Evolución de la técnica

A. Presentación del problema

La lógica del progreso humano obliga a pensar que lo primero que debió existir fue un hombre primitivo para el que no tenía sentido la oposición, distinción o correlación entre la técnica y la naturaleza, un hombre que todavía no fue siquiera el homo faber de los arqueólogos o, como ha dicho entre nosotros G. Bueno, aludiendo a los utensilios y destrezas que exhibe este primate desde hace aproximadamente 1.500.000 de años, un animal que come pan. Un ser así es un hombre que vive, siente y muere en el seno del entramado de hilos en que consiste el universo, que no sabe diferenciarse de él y que, en rigor, ni siquiera es un hombre. En un tal estado es casi imposible que surja una técnica, pues quien empieza sometiéndose hasta tal grado a la naturaleza es difícil que decida alguna vez enseñorearse de una sola porción suya. Por este motivo no debe incluirse ese período en la historia humana, sino en la evolución del animal que fue nuestro antepasado.

La humanidad primera estuvo compuesta, durante un larguísimo período de su existencia, de pocos individuos diseminados en grupos reducidos que tendían a la dispersión, de pequeñas comunidades nómadas de no más de 50 o 100 miembros, que vagaban por el territorio. Por la presión de la organización social primitiva, por la de la naturaleza circundante o por ambas de consuno, las sociedades del Paleolítico mostraron durante más de un millón de años una tenaz resistencia a vivir en grandes concentraciones y, no pudiendo nacer entre ellas las relaciones de dependencia que hoy necesariamente se nos imponen, puede decirse que vivieron en esa libertad que consiste en la ausencia de instituciones políticas y jurídicas. Aquellos hombres vieron transcurrir su existencia en el interior de minúsculos grupos aislados, carentes de escritura, dotados de un fuerte sentido de la solidaridad y concibiéndose a sí mismos como distintos y, muy probablemente, como superiores al resto. Los escritos de los antropólogos confirman, en efecto, que las sociedades humanas son sin excepción etnocéntricas[1]. Cada grupo cuenta con su lengua, sus dioses, sus costumbres, su ideología de entidad diferenciada… Y son tan extraños en la realidad unos con otros como su ideología les hace. Que esto sea además verdadero es ciertamente poco creíble, pues debieron seguramente existir tramas de relaciones y semejanzas entre ellos que lo desmentirían. Pero hoy hemos aprendido que las sociedades no son lo que creen ser.

Sin organización centralizada del poder político, sin un poder común que atemorizase a todos y a todos mantuviera en concordia, aquellos grupos vivían en el estado que Hobbes denominó de guerra de todos contra todos, lo que no significa que de hecho existiera la violencia generalizada, pues guerra no es aquí batalla efectiva, sino tendencia a ella durante el tiempo en que no existe garantía de lo contrario. En suma, eran sociedades en estado natural.

Sahlins, Redfield y Polanyi, entre otros, han mostrado que eran sociedades de parentesco en las que la actividad económica, lejos de ser un fin en sí mismo, es un medio para otra cosa. Los individuos no buscan en ellas los bienes materiales para satisfacer directamente su interés personal, sino que tratan de adquirir, a través de ellos, bienes sociales, lo cual viene a establecer en la realidad una jerarquía de valores que puede considerarse justamente la inversa de la que ponen en práctica nuestras actuales sociedades. Los lazos económicos, que ligan entre sí a las personas, son entre ellos solamente un pretexto, un instrumento, para la instauración de lazos morales. En tales condiciones, la sociedad primitiva no necesita instituciones políticas que protejan, estimulen, organicen… la producción económica. Y, cuando éstas existen, son escasas y simples. Las cosas que la gente hace no se hacen por la necesidad de obedecer la voluntad de otro, ni siquiera son el resultado de decisiones particulares, sino que a todos les parece ser la naturaleza de las cosas.

Esto explica el hecho de que los vínculos que nosotros establecemos, mediatizados como están por la máquina de la producción económica y percibidos como piezas de un engranaje generalizado, no pueden servir de medida para las poblaciones primitivas. Las sociedades modernas, a las que acaso convendría mejor el nombre de mecánicas, son sociedades en que el funcionamiento de las fábricas, la redistribución de los productos, la necesaria expansión de los mercados, las necesidades de la producción… constituyen una máquina que transforma las relaciones entre hombres en relaciones entre cosas, lo cual, por trocar en fin lo que en sí parece que debería ser sólo medio, rebaja la naturaleza del hombre a la categoría de instrumento objetivo. La formación y consistencia de nuestras agrupaciones, la cooperación entre personas, tiene como fin la obtención de productos.

El orden técnico es grande en la civilización, pero exiguo en la sociedad salvaje. Sucede al revés con el orden moral. ¿Cómo ha llegado a producirse este cambio? Adoptemos por un instante la perspectiva del progreso, la de quien mira las sociedades como si estuvieran colocadas a lo largo de una senda que va hacia delante y hacia arriba. ¿Qué ha progresado? ¿El arte, la religión, la moral, las costumbres, etc.? Difícilmente se hallará sin discusión una respuesta satisfactoria a estas preguntas. Sin embargo, nadie discutirá, al menos ateniéndose a la evidencia externa de los artefactos, que la técnica haya evolucionado.

Pero apenas tres o cuatro focos jalonan este camino. Primero fue la piedra, cuya existencia fue larga. Después vino el metal, acompañado de la aparición de las ciudades, de la domesticación animal y vegetal, de la vida sedentaria… Y, por último, la máquina, con la primera revolución industrial, la electricidad con las segunda…Es notable que el curso seguido por este progreso ha sido extraordinariamente lento, inseguro y discontinuo.

Todo para que, al final de este camino, irrumpa en escena la actual sociedad occidental, que, frente al carácter cíclico que por todas partes impera en la naturaleza, por el que también se regía la sociedad primitiva, ha roto el círculo y ha instaurado el inicio de un tiempo lineal irreversible que por primera vez y de un modo rotundo inaugura la humanización de lo natural. En la naturaleza, que es el reino de la casualidad, impera la tendencia al centro, el giro sobre sí mismo y la repetición. El árbol sucede al árbol para que el bosque no muera. Las especies son antiguas porque sus individuos se sustituyen velozmente. Nada nuevo bajo el sol natural, dice Hegel[2]. Si se atiende a los años de su existencia sobre este planeta, todo indica que al hombre le esperaba la misma suerte, la del círculo y la repetición. Mas he aquí que una sociedad, que no era sino otra sociedad, perdida en la muchedumbre de las demás, se ha entregado desde hace poco más de dos siglos a un ritmo temporal que no tiene precedentes. No se ha limitado, como el resto, y como todos los seres individuales que vienen a la existencia, cuya esencia es la finitud, a conformarse con sus limitaciones y, llegado el caso, a desaparecer, para que siga habiendo humanidad, como muere el árbol para que sigan existiendo las arboledas, sino que, muy al contrario, ha unificado y englobado a todos los pueblos bajo la misma ley, ha trocado en semejantes a sí a todos los grupos con los que ha entrado en contacto, ha explorado el planeta hasta sus últimos rincones, ha instaurado sistemas mundiales de dominación, ha vuelto a producir migraciones de millones de hombres y ha amenazado, en fin, con hacer desaparecer la diversidad, que siempre había sido la norma, pues incluso los que se oponen a su avance tienen que adoptar sus métodos y su estructura para no desaparecer.

Este empuje arrastra todo tras de sí: las leyes, las creencias religiosas, la organización social. Es una sociedad que se comporta como un ordenador que necesitase ser cambiado con la introducción de cada nuevo programa, en lugar de admitirlos todos sucesivamente sin alterar su orden, como hacen las sociedades primitivas, que son capaces de integrar el suceso en su estructura sin que ésta varíe. La sociedad moderna, en cambio, transmuta su estructura a cada nuevo suceso. Es tiempo de historia. Hegel lo diagnosticó acertadamente:

Y así soy un impulso. El objeto a que el impulso se dirige es entonces el objeto que me satisface, que restablece mi unidad. Todo viviente tiene impulsos… Los objetos, por cuanto mi actitud para con ellos es la de sentirme impulsado hacia ellos, son medios de integración; esto constituye, en general, la base de la técnica y la práctica[3]

El mundo comprende lo físico y lo psíquico. Aunque la naturaleza material interviene también en la historia, su papel es subsidiario, relativo al espíritu, que es el único sujeto de este devenir. El hombre es posterior a la naturaleza física, opuesto a ella[4]. Lo natural, algo que se extiende en el espacio, tiende a contraerse en un punto, tiende a ser fuera de sí y a destruirse como materia, es inerte. El espíritu, por el contrario, que se manifiesta espléndidamente en la acción del hombre, tiende, en la dispersión de todas sus fuerzas, a sí mismo[5], y por ello ha de destruir la resistencia de la materia oscura para trocarla en la realización de su propio ser. El espíritu es libre y consciente: tiende a sí y sabe de sí. De ahí que el hombre sea negatividad, porque, siendo identidad con su propio concepto por tener conocimiento de sí, convierte en concepto la naturaleza entera cuando da rienda suelta a su impulso. Así se realiza, volviendo espiritual la naturaleza. El hombre es trabajo. Ciertamente también los animales son activos, pero hay una diferencia fundamental, que Marx puso de relieve: que el hombre tiene antes en su mente lo que ha de hacer y de ahí precisamente procede su fuerza de transformación, de negación de la inercia natural. Trabajar es maldecir y aniquilar el mundo, decía Hegel, producir la noche del ser, porque el hombre es autoconciencia y, en cuanto tal, sus actos vienen animados de un vigor capaz de trastornar la quietud e inmediatez de las cosas y de reunir en torno a sí lo que hay diseminado por el universo. Una de las obras más logradas de esta potencia es la máquina, la actividad del concepto fuera de sí, en lo natural.

La evolución de la técnica significa, pues, la guerra contra la opacidad del mundo, la necesidad de imponer fines a lo que por su propio ser carece de ellos. Pero es claro que esta actividad no ha sido la del pensamiento contemplativo, ya sea el estético o el religioso, que siempre llega tarde, sino la del práctico, la del que no es ajeno a las cosas, sino que cristaliza y se manifiesta en ellas. La primera aparición de este espíritu fue el artesano de la piedra, la segunda el herrero… Cada uno de ellos ocupa el centro alrededor del cual se ha tejido la malla de cada nuevo avance. Los adelantos han sido ciertamente pocos, pero han sido decisivos.

A diferencia de la religión y el arte, que pueden, como mucho, presentar una transfiguración de la realidad, pero dejan a ésta tal como la encuentran, la técnica, cuya energía puebla el ambiente de objetos que no son ya objetos, cosas en sí, es una alteración efectiva y práctica de aquélla. La arquitectura y la escultura también transforman lo que tocan, pero ello no basta para poderlas comparar con la técnica, pues sus productos son objetos para la contemplación, fines en sí mismos y no medios, en tanto que, inversamente, el útil más primario producido por el hombre alienta un impulso que no permite considerarlo como fin, sino solamente como medio. Se trata, en consecuencia, de distintos registros de la actividad del hombre, pues la acción desarrollada por el artesano de la piedra, el herrero o el ingeniero cambian realmente el mundo y lo ajustan a otros fines. Lo humanizan. En ellos encarna una fuerza que ha de atacar la reificación del objeto hasta volverlo espíritu. El mineral es en sí un ser carente de significado y, en cuanto tal, no tiene centro ni finalidad alguna, pero en cualquier instrumento que se fabrique hay una huella palpable de alguna intención subjetiva, de algo premeditado, que es lo que esencialmente define al instrumento. Cuando el hombre ya no exista el hacha de piedra, materia ofrecida por naturaleza, dejará de ser hacha y volverá a ser piedra. Y ni siquiera esto será posible, pues para ser piedra tiene que mediar un pensamiento, una palabra. Sin el hombre el mundo carece de sentido. Él llena el mundo de objetos y se esfuerza por conformar una nueva realidad que es la única con la que se relaciona, pues apenas puede decirse que haya para nosotros otra cosa fuera de nuestras máquinas y objetos manufacturados.

Ahora asistimos al triunfo del herrero y sus sucesores, particularmente los hacedores de la moderna ferretería del automóvil y el ordenador. Es la naturaleza como resultado, tendiendo a un fin, y también es el hombre profundamente transformado. Parece, pues, que nuestro mundo da la razón a Hegel. Que el universo, registrado por la acción y la mente humanas, ya no es más un ser en sí. Esta filosofía hace esperar la verdad de lo humano del desenvolvimiento de las sociedades en el tiempo, desenvolvimiento que semeja los pasos que da el matemático en la demostración de un teorema, conteniendo y prefigurando cada uno de ellos el siguiente.

Ahora bien, la interpretación de lo humano como un poder de negación de lo natural hasta trocarlo en un ser con fines, en espíritu, no torna imposible pensar que el humano sea por ello un ser aparte de lo natural. Así lo entiende Lévi-Strauss, quien, hablando del conductor y de su automóvil, dice que se ponen frente a frente sistemas de fuerzas naturales humanizadas por la intención de quienes las utilizan en su provecho y a hombres transformados en fuerzas naturales por la energía física de la cual se convierten en mediadores[6], es decir, no se enfrentan hombres y cosas, sino sujetos transformados en objetos por la energía física que es liberada por su intervención y objetos transformados en sujetos por la acción de la que éstos son mediadores. Un hombre que conduce un automóvil es algo más que un hombre, pues sus reflejos, su conducta, su velocidad…, son el resultado de un aprendizaje y de una energía que proceden de la naturaleza. Y un automóvil tampoco es un mineral sin más, pues el fin a que está destinado, la dirección de sus movimientos… es resultado de la acción humana. Por medio de esta actuación se contemplan la naturaleza y la humanidad, cada una en la otra, como un espejo frente a otro espejo, lo que quiere decir que la definición de lo humano podría no ser rotundamente distinta de la de lo natural.

Si esta modulación de la filosofía hegeliana es correcta, podría entenderse que la historia humana tal vez no muestre finalidad alguna y consista al final en el trazado de un inmenso círculo de vuelta a lo natural, pese a que quienes la contemplemos desde nuestro minúsculo observatorio padezcamos la ilusión de ver una recta que en realidad es una curva de radio muy grande. En ese caso tendría poco sentido establecer tipologías evolucionistas en las que ir encajando la larga serie de sociedades que han existido antes de la actual.

Si fuera posible interpretar nuestro mundo de una manera susceptible de corroborar la tesis de que toda la historia no ha consistido sino en un proceso de vuelta a la naturaleza, si pudiera verse en el proceso tecnológico, que ha conmovido tan profundamente las organizaciones humanas, solamente un suceso que ha afectado a la periferia, dejando intacto lo profundo, entonces habría que aceptar que la humanidad vuelve al cabo del tiempo a mostrar el mismo rostro que tenía al principio. Es lo que trataremos de dilucidar en lo que sigue.

B. El hombre natural

Todo empezó con el primer hombre que descubrió que una rama de árbol sirve para otra cosa que para dar frutos, que un tronco separado de la raíz es útil para algo distinto de sustentar las ramas y, en fin, que cualquier cosa tiene una posible finalidad diferente de la que le viene impuesta. Fue el primer hombre sobre la faz de la tierra y con dio comienzo la historia. Hasta entonces todo había sido naturaleza. En el orden de la causa final aquel hallazgo significó negar que la naturaleza sea solamente naturaleza, la demostración práctica de lo contrario de la filosofía de Parménides, para quien el ser es únicamente el ser. Ya en el propio registro del pensamiento filosófico, Platón, extrañamente de acuerdo en esto con el primer hombre práctico, respondió en el Parménides que el ser es también mil veces y de mil maneras no ser, y Aristóteles que cada cosa es su ser y que en él está inscrito su desarrollo completo hasta llegar a cumplir su finalidad. En las ideas de estos dos autores, particularmente en las del segundo, tiene cabida la técnica mejor que en las del padre Parménides, pero se trata de una técnica al servicio de lo natural. Y, tanto por aceptar que el ser está ya dado y completo desde el inicio -“el hombre es hombre” de la afirmación eleata-, como por pensar que lo natural es lo único que tiene vigor y acción -“el hombre es hombre al fin”, que habría podido dejar dicho Aristóteles-, Grecia, que expresó magníficamente la filosofía de la técnica del primer hombre, no concibió otra cosa que una naturaleza eterna, estable, cerrada sobre sí y, en consecuencia, no admitió más que una técnica naturalista.

La filosofía griega fue, pues, una filosofía acorde con el tiempo, en lo que no se distinguió fundamentalmente del Génesis bíblico, donde también había legislado que el primer hombre es el protagonista de un drama que él no ha escrito y que representa su papel en un escenario que él no ha construido. El mundo ha sido hecho por Dios, o por la naturaleza, para que el hombre haga uso de él. La utilización del sexo producirá entonces padres, madres, hijos, familia…; la de la alimentación producirá la agricultura; la de la preeminencia las reglas, los reyes… Un mundo indudablemente humano, pero su hacedor se limita en él a aprovechar las propiedades naturales que las cosas tienen a bien presentarle. Humanización primera del universo, que lo es también del propio ser del hombre, pero no es completa.

Cierto, los griegos pensaron estas cosas mejor que los hebreos, toda vez que vieron en sus dioses, hombres inmortales al fin, seres dependientes de la necesidad, sin poder para transgredir los confines que la naturaleza pone a cada ser. Ellos no hicieron teología, sino ontología, lo que pode de manifiesto la Aristóteles, el filósofo que puso el Primer Motor Inmóvil como caso ejemplar de cumplimiento de las leyes del ser y no como un caso aparte de él, o no más de lo que lo es el centro de una circunferencia en relación con su periferia. Si los dioses griegos, los del Olimpo o el Dios-Razón, fueron supeditados a la ontología, el hombre que adoptó la actitud aristotélica pudo alzar con orgullo su mirada para enfrentar directamente el ser y no tener que contar con los demiurgos, los demonios o los libros sagrados. Toda la ciencia posterior debe a Aristóteles esta actitud.

Sin embargo, la ontología devino esencialismo, naturalismo, y por su causa se llegó a creer que las cosas son lo que son eternamente, que el hombre es su fenomenólogo, y que, como tal, le incumbe únicamente la tarea de deshojar (lisis) la ousía de todo accidente que la oculte. La verdad como desvelamiento (alétheia). Todo eterno, igual a sí mismo. Predominio absoluto del principio de identidad (Quod est, est; Ens est ens, Omne quod est,est id quod est; Quod non est, non est)

De esa ontología derivó todo lo demás. La mejor expresión de ello es tal vez la filosofía de la técnica que Aristóteles dejó escrita casi enteramente en el libro II de La Física, donde se halla seguramente la mejor defensa de la inferioridad ontológica de la técnica que la historia de la filosofía ha producido. Allí dice que la naturaleza de los seres estriba en que alcancen su fin, su enteléjeia, cosa que casi todos suelen hacer por sí mismos. Que el ojo está para ver, en lo cual consiste su función y la cumple por sí solo. A veces sucede que un accidente se lo impide y no llega a ver, o no ve bien, y entonces la técnica tiene la obligación de llegar hasta donde lo natural no alcanza. La técnica, pues, carece de fin propio y sólo dispone del que la naturaleza le impone, razón por la cual es percibida como fuente de desorden cada vez que falta a ese deber.

Pero si esto fuera cierto, si estuviera fuera de toda duda que solamente la naturaleza es activa porque únicamente ella tiene a su disposición la causalidad eficiente en orden a la consecución de su fin, y que es por ello el límite propio, intrínseco y real de toda cosa, entonces no habría técnica que la pudiera rebasar y, si alguna vez alguna pareciera conseguirlo, sería sólo para demostrarse ineficaz. Si la naturaleza fuera realmente lo que dice de ella el esencialismo no habría entonces especies nuevas en el mundo natural ni objetos nuevos en el artificial. No existiría una sociedad de inventores en un paisaje artificial, como dijo Ortega y Gasset. De una tal concepción no podría surgir más que una fenomenología pasiva por la cual se entendería solamente que las cosas son lo que son. El hombre se hallaría en presencia de ellas, pero sin penetrar en ellas. En un ambiente mental de esta índole pueden germinar el termómetro, el barómetro, la balanza, los gráficos, la astronomía de Kepler, de Copérnico, de Galileo, de Newton, la física también de Galileo y de Newton, de Lagrange y Carnot… Y sus productos técnicos son las mesas, las sillas, las carreteras, las lámparas, los libros…, que proceden de lo que las cosas descubren de sí. Éste es el fruto del primer hombre, del que humaniza racionalmente el universo por la práctica y por el pensamiento, pues lo ha descubierto como racional. Este hombre llega a verse a sí mismo como el Señor racional del mundo, de lo que es una muestra suficiente la actitud de Pascal: por mi cuerpo no soy nada, pero lo soy todo por mi mente.

Mas esta concepción de la naturaleza y del propio hombre como seres exclusiva y eternamente racionales ha sido ampliamente refutada por los hechos técnicos habidos en nuestra actual sociedad desde el Renacimiento, pues en aquel momento se inició el período en que la naturaleza dejó de ser para el hombre finalidad ni término y el hombre mismo empezó a dejar de ser natural. Ahora lo natural es materia bruta para los fines que él inventa.

C. Transición a la tecnología. El paleotécnico

Este período, sin embargo, no se alumbró sin lucha. La Edad Moderna asistió a una confrontación entre dos concepciones contrarias del hombre racional de la antigüedad, concepciones que sin mucho esfuerzo podrían cifrarse en las ideas de Platón y de Aristóteles.

En la filosofía del segundo el espacio era metafísicamente curvo y físicamente diferenciado, lo que hizo que no fuera posible alojar en ella la geometría euclidiana, cosa que no debió preocupar al filósofo, pues la geometría era para él una ciencia meramente conceptual y abstracta que, como mucho, tenía la utilidad de auxiliar a la física. La opción de Platón era necesariamente imposible porque trataba de tomar como real lo que pertenece al plano de los conceptos. ¿Cómo podría aceptarse la existencia de un mundo de espacio (jorá) perfectamente geometrizado? Toda experiencia clama contra esa idea. Y con razón.

Sin embargo, el siglo XVII y, sobre todo, el XVIII, se tomó en serio la idea y la adoptó como el único mundo real:

  1. destruyó el mundo jerárquicamente ordenado de Aristóteles y la Edad Media y puso en su lugar un universo infinito de componentes idénticos y leyes uniformes,
  2. geometrizó el espacio de la experiencia, y
  3. situó el razonamiento delante de la percepción sensible.

La ciencia brota en la modernidad de una transformación de la filosofía, de una preferencia por el conocimiento intelectual frente a la experiencia y de una valoración positiva de la idea de infinito. El resultado ontológico de todo ello fue la aparición de nuevos absolutos: un número infinito de átomos moviéndose en el espacio infinito e inmóvil, es decir, los elementos naturales, eternos e indivisibles, en el no ser necesario y eterno, en el espacio absoluto. También el tiempo, que, como el espacio, sólo podía ser pensado, fue absoluto. Y de esos absolutos dependió la ciencia moderna, como pueden confirmar los ejemplos de Hobbes, Leibniz, Einstein… (pág. 60)

No es de extrañar que el mismo Newton creyera que nunca sería posible determinar el movimiento o el reposo absolutos de un cuerpo en relación al espacio inmóvil; que incluso se desprendiera de sus ideas que es del todo improbable que exista un solo cuerpo en reposo absoluto y que es totalmente imposible que exista uno solo en movimiento uniforme. Pese a lo cual la ciencia de Newton no subsistiría sin estas nociones, pues en su física el ser determina al pensar, al contrario de lo que había creído Kant. Es la ontología frente a la gnoseología, que había sido lo propio de la especulación filosófica moderna desde Descartes, y la vuelta a la posición antigua, a la griega, al realismo matemático de Platón, que ponía la teoría del conocimiento en el último lugar del sistema. Por todo ello las regularidades de la ciencia no son regularidades fenoménicas, pese al positivismo, sino relaciones entre inteligibles. No los fainómena, sino los noetá, son los que importan. La medida del conocimiento no es el hombre, sino Dios. Literalmente. Por esto la física de Newton se tornó tan inestable como la de Aristóteles cuando Dios desapareció de ella. Entonces vino Einstein…

Para que irrumpiera en Europa la edad de la máquina, la industria paleotécnica, la edad del hierro y el vapor, era imprescindible no solamente que se utilizaran nuevas fuentes de energía, sino, sobre todo, que la ciencia se aplicara a la creación de máquinas precisas, lo cual sólo sucedió cuando se prescindió de la orientación aristotélica y el intelecto optó decididamente por aplicar a la experiencia el realismo platónico.

Esto no fue posible en la Antigüedad. Si la ciencia griega no pudo hacer una tecnología fue porque careció de una física y no tuvo una física porque ni siquiera creyó que fuera posible tenerla. La física es la aplicación a lo real de las nociones exactas y precisas de la matemática, lo que era impensable entonces, bien porque, como creía Platón, los objetos sensibles no pueden en absoluto tratarse como seres matemáticos y son inferiores con mucho a los inteligibles, o bien porque, como creía Aristóteles, las matemáticas son una ciencia abstracta sin relación alguna con la naturaleza física, por lo que es un contrasentido aplicar las primeras a las segundas. Por una u otra razón, el pensamiento griego sostuvo obstinadamente la convicción de que la exactitud no es cosa de este mundo. Lo es, sí, del mundo supralunar, de los ciclos eternamente perfectos de los astros en el firmamento, pero los astros son distintos de la tierra. La astronomía puede ser matemática la astronomía, pero nunca la física.

El dualismo radical del cielo y la tierra se manifiesta con fuerza particular en la noción griega del tiempo, por cuanto pensaron que los órgana jrónou de arriba son perfectamente regulares, pero los de aquí abajo se dividen en días y noches de duración nunca igual. Mas la noción del tiempo es inseparable de la del movimiento, lo que explica que la revolución intelectual que originó la ciencia del XVII no fue otra cosa que el éxito en hacer descender de los cielos las nociones de tiempo y de movimiento y que, cuando esto se logró, se iniciara la tecnología moderna y la técnica antigua empezara a ser arrumbada por la historia, pues, pese a quienes opinaron que la especulación teórica es fútil en tanto que la práctica es fecunda, lo que entonces tuvo lugar fue la penetración de la teoría en la acción, o, mejor, la posibilidad de una tecnología y una física. Fue el triunfo de Descartes sobre Bacon.

Fue la conversión de la épisteme en téjne lo que distinguió nítidamente la nueva producción de artefactos y objetos desde el siglo XVII. El proceso fue tal vez lento, porque los hombres no sabían todavía calcular. Habían aprendido a medir y contar las cosas por aproximación. Seguían usando las notaciones romanas y, aunque algunos astrólogos y médicos conocían las cifras Gobar árabes, traídas seguramente de España, las finanzas, el comercio, la artesanía… hacían estas cosas tan mal que no era posible una operación aritmética elemental. Pero tenían razón para resistirse, pues ¿qué importa un poco más o un poco menos? Nada en absoluto para la vida ordinaria. Por eso siguieron siendo hombres aristotélicos, sin la mente formada para el rigor de los razonamientos matemáticos. Y siguieron siéndolo incluso bastante después de que Galileo se tomara en serio la creencia pitagórica de que el número es la esencia de las cosas -e incluso la creencia bíblica de que Dios hizo todo según peso, número y medida-, pues la mayoría siguió observando con los ojos, tocando con las manos, oyendo con los oídos… A ojo de buen cubero se sabe que tal color rojo es más oscuro que tal otro, que este sonido es más grave que el de más allá, que una hoguera es más viva que otra, que un objeto es más pesado… ¿No basta con esto? A nadie le podía interesar que pueda determinarse con exactitud la temperatura del fuego, medir con rigor las vibraciones que llamamos sonido, calcular con precisión la diferente longitud de onda de lo que llamamos color… Aunque hubieran tenido herramientas para medir -y las tuvieron en bastantes casos, de lo cual es una prueba los laboratorios de los alquimistas medievales- no las habrían usado.

El telescopio.- Tal vez fue cierto que el hallazgo del catalejo se produjo por el juego de un niño -el hijo de un fabricante holandés de anteojos-, que combinó por azar varios vidrios. Pero, cuando Galileo supo de este hecho, procedió a crear la teoría óptica y construyó después el primer telescopio para, a continuación, examinar el cielo. Más tarde inventó el microscopio con el mismo fin: observar lo que escapa al dominio de los sentidos. Esto revela la necesidad de la teoría, del intelecto, y no la de la práctica. Son sucesos que repiten la estructura de aquel otro hecho que cuenta Plutarco, el de la dificultad de duplicar el volumen de un cubo por mandato de Apolo y cuya solución por tanteo -Eudoxo y Arquitas- tanto molestó a Platón.

El reloj.- Pero aún faltaba hacer descender del cielo la noción de precisión aplicada al tiempo, el reloj, que a la larga se introduciría en las relaciones sociales y modificaría profundamente la estructura del sentido común. A diferencia del espacio, que es inmediatamente mensurable, el tiempo, que no lo es, se presenta dividido en porciones desiguales: día, noche, mes, año… Pero basta para la vida nómada o agrícola. Es la civilización urbana la que necesita algo más de precisión, pero tiene también suficiente con el tiempo vivido, por lo que fue así hasta la segunda mitad del siglo XVI, cuando, con el crecimiento de la población y la riqueza urbanas, se hubo de extender el uso de los relojes, lo que significó la victoria de la ciudad sobre el campo, que continuó viviendo el tiempo biológico.

Pero tampoco el reloj fue obra de los relojeros, que nunca pasaron de lograr la aproximación en las horas, sino de los científicos. Medir con exactitud el paso del tiempo fue una necesidad imperiosa para la astronomía y la física -y lo fue también para la navegación, pues en ésta, cuando no era navegación costera, era de vital importancia conocer la hora del meridiano de origen y llevarla consigo para poder determinar su situación-. Pero se impuso en la física: ¿qué utilidad tienen las fórmulas que dicen cuál es la velocidad de un cuerpo en cada instante de su caída en función de la aceleración y el tiempo transcurrido si después no es posible medir ni una ni otra. Era urgente encontrar un fenómeno que se desarrollase uniformemente (velocidad constante) o un proceso de repetición constante (isocronía), y Galileo optó por lo segundo: la ley física del péndulo, que descubrió estudiando matemáticamente la caída de un grave a lo largo de las cuerdas de un círculo puesto en vertical, con lo que pudo hacer una deducción racional para luego pensar en una realización práctica de la teoría, buscando el instrumento adecuado que reprodujera las propiedades mecánicas del movimiento pendular.

Había, empero, un error, que Huygens se encargó de corregir sustituyendo el círculo por una cicloide, pero lo hizo también por consideraciones geométricas y no empíricas. Después se le planteó el problema de la realización efectiva, tecnológica, del modelo concebido. Como Galileo: la épisteme imponía sus reglas a la téjne.

Estos hechos eran una manifestación del nuevo espíritu (sustrato) que luchaba por aparecer. Espíritu que estaba caracterizado esencialmente por:

  1. la destrucción del cosmos jerárquicamente ordenado de Aristóteles y la Edad Media y sustitución por un universo infinito, de componentes idénticos y leyes uniformes, y
  2. la geometrización del espacio.

En conclusión, la industria paleotécnica (terminología de L. Munford), la edad del hierro y el vapor, es la edad de la precisión de las máquinas, la edad de la aplicación de la ciencia a la industria en igual o mayor medida que la aplicación de nuevas fuentes de energía. Y la de la electricidad, o segunda revolución industrial, la edad neotécnica, es la del dominio de la teoría sobre la práctica:

La época contemporánea se caracteriza por su fusión, la de los instrumentos que tienen la dimensión de fábricas y de fábricas que poseen toda la precisión de instrumentos[7].

D. La edad neotécnica

En el anterior estado no causó sorpresa el hecho de que un ser que empieza siendo hombre se haga otra cosa distinta. Y no se trata de la mera distinción del animal, ni siquiera del animal vertical producido por la evolución, sino de convertirse en cosas inventadas por él mismo. Lo verdaderamente admirable es inventar, o crear, ser nuevo. Que el hombre no tenga ser, o naturaleza. Que carezca de una forma que sólo a él pertenezca.

Sea dicho esto sobre la causa formal, que no menos se puede decir sobre la final. Tal vez no sea exagerado afirmar que casi toda la población cree o acepta que lo natural es para sí mismo su propio fin y que, en consecuencia, no ha traspasado la frontera griega o medieval en esta concepción. Pero es un error pensar así cuando, como dejó dicho Ortega (Meditación de la técnica, XI) vivimos y somos en un paisaje artificial.

El vivir de acuerdo con la naturaleza no sería en nuestro tiempo otra cosa que volver al caos (reductio ad materiam primam), pues significaría hundirse en el nivel atómico y molecular, la verdadera materia primordial de la naturaleza. La materia prima es átomos, micromoléculas, ácidos nucleicos…

No hay un fin fijado para el hombre, excepto la más absoluta disponibilidad para cualquiera de ellos, como sucede con el dinero, disponibilidad totalmente abierta y, a la vez, concreta, rebelión contra la finitud y determinación que lleva consigo el pago en especie. Como el dinero, el hombre es infinidad. Nada llega a contenerlo: sistemas dogmáticos de creencias, filosofías determinadas, economías de poblaciones concretas, tipos definidos de sociedad…, todas son formas del ser que se suceden sin que el hombre se realice definitivamente en ninguna de ellas. Nietzsche, hablando de otras cosas, dijo que no hay que ser esclavo ni de los vicios ni de las virtudes. El fin de la técnica actual es la inventiva, que consiste en el entendimiento y la voluntad abiertos a cualquier cosa. Y las cosas, lejos de ser lo que son de una vez por todas, lo son en cuanto campos de posibilidades.

La causa material no colabora menos a esta subversión de los conceptos. Hay un caso, entre tantos, paradigmático del proceso seguido para el descubrimiento y uso de la materia:

  1. A principios de siglo, Einstein descubre que existe una equivalencia general entre masa y energía, lo que prueba que en cualquier gramo de materia hay material para usos posibles.
  2. En 1939, Hahn y Strassmann encuentran que hay un material real, al alcance de las posibilidades del momento, en el que poner a prueba la tesis de Einstein.
  3. Fermi, Oppenheimer, Teller… inventan poco tiempo más tarde cómo hacerlo.

En el primer momento se encuentra que la materia es apta para producir grandes cantidades de energía, en el segundo que alguna materia es de más fácil manejo que el resto y, en el tercero, se inventa la técnica adecuada. Abandonada a sí misma, a su propio transcurso, a la realización de su supuesta finalidad, la naturaleza nunca habría mostrado ese potencial. Pero ahora hay que concebirla como potencia dinámica, como dijo David de Dinant en el siglo XIII (Dios es la materia prima), lo que le mereció el calificativo de stupidissimus por parte de Tomás de Aquino. Todo cuanto constituye al hombre, al animal y a la planta, su base y sustrato profundo y real, es activo, como lo era el espíritu en Descartes, que negó a la materia toda actividad y le adjudicó la inercia. La materia es en el siglo XX un escenario de actividad tal que habría asombrado al propio Heráclito. Los pocos individuos que han sido capaces de pensar y conocer esto, individuos tales como Demócrito, Hanhn, Strassmann, Fermi, Oppenheimer… y otros pocos que han podido comprenderlo, ha sido porque han pensado en forma de ecuaciones diferenciales, de probabilidades…, porque han concebido ciclotrones… y porque, en lugar de experimentar con los ojos, los oídos, los dedos y los lenguajes naturales, se han servido de contadores Geiger y cámaras Wilson. Con el ojo no se ve que la piedra es luz o que la luz es piedra… Hacen falta otros sentidos, de los que carecieron Parménides, Platón, Aristóteles, Aquino, Kant, Hegel…, razón por la que hay que decir que fueron ciegos al ser (66).

La materia es causa material y eficiente: las cosas se hacen de ella y ellas las hace. En contra de lo que pensaron los mismos atomistas griegos, Heisenberg hizo notar que la materia no es estable, eterna e intransformable, sino lo máximamente transformable. Que los indivisibles, así llamados por los griegos antiguos, son capaces de transformarse en todo y que lo hacen sin dejar restos de materia común o básica. Son los átomos actuales, que ejercen verdaderas transustanciaciones. Por esto dice G. Bacca que la sustancia básica del universo es divina y que la actual teoría atómica es una verdadera teología (68)

E. Implicaciones sociales

Parece como si la evolución de las consecuencias sociales de la técnica y la tecnología hubiera pasado por tres fases desde la Grecia Antigua:

  1. Antigüedad. Resignación sin esperanza.
  2. Modernidad: esperanza entusiasta.
  3. Actualidad: resignación desesperada.

Tales actitudes se hallan ya en los filósofos, que no se preocuparon más de la máquina misma que de la realidad humana y social. Empieza siendo clara en Aristóteles cuando dice que la esclavitud no sería necesaria si las lanzaderas y los plectros pudieran ponerse en movimiento por sí mismos, como dijo Aristóteles, pues hay trabajos tan penosos que un hombre libre no debe ejecutarlos. Aristóteles se preocupa del automatismo.

Hubo que esperar mucho tiempo hasta que alguien concibiera razonadamente el sueño de una ciencia sabia y poderosa que hiciera al hombre dueño de la naturaleza, de la exterior por la mecánica y de la interior por la medicina, y que, en fin, sería útil para el bien de todos los hombres. No otro fue el sueño de Descartes y de toda Europa durante más de dos siglos. En muchas partes sigue vivo:

Observando cuántos autómatas diferentes o máquinas móviles puede hacer la industria del hombre, contemplando las grutas y fuentes que hay en los jardines de los reyes… relojes, fuentes artificiales, molinos y otras máquinas parecidas, conciba la idea de una ciencia (o incluso de una filosofía) activa, operativa, de una filosofía práctica mediante la que, conociendo el horno y las acciones del fuego, del agua, del aire, de los astros, de los cielos y de todos los demás cuerpos que nos rodean, tan distintamente como conocemos los diversos oficios de nuestros artesanos, podríamos volvernos como dueños y señores de la naturaleza[8]

Hoy se hallan muchas voces discordantes, con razón, pues parece que la máquina, en lugar de aligerar los esfuerzos humanos, tiende a agravarlos. La liberación de las fuerzas naturales prometida por la máquina no se ha cumplido, pues la lanzadera y los plectros se mueven ya por sí mismos, pero el tejedor ha quedado encadenado a ellos. La máquina aumenta la riqueza, pero propaga la miseria, da la vida, pero también la muerte, eleva el rendimiento del trabajo, pero produce el desempleo, lleva la división del trabajo hasta el límite y lo vuelve simple, pero lo deshumaniza, sustituye el ritmo vital de la actividad por un ritmo mecánico (los hombres se cansan, las máquinas no…, luego los hombres han de trabajar al ritmo de las máquinas; ¿a qué preocuparse por la reposición de las energías de aquéllos si el paro producido por éstas hace que la fuente de trabajadores sea inagotable?; de aquí derivan las jornadas interminables -12, 14, 16 horas…- y los sueldos miserables del siglo XIX. La promesa era de liberación, pero la realidad es de una nueva forma de esclavitud, llamada legalmente libertad, que bajó los niveles de los antiguos esclavos atenienses e incluso de los de las plantaciones de Norteamérica en las ciudades industriales de Inglaterra y Europa Central.

Es cierto… que nada puede compararse a la odiosa fealdad de los suburbios industriales a no ser la fealdad presuntuosa de los barrios ricos de las ciudades de la edad de hierro; es cierto que casi todo lo que nuestras ciudades -y nuestros paisajes- contienen aún de hermoso les viene de la época premaquinista. Está perfectamente claro que la trepidación y la complicación siempre creciente de la vida moderna son lo menos compatible que pueda haber con la meditación, la reflexión, con la cultura en suma. Y para volver al papel económico de la máquina y su influencia sobre el hombre, es cierto que nada es más absurdo que la miseria y el desempleo creados por la “superproducción” y el progreso técnico y que, en fin, el trabajo taylorizado, estandarizado y cronometrado del obrero de una cadena de producción moderna es tan degradante y tan embrutecedor, en el sentido más fuerte y más preciso del término, como el del esclavo griego o romano[9].

Pese a todo, la máquina ha mantenido su promesa, pues casi ha hecho al hombre señor de la naturaleza, aunque no lo haya hecho señor de sí mismo:

Efectivamente ha aumentado (de manera quizá demasiado rápida y demasiado brusca) el poder del hombre y casi le ha hecho “el dueño y señor de la naturaleza”; que indudablemente ha aumentado el bienestar y el nivel de vida de las poblaciones de los países industriales; que los horrores del período “heroico” del capitalismo pertenecen al pasado y que la legislación social, más y más desarrollada, la protección de la mujer y del niño la limitación de la jornada de trabajo y la mejor de sus condiciones, sobre todo desde la “segunda revolución industrial” han dotado a los hombres de algo que -excepto una pequeña minoría- no poseyeron jamás, a saber, de ocio y por tanto de la posibilidad de acceder a la cultura. O de crear una cultura. Porque la civilización no nace del trabajo: nace del ocio y del juego[10]

Es posible en nuestro tiempo, gracias a las máquinas, bien salvaguardar una sociedad de libertad y vida personal o bien, impulsando al máximo las tendencias al conformismo, crear una civilización de masas, uniforme y nivelada, un mundo feliz (A brave new world). Pero las máquinas no serían responsables, que se han limitado a cumplir lo que se podía esperar de ellas. Hay civilizaciones, como la china, que han rechazado la personalización sin haber conocido el maquinismo.

La segunda revolución industrial, por la que se abandona la edad del hierro y se entra en la de la electricidad, significa el paso del período técnico al tecnológico, período de caracteres distintos y opuestos en muchas cosas al precedente.

Cierto es que existió una miseria atroz entre los trabajadores de la primera mitad del siglo XIX, que produce horror la propaganda hecha en nombre del Cristianismo y la libertad, a favor del derecho del patrón a hacer trabajar a los niños y a prescindir de los obreros viejos y enfermos. El mundo que describe Marx en la primera parte de El Capital es poco edificante.


[1] Esta afirmacion es fácil de comprobar en Clastres, Sebag, Lévi-Strauss…
[2] V. Hegel, G. W. F., Lecciones sobre la filosofía de la historia natural, trad. De J. Gaos, Alianza Universidad, Madrid, 1986, páginas 185-204.
[3] Hegel, G. W. F., Ibidem, página 63.
[4] V. Hegel, G. W. F., Ibidem, página 59.
[5] Hegel, G. W. F., Ibidem, página 62.
[6] C. Lévi-Strauss, El pensamiento salvaje, trad. De F. G. Aramburo, F. C. E., México, 1964, página 322.
[7] Koyré, A., Pensar la ciencia, introd. de C. Solís, Paidós, trad. de A. Beltrán Marí, Barcelona, 1.994, página 145.
[8] Koyré, A., Pensar la ciencia, introd. de C. Solís, Paidós, trad. de A. Beltrán Marí, Barcelona, 1.994, página 73.
[9] Koyré, A., o. c. Página 79.
10] Koyré, A., ibidem. Página 80.


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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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