A. Educación.
Previsiblemente nadie negará que la educación tiene por objeto inculcar en el joven un modo de ver, sentir, juzgar y actuar que no habría adquirido por sí solo y que en esa práctica se dirigen sus energías por caminos que otros han pisado ya. Que es un esfuerzo más o menos consciente y más o menos sistemático que la sociedad hace con el fin de conformarlo a su imagen y semejanza. De otra manera: que consiste en modelar su mente, o su alma, que no es otra cosa que el sentir y pensar comunes dentro de él. De aquí podría concluirse que es inadmisible un individualismo pedagógico que permitiera a los individuos o a las familias componer según su criterio los estudios de cada hijo. Cuando una población ha llegado a un cierto grado de desarrollo percibe que la instrucción es un factor tan importante de su vida intelectual y moral que no puede abandonar su organización al arbitrio de los particulares. Cierto es que los intereses de éstos han de contar, pero no hasta el punto de que se les subordinen los planes de estudios, que tendrán seguramente que particularizarse para dar respuesta a la creciente diversidad de funciones, aptitudes, expectativas… del presente, razón por la cual sería seguramente perniciosa una reglamentación excesiva, pero sin perder de vista aquel fin general. De cualquier otro modo éste se pervierte.
Pero la concepción es contemporánea de lo concebido. Tan vieja como la enseñanza reglada por los poderes públicos, porque es la que la alumbró. Es posible hallarla en Grecia, donde, desconocedores del individualismo, el ciudadano no se pertenece a sí mismo, sino al Estado, y donde el cuidado de la parte está orientado al cuidado del todo. Puesto que lo que importa es la salvaguarda del régimen, la educación tiene que ser competencia del legislador (V. Aristóteles, Política, 1337, a).
Se confunden, pues, aquellos que, adoptando una actitud crítica, se escandalizan porque, dicen, la educación transmite subrepticiamente los valores propios del control social. Curriculum oculto le llaman. Pero, puesto que el orden educativo nació para eso mismo, para el control social o, mejor, para la enculturación o integración de los individuos en el sistema social, la acusación no pasa de ser una constatación de lo que es la finalidad esencial de la educación. Es el individualismo del presente, originado en parte en la idea de que los humanos son individuos hobbesianos, o rousseaunianos, que entran a la fuerza en el redil y por la fuerza permanecen en él.
Convengamos, pues, en que educar es formar la mente. Pero falta todavía una precisión: la mente no es como un vaso, que primero se tiene y después se llena, sino como otro que se hiciera al tiempo que se llenara. Formar significa, aquí, crear. Sólo se piensa si se piensa en objetos, de manera que educar es crear la mente haciéndole pensar en objetos. Luego esta tarea requiere algún objeto. La elección tiene que ser cuidadosa, porque no se piensa de la misma manera cuando se estudia biología, historia, física, literatura… En suma, existen dos grandes categorías de objetos: el hombre y la naturaleza. El paso del tiempo se ha encargado de poner a un lado a Dios, el tercer objeto, por lo que, desaparecido éste, ha surgido de nuevo la contraposición entre los otros dos. Contraposición que es tan vieja como nuestro mundo. Se halla expuesta en Aristóteles con una claridad a la que pocos nos atrevemos ahora: una vez establecida la distinción entre trabajos de esclavos, los útiles para la vida y el ornato, y trabajos de hombres libres, los propios de quienes practican la areté o excelencia, sentencia que “no es dudoso que deben adquirirse aquellos conocimientos que son indispensables, pero no todos” (subrayado mío). De los útiles solamente los indispensables, como, por ejemplo, saber algo de dibujo, pero no más del preciso, puede estar bien para el estratego, y, desde luego eliminando todo trabajo y esfuerzo, oficio y aprendizaje, que deformen el cuerpo o la mente y se ejerzan a cambio de un salario. Estas son actividades viles que privan de ocio al hombre libre, le degradan y le incapacitan para la práctica de la virtud (Política, 1337, b).
Las palabras pueden no ser las mismas, pero lo son los conceptos. Y la oposición no se esfuma por el mero hecho de conjurarla. Quiero decir que Aristóteles decía verdad, si no sobre lo que debe ser, sí sobre lo que es. Lo que sigue pretende demostrarlo.
La enseñanza es el ritual de paso que introduce al joven en sociedad. Pero la sociedad no es una entidad perteneciente a la clase de las entidades externas y sensibles y, no pudiendo ser observada directamente y llegar a un acuerdo firme respecto a su naturaleza, las instituciones políticas tienen que hacerse una idea de ella para plasmarla en los planes de estudios. Se reemplaza así lo real por lo ideal. Y es entonces cuando brota la dualidad, que constata, entre otros muchos, Giner de los Ríos: De los contrarios ideales o concepciones del hombre que hay en nuestro mundo, viene a decir, surgen dos sistemas de enseñanza secundaria. Uno es el clásico, o grecolatino, con sus materias: latín, griego, retórica, poética, historia, filosofía, matemáticas y unas cuantas breves nociones de ciencias de la naturaleza. El modelo responde al de Aristóteles, por cuanto sólo selecciona unos cuantos conocimientos entre los que son útiles. Todos los demás, que son la práctica totalidad, quedan para la práctica de la excelencia. El otro modelo es el moderno, o realista: lenguas modernas, ciencias de la naturaleza, física, química, economía, derecho, matemáticas… (éstas tienen su prestigio ganado en los dos modelos). El primero es el propio de una selecta minoría de espíritus capaces de comprender la historia y el sentido ideal y estético de la vida. El segundo ofrece también algunos conocimientos generales, pero están más al alcance del vulgo, de la masa (V. Giner, Obras completas de D. Francisco Giner de los Ríos. XVII, Tomo II, páginas 141–144)
B. Humanismo.
El primer modelo puede invocar en su favor una larga y fructífera tradición dedicada a formar conciencias penetradas de grandes ideales morales. Los hombres que produjeron la literatura del Siglo de Oro pasaron su infancia y juventud haciendo traducciones del latín, construyendo discursos, poemas, narraciones, composiciones… en latín. La lectura de las obras de Quevedo, Lope, Cervantes, Gracián… trasluce un conocimiento directo de la filosofía clásica. Creo que no es posible citar ni un solo autor del continente europeo (¡!) de esa época que no se halle imbuido de la filosofía griega, de la literatura latina… Todos ellos coinciden en ser autores habituados desde temprano, por el efecto de una pedagogía tenaz, a no ver a los hombres, sino al hombre, a prescindir de lo particular, de todo lo ligado a su origen, a su medio, a su temperamento… en los personajes de la historia antigua de Grecia y Roma –la única que acaso conocieran–. Despreciaron lo concreto: la historia, el nacionalismo estrecho, los particularismos… Legislaban para toda la humanidad, escribían para hablar de una virtud o un vicio universales, no de un hidalgo manchego visionario, de nombre Alonso Quijano, o de un príncipe polaco llamado Segismundo que confundía la vigilia con el sueño. Filosofaban sobre lo que es válido para todo, no para algo. Acostumbrados a lo abstracto, sólo sabían tratar con lo abstracto. Los ejercicios en lenguas clásicas les habían hecho aprender el difícil arte de analiza y descomponer su pensamiento, de trocar en claras y distintas las ideas, que siempre se presentan sintéticas y confusas. El francés de Descartes es muy elegante, pero él estudió en latín. Todo ello es una prueba de que el aprendizaje de los secretos de la propia lengua no exige necesariamente su estudio directo.
Era el reinado indiscutible de las humanidades, que se habían propuesto enseñar qué es el hombre, y se dedicaron a ello con tanto empeño que incluso enseñaban la naturaleza a través de él, a través de lo que los hombres –Aristóteles, Galeno, Hipócrates, Aristarco, Tolomeo… – habían dicho de ella, intercalando el texto entre el estudiante y las cosas, lo que era un magno ejemplo de pedagogía formalista (literaria, gramatical o lógica). En rigor sólo el hombre fue siempre objeto, nunca las cosas (V. Durkheim, 347) Y, sin embargo, las humanidades no enseñaron la naturaleza humana. No pudieron, porque ésta no existe. En su lugar, mostraron una construcción arbitraria, lograda después de fusionar en uno solo el ideal romano, el griego y el cristiano, un ideal concreto que no puede aspirar a representar al ser humano. Era el estudio del pasado, de Grecia y Roma, cuyo valor educativo, mayor que el del presente, reside en que se ve desde lejos, en que sus figuras aparecen envueltas en una bruma que las desdibuja y las torna inciertas, indecisas, inestables, y, por eso mismo, constituyen un material maleable, apto para representar el ideal previamente fijado y darle la dirección pedagógica convenida. El presente, que impone primero sus mediocridades, no permite convertir sus objetos en modelos. De lo cual es una prueba el hecho al que recientemente hemos asistido: la lucha por el pasado librada entre varios grupos políticos.
Las humanidades quisieron rozar lo eterno, pero las ciencias de lo real, que, junto con su compañera, la tecnología, que irrumpieron en el escenario de aquéllas, se dedicaron pronto a la satisfacción de funciones temporales, a mantener y desarrollar la vida física de las sociedades. Penetraron en la industria, en el comercio, en la economía… y contribuyeron decisivamente a la aparición del mundo moderno. Y no podían dejar de entrar en la enseñanza, introduciendo los conocimientos útiles para asignar al joven un puesto productivo en la sociedad. La brecha es quizá insalvable desde entonces y es lo que caracteriza más profundamente a la enseñanza secundaria, lo que muy probablemente la llevará a su desaparición. En ella conviven ahora dos orbes que no se tocan: el de los conocimientos materiales, que ponen al joven en contacto con lo real, y el de los espirituales, que lo ponen en contacto con lo ideal. Por un lado, tiene que ser capaz de poner a las inteligencias en disposición de recibir los conocimientos necesarios para el ejercicio de un oficio, pues de otro modo carecería de interés social, y por el otro tiene que formar al hombre como hombre de dos maneras: una subjetiva, encaminada el desenvolvimiento de sus energías intelectuales, morales, afectivas y corporales, y otra objetiva, introyectando en él un conjunto de esquemas de comportamiento y comprensión del mundo que son los propios de su cultura. Educación especial o profesional y educación general, a la que, no sin discusión, pertenecen nuestras materias de filosofía.
No debe olvidarse que la articulación de ambos objetivos ha sido una fuente permanente de conflictos. El antagonismo entre el espíritu cristiano y el de la antigüedad clásica se transformó, a partir del siglo XIX, después de la alianza del humanismo y la Iglesia, en un antagonismo entre éstos y el espíritu científico. Por este motivo quedaron tildados de tradicionalistas quienes una y otra vez vuelven a la enseñanza literaria como la suma doctrina y como modernos liberales quienes, al otro lado, profesan más bien su fe en la enseñanza contraria. Véase el ejemplo de Giner de los Ríos, cuyo ideal para la educación secundaria es conseguir un
“joven que lee con interés a Aristóteles, a Dante, a Shakespeare, a Darwin traducidos (subrayado suyo); que puede explicarse el mecanismo de una locomotora, o el de los principales fenómenos meteorológicos o astronómicos, o los tipos de relaciones fundamentales de los seres en el universo; que entiende y siente el arte, la religión, la historia, las instituciones y leyes de la vida social y el estado de las cuestiones cardinales que en cada una de ellas hoy se hallan en crisis y preocupan más gravemente a pensadores, educadores, políticos, filántropos, es, sin duda alguna, muchísimo más culto, vive más en la humanidad, posee un ideal más algo y representa una función más eficaz que aquel otro escolar ajeno a casi todas estas cuestiones, y cuya ignorancia no pueden reemplazar el álgebra, el griego ni el latín. Estos últimos estudios deben ser cultivados con solidez, profundidad y amor por los hombres de vocación especial para ello; pero han cedido su lugar a aquellos otros, en el sentido actual de la cultura propiamente liberal y humana” (Giner, op. cit., páginas 165–166. Subrayados del autor).
Ignoro si se debe estar de acuerdo con Giner en este proyecto y si se puede razonablemente poner en práctica, pero creo saber que representa un abandono casi definitivo de aquella universalidad a que se adscribió siempre el humanismo y sospecho que el espíritu de la Logse es un calco de este proyecto. ¿O no significa una inclinación deliberada por el espíritu científico–técnico y profesional frente a la educación general que, a mi juicio, es la médula de la enseñanza secundaria? Sin embargo, hay reticencias a la hora de llevarlo a la realidad. No otra cosa parecen significar los hechos sucedidos en los últimos meses. Creo que nadie sabe cómo se rompe este nudo gordiano.
Lo diré con la mayor claridad de que soy capaz: no parece fácil decidirse entre una concepción de la enseñanza como formación de mano de obra, sea de cuello blanco o de mono azul, y otra como formación en los valores éticos, estéticos, filosóficos, políticos… del humanismo. A un lado está el espíritu, la idea, el ideal… Al otro la materia. Estamos entre las letras y las ciencias, o entre las letras y el lado práctico, útil, de las ciencias, para los oficios y las profesiones. Entre otros, los redactores de las normas educativas, parecen huir de la formulación clara de este problema, que disfrazan con vocabulario suave para no herir susceptibilidades. Así, se niega la primera opción cuando se plantea abiertamente:
–¿Formación de mano de obra? ; no, por favor, que es una opción siniestra, clasista, diferenciadora…
Pero se niega también la segunda:
–¿Formación del espíritu? ; tampoco, por supuesto, pues es lo propio de las clases altas, educadas y cultas, de los privilegiados que nunca tuvieron que coger el arado.
Se pretende entonces el eclecticismo, la fusión de dos orbes distintos y muchas veces contrarios. A veces se pretende incluso que ésa es la función de la filosofía. Al menos lo pensaron así en el congreso Filosofía y juventud de 1985. En su conclusión tercera se dice que la «filosofía aparecería así como saber esencialmente interdisciplinar, cuya función sería cuestionar postulados científicos…». ¿Cuestionar tal vez el principio de gravitación universal, el principio de indeterminación de Heisenberg… ? ¿Esa tarea no sería la propia del científico? ¿Desde qué posición la cuestionaría el filósofo? Y, por último, ¿en qué consiste un saber que, lejos de tener contenido propio, es esencialmente interdisciplinar? No debían tenerlo muy claro los autores del documento, pues cometieron el error de afirmar que la oposición entre las ciencias y las letras es ilógica. ¿Qué principio lógico queda vulnerado por tal oposición? Lo mismo que la existencia del centauro no contradice los principios de la lógica, sino los de la biología, la oposición de las ciencias y las letras no se da en el terreno de la lógica, sino en el de la vida social. Los intereses del llamado pueblo no pueden ser razonablemente otros que los materiales. Sería un delito que el legislador dictara una educación exclusivamente humanista para toda la población, una educación que solamente produciría profesionales de la educación. ¿O existe alguna otra posibilidad para el humanista, es decir, para el licenciado en historia, en lenguas clásicas, en filosofía… ?
Hay que formar, pues, mano de obra. Cómo haya de hacerse es cuestión en la que no vale la pena entrar ahora. Pero también es necesario formar en valores, por más que parezca que esta otra educación se dirige hacia una ética de Estado. Querer obviar esto, que es lo dicho por Aristóteles –la salvaguarda del régimen– y hablar, como suele hacerse, de educar en la ciudadanía democrática es cometer una incongruencia. Interiorización, pues, de los valores públicos. No otra cosa es la educación en valores.
C. La función de la filosofía.
Aquí tiene algo útil que hacer la filosofía, al menos en principio. Y no solamente la filosofía de orientación práctica, como la Ética, la Ciencia, tecnología y sociedad –materia que, por el momento, desconozco si ha logrado separarse de sus primeras inclinaciones por la ética, pese a los intentos de Mario Bunge y otros–. Pero hay otro problema: ¿qué filosofía ha de enseñarse?
Dos respuestas muy precisas se han sucedido hasta el día de hoy. O bien se ha enseñando una filosofía sistemática, la que impartieron los escolásticos y los jesuitas, o bien se ha enseñado historia de la filosofía, lo que ha sido usual desde el idealismo alemán. Ahora oscilamos entre un polo abandonado en la enseñanza pública, el primero, que probablemente seguirá en vigor en colegios católicos, y la circularidad de pensar que la filosofía es su historia, que existe también en los públicos. Ambas respuestas han sido válidas también para la enseñanza universitaria, y están también presentes en la secundaria, una en el curso de Historia de la Filosofía de segundo de bachillerato, antes COU, y la otra, o la ausencia de ella, en primero, antes tercero de BUP. Esta última es la más problemática, pues el antiguo sistematismo podría haber sido sustituido por un cúmulo de conocimientos desconectados entre sí, por algo vago que reflejaría sólo una cierta inclinación por cualquier saber, sea el que sea, la afición al espectáculo, a las habladurías de los pretendidos sabios… , y así no hay forma de distinguir a un filósofo de otro que no lo es. Lo constataba Platón en La república (476, c d).
Estimo que tenemos un trabajo inmenso, y tal vez desalentador, por delante: por un lado habría que echar mano de la enorme capacidad destructiva que tiene la filosofía para dirigirla contra la proliferación actual de mensajes. Y por el otro, habría que desembocar en lo que, tarde o temprano, exige esa labor de poda, en el abandono de los planteamientos eclécticos, escépticos, relativistas… que hoy campan a sus anchas en las clases de filosofía. Cierto, el escepticismo es inevitable, pero no pasa de ser el umbral de la filosofía que se ha de hacer. Insisto: de la filosofía que se ha de hacer. Es muy dudoso que el alumno pueda construir literalmente una filosofía. Lo es también que pueda hacerla el profesor. Como mucho, puede empeñarse en la tarea, arriesgarse en el empeño; elegir un punto de vista, el que le parezca el más sólido, el más convincente, tal vez el más acorde con sus inclinaciones y convicciones y, haciendo acopio de toda la sinceridad posible hacia sí mismo y hacia sus alumnos, procurar desarrollarlo hasta el final a través de los temas del programa. No es cosa de construir un sistema filosófico original, que es algo de lo que no somos capaces la inmensa mayoría de los amantes de la filosofía, sino de seguir los lineamientos de uno que sea coherente. Es un esfuerzo que requiere mucha ayuda, la cual solamente puede proceder, por un lado, del estudio, y, por el otro, de la Universidad.