verdad en las ciencias”. Sirve, en consecuencia, para descubrir verdades no conocidas y no para exponer o demostrar las ya conocidas. Así pues, en la filosofía de Descartes el concepto de método se opone al de demostración.
Otra nota característica es que el método no es personal sino universal. Puede ser usado por cualquier hombre. Sus reglas no dependen de la capacidad de quien las utilice, pese a que algunas personas tal vez las utilicen mejor que otras, lo cual no tiene que ver con el método mismo, sino con las peculiaridades personales.
Razón.- Es un concepto que recibe varias denominaciones en los escritos de Descartes: buen sentido, buen espíritu, buena mente… Todas ellas indican facultades superiores, diferentes de la sensibilidad. Pero, por encima de todos estos rasgos, la razón es metódica y analítica. Metódica porque, siendo una luz natural, y no divina o sobrenatural, como creían los griegos, pertenece por igual a la naturaleza de todos los hombres, hasta el punto de que todos pueden adquirir las ciencias más altas si la conducen como es debido. Es analítica porque el conocimiento de lo simple, que sólo se logra después de descomponer, o analizar, lo que se presenta como compuesto, es el único conocimiento pleno y seguro.
Por último la razón es también, según Descartes, voluntad. Una idea no es por sí misma verdadera o falsa. Sólo resulta serlo cuando la afirmamos o la negamos. De otro modo: el conocimiento conduce siempre a un juicio, pero el asentimiento o la repulsa de ese juicio es cosa de la voluntad y, en consecuencia, ésta es parte de la razón.
Res cogitans.- Ver “alma”.
Res extensa.- Ver “materia”.
Sustancia.- Id quod ita est ut nulla re indigeat ad existendum: lo que existe de tal manera que no necesita de ninguna otra cosa para existir. Luego todo lo que sea una sustancia es un ser independiente, que sólo depende de sí para ser lo que es. Esta definición ha servido a muchos comentaristas para decir que, si se la entiende con rigor, entonces debería admitirse que sólo puede aplicarse a la res infinita, o Dios. También han indicado que Spinoza desarrolló esta concepción, dando lugar al panteísmo.
c) Interpretación del texto
i) Breve resumen del contenido del texto
La segunda parte del Discurso expone la necesidad de unificar todo el saber reconstruyéndolo a partir de elementos y principios simples. Puesto que tales principios no pueden ser extraídos directamente de la lógica, la geometría y el álgebra, por los inconvenientes que estas tres ciencias ofrecen -demasiadas reglas en la primera, excesos de la imaginación en la segunda, más complicaciones de lo necesario en la tercera-, Descartes crea sus propias reglas, que, piensa él, son capaces de ensamblar entre sí todos los conocimientos posibles.
La cuarta parte muestra las virtudes de su método después de aplicarlo al fundamento de todo saber: la metafísica. Aparece en toda su fuerza el análisis cartesiano, la intención de reducir a lo esencial, y sólo a lo esencial, todo aquello que se presente a la luz natural de la razón, bien conducida y gobernada por el método descrito en la segunda. El hallazgo de que da cuenta este capítulo es no solamente la primera piedra de la filosofía, sino de todo el edificio del conocimiento. Se pasa de la definición del alma como pensamiento a la noción de perfección y de ésta a la esencia y existencia de Dios, que sirve a su vez para probar que existe el mundo, cuya naturaleza ha sido también desentrañada por el análisis. La primera noción –cogito, ergo sum– inicia un orden de deducción que es asimismo el orden de construcción de nuestro saber de lo real.
ii) Estructura del texto
- Segunda parte: el método.
- Primera intención.
- En busca del método.
- Las reglas.
- El modelo matemático.
- Resultados satisfactorios del método.
- Primero.
- Segundo.
- Cuarta parte: la metafísica.
- Pienso, luego soy.
- La sustancia.
- El criterio de verdad.
- Esencia y existencia de Dios.
- Esencia y existencia de la materia.
iii) Desarrollo del esquema del texto
Segunda parte: el método
Primera intención
Descartes pasó el invierno de 1619 en el ejército del elector Maximiliano de Baviera, durante la Guerra de los Treinta Años. En paz consigo mismo, alejado de las charlas y chismorreos del cuartel, disponía de todo el tiempo para entregarse a sus divagaciones. La primera de que hace mención, que es uno de los motivos centrales de este pequeño tratado, está muy lejos de lo que muchas personas de nuestro tiempo piensan: considerar que hay más orden y belleza en la obra que ha hecho uno solo que aquella en la que han colaborado muchos. Así lo muestran, dice, el caso de la arquitectura, una comparación a la que Descartes recurre frecuentemente, el del urbanismo de las ciudades antiguas, la legislación de los pueblos, la religión… Este último ejemplo es una comparación singular: el estado en que se halla la verdadera religión, que es más perfecto que ninguna institución humana, se debe, más que a no haber dependido de los hombres su nacimiento, a que ha sido solamente Dios, sin concurso de otro ser, quien la ha hecho, porque es mejor lo que hace uno sólo que lo que hacen varios.
Una ambición verdaderamente grande debe ser la que mueve al joven Descartes, que por entonces solamente contaba veintitrés años, para comparar su modo de proceder con la mismísima actuación de Dios al instaurar la religión. Su lenguaje es humilde, pero tras él se esconde algo de cuya grandeza es plenamente consciente.
Tan consciente es de ello que teme pecar de soberbia y, por si algún lector toma al pie de la letra lo que él se propone hacer y lo pone también en ejecución, advierte que no se deben “derribar todas las casas de una ciudad con el único fin de reconstruirlas” de acuerdo con otro plan, aunque éste sea mejor y de que tampoco debe un hombre cambiar el Estado o el cuerpo general de las ciencias, o la pedagogía establecida para enseñarlas…
Si es una insensatez ¿por qué se decide entonces él a afrontar el riesgo? Por la disparidad de las opiniones, dice, una situación filosóficamente escandalosa e inadmisible que le empuja a prescindir de todas ellas para juzgar solamente por su propia razón, por sí mismo, sin ayuda de los libros, de los maestros, de los doctos, de la tradición, de la autoridad… En vez de aceptar pasivamente todos los pensamientos y creencias que recibió desde la niñez, opta por someterlos todos a la luz natural de su razón, con el fin de decidir cuáles son aceptables y cuáles no. Se siente autorizado a hacerlo porque se trata de su propia vida y no de la del Estado, las costumbres o la religión. Reclama su derecho a reparar su propia casa de acuerdo consigo mismo y no exige la destrucción de la ciudad con el fin de levantar otra nueva y más bella.
Y lo reclama sólo para sí, no creyendo que lo que él hace deba servir de modelo para los demás. “Liberarse de todas las opiniones anteriormente integradas dentro de nuestra creencia” no es algo que todos deban llevar a cabo. Por lo general, los hombres son de dos tipos: unos que creen ser más de lo que son y otros que no. Los primeros siempre yerran cuando se apartan de las creencias comunes y los segundos hacen bien en seguirlas, así que ni unos ni otros deben intentar modificarlas.
Descartes se habría contado a sí mismo entre los últimos si no hubiera sido por la vastedad de los conocimientos adquiridos, cuya disparidad le había dejado perplejo. Las controversias entre los sabios, las extravagancias de los libros de filosofía, las diferencias entre los pueblos, los cambios en los gustos… habíanle conducido a no confiar en ningún apoyo sólido desde el que conducir su vida. El libro del mundo y los libros de sus estudios habían introducido en él la desconfianza. Esta ignorancia socrática es nuevamente una causa profunda de la actividad de un filósofo.
En busca del método
Se impone actuar con cautela. En la noche oscura y sola es mejor moverse poco para no caer. Incluso es mejor no abandonar de golpe todo lo que se ha creído hasta que el propio espíritu haya podido hacer la luz.
¿Dónde buscar esta luz? ¿En la lógica, la geometría, el álgebra…? El método de estas tres ciencias es excelente. Pero la primera se ha convertido en un arte farragoso, la segunda depende en exceso de la imaginación y el álgebra se ha vuelto también oscura y confusa. ¿No sería posible aprovechar las ventajas de las tres ateniéndose a un mínimo número de reglas? Lo mismo que la existencia de muchas leyes sirve en los Estados más para el vicio que para la obediencia, la existencia de muchos preceptos en la razón sirve más para andar sin rumbo que con orden y concierto. De ahí que Descartes redujera al máximo el número de reglas necesarias para conducir su razón:
Las reglas.
- Evidencia: admitir sólo “aquello que se presentara tan clara y distintamente a mi espíritu que no tuviera motivo alguno para ponerlo en duda”.
- Análisis: descomponer las dificultades en sus elementos componentes para examinarlos uno a uno.
- Síntesis: componer los conocimientos empezando por los elementos más simples.
- Enumeración: revisar tantas veces como fuera preciso todo lo hecho, para estar seguro de no haber omitido nada.
El modelo matemático
Inmediatamente después de exponer estas reglas, Descartes expone su modelo de conocimiento: las matemáticas. No se trata de una coincidencia. Una vez tomada la decisión de volver lavista al entendimiento y no a las cosas, una vez que se está seguro de proceder con más acierto si se empieza por hacer un recuento del instrumental con que contamos para nuestro trabajo, es preciso saber en qué ha de consistir éste. Descartes obra como un artesano que examina minuciosamente sus herramientas, las afina y pone a punto, para mirar después qué es lo que debe hacerse. El artesano es aquí la luz natural de la razón, el entendimiento personal, que todos los hombres poseen por igual, que no depende de nada ni de nadie, sino sólo de sí mismo, para saber qué es verdadero y qué falso. Los libros, la tradición, los sabios… no tienen ante él tanta influencia como la tiene él mismo. Las herramientas son las reglas enumeradas anteriormente. Son pocas y sencillas, de manera que es de esperar que su exacta observancia baste para evitar que la razón caiga en el error. Por último, el trabajo que ha de hacerse es conocer. No hay otro más adecuado para los medios de que se dispone, pues, tal como lo concibe Descartes, el conocimiento no es otra cosa que el despliegue del entendimiento. Tengamos un ejemplo en el que casi con toda seguridad pensó él mismo. En una ecuación está presente la incógnita, la x, que es, en principio, algo desconocido cuyo valor se busca. Sin embargo, no es totalmente desconocido, pues todo lo que la x es lo es en relación con los demás números. La incógnita es una relación. Basta con examinar uno por uno todos los demás elementos de la ecuación para hallarla.
Así es el verdadero conocimiento. Por eso hacen bien quienes se dedican al estudio de las matemáticas, pues acostumbrarán su espíritu a no estar satisfecho más que con verdades demostradas. Sin embargo, no son el final del camino, sino solamente una indicación del procedimiento a seguir y, en cuanto tal, pueden llegar incluso a enmascarar la verdadera investigación. Deben ser tomadas como una preparación para esta última. De ahí que no sea necesario estudiar todas las ramas de la matemática, pues así nos perderíamos en la diversidad y nunca llegaríamos a alcanzar la unidad. Lo indispensable es comprender que todas las variantes de esta ciencia responden a dos únicos elementos, la relación y la proporción, y que el estudio de éstos es el fundamento para el conocimiento de todos los objetos matemáticos.
Resultados satisfactorios del método
- Primero.
“La exacta observancia de estos escasos preceptos” y su aplicación al ideal de la unidad del conocimiento, representado provisionalmente por las matemáticas, dio resultados en muy pocos meses: la geometría analítica. Acostumbrada su mente a este proceder, que consiste básicamente en partir de las cuestiones más simples y más generales” para ir remontándose poco a poco a las más complicadas, Descartes tenía la plena seguridad de conocer a la perfección todo aquello a que se aplicó. No es exagerado decir que era perfecto el conocimiento alcanzado. Lo mismo que un niño al que se han explicado las reglas de la suma conoce sobre ella “todo aquello de lo que es capaz el ingenio humano”, él sentía haber llegado también a la perfección en el conocimiento de todo aquello a lo que había aplicado este trabajo.
- Segundo.
Pero el verdadero éxito del método no residió en el descubrimiento del análisis, sino en la comprobación de la capacidad de su entendimiento personal. Los resultados obtenidos en el álgebra permitían suponer que podía aplicarse igualmente al examen de otras materias. ¿A cuáles? No a todas aquellas en las que él había encontrado defectos, por supuesto, porque eso iría contra el fin propuesto y el método seguido. El fin es la unidad de todo el conocimiento. El método ya ha sido descrito: partir de los elementos más simples y conducirse con precaución extrema. Por eso debía empezar por la metafísica, pensó Descartes. En ella deben estar los principios más simples y generales de todo el saber, y, aunque por el momento no estuviera en condiciones de proporcionar ninguno, por ella había que empezar la reestructuración de todo el edificio. Sin embargo, pensó que los pocos años con que entonces contaba -veintitrés- exigían retrasar una empresa de tal envergadura. Todavía era necesario adiestrarse más en el método y adquirir más experiencias para sus razonamientos.
Cuarta parte: la metafísica
Pienso, luego soy
En la aplicación de estos principios a la filosofía resalta más que en ninguna otra parte el impulso original que mueve a Descartes: no recurrir a nada ajeno a él y confiar únicamente en lo que su razón le indique. Éste es el sentido de la duda con que se inicia esta cuarta parte del Discurso del método. De la puesta en tela de juicio de todo cuanto el conocimiento haya podido adquirir hasta el momento tiene que brotar, sólida e inquebrantable, la primera verdad de la filosofía, sobre la que repose todo el sistema de las ciencias. La duda es universal:
- De los sentidos, pues basta que alguna vez me hayan engañado para sospechar que lo estén haciendo siempre.
- De los razonamientos que he tomado hasta ahora por verdaderos, pues hay hombres que yerran incluso en las cuestiones más sencillas y yo soy hombre.
- De la posibilidad de distinguir entre el sueño y la vigilia, pues los mismos pensamientos me pueden venir en uno u otro estado.
Solamente de la duda puede brotar la verdad. Y, si la duda es universal, absoluta, la verdad que de ella brote habrá de ser inquebrantable. No hay otro camino para saber que algo es cierto que el de someter todo cuanto se ha tenido por tal al examen crítico, destructivo, de la razón. En un sentido muy profundo, éste es el principio de todo filosofar: la conciencia de la ignorancia, fundamento de la distinción entre lo verdadero y lo falso. ¿Cómo admitir que algo es verdadero si antes no se pensado seriamente que muy bien podría ser falso? Esta es la razón por la que Descartes dice que todo hombre debería dudar al menos una vez en la vida.
Así desembarazado de toda la hojarasca que hasta el momento había tenido por auténtico conocimiento, Descartes encuentra que no es posible conocer ninguna otra cosa mejor ni antes que el propio entendimiento. Lo mismo que la luz hace brotar una diversidad infinita de colores y formas en los objetos, pero ella es siempre la misma, así la razón puede proyectarse sobre los innumerables seres de la ciencia, pero es una sola razón. Esta es la vieja antítesis griega entre la unidad y la diversidad, pero planteada de un modo muy original: si se quiere reducir todo a un solo principio, éste debe ser la propia razón. Lo primero es el pensamiento. Así, la primera verdad que encuentro, dice Descartes, es que yo pienso. En ella está incluido que yo soy. Pienso, luego soy. He aquí una primera relación, entre pensar y ser, que se ha presentado con tanta evidencia que “todas las extravagantes suposiciones de los escépticos no eran capaces de hacerla tambalear”. Este es el primer principio de la metafísica y, en consecuencia, el fundamento de la unidad de todo el saber.
La sustancia
Mas no basta con este descubrimiento, pues todavía es necesario saber qué es lo que ha sido descubierto. Con ese fin Descartes recorre las diversas fases del cambio -que percibe que tiene cuerpo, que se halla en un lugar…- para desecharlas y retener únicamente lo que permanece invariable a través de todas ellas: que yo pienso. Luego el ser de la mente es el pensar, y no necesita de ninguna otra cosa para seguir siéndolo. De aquí su concepción de la sustancia: aquello que existe de tal manera que no necesita de ninguna otra cosa para existir[13]. Esta concepción, fruto del análisis instaurado por el método cartesiano, es aplicable a todo ser, como tendremos ocasión de ver.
El criterio de verdad
Como es aplicable a toda certeza que podamos adquirir el criterio aplicado al cogito ergo sum, que no es otra cosa que la regla de la evidencia descrita más arriba: “que las cosas que concebimos muy clara y distintamente son todas verdaderas”
Esencia y existencia de Dios
Pero este proceder encierra un grave peligro. Acostumbrados a atribuir realidad objetiva a los complejos de sensaciones que se nos presentan como objetos existentes por sí mismos, sean las cosas ajenas, sea nuestro propio cuerpo, ahora todo esto ha sido reducido a un acto del espíritu. Esperábamos hallar verdades seguras por encima de las incertidumbres del yo pensante, pero cada vez que lo intentamos es para caer nuevamente de lleno en él, que es la única verdad segura. ¿No será posible descubrir alguna idea que lleve en sí la garantía de su objetividad, de la existencia real de lo que en ella se contiene?
Descartes encuentra una, la idea del más perfecto de todos los seres, al que, precisamente por serlo, no puede faltarle una perfección, la de existir, con la que otros seres menos perfectos que él sí cuentan. No podemos pensar, en suma, que Dios no existe sin caer en contradicción, viene a decir Descartes, aduciendo un argumento que recuerda de cerca el que dio San Anselmo en el siglo XII. Esta es la diferencia que hay entre la idea del ser más perfecto de todos y cualquier otra que la mente pueda pensar. Sabemos, por ejemplo, que los ángulos de un triángulo tienen que valer dos rectos, pero de ahí no se deduce que exista realmente un solo triángulo. Por más que se indague, no se hallará una sola noción que lleve en sí la necesidad de su existencia.
Igual que el alma es reducida por el análisis a aquella mínima noción elemental sin la cual ya no es lo que es, la noción de Dios también es reducida a una naturaleza simple: la perfección. Las demás cualidades que Descartes le atribuye, como son la eternidad, la sabiduría, la ausencia de composición…, no las encuentra directamente en la idea de Dios, sino en el contraste entre la idea del ser más perfecto y la de un ser imperfecto, del cual tiene un ejemplar a mano: él mismo. Si duda, siente tristeza, es finito… Dios tiene que ser lo contrario. Así se van añadiendo a la noción del ser perfecto cualidades que son la negación de lo que la mente encuentra en sí misma.
Esencia y existencia de la materia
El mismo proceder se sigue a propósito de la materia. Esta no puede consistir en muchos de los rasgos con que se presenta a nuestros sentidos. Puede no tener color, olor, sonido…, que no por ello dejará de ser materia. Solamente una cosa no puede dejar de ser: extensión. Lo cual es decir divisibilidad. Al entendimiento le resulta imposible concebir un objeto material, por ínfimo que sea, que no pueda dividirse. Esta es, pues, su esencia, concebida como algo tan evidente que no puede ponerse en duda. Algo bien diferente es que exista, pues ya se ha dicho que sólo hay una idea que permita pasar de su esencia a su existencia real.
Salvo que no nos importe ser acusados con motivo de extravagantes, es cierto que no podemos desprendernos de la seguridad moral de “tener un cuerpo, de la existencia de astros, de una tierra y cosas semejantes”. Pero cuando “se trata de una seguridad metafísica” nuestras ideas acerca de esas cosas parecen estar suspendidas sobre el vacío. Es entonces cuando debe aceptarse el presupuesto básico de la existencia de Dios, única garantía de que lo pensado por nosotros con claridad y distinción es verdadero. Ahora comprendemos el valor de la argumentación a favor de la existencia del Ser Supremo. No se intenta, como en la Edad Media, pensar en la salvación del alma ni se intenta hacer teología, sino buscar un fundamento metafísico a la ciencia de la materia. Puede observarse que el hilo conductor ha sido la idea de infinito, que permite asignar al ser perfecto la veracidad de las ideas evidentes y a nuestra imperfección la oscuridad o falsedad de las demás. Toda duda queda así definitivamente disipada.
Contextualización
El año 1637 es el de la publicación del Discurso del método. Descartes, que entonces contaba 41 años, había construido el método para organizar y dirigir su pensamiento a los 23. El mismo cuenta que se había tomado ese intervalo para evitar la precipitación: “habiéndome prevenido de que sus principios (los de las ciencias) deberían estar tomados de la filosofía, en la cual no encontraba alguno cierto, pensaba que era necesario ante todo que tratase de establecerlos. Y puesto que era lo más importante en el mundo y se trataba de un tema en el que la precipitación y la prevención eran los defectos que más se debían temer, juzgué que no debía intentar tal tarea hasta que no tuviese una madurez superior a la que se posee a los veintitrés años, que era mi edad, y hasta que no hubiese empleado con anterioridad mucho tiempo en prepararme, tanto desarraigando de mi espíritu todas las malas opiniones y realizando un acopio de experiencias que deberían constituir la materia de mis razonamientos, como ejercitándome siempre en el método que me había prescrito con el fin de afianzarme en su uso cada vez más”.
d) Hechos históricos
El tiempo de su madurez, a la que él debió considerar haber llegado después de un periplo de 18 años, es el de la Guerra de los Treinta Años, con cuya mención comienza la segunda parte del Discurso. La guerra, que había empezado como un conflicto religioso, acabó como una lucha por la hegemonía en Europa. En Francia reinaba Luis XIII, con la colaboración de Richelieu, quien, precisamente en 1637, empleaba su energía en reagrupar todas sus fuerzas para preparar una ofensiva definitiva. Era la época del inicio de las monarquías absolutas, que tuvieron su fundamento teórico en Bodino (1530 – 1596), Hobbes (1588 – 1679) y Bossuet (1627 – 1704). Las confrontaciones políticas y militares caminaban hacia el final de la hegemonía española en Europa, el surgimiento de Francia, Suecia y Países Bajos como grandes potencias y el Estado secularizado.
e) Relación del Discurso del método con otras obras del autor
Hallándose ya en posesión de sus propias ideas y de su propio método, Descartes pensó que era el momento de dar cuerpo a los elementos de su sistema filosófico en un gran libro, El Mundo, que pensó publicar en 1633. Pero llegó a sus oídos la noticia de la condena de Galileo por el Santo Oficio ese mismo año y decidió esperar tiempos mejores. Por fin apareció en 1637, como introducción de un volumen cuyos apartados eran la Dióptrica, los Meteoros y la Geometría. Y apareció escrito en francés, lo que significaba una verdadera revolución, pues la lengua de la filosofía había sido hasta entonces el latín. Que la obra viniera escrita en una lengua vulgar, abierta por tanto a todo el que quisiera entrar en ella, es coherente con el rechazo de Descartes a la cultura libresca y tradicional de las escuelas, al tiempo que revela su fe en la fuerza natural de la razón, que es igual para todos los hombres. Más tarde desarrolló lo más importante del Discurso en dos obras: Meditationes de prima philosophia (1641) y Principia philosophiae (1644). El Tratado de las pasiones del alma se publicó en 1649.
e) Influencias sobre el Discurso.
El filósofo presenta su propia obra como nacida directamente de su entendimiento, sin el intermedio de lecturas o enseñanzas de otros autores. En ella da muestras de respeto hacia los sabios, antiguos o modernos, pero trata sólo de la construcción de la propia casa, sin concurso ajeno. De hecho, meditó por sí mismo, más que leyó, a partir de los 21 años. Incluso pudo ser antes: los 17. No obstante, aunque, según él manifiesta, concibió la lectura como una conversación entretenida con los antiguos, se hallaba en disposición de un gran bagaje de conocimientos librescos. Conocía especialmente a Montaigne (1533 – 1592), el filósofo escéptico en cuya obra habría que fechar el inicio de la Edad Moderna en filosofía, si no fuera por la originalidad de Descartes y por las consecuencias que tuvieron sus escritos. De las lecturas de ese autor procede sin lugar a dudas la independencia de espíritu de que hace gala con tanta frecuencia Descartes. Mas aunque el espíritu es el mismo, sobrevive una diferencia importante: que Descartes aplica todos sus esfuerzos a la construcción de un sistema contra el que nada puedan las suposiciones de los escépticos[14]. Cuando escribió esto seguramente pensaba en Montaigne.
f) Influencias del Discurso del método
El libro no pasó de ser al principio más que una introducción a un gran tratado de física. Se pensó entonces que la filosofía del autor se hallaba en otras obras: la Meditaciones metafísicas, las Reglas para la dirección del ingenio… Pero más tarde se empezó a comprender su auténtico valor y a verlo como la obra representativa de la verdadera revolución cartesiana, revolución que, por la enorme influencia del pensamiento de Newton, quedó oscurecida durante el siglo XVIII, pero cuya importancia se ha percibido con mayor claridad en los siglos XIX y XX.
Es ahora cuando, mirando hacia atrás, hacia el camino que ha recorrido la historia de la filosofía desde la publicación del Discurso del método, comprendemos que esta obrita, que fue destinada por su autor a ser una simple introducción de otra más amplia, es en realidad una construcción monumental que abre una nueva época. Causa asombro que la narración de unas experiencias personales, que conducen a un pensador a descubrir su pensamiento, inauguren la era más gloriosa, junto a la de los griegos, de la filosofía. Ortega y Gasset dice, tal vez con acierto, que es precisamente el lazo entre las experiencias vivas de un hombre y el resultado teórico a que le condujeron lo único que puede hacernos comprender ese hecho único que es el Discurso. “Si la filosofía fuese lo que debe ser -la ciencia del leer- debería por sí misma, y aparte toda preocupación filosófica, haber llegado a la advertencia de que las tesis ya reconocidamente filosóficas sobre el método carecen de sentido si no se las toma como emergiendo efectivamente de las experiencias vitales que en el hombre Descartes se habían producido, experiencias que, lejos de ser anécdotas individuales, son el precipitado de toda la historia de Occidente”[15].
Y así fue, en efecto. Con Descartes se abandona aquel objetivismo un tanto ingenuo de los antiguos y se obliga a toda la filosofía a partir del subjetivismo, como puede observarse en los filósofos posteriores. También en él muere definitivamente aquel humanismo de los renacentistas, los hombres de la crisis, y se transforma en racionalismo exigente. En racionalismo cuyo centro es una razón que opera more geometrico. Esta es a su vez el resultado de la fundación de su método sobre la evidencia matemática, que le lleva a despojar a la materia de toda noción de fuerza o energía y a no retroceder siquiera ante la idea del animal – máquina. Como la esencia de lo corpóreo es la extensión, la del alma es el pensamiento, lo cual conforma la aceptación de dos sustancias irreductibles, ambas deducidas del análisis filosófico cartesiano. Ambas constituyendo el mundo dual, materia y espíritu, al que sienten pertenecer casi todos nuestros contemporáneos.
(Emiliano Fernández Rueda, publicado en Varios autores, Historia de la filosofía, Proyecto Sur de Ediciones, Granada, 1996, páginas 117-157)
Notas
[1] V. Copleston, F., Historia de la Filosofía. Vol IV, De Descartes a Leibniz, trad. de J. C. G. Borrón, dirección y revisión de M. Sacristán, Ariel, Barcelona, 1975, páginas 13 a 66.
[2] Descartes, R., Discurso del método. – Meditaciones metafísicas, trad., prólogo y notas de Manuel García Morente, Espasa – Calpe, Madrid, 1970, página 40.
[3] Comentario extraído de Ortega y Gasset: La idea de principio en Leibniz, Revista de Occidente-Alianza Editorial, Madrid, 1979, páginas 325 y siguientes.
[4] V. Rábade R., S., La razón y lo irracional, Editorial Complutense, Madrid, 1994, páginas 69 a 72.
[5] Más adelante se explicará esto con más detenimiento.
[6] El Dios de Descartes, a diferencia del de Copérnico, Kepler o Galileo, no se manifiesta en sus obras, de modo que éstas no son signos suyos. Dios es espiritual y sólo guarda semejanza con la mente, no con la naturaleza material.
[7] V. Burtt, E. A., Los fundamentos metafísicos de la ciencia moderna. Ensayo histórico y crítico. Trad. de R. Rojo, Sudamericana, Buenos Aires, 1960, páginas 53 a 57.
[8] V.página. 59 y siguientes.
[9] V. Kuhn, Th. S., La revolución copernicana. Trad. de D. Bergadá, Orbis, Barcelona, 1984. 2 vol., páginas 306 a 312.
[10] V. Descartes, R., o.c., 2ª parte.
[11] V. Butterfield, H., Los orígenes de la ciencia moderna. Versión de L. Castro, Taurus, Madrid, 1971, páginas 155 a 163.
[12] V. Burtt, E. A., o.c., páginas 268 y siguientes, y 332 y siguientes.
[13] Id quod ita est ut nulla re indigeat ad existendum.
[14] V. 4ª parte del Discurso.
[15] Ortega y Gasset, citado por A. R. Huéscar en Descartes, R., Discurso del método. – Reglas para la dirección de la mente, trad. de la 1ª de A. R. Huéscar, de la 2ª de F. de P. Samaranch, Orbis, Barcelona, 1983, página 36.