No necesito dar prueba alguna para exculparme de las sombras de la historia de España. Tampoco puedo atribuirme sus fulgores y sentir orgullo por ellos. Yo no estuve en las Navas de Tolosa cuando Alfonso VIII venció a Miramamolín, ni en Lepanto cuando se libró la batalla que lleva ese nombre, ni en Tenochtitlán cuando se destruyó la organización política y religiosa más monstruosa que se haya conocido; no tuve nada que ver con la vuelta al mundo por Magallanes y Elcano, ni con las diatribas del Padre las Casas contra los españoles en Indias, ni con la fundación de Santiago de Chile o la de San Agustín de la Florida. Si alguno de mis ascendientes biológicos tuvo causa en esos hechos, tampoco me alcanza a mí.
Los actuales españoles, los que habitamos territorios que se extieden desde Tierra del Fuego hasta el norte de Méjico y los que vivimos en esta península de Europa, somos herederos de la historia más rica de Occidente, plagada de mitos y leyendas como ninguna, a veces para bien y otras para mal; somos los legatarios actuales de la tradición más extensa y apretada, que cubre los tiempos y espacios más dilatados y dispares.
Somos receptores de una lengua que no parecía destinada a ser tan expresiva, elegante y rica, pero que, habiendo sido modelada por tantos y tan grandes juristas, filósofos, escritores y poetas, ha logrado la perfección. Desde Alfonso X hasta Gabriela Mistral, Octavio Paz, Borges o Cela, pasando por Francisco de Vitoria, Cervantes, Calderón o Sor Juana Inés de la Cruz, ha habido y hay una multitud ilustre de cuidadores de este tesoro.
Piénsese por un instante en la estela dejada por Lope de Vega, que creía haber escrito unas mil obras de teatro, cuando en realidad había escrito más de tres mil, y todas buenas. Él solo es un género literario, o varios. ¿Cómo no sentir regocijo por un hecho como ése? Piénsese, a modo de ejemplo muy particular, cómo en nuestra lengua es posible escribir y leer aquellos versos del romancero: “Helo, helo por do viene el infante vengador, caballero a la gineta…”. Se siente el caballo venir. En cualquier otra lengua duda y se detiene.
Somos también receptores de una verdadera religión que es asimismo la religión verdadera. En ella se venera a una mujer, la Madre de Dios, que se muestra en tres momentos decisivos para nuestra patria. Uno es la Virgen del Pilar, cuando España decidió hacerse cristiana (luego, según la copla, no quiso ser francesa). Otro la Virgen de Covadonga, cuando se negó a ser musulmana. Un tercero, la de Guadalupe, cuando España extendió su ser a las tierras de ultramar, donde permanece.
Una religión que impulsó la obra española de manera decisiva. Cuando, mirando su vida desde la altura de los ochenta años, recordando que habían muerto casi todos sus compañeros en el empeño que les llevó a la liberación de los indios y la fundación de Méjico, se pregunta Bernal Díaz del Castillo por qué lo hicieron, se responde con candidez: “Por Dios y por haber fortuna”; en ese orden, porque un motivo no excluye el otro. En esa breve fórmula se condensa cuán diferentes somos de aquellos hombres. No se entiende aquella empresa si se le busca un sentido laico, porque entonces el valor supremo es la vida y todo cuanto se hace es por mantenerla y conservarla y a ellos no les importó perderla prosiguiendo su afán. Las explicaciones que recurren a la ambición o la riqueza cifran todo en un valor biológico. Pero cuando se está dispuesto a sacrificarla es porque no es lo más valioso. La religión mueve la voluntad más que ningún otro objetivo de este mundo. Los españoles de ahora carecen de voluntad por no reconocer nada por encima de la vida biológica. Ya que no es posible identificarse con los de antaño, que aprecien al menos su herencia y la protejan.
(Previamente publicado en Minuto Crucial el