Formas de la oposición entre naturaleza y técnica

1.- El pasado.

El optimismo que la técnica infunde en muchos ánimos es sólo equiparable a la repulsa que provoca en otros. Ambas actitudes, empero, carecen por igual de fundamento, lo que no les impide representar la forma actual de un contraste de cuya presencia es posible hallar indicios en todos los tiempos y lugares. Uno evidente puede documentarse en la antigüedad clásica, donde se fraguaron las categorías de lo natural y lo artificial que han dejado su huella indeleble en la mente del hombre moderno. Los griegos descubrieron numerosos ingenios: bombas aspirantes, ballestas de aire comprimido, máquinas de guerra, clepsidras, autómatas, turbinas, catapultas, hodómetros, taxímetros…[1], pero todo indica que los concebían como instrumentos útiles para el entretenimiento, no para la satisfacción de necesidades. De hecho, el uso que de ellos hicieron apenas rebasó nunca los límites del ocio.

Eruditos ilustres han aducido explicaciones minuciosas sobre este supuesto extraño hecho. ¿Cómo entender que los griegos no desarrollaran una tecnología que tenían tan a la mano? Una respuesta plausible apunta a otro hecho: la esclavitud, fuerza de trabajo abundante y barata, habría vuelto inútil y costosa la construcción de máquinas que la reemplazaran. Este argumento tornaría a su vez sobre sí, puesto que la ausencia de máquinas habría logrado que nadie pudiera pasarse sin siervos. Así, una circularidad de causas habría encadenado fatalmente el crecimiento de la técnica en la Grecia clásica. Otra explicación, no menos digna que la anterior y tal vez complementaria de ella, apta por tanto para acompañarla y justificarla, es la eclosión de los sentimientos de superioridad propios de una sociedad dividida en hombres libres y esclavos. Aristóteles no habría expresado su inclinación personal, sino el estado moral de su tiempo al decir que

"en la ciudad mejor gobernada y que posee hombres justos en absoluto y no según los supuestos del régimen, los ciudadanos no deben llevar una vida de obrero ni mercader (porque tal género de vida carece de nobleza y es contrario a la virtud) ni tampoco deben ser labradores los que han de ser ciudadanos, porque tanto para que se origine la virtud como para las actividades políticas es indispensable el ocio"[2].

El filósofo divide la vida en trabajo y ocio, en guerra y paz; las acciones en necesarias, útiles y nobles; y la razón en práctica y teórica. Y, puesto que es superior lo que es fin en sí mismo sobre lo que es medio con respecto a él, el último término de cada una de estos grupos, o sea, el ocio, la paz, las acciones nobles y la razón teórica, equivale a la práctica de la virtud, que es exclusiva del hombre libre: "El político deberá, pues, legislar teniendo en cuenta todo esto"[3] y no ceder al ejemplo de las ciudades griegas, cuyos legisladores no las enderezaron a la práctica de las mejores virtudes, sino de las más lucrativas y útiles. El otro término, aun siendo necesaria su práctica, es de menor valor y debe ejercerse solamente si no puede evitarse.

Las ideas de Platón al respecto no son menos explícitas. No debe permitirse, dice, que

"ningún hombre natural del país ni ningún servidor suyo se dedique a ningún arte profesional; el ciudadano, en efecto, tiene ya una profesión propia necesitada de mucho ejercicio y muchos conocimientos en la consecución y mantenimiento de la organización pública de la ciudad, que no es cosa para practicada como accesoria… Mantengan, pues, con todo ahínco esta ley en la ciudad los reguladores de ella y si un indígena cualquiera muestra mayor inclinación a un determinado arte que al cultivo de la virtud, castíguenlo con dicterios y degradaciones hasta que lo enderecen por el buen camino"[4].

Es posible que esas explicaciones, juntas o separadas, más otras que se les podrían añadir[5], sirvan para esclarecer ese notable misterio que es la carencia de máquinas por parte de quienes podrían haberlas tenido. Pero mi interés no es colaborar en esa tarea, sino poner de relieve ciertos modelos ideológicos de que se ha venido echando mano para encarar la técnica. Para empezar, sugiero que no se pase por alto que el contenido de las citas de Platón y Aristóteles, harto elocuente por otro lado, es signo de una aversión que carecería de sentido sin el objeto mismo contra el que se dirige, que no es otro que el florecimiento de los oficios artesanales ante sus mismos ojos. Que ellos juzgaran toda ocupación manual como una degradación, como un asunto de moral y buenas costumbres que debe incluso estar tipificado en un código penal, significa, como mínimo, que estaban siendo testigos de ese hecho que habrían querido impedir. Y significa también, inversamente, que otros se entregaban sin reparos a su poder de atracción. En esa oposición, lo digno y elevado era, a juicio de ambos, todo lo que contribuyera a la actividad política propia del hombre libre. Aristóteles defendió que la esclavitud es conforme a la naturaleza. Si la naturaleza de una cosa es su fin y si la del hombre es la libertad, resulta paradójicamente inevitable que haya esclavos: mientras los arados, las lanzaderas de los telares, los remos de las naves… no funcionen por sí solos, son el medio adecuado y necesario para ese objetivo natural. Con razón percibían él y su maestro en los oficios del artesano un riesgo de subversión del orden de medios y fines dispuestos por la naturaleza humana.

Al pensar en estas cosas se echa de ver cuán lejana se halla la actitud de cualquiera de nosotros ante lo natural, lo técnico, el trabajo…, de la de estos filósofos y de todos aquellos aristócratas cuyo sentir quedara plasmado en sus escritos. El hombre del siglo XX no puede ver más que una aberración en la pretensión de que la ley castigue con la degradación pública a quien se empeñe en ejercer un oficio artesanal, ¡con el fin de que vuelva al buen camino! Platón no podía ver en la técnica más que un pasatiempo improductivo: él mismo inventó un despertador de agua, que con toda seguridad nunca utilizó. Y Aristóteles consideró la esclavitud como una institución necesaria, justa incluso para el esclavo y, sobre todo, no degradante. Otros griegos creerían firmemente que un hombre se envilece, o que un griego al menos se envilece, cuando pone el afán de acumular riquezas por encima de cualquier otro. En ellos era espontáneo el desprecio por la ejecución de un oficio. Lo habían adquirido con la leche materna. Las actividades lucrativas cuadraban bien a un persa o un egipcio, gentes con amos y sin virtud, pero no a ellos.

Esta clase de hombres siguió existiendo, si bien sufrió algunas transformaciones profundas. Todavía Séneca, con otra noción de virtud, despreció a Dédalo y sus invenciones. No es posible, decía, estar curvado sobre el suelo y ser noble[6] porque la tierra y sus trabajos son del cuerpo, ese animal que no cesa de desear, pero el hombre libre alza su alma a lo alto, pues la sabiduría no reside en el goce y dominio de las cosas, sino en la indiferencia frente a ellas. Y el caballero medieval, tan lejano en muchos rasgos esenciales de aquellos antiguos, también hacía gala de su desprecio por el trabajo manual, por la técnica y hasta por la ciencia pura:

Le vrai sire
Châtelain
Laisse écrire
Le vilain,
Sa main digne,
Lorsqui’il signe
Egratigne
Le parchemin..[7]

Todo lo cual es una muestra evidente de una antigua concepción que, pese a algunas importantes matizaciones que podrían agregársele[8], enfrenta como contrarias la naturaleza y la técnica. Esa concepción se mantuvo prácticamente invariable hasta el amanecer final del homo technicus, en el siglo XVII, momento en que se extinguieron brusca y definitivamente las figuras anteriores. Fue entonces cuando esta oposición cambió de signo.

Con todo, es posible defender que el hecho extraño fue el que se produjo a partir de ese siglo, no el que venía sucediendo desde antiguo y que acaso no deba juzgarse accidental, pues la actitud que lo acompañó no parece ser exclusiva de aquellos paganos antiguos que aprovecharon la ocasión de vivir su vida rodeados de esclavos que atendieran a la satisfacción de sus poco numerosas necesidades. Antes bien, parece haber sido la clase de existencia que siempre ha pertenecido a los humanos. Éstos existen desde hace varios centenares de miles de años y durante todo ese largo periplo han necesitado poco y no han deseado más. Si se acepta, como viene haciéndose, que las sociedades del Paleolítico no son distintas de las bandas de cazadores-recolectores estudiadas por la Antropología Social, entonces una extensa bibliografía fundamenta esa conclusión. Me permitiré sólo una sencilla referencia a ella si traigo a colación la turbación que embargó a Laurens van der Post al despedirse de sus amigos salvajes:

“Este asunto de los regalos nos costó a muchos de nosotros un momento de ansiedad. Nos sentíamos humillados por la comprobación de lo poco que podíamos darles a los Bosquimanos. Según todas las apariencias, era probable que casi todos nuestros presentes les hicieran la vida más difícil, aumentando el desorden y la carga de su vida cotidiana. Ellos mismos no tenían prácticamente pertenencias: una correa a la espalda, una manta de piel y una bolsa de cuero. No había nada que no pudieran reunir en un minuto, envolverlo en sus mantas y llevarlo sobre los hombros durante toda una jornada en la que recorrieran cientos de millas. No tenían sentido de la posesión”[9].

Donde tiene lugar la institucionalización positiva de la escasez los objetos no sirven para valorar el rango de su propietario.

Frente a todos ellos, primitivos salvajes o griegos civilizados, los europeos modernos han devenido seres a quienes la legalidad define libres e iguales, pero a quienes la realidad trueca en máquinas de producir objetos, hombres esclavizados a las pautas rígidas del calendario, al incesante incremento de la energía mecánica, a la imparable ambición por acaparar bienes, a la uniformización hasta la náusea de los productos de consumo, a las actividades rutinarias y alienantes, a la incomparable interdependencia…[10].

Es un error creer que los hombres de ayer practicaron el ascetismo. Éste es un esfuerzo consciente para dominar el deseo no disfrutando de cosas que se poseen o se espera poseer. Puesto que no practicaban esa renunciación, los antiguos no eran ascetas. Les caracterizaba la espontaneidad en el disfrute de cosas cuya posesión, sin embargo, desdeñaban. La verdad que hay en esa creencia errónea señala a otro lado. El civilizado actual ha heredado de la religión cristiana los valores de la libertad, la igualdad, el progreso, el humanitarismo… Los ha secularizado y puesto a la base del derecho y el orden social. Pero ha rechazado el ascetismo, que ocupaba un puesto tan importante en el Cristianismo, como un contravalor, y no ha querido ver que con su adopción se habría procurado el remedio para muchas de sus desgracias[11]. Estando tan lejos del salvaje, esta virtud religiosa le habría servido al menos para contener su ambición ilimitada.

Pero esto habría sido sólo una mera aproximación a la sensatez, la medicina que habría aliviado los síntomas del enfermo sin alcanzar a desarraigar la enfermedad que padece. De las dos clases de riqueza que existen, la del que desea poco es superior a la del que tiene necesidad de todo, porque la primera troquela un hombre satisfecho para siempre con lo mucho que ya tiene y la otra un hombre siempre codicioso de lo mucho de que carece. Ésta domina a un ser al que empuja por la senda interminable de una pasión inútil, aquélla es dominada por otro que desconoce los tormentos del primero, tormentos que pueden, como mucho, ser mitigados por el ascetismo, un mal sucedáneo de la riqueza que no es suya. ¿Cómo podría el salvaje practicar esta virtud?

Esta contraposición de valores debería representar la contraposición auténtica, si la hubiera, entre la naturaleza y el artificio: a un lado la existencia primitiva, muro imperturbable contra el que chocan en vano las invenciones del artesano habilidoso o las del ingeniator inteligente, al otro la de la técnica y la máquina, para cuyo advenimiento ha sido preciso que antes se corrompan los valores que acompañaron y justificaron la distribución social de ayer. Acaso no fuera una oposición enteramente justificada, pero al menos sería la más acreditada para ese título. Una vez admitida, dejaría de ser legítimo indagar cosas tales como los motivos que impidieron a Grecia o Roma traspasar la puerta de acceso al capitalismo, la ciencia moderna, el maquinismo industrial…, pues siempre cabría replicar: ¿no es estrictamente irreal e imaginaria esa puerta del progreso ante la cual se han detenido las sociedades del pasado, llegando apenas a percutir su aldaba sin poder penetrar en el recinto que se halla tras ella? Lo procedente sería, por el contrario, inquirir por qué han aparecido esas cosas en el occidente cristiano; no por qué no ha cambiado la vida durante un largo tiempo, sino por qué ha podido transformarse de manera tan radical en otro mucho más breve. ¿Qué otra hipótesis sugiere el tiempo transcurrido para la especie humana si no es la de que ésta nació para permanecer siendo la misma en lugar de arrojarse a los avatares del tiempo y dejarse llevar sin rumbo por los vientos de la historia?

Esta inversión del problema induciría por fin al estudio de lo que hay, no de lo que no hay, es decir, no de la causa irreal, introducida subrepticiamente por la confusión etnocéntrica del siglo XX, gracias a la cual una sociedad tradicional no habría dejado de ser lo que siempre fue, sino del motivo real por el que una sociedad particular, la europea del XVII, empezó a ser algo que nunca antes había sido y continuó en ello porque no supo ponerse límites a sí misma.

Pero el registro de la creencia es muy otro del de la acción. Así es siempre con los mitos: suelen ser falsos en relación con las cosas y verdaderos en relación con las personas que los piensan. La mitología actual sobre la naturaleza y la técnica apenas puede ser más contraria a la práctica de los hombres que la conciben. El contraste entre ambos términos, usado por el europeo contemporáneo para hacerse cargo de su mundo y de su persona, se reduce a atribuir espontaneidad a lo natural y mediación a lo técnico. Revive con ello una antigua concepción a la que el romanticismo del siglo XIX ha dado su penúltimo ropaje conceptual y tras ese velo trata de ocultar a sus ojos lo evidente: que él es la más depurada manifestación conocida del homo technicus o, si se prefiere, del hombre-máquina. Por más que de labios afuera se siga esgrimiendo la preeminencia de lo natural, por más que se diga preferirlo, sería absolutamente imposible vivir sin esos excesos de la técnica tan farisaicamente denostados. Lo cierto es que la naturaleza no es ahora más que papel de envolver: hay que exigir que el objeto que se compra tenga una apariencia bonita. No bella, sino bonita. Light. A ese fin colabora la ideología que contrapone la naturaleza y el artificio, a presentar lo segundo, que es lo real, bajo el aspecto de lo primero, que es el fruto de una imaginación utópica venida a menos. Ésta es la mediocre consecuencia real de una oposición entre ideas, terreno en el cual, sin embargo, parece seguir librándose una batalla incruenta, académica, cuyo desenlace debería ser obvio a estas alturas, pues es obvia ya la situación en que, no por casualidad, sino por la necesidad de las cosas, se halla, y siempre se ha hallado, el animal humano. A ello me referiré en las líneas siguientes, no antes de dejar constancia de que este proceder ideológico del que vengo haciendo mención no pasa de ser un intento de salvar en el mito lo que definitivamente se ha perdido en la vida real -mejor sería decir que nunca se ha tenido: ¿cómo entonces podría haberse perdido?- y de que, a modo de símbolo, se podría haber desatendido a Platón y optado por Descartes a la hora de montar una explicación ideológica de las circunstancias actuales, puesto que el primero se resistió a abandonar el vitalismo, en tanto que el segundo se acogió al mecanicismo. Lo que uno repudió al otro le pareció ser la constitución íntima de la realidad. Su actitud ante la técnica fue, pues, contraria: la de Platón fue el rechazo, la de Descartes la mímesis. Pero este tiempo nuestro, pese a serle más cercano el mecanicismo cartesiano, persiste en una oposición que sitúa al hombre en un lugar contrario al de sus acciones reales.

2.- El contrato

El dogma fundacional de esta oposición da por sentado que un primate inerme frente a la inclemente naturaleza habría devenido hombre por su necesidad de amparo. Con el fin de protegerse de la naturaleza, incluida la propia, el animal humano hubo de recurrir en el Paraíso Terrenal a una hoja de parra y en este final de siglo a lo que para muchos es ya saturación tecnológica. Idéntico cometido habría animado ambos polos: separar a su portador de las condiciones originarias de su existencia, sean externas o internas. Que Adán y Eva oculten su sexo -¿de las miradas de quién?- con un vegetal al que ni por descuido hubiera podido el omnisciente Creador encomendar una misión tan lamentable, y los actuales europeos posean ordenadores y automóviles con los que, siguiendo la comparación, no harían otra cosa que ocultar alguna impudicia cuya exhibición pudiera ruborizarles, serían entonces diferencias mínimas, detrás de las cuales se escondería una igualdad esencial, la de definir un más acá y un más allá. La técnica no se revelaría entonces exactamente como un ser que se opone a otro, sino que habría sido su nacimiento mismo el que hubiera establecido la emergencia de la oposición: al sobrevenir al hombre como protección frente a lo natural, que es también protección frente a sí mismo, habría inaugurado una brecha insalvable.

Esta convicción manifiesta una vez más cuán hondo han penetrado en nuestra interpretación de esta realidad las raíces del contractualismo, que unas veces consigue que se entienda lo natural como un estado prístino de inocencia y bienaventuranza, lo que convierte entonces a los utensilios y destrezas del hombre en otras tantas puertas por donde se nos expulsa repetidamente de algún paraíso, y otras que se vea en la naturaleza una madrastra voraz y en la técnica el carruaje encantado que nos conduce desde las penurias del trabajar entre fatigas y del dormir en el frío tibio de las cenizas hasta el cálido y brillante palacio de lo artificial. De una u otra manera, el modelo utilizado para la comprensión de estas cosas es el mismo, el de la visión de la técnica a la luz de una cierta derivación de la doctrina del contrato social, que, en Hobbes o en Rousseau, fue el medio por el que los hombres trascendieron su vida natural original. Que el contrato sea técnico apenas introduce novedad alguna en lo esencial, pues sigue pensándose como una brusca interrupción de la existencia que funda algo distinto, o, mejor, contrario, con respecto a lo que hasta ese instante fluía imaginariamente por un cauce que era el suyo.

En sus varias versiones, el mito coincide aquí con la filosofía. El Génesis muestra el tránsito de una humanidad inmaculada y feliz, que no se sabe desnuda, a otra que se halla tan sólo en posesión  del conocimiento, el vestido y la desdicha, y Platón cuenta en el Protágoras[12] que, cuando los dioses resolvieron crear a los seres mortales, repartieron fuerza, velocidad, garras, alas, tamaño, astucia… entre ellos, de modo que todos tuvieran medios para no perecer aniquilados, y que, por la imprevisión de un dios mentecato, Epimeteo, a quien tocó repartir todos esos dones, no quedó nada para uno de ellos, el hombre, que así se halló "desnudo, sin calzado, sin abrigo e inerme"[13] , por lo que Prometeo tuvo que arreglar el desaguisado haciéndole donación de las artes y el fuego.

El modelo de interpretación, prodigado largamente por la historia de las ideas, se quintaesencia en la razón moderna, que es ante todo escisión. Ésta empieza pensando en sí con la filosofía de Descartes y, al hacerlo, se pone frente a sí. En ese acto también se niega. Sujeto y objeto a la vez, más acá y más allá del pensar, la razón ya no es más unidad, pese a lo cual pretende encarnar el entendimiento propio del hombre, por cuanto conocer una cosa es siempre distinguirla de otra, o, dicho de otro modo, definirla es atribuirle positivamente cualidades, lo que no es más que negar esas mismas cualidades al resto de las cosas. Hay algo que se niega siempre que algo se afirma. Por eso se deduce que en la definición de la técnica tiene que mostrarse su oposición con respecto a otro ser, el cual pasa así a convertirse, ocupando el lugar vacío de lo negado, en lo natural. También, inversamente, suele afirmarse la naturaleza cuando es ella el objeto definido, lo que implica entonces consecuentemente la negación de lo artificial.

Desde un punto de vista lógico, el procedimiento es el mismo, y en lo que aquí nos ocupa es un resultado de la inclinación inevitable de la razón moderna por el dualismo. De él no puede menos que seguirse la consideración de la técnica como lo negativo del animal cuyo portador es, es decir, como deshumanización. ¿Cómo podría ser de otro modo cuando se parte de entender lo artificial como lo opuesto al verdadero ser del hombre? Pero, si se miran bien las cosas, ésta no es la conclusión, sino la premisa: puede atribuirse la desnaturalización de lo humano a la propia idiosincrasia de la técnica o puede atribuirse a sus efectos perversos, pero sólo para cambiar un error por otro, pues en un caso ya se concibe lo técnico como deshumanización y en el otro, cuando se ve que los instrumentos del artificio se usan entre sí y para sí, faltando a su supuesta finalidad original, se dice que la expresión de la deshumanización se cifra precisamente en sus consecuencias; lo primero es una tautología y lo segundo una petición de principio.

A pesar de que carece de una justificación racional sólida, esta convicción es compartida actualmente por muchas personas, para quienes lo artificial es la encarnación de la destrucción, incluso física, de la naturaleza. Con ella se sitúa al hombre real del lado de allá y se predica la necesidad imperiosa de volver a identificarse con él, bien aboliendo el estado técnico, bien mitigando la perversidad circunstancial de sus efectos. Hace unos años fueron las comunidades hippyes, que huyeron del paisaje urbano con el fin de reencontrar los orígenes, y ahora son los productos del mercado los que pretenden alcanzar el mismo objetivo, pero, aparte de que esta vez no escapan de la ciudad al campo, sino que procuran, y consiguen, embaucar al campo y a la ciudad, encomiendan contradictoriamente a la técnica la realización del mismo propósito, de lo cual es una prueba, ciertamente anecdótica, pero significativa, que el adjetivo "natural" sea uno de los más usados en la publicidad comercial. ¡Que a unos y otros los asista Rousseau, uno de los padres de esta convicción, para quien la vuelta a la naturaleza, abandonando el estado de razón y de sociedad, era un vano sueño!

En tantos mitos cruciales se halla este convencimiento que se ha acabado por creer que no es posible que sea falso.

3.- La metafísica del escorpión

Mi intención no es detenerme en la crítica de esta ingenuidad, cuya existencia obedece empero a intereses poco ingenuos, sino en el hecho de que, al comprobar la indudable destructividad de la técnica actual, se vuelva la mirada hacia otro lado mascullando la palabra "deshumanización". No se deshalconiza el halcón cuando, actuando según los dictados de su instinto, destruye a su presa, ni es menos tigre el tigre cuando desata su ferocidad, ni actuó de un modo contrario a su ser el escorpión de la fábula cuando hundió su uña en el lomo de la tortuga que le trasladaba a la otra orilla del río, aunque de hecho se disculpó ante ella, que quiso hacerle ver lo absurdo de su acto, diciendo que no podía evitarlo, que clavar el aguijón siempre que pudiera estaba en su naturaleza, aun sabiendo que en aquella ocasión ese acto devenía inexorablemente absurdo por arrojarle también a él a la muerte… Se trata de una inquietante lección de filosofía de la que se debe tomar nota cuidadosamente: ¿qué puede la razón de la tortuga, y hasta la del propio escorpión, frente al impulso que induce al segundo a inocular su veneno?

¿Por qué solamente el hombre habría de ser distinto de las obras de sus manos y no habrían de estar éstas inscritas en lo profundo de su naturaleza?

Al hombre se le conoce por los frutos de su acción, pues él es acción. He aquí la verdad segura. No vale protestar, como hace la tortuga, pero es lo que se hace cuando, retrocediendo ante los efectos devastadores de la técnica, se dice que no es racional permitir que hunda su negro aguijón en el lomo de la humanidad y, en vez de mirarla de frente, de reconocer en las cosas técnicas un reflejo del ser del hombre, se quiere ver el reflejo como cosa independiente de su dueño y se opta por reducirla al absurdo. Vano empeño sin embargo, táctica inútil del avestruz, pues la cosa seguirá actuando tanto si hay decisión de comprenderla como si no, como sigue el escorpión su naturaleza, en contra de la lógica de la tortuga, que debería haber sido también su propio interés en aquel momento. Con todo, la expresión es visiblemente incorrecta. Mejor sería comprender de una vez que la actuación de la cosa no es ajena a la inclinación real de su hacedor, que no tiene fuerza para ejercerse por sí sola si aquél no pone en ella su alma. Como la ciencia es manifestación de la inteligencia del hombre, la técnica lo es de su voluntad. Luego es preciso afrontar esta ingente masa en que consisten los productos de sus manos y su cerebro, aun a riesgo de tener que aceptar, si llega el caso, que el potencial aniquilador de la técnica forma parte esencial de la criatura humana y no le ha sido añadido por la corrupción de su propia naturaleza o por la estulticia de un dios.

Y no es aceptable el consuelo de acudir a la otra versión del modelo contractualista, la de presentar lo natural como un pozo de oprobio y maldad para así justificar la necesidad de lo técnico. Ese recurso legitima el abandono de la naturaleza por los peligros ciertos que amenazan en ella y siempre se puede echar mano de él para explicar los males causados por la técnica y desentenderse de su responsabilidad por ellos: el hombre es feroz por naturaleza, la sociedad tiene la misión de ponerle freno, si no lo consigue no es por causa de la sociedad, sino de una irreprimible y peligrosa tendencia natural… A configurar ese cuadro han contribuido también diversas versiones del modelo, desde el relato del Génesis hasta el Leviatán de Hobbes.

4.- Inutilidad del modelo

Por dividir al hombre en naturaleza y sociedad, en inmediatez espontánea y mediación artificial, la interpretación contractualista de la técnica se ve forzada a recurrir a valoraciones morales -bien sea la maldad, natural cuando el énfasis positivo se pone en lo social, y social cuando se pone en lo natural, bien sea la bondad, cuando el esfuerzo del énfasis es simétrico- para explicar el hecho de la técnica. Que -¿será preciso decirlo?- no es propiamente un hecho, algo accidental sucedido a la humanidad con la misma posibilidad que su contrario, sino algo necesario, inscrito en su propio ser desde el comienzo, por lo que carece de justificación, a los efectos del entendimiento de este asunto, la visión de un hombre demediado, seccionado en una parte esencialmente natural y otra que no lo es. El hombre es definitivamente un ser carencial, caracterización en la que, dejando al margen otras consideraciones que ahora no nos incumben, coinciden doctrinas como las de Gehlen, Ortega y, de modo tan inesperado como premonitorio, la narración del Protágoras, sólo que, por la prosaica mitología científica de nuestro tiempo, ya no es preciso buscar la causa de nuestra carencia constitutiva en Epimeteo, sino en la teoría de la evolución natural, para comprobar que la tecnicidad es algo tan humano desde siempre que, en su origen, fue un rasgo zoológico más de los que componían el bagaje de la evolución física de los homínidos. ¿Cómo podría entenderse si no cuán pronto apareció y cuán lentamente se desarrolló entre nuestros ancestros? La selección natural fue más previsora que Epimeteo. Y no fue avara como él lo fue con otros seres, a los que dotó de alas, tamaño, fuerza o velocidad, dones todos excesivamente particulares, encaminados en consecuencia a limitar a sus portadores a las pocas funciones aparejadas a ellos: para defenderse del peligro, la gacela recurre a su velocidad, que, pese a superar con mucho a la de otros animales y ser, por tanto, un medio excelente para ese fin, es sin embargo lo único que posee; y así todos los demás. Al hombre, por el contrario, la naturaleza le entregó útiles. Del mismo modo que unos animales tienen alas y otros garras, unos velocidad y otros fuerza, él tiene herramientas, máquinas…, técnica[14], en definitiva, un don con el que la naturaleza ha prolongado el poder del organismo entero. Un hecho particular así lo revela: sus manos, a cuya aparición y desarrollo contribuyó la evolución de su esqueleto y cuya función no puede entenderse si no es porque la selección natural las ha producido para la fabricación y uso de instrumentos. Pero persiste todavía una diferencia fundamental en comparación con otros animales: que no fueron éstos o aquéllos utensilios concretos, sino cualesquiera utensilios indeterminados, los que la naturaleza le dio, abriendo así de par en par las puertas de lo ilimitado a este único animal, que, por no estar en adelante sujeto a las cadenas de lo particular, emprendió, si bien al principio con una lentitud exasperante, biológica, una segunda vía de evolución por cuya intermediación, partiendo de las técnicas nacidas del cuerpo del primer australántropo que pergeñó un chopper, se vino a desembocar, reproduciendo en una vertiginosa cadencia el transcurso de varios millones de siglos de evolución geológica[15], en la creación de sistemas nerviosos y pensamientos artificiales, en el control electrónico de la población, en la fecundación in vitro o la exploración espacial.

En sus comienzos, la técnica no está fuera de la biología. Posteriormente se libera de su vinculación genética y, a partir de la organización agrícola, hasta el día de hoy, sigue un desarrollo vertical, lo cual no significa que dicho desarrollo tenga alguno de los sentidos que las doctrinas bienpensantes han querido imprimir a esta procesión irregular de habilidades y artefactos, ni siquiera que tenga sentido alguno por el que pudiera justificarse moralmente, excepto uno que nada tiene que ver con ese propósito: por no ser en el fondo otra cosa que ausencia de fines, es decir, de limitaciones, la tecnicidad ha sido siempre la forma real que han adquirido los sueños, los terrores y las insanias del hombre. Al haber devenido prolongación y producto de su voluntad, lo libera de la imposición, que sigue en vigor hasta nueva orden para los demás animales, de aceptar el mundo y a sí mismo tal y como los encuentra. En adelante, pues, no hay más inmediatez para él. En rigor, ésta nunca ha existido. Envidia del ave que vuela, miedo del dolor, la enfermedad y la temprana vejez, sensación inevitable de inseguridad por la cosecha, recelo y sospecha del enemigo…, dondequiera que el hombre vuelve los ojos halla motivos para desear ser de otro modo. A continuación trata de conseguirlo. No otra cosa es la falta de inmediatez, la no inclusión en el estrecho horizonte en que se sigue devanando la vida del animal, el don que una naturaleza poco epimeteica hizo al hombre.


[1]V. Schuhl, P. – M., Maquinismo y filosofía, trad. de H. Crespo, Galatea – Nueva Visión, Buenos Aires, 1955, pgs. 23-26.
[2]Aristóteles, Política, ed. bilingüe y trad. de J. Marías y M. Araujo, I.E.P., Madrid, 1970, 1329, a, IV, 9, p. 126.
[3]Aristóteles, ibid. 1333, a, IV, 14, págs. 138-139.
[4] Platón, Las leyes, ed. bilingüe, trad. notas y estudio prelim. de J. M. Pabón y M. Fernández-Galiano, I. E. P., Madrid, 1960, 2 vols., 251 y 271 págs. respectivamente, 846 d-847 b, págs. 88-89.
[5] Una exposición interesante es la de Koyré, A. Koyré, A., Pensar la ciencia, introd. de C. Solís, Paidós, trad. de A. Beltrán Marí, Barcelona, 1.994, cap. 2 y 3.
[6]V. Séneca, L. A., Cartas morales a Lucilio, trad. del latín y notas prologales de J. Bofill y Ferro, pgs. 88-89
[7]Koyré, A., Pensar la ciencia, introd. de C. Solís, Paidós, trad. de A. Beltrán Marí, Barcelona, 1.994, p. 108.
[8] Me refiero, entre otras, a la originalísima teoría que mantiene Aristóteles al respecto en el libro II de La Física.
[9]Citado en Sahlins, M., Economía de la Edad de Piedra, trad. de E. Muñiz y E. R. Fondevila, 337 págs., Akal, Madrid, 1977, p. 25.
[10] V. Mumford, L., Técnica y civilización, trad. de C. Aznar de Acevedo, Alianza Editorial, Madrid, 1992, p. 304.
[11] V. Gehlen, A., Antropología filosófica. Del encuentro y descubrimiento del hombre por sí mismo, trad. de C. Cienfuegos,W., revisión e introd. de A. Aguilera, 1ª, Paidós, Barcelona, 1993, p. 85.
[12]Platón, Protágoras, 320c-323c
[13]Platón, ibid. 321c
[14] No he creído necesario tener aquí en cuenta la distinción entre técnica y tecnología. Pero sí quiero aludir, más para evitar esta obligación que para cumplirla, a la forma en que distingue ambos términos  J. Ellul en V.V.A.A.,  (selec. y coment. de Z. W. Pylyshyn) Perspectivas de la revolución de los computadores. Trad. de L. G. Llorente, revis. de E. Sánchez, Alianza Editorial, Madrid, 1975, “La sociedad tecnológica”, donde considera la técnica como procedimiento para introducir la tecnología en la sociedad, como un método, pues, para vencer la resistencia de las relaciones de producción ante la presión de las fuerzas productivas.
[15]V. Leroi-Gourhan, A., El gesto y la palabra, trad. de F. Carrera, 394 págs., Universidad Central de Venezuela, Caracas, 1971, pgs. 172-173.


 

 

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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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