En este escrito se examinarán algunas ideas religiosas que han explicado a su manera qué es y de qué procede el hombre para comprobar que se esconde en ellas alguna que otra verdad que hoy todavía juzgamos importante. Se examinará también la teoría de la selección natural con el fin de aplicarla al mismo propósito, confrontándola con las ideas religiosas previamente examinadas. De ambas series de consideraciones surgirá un dato importante para comprender nuestro objeto, la necesidad de tener en cuenta la cultura como un atributo específico del animal activo que es el hombre. No se tratará, empero, de hacer un compendio de ideas religiosas y científicas para concluir la nuestra, sino de llegar indirectamente, a través de ellas, sin desdecir sin más unas u otras, a una conclusión netamente filosófica.
Génesis y especificidad del hombre según la religión.
Las religiones suelen coincidir en que describen al hombre como un ser desvalido, como un animal que no es capaz de satisfacer por sí mismo sus necesidades, ya sean las biológicas de la alimentación y el amparo frente a los elementos, o ya sean las sociales y políticas de la organización, la producción económica o la defensa frente a otros. Así sucede con el primer relato de nuestra lista, el mito de Prometeo que Platón recoge en los pasajes 320, c – 322, e, del Protágoras, que comienza diciendo que al principio existían solamente los dioses inmortales y que cuando llegó el tiempo de formar a los seres mortales descendieron aquellos a las entrañas de la Tierra y allí, con fuego, aire, agua y tierra los hicieron. A continuación había que darles lo necesario para la vida, de lo que encargaron a dos dioses, los hermanos Prometeo y Epimeteo, pero como el segundo sintió deseos de hacerlo él solo, lo pidió al primero «a condición, le dijo, de que tú examines después el reparto», y este accedió, por lo que Epimeteo comenzó seguidamente su tarea, que consistió en dar a unos velocidad sin fuerza y a otros fuerza sin velocidad, a unos tamaño reducido y cuevas para guarecerse y a otros alas para huir por los aires, a los de un lugar corpulencia y a los del otro una piel cubierta de pelo, a los de más allá cascos, y en hacer a los de acá armados y a los de allá inermes, y así sucesivamente. Al asignar las clases de alimento hizo otro tanto, porque obligó a que unos se alimentaran de hierba y otros de carne, pero tuvo buen cuidado de que los segundos no se reprodujeran con más rapidez que los primeros, no fueran a acabar con su sustento y de paso consigo mismos. Del mismo modo hizo en todo lo demás.
Pero Epimeteo, que era algo estúpido, repartió sin tiento todo lo que tenía, por lo que dejó a una clase de animales, la de los hombres, sin nada para cubrirse del frío o defenderse de los demás, sin ligereza, sin velocidad y sin corpulencia, de manera que no podían sobrevivir. En esas llegó Prometeo, que al punto se percató del desaguisado y vio que había que hacer algo y pronto, pues estaba cerca el momento de subir todos arriba y no se le ocurrió otra cosa que robar a Hefesto, el dios de la fragua en donde se hacían los rayos de Zeus, el fuego que espanta a todos los animales, y a Atenea, la diosa inteligente, las artes. Que no pudo hacer lo uno sin lo otro es evidente de suyo, porque los oficios de la metalurgia o la cerámica no son nada sin el fuego, y éste es poco útil si no se emplea en esas técnicas. Habría incurrido en una seria incongruencia, semejante a la de quien pretendiera que puede inventarse el carro antes de la rueda, la imprenta antes del alfabeto, o los ordenadores antes de la imprenta. El caso es que gracias a aquellos regalos pudo el hombre perseverar en la vida resistiendo a los otros seres, pero el robo costó a Prometeo un severo castigo, el de ser atado al monte Cáucaso, donde un buitre le devora las entrañas desde entonces.
Pero los dones de Prometeo no bastaban a los hombres. Aunque eran dones divinos, lo que les permitió articular sonidos, levantar altares a los dioses, crear lenguas, dar nombres a las cosas, construir casas, fabricar aperos de labranza y sacar los alimentos de la tierra, pese a todo no sabían vivir juntos, de manera que cuando lo intentaban sólo conseguían atacarse unos a otros y tenían que volver a separarse, y cuando se separaban eran devorados por las fieras. Prometeo les había dado lo suficiente para dominar el medio natural, pero no el social, o, dicho en la jerga actual, con la técnica robada a los dioses pudieron resolver la lucha interespecífica pero no la intraespecífica, que, según parece, sigue sin resolverse, porque todavía hoy el hombre es probablemente el único ser capaz de acabar con su especie. No conocían la técnica del gobierno, el arte de la política, que Prometeo no había podido robar, pues pertenecía exclusivamente a Zeus, en cuyo recinto no tenía derecho a entrar y estaba además protegido por guardias terribles.
Por fortuna Zeus se apiadó y envió a Hermes, su mensajero, a que les entregase el remedio y pudieran por fin vivir en concordia y sin agredirse unos a otros, a que les diese el pudor y la justicia, que todos los humanos debían poseer. Hermes, en efecto, preguntó a Zeus si había que distribuir esos dones como Prometeo había distribuido las artes, dando la medicina, por ejemplo, sólo a uno, para que éste la ejerciera sobre los demás, y el oficio de carpintero también solamente a otro, para que hiciera lo propio, a lo que Zeus respondió que no, que para que pudiera haber sociedades era preciso que todos los hombres tuvieran pudor y justicia, y que de tal manera tiene que ser así que hay que dictar órdenes según las cuales todo aquel que carezca de estas virtudes debe «ser exterminado y considerado como la peste de la sociedad».
Hasta aquí el mito de Prometeo, que condensa unas cuantas verdades latentes y alguna falsedad manifiesta. Es verdad, por ejemplo, que en las especies animales adaptadas impera la norma impuesta por Epimeteo, consistente en procurar a cada una lo que le hacía falta frente a las demás, pero cuidando de no dar a todas de todo, porque entonces pronto se habrían aniquilado entre sí, sino de producir un cierto equilibrio en la desigualdad. De ahí, por ejemplo, que hiciera muy fecundos a aquellos animales que debían servir de alimento para otros y poco a estos últimos, y otros muchos detalles semejantes. Aunque carece por completo de la providencia o la previsión del dios, la selección natural darwiniana no actúa de un modo muy diferente. Luego hay en el mito religioso una gran verdad que no puede ser pasada por alto. Otra verdad manifiesta es la que se refiere a la agresividad que parece despertar en el hombre la vida social y su difícil o imposible solución. Con todo, ¿no sentimos que la solución dada por Júpiter, que todos tengan vergüenza y sentido de la justicia, es la correcta? Por último, no es necesario decir que la intervención de una fuerza ajena al decurso ordinario de las cosas, como es el dios Epimeteo, es un recurso que carece de valor explicativo para cualquier ciencia que se precie.
El segundo texto religioso de que aquí haremos mención es el libro del Génesis. En él se dice que Dios creó el primer día a los animales del agua y del aire, y que les dio como primer don la fecundidad: «Procread y multiplicaos y henchid las aguas del mar y multiplíquense sobre la tierra las aves»; que al día siguiente creó los animales de tierra, ganados, reptiles y bestias, y que el día sexto decidió crear al hombre, el cual, a diferencia de los demás, debía ser hecho a su imagen y semejanza. También a él le dio el don de la fecundidad -«macho y hembra los creó»-, como al resto de los animales, pero, si bien no le hizo donación expresa de las técnicas sí le otorgó un poder equivalente, el de someter y dominar todo cuanto vive y se mueve en la tierra y el aire.
También Yahvé hizo al hombre de arcilla y dejó para más tarde los bienes morales y sociales, que en el libro del Génesis pendían como fruta madura del árbol de la ciencia del bien y del mal, de la cual les prohibió comer. Pese a que el castigo por desobedecer era la muerte, la serpiente convenció a Eva de que el día que comieran de aquella fruta se les abrirían los ojos y serían como Dios, y, como es sabido, logró convencerla, pues Eva comió y dio de comer a Adán, por lo que, cayendo por primera vez en la cuenta de que estaban desnudos, sintieron vergüenza y se taparon con lo primero que encontraron a mano, una hoja de higuera.
Aquella hoja de higuera fue el primer producto de la técnica humana, la primera vez que una cosa natural no sirvió para un fin natural y sirvió para un fin humano, el de tapar las vergüenzas del primer hombre y la primera mujer. Con la técnica puede decirse que apareció el conocimiento, dado que, cuando Dios llega al Paraíso y busca a Adán, este, que está escondido, se justifica diciendo que está desnudo a lo que Dios responde: ¿Cómo sabes que lo estás? Hasta el momento del pecado, en efecto, el hombre había sido un animal más, un animal desnudo, pero sin saberlo; a partir de él se convirtió en el único animal vestido, y ya desde entonces es un rasgo específico que le acompaña de forma natural, tanto que a nadie se le ocurre pensar que un gato o una paloma están desnudos.
Aquel primer producto técnico fue, como en Prometeo, el producto de una transgresión o una maldad, si bien en el caso griego fue imputable a un dios y en el judío a un hombre. La única diferencia profunda entre el relato judío y el mito griego reside en que en este último el hombre es incapaz de sostenerse en la existencia si no tiene la técnica y de vivir con sus semejantes sin matarse si carece de las virtudes morales y políticas, mientras que en el primero es un ser feliz que no tiene necesidad de habilidades técnicas ni conocimientos morales o políticos. ¿O es feliz precisamente por carecer de esos dones? En todo caso, para él no son dones, sino penas con las que ha de cargar como castigo a su desobediencia -«Comerás el pan con el sudor de tu frente»-, por lo que Adán y sus hijos hubieron de cultivar la tierra y pastorear los ganados, tierra y ganados que les habían dado sus frutos hasta entonces sin necesidad de aplicar su inteligencia o su esfuerzo. Primero, pues, fue el vestido para tapar sus vergüenzas y luego la agricultura y el pastoreo, y todo ello como un castigo. En la creencia griega es al revés. Diríase que ésta expresa la concepción tecnicista y política, en tanto que la otra expresa la concepción contraria, detractora de la técnica y la política. Coinciden las dos, por último, en creer que el hombre es el ser más importante de la naturaleza, pese a que en una empieza siendo el más menesteroso e inútil para la vida, pero acaba siendo el más poderoso y próximo a los dioses, mientras que en la otra empieza siendo el animal desnudo que no necesita de nada para vivir feliz y el más cercano a Dios, pero termina perdiendo su favor y cayendo en el castigo del conocimiento, el vestido, la agricultura y el pastoreo. Y, por un motivo u otro, el hombre es en ambas creencias el animal que debe a algún ser superior su especifidad o esencia, ya sea que la haya adquirido como regalo divino en forma de habilidades técnicas y políticas, ya sea que se le haya impuesto como un castigo.
Génesis y especifidad del hombre según la teoría de la selección natural
La teoría darwiniana de la selección natural continúa el espíritu de la tradición filosófica racionalista, que ya en la antigua Grecia prescindió decididamente de las causas sobrenaturales para explicar las cosas de la naturaleza, por lo que se opone en esto frontalmente a los relatos religiosos que exponen la creencia de que el hombre es un resultado de decisiones conscientes superiores, y, en su lugar, lo concibe como un producto casual de fuerzas ciegas. Ahora bien esta noción parece chocar de frente con lo que aparenta decir el título del libro mismo de Darwin: Origen de las especies por selección natural o preservación de las razas favorecidas en la lucha por la vida -The Origin o Species by Means of Natural Selection or the Preservation of Favoured Races in the Struggle for Life. En primer lugar, la naturaleza parece ocupar el lugar que el relato de Platón daba a Epimeteo y el Génesis a Yahvé, como si se tratara de un poder capaz de organizar la vida de los animales. Esto tienen en la cabeza muchos que hablan de la “madre Naturaleza”. Si fuera esto lo que dijo Darwin, su libro habría sido una continuación pedestre del espíritu religioso, pero no del filosófico. Ciertamente permanecería en pie una diferencia, a saber, que en el Génesis y en Platón se mencionan seres sobrenaturales conscientes y provisores, cualidades que difícilmente pueden atribuirse a la naturaleza, salvo que, como digo, se la convierta en una buena persona, en una madre que vela por sus hijos, lo cual es inaceptable. En cualquier caso, la religión griega no habría tenido inconveniente alguno en sustituir a Epimeteo por el poder impersonal de la Moira, que así habría venido a parar en algo parecido a lo que algunos piensan bajo el vocablo “naturaleza”. Que tal idea parece apoyarse en el propio título de Darwin se echa de ver en cuanto se para uno a pensar que tiene que tener alguna capacidad de prever las cosas, porque de otra manera no se entiende que pueda seleccionar entre los animales aquellos que han de vivir y los que han de morir. Según el DRAE, “selección” es la “acción y efecto de elegir una o varias personas o cosas entre otras, separándolas de ellas y prefiriéndolas”, lo que con toda evidencia es imposible a la naturaleza, so pena de concebirla dotada de preferencias, como un ser vivo y consciente. Se asemejaría entonces al dios de Calvino, que dicta quiénes han de salvarse y quiénes condenarse, porque, aparte del significado del término “selección”, otra expresión del título, “preservación de las razas favorecidas”, confirma esta sesgada interpretación. Sobrevivirían según esto las especies preferidas por el poder supremo de la naturaleza.
Por otro lado, la “lucha por la vida la vida” está, cuando se la entiende literalmente, más cerca también del mito religioso que de la perspectiva científica que inaugura el propio libro de Darwin, pues en aquel, lo mismo que en este, se reparte velocidad, fuerza, tamaño, etc., entre los animales, con el fin de que todos tengan alguna garantía de supervivencia en la confrontación a que se habrán de ver sometidos en cuanto suban arriba. Que el reparto lo haga un dios personal o la naturaleza impersonal no tiene mayor importancia cuando la consecuencia es la misma. Al dar más velocidad y fecundidad al herbívoro que al carnívoro, Epimeteo cuidaba de la supervivencia de los dos. Si hubiera hecho lo contrario, haciendo al segundo más veloz y más fecundo al primero, entonces ambos se habrían extinguido pronto. Si no hay gacelas no hay leones, luego los que más interés tienen en la conservación de las primeras son los segundos. Esta sabiduría de Epimeteo es también la de la selección natural, dado que las dos producen como resultado de la confrontación una entente o armisticio entre los animales, como si la norma que hubiera guiado a ambos hubiera sido «vive y deja vivir». Que el título del libro de Darwin y muchas de sus páginas interiores expresen un mayor dramatismo al dejar sentado que en esa lucha sobreviven las especies que gozan del favor de la naturaleza y perecen aquellas que abandona, contribuye más áun a asemejarlo al espíritu religioso, pero al cristiano esta vez, particularmente a la creencia en el juicio final, sobre todo en su vertiente calvinista, según la cual Dios dicta desde la eternidad quiénes se han de salvar y quiénes condenar.
La teoría que viene expuesta en el libro destruye, sin embargo, estas ambigüedades retornando a la exclusión de las causas sobrenaturales a que antes se hizo mención, pero era importante ponerlas de relieve porque la teoría darwiniana de la selección natural ha sido interpretada en tantas ocasiones de manera mítica, que permanece como un poso religioso en la creencia general de nuestro tiempo, incluso en la de muchos de quienes creen estar interpretando estas cosas a la luz de los escritos de Darwin. Baste exponer concisamente la teoría para que sirva de contraste con esa interpretación y, de paso, para resaltar su oposición a las doctrinas religiosas en general:
a) Dos seres vivos pertenecen a una sola especie cuando pueden tener descendencia fértil y viable, lo que obviamente no impide que entre ellos exista una multitud de diferencias, como sucede de hecho en la realidad, donde casi nunca se encuentran dos individuos iguales. Las diferencias individuales serán más o menos ventajosas para sobrevivir según el medio en que se hallen. Las de color, por ejemplo, pueden llegar a ser de una importancia vital en ciertas circunstancias. No es indiferente para una mariposa tener color claro en un paisaje industrial contaminado, pues al destacar sobre un fondo oscurecido por la polución, será fácil presa de los pájaros, y, por el motivo opuesto, la de color oscuro será más “fuerte” para sobrevivir en el mismo medio, pero si este cambiara y se volviera más claro, debido, por ejemplo, a leyes anticontaminantes, las tornas se cambiarían radicalmente para las mariposas, pues lo que hasta entonces había sido “fuerza” sería ahora “debilidad” y viceversa. En realidad, no es posible saber de antemano qué será pertinente para la adaptación de las especies.
b) Los individuos que tengan más probabilidades de sobrevivir las tendrán para llegar a adultos y tener descendencia, a la que podrán transmitir sus cualidades diferenciales. Luego el fundamento de la supervivencia de una especie está en su capacidad para producir individuos que puedan sobrevivir y producir a su vez otros. Esta es la fuerza en la denominada lucha por la vida. Debe quizá recordarse que el libro del Génesis también hacía hincapié en la fecundidad de las especies, pero es de suponer que se debe más a las peculiaridades propias de la sociedad de pastores a que pertenece el libro que por ninguna otra razón.
La combinación de estas dos ideas explica la tendencia de las especies a adaptarse al medio en que se hallan. Pero como ningún medio es definitivamente estable ninguna especie puede estar tampoco definitivamente adaptada ni, por tanto, puede ser estable. La tendencia es aproximadamente la siguiente:
a) Puesto que la selección se ejerce sobre la variabilidad y ésta es potencialmente infinita por las transmisiones mendelianas y por las mutaciones genéticas, los cambios en las especies tienden a ser continuos, por lo que cuando dos grupos de la misma especie vivan en medios geográficos diferentes sus líneas de cambio podrán ser tan divergentes que dos individuos pertenecientes a cada uno de los grupos acaben por no poder cruzarse y tener descendencia. Habrá entonces dos especies y no una sola, pero ambas descenderán del mismo tronco.
b) Cada uno de los periodos de la historia del planeta se caracteriza por la presencia y predominio de unas especies y la extinción de otras. Éstas tienen, en consecuencia, épocas de apogeo seguidas de otras de decadencia y, en el extremo, de extinción.
En esto consiste la evolución de las especies. No hay aquí nada que pueda llamarse rigurosamente “fuerza”, “naturaleza”, “lucha” o “selección”. Estos términos han de considerarse incorporados al vocabulario científico con un significado diferente del que tienen en el uso normal del lenguaje. El propio Darwin se encargó de matizarlos después de que se le acusara de personalizar las leyes naturales o de suponer que existe alguna voluntad consciente en ellas. En sus ideas no hay ni rastro de voluntarismo o personalismo naturales. En lugar de una voluntad consciente, como la de Epimeteo o Yahvé, que asigna a cada animal sus características, hay el azar de que un medio cambie y de que, en consecuencia, lo que hasta entonces era favorable o indiferente, para algún animal se convierta en perjudicial, y viceversa, por lo que no es la secreta providencia de la naturaleza la que se propone castigar a las mariposas claras y premiar a las oscuras, sino que son la industrialización y los pájaros, que carecen de voluntad y arbitrio, los que hacen que la vida de unas sea más difícil y la de las otras más fácil. Ellos, pájaros e industrialización, son la naturaleza para las mariposas.
Aplicada al caso humano, la teoría hace emerger una de las doscientas especies de primates a través de una serie de transformaciones sobrevenidas desde hace unos catorce millones de años hasta producir un animal erguido, cuyas extremidades delanteras, liberadas de la locomoción, liberaron a su vez a la boca de las tareas de la nutrición para el uso de la palabra. La secuencia comprende una gran cantidad de cambios que empezó por los pies, continuó por la adquisición de técnicas y ha culminado en los rasgos del hombre actual, producidos todos ellos, según se infiere de la teoría, porque en algún momento de su existencia, unos se conservaron por ser favorables y otros se perdieron por ser perjudiciales. Todo empezó, se dice, por los pies, conformando un relato literariamente desmañado que, narrado por referencia al producto final, adquiere un sentido engañoso, pues la teoría no admite fácilmente finalidad alguna, si es que no es contraria a toda finalidad:
a) Pies y manos. – Para que la posición vertical fuera posible, antes fue necesario que el hueso del talón, el calcáneo, retrocediera, y que el dedo pulgar se alineara con los demás para facilitar el apoyo del organismo sobre tres puntos de un mismo plano, por lo que el pie dejó de ser apto para trepar y coger objetos. Las manos, “el instrumento de los instrumentos” según Aristóteles, pudieron asir y transportar las cosas una vez que quedaron libres de las tareas de la locomoción. Son órganos fisiológicos hechos por la selección y la mutación para llevar herramientas. Es como si las transformaciones generales del esqueleto, que lo son en orden a la marcha bípeda, hubieran buscado este resultado.
b) Pelvis y columna. – Para contribuir a lo mismo, la pelvis ha tenido que hacerse más ancha, pues ha tenido que cargar con el peso del tronco y la cabeza; las tres curvas de la columna vertebral, una hacia delante en la región lumbar, otra hacia atrás en la zona de la espalda y otra más hacia adelante en la región cervical, para enderezarse finalmente al entrar en contacto con la base del cráneo, no tienen tampoco otra función que la de colaborar en la verticalidad.
c) Cabeza. – Por reposar verticalmente sobre la columna vertebral, los músculos que la sostienen no necesitan ser masivos, ni el plano de la nuca, que les da agarre y sujeción, tiene que ser grueso o grande, por lo que ha podido redondearse en su parte posterior. A lo mismo ha contribuido la ausencia de crestas internas. El redondeamiento, o aplanamiento anterior, con el retroceso consecuente del sentido del olfato, ha permitido asimismo la posición de los ojos sobre un mismo plano para mirar estereoscópicamente y hacia delante, lo cual está directamente relacionado con la libre disponibilidad de la mano. En suma, el cráneo del hombre es redondo y sus huesos son delgados, lo que ha permitido una mayor cavidad para la masa encefálica. Si se traza un plano vertical que roce los arcos superciliares la cara apenas sobresale un poco. Esto es el ortognatismo, que guarda una estrecha relación con el tipo de alimentación, que en el hombre, gracias a la cocina, ha servido para reducir considerablemente la mandíbula inferior. Esta es parabólica y en ella predominan los premolares y los molares, más útiles y proporcionalmente más grandes que los incisivos y los caninos.
La mirada retrospectiva de la paleontología coloca en orden todos esos cambios, haciendo que la evolución de las especies tenga sentido para el observador, que percibe las transformaciones colocadas en una misma línea cuando ya han tenido lugar, igual que sucede con la estela de un barco que se desplaza a mucha velocidad, pues no hay nada en las gotas de agua que las haga más o menos aptas de antemano para dibujar la estela, sino que es el barco el que, una vez que ha pasado, las dispone en un cierto orden que sugiere un finalidad o dirección. Puede decirse lo mismo de la evolución de las especies, y particularmente de la humana, que en ellas no existe racionalidad prospectiva, sino, a lo sumo, retrospectiva.
Discusión sobre estas interpretaciones
De estas dos maneras generales de entender lo humano, la primera ha reinado sin discusión durante un largo tiempo, y la segunda, cuya edad no se alarga más allá de ciento cincuenta años, se dice que hoy le ha arrebatado su reino, pero no es seguro que su victoria sea definitiva. Baste recordar que en la actualidad es obligatorio en ciertas escuelas de los Estados Unidos de América enseñar a los alumnos a la vez el creacionismo religioso, contenido en el segundo relato que hemos examinado, y el darwinismo, como si ambas doctrinas fuesen teorías académicas situadas en un mismo plano. El hecho revela que muchas personas no están dispuestas a abandonar la creencia. Y, según lo que se desprende de nuestro análisis, hay otras que no sólo no la abandonan, sino que, afirmando aceptar la de Darwin, en realidad siguen una amalgama de lo antiguo y lo nuevo. No les falta cierta razón, puesto que no es difícil hallar ideas importantes en los mitos de Prometeo y el Génesis, no menos que en la teoría darwiniana. Pero en el fondo no es posible la neutralidad en esta confrontación. Si un hombre acepta al pie de la letra que ha sido hecho a imagen y semejanza de Dios hará valoraciones sobre importantes sectores de la vida muy diferentes de las que haría si se tomara en serio que desciende de un primate erguido, sentirá que debe emprender unas acciones y abrigará muy distintas esperanzas sobre la vida y la muerte. La religión cuenta verdades intemporales en forma de metáfora, y las de la ciencia son objetivas y están referidas a tiempos concretos, pero unas son sentidas como importantes y las otras no, porque no conmueven a nadie, pues son inútiles para guiar la vida. No es esta, pues, una cuestión sin importancia, ante la cual sea posible encogerse de hombros y mirar para otro lado.
Antes de tomar una decisión es necesario estar prevenidos sobre un error muy extendido, el de pensar que uno mismo elige lo que decide creer. Un individuo nacido en el siglo XX puede tal vez desear haber vivido en el XV, o haber sido un ateniense en tiempos de Pericles, un romano contemporáneo de los Gracos o un señor feudal del reino de León, pero siente que nada de esto puede suceder ya, que le está vedado escapar de su era tanto como saltar sobre su sombra, porque lo que ya ha sido no retorna jamás. Pero no se trata sólo de eso, sino de que ni siquiera es posible sentir, pensar, creer y desear como aquellos hombres que él ya no puede ser. Lo mismo que se pertenece a la línea temporal del presente por el hecho biológico inapelable de haber nacido en el presente, se pertenece también a la línea mental y emotiva del presente. Nadie podría decir hoy, sin que se le tomara a broma, a locura o a insensatez, que la Tierra reposa inmóvil en el centro de varias decenas de esferas cristalinas que giran en torno a ella o que el hombre ha sido hecho directamente del barro por Epimeteo o por Yahvé, que la materia no tiene estructura atómica o que la teocracia es la mejor forma de organización política. ¿No debería más bien admitirse que se pertenece a una cosmovisión tanto si se quiere como si no y que no nos es dado elegir entre otras, por más que la propia sea una conjunción de varias?
Y no es que una cosmovisión cualquiera sea un tratado sistemático, un conjunto coherente de ideas entre las cuales no exista contradicción. Nuestro propósito no es mostrar esto, sino sólo constatar que el hecho de ser hombres de nuestro tiempo nos coloca a una distancia muy grande de los anteriores. Durante muchos siglos se creyó la verdad religiosa que aproxima al hombre a Dios y lo aleja de los animales. Lo pensaron por igual los hebreos, los griegos y los medievales. Ellos vieron en el hombre un ser natural animado por un soplo o spiritus divino y pensaron, sintieron y obraron en consecuencia. De ahí, y no de una imposición violenta, les vino el dedicarse casi exclusivamente a hacer teología y que la filosofía fuera la esclava de esta. ¿Cómo podría ser de otro modo una vez que se ha referido la realidad a Dios y se ha aceptado como algo natural que el entendimiento humano es de origen divino? Que una facultad sobrenatural debe dedicarse primordialmente a lo sobrenatural era tan obvio para ellos como lo es para nosotros el dedicar la misma facultad a las matemáticas, la química o la biología, es decir, a lo natural. Se ha pasado de pensar que el hombre ha sido hecho a imagen y semejanza de Dios a pensar que es el resultado actual de una evolución que parte de la materia inorgánica y no ha contado con el concurso de otras fuerzas que no sean las de la naturaleza. Lo sobrenatural ha sido definitivamente desterrado más allá del horizonte de la ciencia. No otro es el motivo de que la teología, a cuyo estudio se dedicaron las mentes más ilustres del pasado, ni siquiera despierte hoy el interés de quienes dedican su vida a la religión. No puede ser de otro modo ahora que todos los seres humanos se hallan directa o indirectamente imbricados en las ciencias de la naturaleza, unos porque se dedican a su estudio y aplicación, otros porque las utilizan para comprender la realidad y todos porque disfrutan o padecen sus consecuencias. La nueva inteligencia de las cosas se ha impuesto férreamente.
Cierto es que el pasado resiste todavía en algunas personas, pero ellas mismas perciben que sus convicciones son supervivencias de otro tiempo, lo que vale decir supersticiones, restos del vendaval que ha destruido la anterior concepción. Con todo, a despecho de lo que acabo de decir, nada indica que la capacidad de acción de estas personas esté condenada definitivamente al fracaso, porque algunas formas religiosas, sectarias, brujeriles, etc., han tomado un auge importante en estos últimos años. Pero dejemos esto por ahora y volvamos a nuestro asunto.
Ello es que, independientemente de que estos individuos mantengan actualmente la superstición, la concepción nueva no ha desplazado totalmente a la vieja, sino que incluso en el espíritu de los hombres de más sano entendimiento se han superpuesto ambas y han provocado una grave escisión. Muchas voces procedentes de la filosofía han llamado la atención sobre esto, advirtiendo que el avance y extensión de las ideas científicas habrían de traer consigo el desmoronamiento de la vieja cosmovisión sin suplantarla por otra, y así nos hallamos al presente, urgidos por una presión de origen religioso, que exige hallar sentido y finalidad a lo real, y por otra de origen científico, que no puede hacer otra cosa que despreocuparse abiertamente de ello, o bien cometer errores inadmisibles cuando, saliendo de su cauce propio, procura relevar a la religión de su antiguo cometido. Este es el signo de nuestro tiempo. Dividido entre la obligación de aceptar las conclusiones de la ciencia y la necesidad de satisfacer impulsos religiosos, sentidos incluso por muchos que se dicen ateos, el hombre contemporáneo tiene que esperar de la filosofía una solución aceptable a su conflicto. Este es seguramente el motivo por el que el Estado encomienda a la asignatura de filosofía la tarea de dar contenido a epígrafes como «Génesis y especificidad de lo humano« u otros semejantes.
Es indudable que para cumplir esta tarea hay que tener en cuenta los hallazgos de la ciencia y los requerimientos de la religión, pero no lo es menos que el filósofo no está obligado por ninguna de las dos más de lo que le dicte su buen entender. Su principio es que nada es cierto sin examen, por lo que actúa correctamente al poner a la religión y a la ciencia una frente a la otra. Y lo primero que salta a la vista cuando se actúa así es que cada una de ellas falla en algo cuando muestra a su manera la génesis o la especificidad del hombre. La religión, que no puede dar cuenta de los innumerables hallazgos fósiles y las interpretaciones teóricas subsiguientes habidas a lo largo del último siglo y medio, yerra cuando presenta el origen del hombre, pero no se equivoca tanto cuando presenta otros aspectos acerca de su especificidad. ¿O no percibimos, por ejemplo, cuán acertado es el mito de Platón cuando presenta a Epimeteo como sabedor de que el último león moriría antes que la última gacela que le sirviera de alimento, por lo que hizo que el primero estuviera sobremanera interesado en la supervivencia de la segunda, pero errando al organizar la agresión intraespecífica, para lo que Zeus dio el remedio que tantos admiten como bueno? La ciencia, que ofrece una explicación satisfactoria del origen, no alcanza a ofrecer una concepción clara de su especificidad y cuando lo hace sólo dice lo que el hombre no es, no lo que es, como se verá más adelante. Lo que queda por hacer, pues, es mostrar la especificidad del hombre en relación con su origen sin caer en los yerros o las insuficiencias de la ciencia y la religión.
La indefinición o apertura al mundo
El que durante mucho tiempo no haya existido una concepción científica indica que es posible prescindir de ella y el que en la actualidad existan muchos individuos que sólo aceptan una concepción nacida de la ciencia indica asimismo que es posible prescindir de la religión. De esse ad posse valet hilatio. Puede prescindirse de una u otra, pero no es posible vivir sin alguna, sea cual sea.
Hemos dado así con una necesidad humana importante, la de tener alguna idea con la que dar cuenta de sí y de la realidad para saber a qué atenerse, lo que quiere decir que el hombre es el ser al que no basta la dotación morfológica que, según los intérpretes actuales de la teoría darwiniana, ha heredado de sus antecesores antropoides, sino que necesita, por decirlo de algún modo, hacer un inventario de las capacidades y tendencias de que dispone y de las oportunidades que le ofrece el ambiente físico para ejercerlas, en lo cual se diferencia básicamente de cualquier otro animal, cuyas pulsiones internas y cuya disposición morfológica han sido estructuradas de acuerdo con el medio por muchos siglos de selección natural de tal manera que le basta con actuar de acuerdo con ellas para llevar adelante su vida sin mayores problemas de ordenación. Un tigre tiene agilidad, garras y colmillos bien dispuestas para la caza, y sentidos apropiados, como el olfato y la visión, que se conjugan perfectamente con aquellas armas, y está dotado además del instinto propio del cazador, sin el cual todo lo anterior sería inútil. No necesita más que aprestarse para usar esos dones que la naturaleza le ha regalado, es decir, sólo necesita dar rienda suelta a su ser en el momento oportuno, y no ha sido hecho por la evolución para otra cosa.
Es esclarecedor el caso de la garrapata propuesto por J. von Uexküll. Se trata de un animal ciego, sordo y mudo, que sólo posee un sentido de orientación vertical por la luz, otro para detectar el olor del ácido butírico que despiden todos los mamíferos, un sentido del tacto y otro de la temperatura. Dotada de estos pocos instrumentos para explorar el mundo y orientarse en él, puede esperar durante mucho tiempo, tanto que se ha sabido de alguna que ha vivido hasta 18 años sin alimento en un experimento de laboratorio, encaramada sobre un arbusto al que ha podido trepar por su sentido del arriba y el abajo, para dejarse caer cuando su olfato le indique que pasa un mamífero por debajo, para dejarse guiar entonces por sus sentidos del tacto y la temperatura hasta el lugar más caliente, donde no haya pelos, y allí perforar la piel y chupar la sangre. Después de esta primera y única comida, que no tendrá oportunidad de degustar porque tampoco tiene sentido del gusto, la garrapata pondrá sus huevos y morirá. Esos huevos, que descansan en los ovarios durante el tiempo de espera, se fecundan cuando la sangre llega al estómago de la garrapata, dado que entonces se liberan las células espermáticas, que yacen en cápsulas atadas durante la época de espera.
Este caso admirable pone de manifiesto la armonía existente entre la morfología del animal y el mundo que le es propio. Parece claro que cada especie tiene por propio un mundo distinto del de las demás, el cual es resultado de la interacción entre la disposición de sus órganos y el medio general que habita. El mundo de la garrapata, por ejemplo, no es el mismo que el del mamífero sobre el cual se aloja temporalmente.
Necesitamos volver de nuevo sobre la teoría de la selección natural para tratar de aclarar esta situación. Se nos dice que de sus principios, que son los principios de la evolución general de las especies, se sigue que los animales están por lo general adaptados a algún entorno concreto, por lo que la observación de las características y disposición de su organismo tiene que ser suficiente para conocer su modo de vida y el medio que habita. Nos han servido de ejemplos la garrapata y el tigre. Esos principios nos han hecho saber también que, en general, un animal corpulento, dotado de garras y colmillos, no tendrá el mismo tipo de adaptación que otro que es veloz y no tiene órganos de defensa y ataque, o bien que otro cuyo cuerpo está revestido de una capa de grasa no vivirá seguramente en el mismo lugar que el que carezca de ella, excepto si es peludo o lanudo, o, por último, que un ciervo, que carece de armas naturales, dependerá de la velocidad y los instintos propios del animal fugitivo, un felino de sus habilidades venatorias, y así en todos los demás.
Ahora bien, este tendencia propia de la evolución natural, que asigna formas orgánicas especializadas a animales que habitan en ambientes concretos, parece haber fallado en el caso del hombre, de manera que, mientras a cada animal le basta con seguir espontáneamente sus dispositivos naturales para sobrevivir, el hombre, por no disponer de ninguna especialización morfológica, está obligado a hacerlo todo por sí mismo. Su mandíbula no es la de un depredador, ni sus extremidades las de un trepador, sus manos no poseen las garras de un carnívoro ni sus sentidos son los propios de un animal de fuga, y, por si esto no bastara, su periodo de cría es desesperadamente largo y su vida se alarga mucho más allá de lo necesario para la reproducción. Biológicamente es un ser mediocre por su carencia casi total de especialización. ¿Cuál podría haber sido su medio específico? ¿Qué clase de animal podemos decir que es si atendemos a la disposición de sus órganos? ¿Cuál es su mundo propio? ¿No será que carece de él? ¿No será un animal expulsado de todo mundo, como Adán del Paraíso? En las condiciones naturales que rigen para los demás animales debería haberse extinguido hace mucho tiempo. Pero no ha sido así, pues está vivo. Luego su éxito no ha podido venirle de su dotación específica, sino, en todo caso, de su falta de ella. Es el ser al que la imprevisión de Epimeteo dejó sin dones, por lo que no rigen para él las condiciones naturales que rigen para los demás animales. En otras palabras: las condiciones naturales que rigen para los demás animales no rigen para él.
Si ha sobrevivido ha sido porque, no habiéndole dado la naturaleza un medio específico en el que habitar, ni un físico y unas tendencias apropiadas, como ha hecho con las otras especies, ha tenido él mismo que lograrlo todo por su cuenta, es decir, lo que él es y lo que posee para la supervivencia ha tenido que depender de lo que hiciera consigo mismo usando su mano y su inteligencia. Solamente por esto, por tener que usar su mano y su inteligencia para hacer de sí lo que la naturaleza no ha hecho, es por lo que la ciencia ha descubierto que es un ser bípedo, un animal cuya verticalidad que no se entiende si no es por la liberación de su mano y por su utilización inteligente.
Como en el mito de Platón, según el cual Epimeteo había seguido un plan de acción para todos los animales, excepto para el hombre, que quedó desnudo de todo y hubo de acudir Prometeo para resolver el problema de su supervivencia, también aquí la azarosa evolución ha dotado a todos los animales de elementos naturales definidos, excepto al hombre, que, habiendo quedado en la indefinición, en ella ha cifrado su enorme plasticidad para adaptarse a casi todos los medios. La diferencia estriba en que él mismo ha tenido que aprender a ser su propio Prometeo.
Valga decir como conclusión provisional que el hombre no está cerrado a un mundo particular, sino que se encuentra abierto a todos ellos por su falta de especialización natural.
Especificidad del hombre
Lo cual quiere decir que es un ser activo, porque no tiene más remedio que tratar con el mundo, transformándolo cuantas veces sea preciso y cambiando asimismo cada estado logrado por él, con el fin de alimentarse, abrigarse, reproducirse, etc., lo que constantemente le fuerza a elegir entre múltiples alternativas posibles. Es lo que muestra la enorme variedad de formas de vida que el hombre ha formado casi en todos los puntos del planeta desde que existe. En consecuencia, es un ser que ha de tomar postura ante sí mismo y ante las cosas, poner orden en ellas y jerarquizarlas, antes de ejecutar sus acciones, como se puede ver en cualquier momento. Cuando hace frío, el gato se acerca al fuego. El hombre también. Pero no es el mismo acto. El hombre lo ha encendido, lo que requiere una serie ordenada de acciones. Desde este punto de vista, sólo él está dotado para la acción. Su única especificidad reside en su disposición a la disciplina, al adiestramiento de su animalidad, pues no puede confiar en otros medios para lograr lo que otros logran por medio de su especialización natural, es decir, para lograr hacer de sí algo que no es, pues ya ha quedado sentado que su caracterización biológica básica es negativa, a saber, la ausencia de especialización y adaptación a un medio. Esto significa también que es alguien volcado hacia el futuro, un ser previsor, en tanto que los demás animales viven en el presente.
Todas estas notas no son en el fondo más que consecuencias de una sola, la acción, que queda propuesta finalmente como lo específico del hombre. Pero ahora estamos en disposición de reconocer el resultado general de la acción.
Los animales tienen su propio mundo, un conjunto de rasgos del medio al que la selección natural y la mutación han ido ajustando cada organismo. Es una esfera cerrada en cuyo interior se desenvuelve la vida de la especie. Para la garrapata consta solamente de un sentido lumínico, otro para orientarse según un eje vertical, otro para detectar la temperatura, etc. Esos pocos puntos de información constituyen su vida, no existiendo nada más para ella. Son su círculo cerrado existencial. Solamente lo que cae dentro del círculo tiene significado. Amplíese esta noción a la casi totalidad de los animales y se comprobará cómo se impone con fuerza la convicción de que se trata de esferas separadas, de burbujas que flotan aisladas en una realidad de la que, aun siendo la misma para todas, la naturaleza ha seleccionado para cada una lo que se ajusta a su disposición orgánica y ha construido en paralelo dicha disposición orgánica. Una cosa para cada lugar y un lugar para cada cosa.
Puede simplificarse esta cuestión diciendo que los animales se conducen de la forma regular en que lo hacen porque se hallan en posesión de unos instintos que la evolución ha estructurado en torno a un medio ambiente concreto, pero entonces hay que preguntarse: ¿cómo consigue el animal humano, que no está encerrado en ninguna burbuja semejante, una conducta regular? La respuesta es que las formas en que los hombres piensan la realidad, sienten y manifiestan sus instintos, valoran lo importante, desean lo agradable, etc., forma un entramado que ellos mismos crean y que, expresado en las instituciones sociales y la tradición, se les impone con una fuerza suave pero irresistible y les hace desembocar en formas previsibles de conducta. En el lugar que ocupa la esfera para los animales el hombre ha puesto la cultura. Su existencia no discurre, en consecuencia, a través de ese acomodamiento entre instintos y medio físico propio de las demás especies. Por eso vive en cualquier parte, sea el polo o el ecuador, la selva o el desierto, y no en algún lugar particular fijado de antemano, porque crea para sí su propia esfera en cada lugar, porque construye una cultura que se alza sobre su naturaleza de animal y constituye su segunda naturaleza, su especificidad. En lo que sigue habrá de verse qué es propiamente esta segunda naturaleza.