El boss

 


El jefe del partido es en los Estados Unidos de América, según dice Max Weber, un hombre gris, pero prudente. No tiene ideología política. Solo olfato para reconocer dónde están los lugares en que se crían los votos que él, a través de una maquinaria de partido bien dispuesta, puede capturar para su empresa.


El spoil system así sostenido era técnicamente posible en América porque la juventud de la cultura americana permitía soportar una pura economía de diletantes. Evidentemente, una situación en la que la administración estaba en manos de 300.000 o 400.000 hombres de partido, sin más cualificación para ello que el hecho de haber sido útiles a su propio partido, tenía que estar necesariamente plagada de grandes lacras y, en efecto, la administración americana se caracterizaba por una corrupción y un despilfarro inigualables, que sólo un posibilidades económicas todavía ilimitadas podía soportar.

La figura que con este sistema de la máquina plebiscitaria aparece en primer plano es la del boss. ¿Qué es el boss? Un empresario capitalista que reúne votos por su cuenta y riesgo. Sus primeras conexiones puede haberlas conseguido como abogado, tabernero o dueño de cualquier otro negocio semejante, o tal vez como prestamista. A partir de esos comienzos, va extendiendo sus redes hasta que logra “controlar” un determinado número de votos. Llegado aquí, entra en relación con los bosses vecinos, logra atraer con su celo, su habilidad y, sobre todo, su discreción la atención de quienes le han precedido en el camino y comienza a ascender. El boss es indispensable para la organización del partido, que él centraliza en sus manos y constituye la principal fuente de recursos financieros. ¿Cómo los consigue él? En parte mediante las contribuciones de los miembros pero, sobre todo, recaudando un porcentaje de los sueldos de aquellos funcionarios que le deben el cargo a él y a su partido. Percibe además el producto del cohecho y de las propinas. Quien quiere infringir impunemente alguna de las numerosas leyes necesita la connivencia del boss y tiene que pagar por ella, sin lo cual le aguardan cosas muy desagradables. Pero todos estos medios no bastan, sin embargo, para reunir el capital que requiere la empresa. El boss es también indispensable como perceptor inmediato del dinero que entregan los grandes magnates financieros. Éstos no confiarían en modo alguno el dinero que dan con fines electorales a un funcionario a sueldo o a una persona que tenga que rendir cuentas públicamente. El boss, con su prudente discreción en cuestiones de dinero, es por antonomasia el hombre de los círculos capitalistas que financian las elecciones. El boss típico es un hombre absolutamente gris. No busca prestigio social; por el contrario, el “profesional” es despreciado en la “buena sociedad”. Busca exclusivamente poder, como medio de conseguir dinero, ciertamente, pero también por el poder mismo. A diferencia del leader inglés, el boss americano trabaja en la sombre. Raramente se le oye hablar. Sugerirá al orador lo que tiene que decir, pero él mismo calla. Por regla general no ocupa cargo alguno, si no es el de senador en el Senado federal, pues, como constitucionalmente los senadores participan en el patronato de los cargos, es frecuente que el boss mismo acuda personalmente a esta corporación. La atribución de los cargos se hace, en primer lugar, de acuerdo con los servicios prestados al partido. También se entregan, sin embargo, en muchos casos a cambio de dinero, e incluso hay ya cantidades fijas como precio de determinados cargos. Se trata, en definitiva, de un sistema de venta de los cargos semejante al que durante los siglos XVII y XVIII conocieron las monarquías europeas, incluidos los Estados de la Iglesia.

El boss no tiene principios políticos firmes, carece totalmente de convicciones y sólo pregunta cómo pueden conseguirse los votos. No es raro que sea un hombre bastante inculto, pero generalmente su vida privada es correcta e irreprochable. Sólo en su ética política se acomoda a la moral media de la actividad política que en cada momento impera, lo mismo que muchos de los nuestros hicieron, en lo que respecta a la moral económica, en la época del acaparamiento. No le importa ser socialmente despreciado como “profesional”, como político de profesión. El hecho mismo de que no ocupe ni quiera ocupar los grandes cargos de la Unión tiene la ventaja de hacer posible, en no pocas ocasiones, la candidatura de hombres inteligentes ajenos a los partidos, de notabilidades (y no sólo, como entre nosotros, de notables de los partidos), si el boss piensa que pueden atraer votos. Precisamente la estructura de estos partidos sin convicciones, cuyos jefes son socialmente despreciados, ha permitido de este modo que lleguen a la presidencia hombres capaces que entre nosotros no la hubieran alcanzado jamás. Naturalmente los bosses se oponen con uñas y dientes a cualquier outsider que pueda representar un peligro para sus fuentes de poder y dinero, pero no es raro que, en su competencia por el favor de los electores, se vean obligados a defender candidatos que se presentan como adversarios de la corrupción.

He aquí, pues, una empresa partidista, fuertemente capitalista, rígidamente organizada de arriba abajo y apoyada también en clubs firme y jerárquicamente organizados, del tipo Tammany-Hall, cuya finalidad es la de obtener beneficios económicos mediante el dominio político de la Administración y, sobre todo, de la administración municipal, que también en América constituye el más rico botín. Lo que hizo posible esta estructura vital de los partidos fue la acentuada democracia imperante en los Estados Unidos como “país nuevo”, y es esta conexión entre ambos términos la que hace que hoy estemos presenciando la lenta expiración de ese sistema. América no puede ser ya gobernada únicamente por diletantes. A la pregunta de por qué se dejan gobernar por políticos a los que decían despreciar, los obreros americanos respondieron hace quince años diciendo: “Preferimos tener como funcionarios a gentes a las que escupimos, que crear una casta de funcionarios que escupa sobre nosotros”. Éste era el viejo punto de vista de la “democracia” americana, y ya en aquel tiempo los socialistas pensaban de modo completamente distinto. La situación se hace ya insoportable. La administración de diletantes no basta ya y la Civil Service Reform está creando continuamente nuevos puestos vitalicios y dotados de jubilación, con el resultado de que están ocupando los cargos funcionarios con formación universitaria, tan capaces e insobornables como los nuestros. Existen ya casi 100.000 cargos que no son objeto del botín electoral, sino que están dotados de un derecho a la jubilación y que se cubren mediante pruebas de capacitación. Esto hará retroceder lentamente el spoils system y obligará a modificar igualmente la estructura de la dirección del partido en un sentido que no podemos predecir.

(De la conferencia de Max Weber por invitación de la Asociación Libre de Estudiantes de Munich durante el invierno de 1919)


 

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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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