Jerarquía de valores

Todo hombre que no sea imbécil moral, sabe muchas cosas de moral. También de arquitectura, gramática o medicina. Todos estos son conocimientos, pero hay diferencias entre ellos. La medicina y la arquitectura se refieren a leyes naturales y son actividades muy técnicas, pero la gramática y la moral se refieren a leyes humanas. No es lo mismo opinar de arquitectura, como cuando se dice que un edificio no parece bien construido, pero que el arquitecto sabrá por qué lo ha hecho así, que de moral, como al decir que no está bien que el juez haya puesto en libertad al asesino, diga el juez lo que diga. Al arquitecto se le concede un saber técnico del que carece el que opina. No así al juez. La moral y la gramática se realizan en las actividades de los hombres, sobre las cuales todos pueden pensar, pero otros procesos, como los de la medicina, se producen en el nivel de las moléculas o los tejidos del organismo, que nadie puede ver a simple vista.

Todo el mundo hace juicios morales sin necesidad de conocer la filosofía académica, como hace frases sin necesidad de haber estudiado la gramática. Además, no es haciéndose gramático como se aprende a hablar. Descartes decía que un gramático de la lengua latina no es capaz de hablar el latín como lo hacía la cocinera de Cicerón. Pero haciéndose arquitecto es como uno aprende a hacer edificios y haciéndose médico a curar enfermos. Si esto es así, ¿para qué sirven los conocimientos filosóficos de moral o los conocimientos gramaticales de lengua? ¿No debería bastar con lo que se llama “cultura popular” en nuestros días?

Antes de responder estas preguntas es necesario adelantar que no es correcto hablar de unos conocimientos populares ciegos frente a otros académicos, que tendrían los ojos abiertos. La moralidad mundana incorpora ya vocablos que indican la existencia de conocimientos sobre la práctica moral. Son vocablos como “bueno”, “malo”, “mentiroso”, “generoso”, “criminal”, etc., lo que indica que hay ya en los hombres corrientes un saber moral sin necesidad de que acudan a una Facultad de Filosofía. Pero se trata de un saber concreto, del saber del pueblo a que se pertenece y, por esto, no puede pretender ser válido más allá de las vallas del corral en que se ha nacido. En una palabra: le falta universalidad. No debe sucedernos como en el cuento de los sapos. Vivían en el fondo del pozo que había en el huerto de la casa parroquial y estaban completamente convencidos de que el pozo era el mundo, hasta que uno salió e hizo una excursión por el exterior. Al volver dijo a sus compañeros que había comprobado que el mundo no era el pozo y que se extendía hasta la tapia del huerto del señor cura. Platón dijo alguna vez que los hombres de su tiempo eran ranas croando en un charco. Se refería al Mediterráneo. Esto significa solamente que hay muchos saberes, no que todos tienen la misma dignidad. Significa pluralismo, no relativismo.

Todo el mundo sabía en el siglo XVI, por ejemplo, que la delación de un hereje ante el Tribunal de la Inquisición era una buena acción encaminada a la salvación del alma del hereje. Hoy tenemos otra convicción sobre estos asuntos. Se trata ciertamente de dos creencias, pero no de que ambas sean igualmente buenas. La nuestra es indudablemente superior, porque elimina la delación secreta del sistema jurídico y la reemplaza por un sistema más completo de garantías procesales, lo que constituye un logro cuya superioridad solamente ha podido comprobarse después de los atropellos que se produjeron en la etapa anterior.

Que pluralismo no es relativismo debería ser obvio. Lo que dice el relativismo es que los saberes de cada pueblo son verdaderos para el pueblo en cuestión, lo que casi parece una verdad de Perogrullo, y que tanto valen los saberes de unos pueblos como los otros, lo que es inaceptable. El relativismo presenta, por un lado, el saber moral de un pueblo como absoluto y por el otro pone en pie de igualdad, por ejemplo, la costumbre de comer carne humana que tenían los aztecas con la de comer carne de vaca que tenían los europeos del mismo tiempo, o la de agredir a una mujer porque conduce un coche mostrando el brazo desnudo por la ventanilla con la ser indiferentes ante el hecho de que una mujer, o un hombre, enseñen lo que quieran en una playa nudista.

El saber filosófico no añade al saber corriente reglas de conducta, como el gramático tampoco genera idiomas o normas de habla. Más bien habría que decir que el filósofo resta o suprime algunas partes del saber corriente, es decir, que lo critica o analiza, porque el saber corriente no es un saber absoluto, por más que se lo pueda parecer a quienes lo viven como algo natural, y porque está mezclado con errores, mitos, etc., que deben ser eliminados.

Existe, pues, un saber corriente, ligado a la vida moral de los individuos. No es un saber científico, lo que no quiere decir que no sea seguro e importante en muchas ocasiones. Aristóteles decía ya que la prudencia es un saber práctico, que cualquier persona puede adquirir con la experiencia, y la ciencia un saber especulativo, que solamente adquieren los que se dedican a ella. Mientras que la ciencia extrae conclusiones correctas a partir de premisas generales, el saber corriente no se ocupa de los principios generales, sino de lo que ocurre en una determinada situación concreta. Los aristotélicos agregaron la sindéresis, el conocimientos de ciertos principios prácticos, como “lo malo no se debe hacer”, “lo bueno sí se debe hacer”. Según esto, hay personas que, siendo muy inteligentes en otras materias, son completamente imbéciles en estos conocimientos, como aquellos médicos nazis que hacían prácticas en seres humanos vivos para saber más medicina.

Por todo lo anterior no se debe esperar que yo diga cosas que no sepáis, para añadirlas a los conocimientos que ya tenéis. No me siento autorizado para ello. Más bien podría suceder, si es que lo que yo diga sirve para que suceda algo, que se pongan en solfa algunos conocimientos ya dados por buenos sin previo examen.

Los valores

La línea que separa el saber corriente del filosófico en esta cuestión de la moralidad tal vez se vea mejor si se examina un poco más cerca lo que ha venido llamándose desde un tiempo a esta parte “teoría de los valores”, de donde han surgido expresiones como “ética de los valores”, “educación en valores”, etc. Fueron dos filósofos de principios del siglo XX, Nicolai Hartmann y Max Scheler, los que presentaron los valores a la sociedad de los filósofos. Al hacerlo dijeron que un valor no es un ser, pero que no por ello deja de ser objetivo, real, como las relaciones geométricas entre dos objetos físicos cualesquiera. Pero insistieron en que no son relaciones, sino esencias, pues no se conciben como abstracciones de cosas existentes, sino como cualidades independientes de ellas.

Los valores son el objeto de la moral y es moral todo aquello que cae bajo nuestra libertad. Por esto se han llamado comúnmente ciencias morales a todas las que investigan la actividad humana, como la Psicología, la Sociología o la Ciencia Política. Caen bajo la acción de la libertad humana incluso algunas cosas que, como el deseo de placer, no son en sí mismas libres, pero que deberían seguramente estar controladas por su dueño, cuando éste haya forjado un plan para su persona. Pero las ciencias morales no son iguales entre sí. Unas son positivas y otras son ideales, o valorativas. Tal vez el siguiente ejemplo sirva para saber en qué se distinguen unas de otras.

Se sabe por la historia que los excesos de la demagogia conducen casi de forma inevitable al despotismo político. Suele suceder que, o bien quienes se sienten amenazados por la demagogia se coaliguen y busquen un jefe que los proteja o bien que lo hagan los partidarios del demagogo, tratando de organizarse y alcanzar el poder, acabando también de esta manera por cumplir la primera condición de toda organización humana: la necesidad de tener una cabeza que piense y actúe por todos los demás.

La ciencia de la historia o de la sociedad puede estudiar la línea de causas que lleva hasta ese final. En ello no debe dejarse influir por valores morales, aunque el investigador los tendrá con toda seguridad. Y si se deja llevar de sus preferencias y valores, tampoco importará mucho si la ciencia que practica es una ciencia madura, porque es seguro que habrá otro científico que atribuya sus conclusiones a sus valores y eche por tierra su investigación. Pero en su estudio debe primar el valor de la verdad por encima de cualquier otro. La ciencia de la moral, por el contrario, aceptará las conclusiones del investigador positivo, pero estudiará más bien si el final en que desemboca aquella línea de causas y los medios utilizados para ello son justos y buenos o, por el contrario, injustos y malos, pues podría darse el caso de que hubiera en esto oposición entre los partidarios de uno u otro bando y no fuera fácil distinguir lo bueno de lo malo con independencia de los hombres que se oponen en la lucha política real.

Lo que parece claro es que el criterio para estimar si algo es bueno y justo o malo e injusto no ha de buscarse en la ley positiva a que obedecen las cosas y por cuya acción se produce el despotismo. Dicho de otra manera: en el hecho de que toda organización de hombres haya de tener una cabeza, por ejemplo, no e halla un motivo para saber si el despotismo es bueno o malo. La ley por la que se acaba realizando el despotismo es una ley natural, sociológica o histórica, que estudian las ciencias positivas. La ley por la que se establece que el despotismo político es malo no es una ley natural, sociológica o histórica, sino un principio moral o, si se prefiere, un valor. Pero ¿qué es un valor?

Ya se habrá adivinado que es lo que nos permite decir que una cosa, una acción, una persona o una organización de personas es preferible porque es mejor que otra. No es lo mismo un trozo de níquel que cien pesetas. El metal es la cosa. Las cien pesetas es lo que la cosa vale, su valor económico. El níquel no es valioso por ser níquel, sino por las cien pesetas. Al estudiar un objeto se puede indagar cuál es su naturaleza, su procedencia, su desarrollo, etc., pero se puede indagar también qué importancia o qué valor tiene. Lo segundo no se deduce de lo primero. Como mucho, se le puede agregar. Un juicio de valor expresa algo digno de aprecio y que, por tanto, debería existir. Un juicio de existencia expresa algo que existe, sea o no apreciable y digno de existir. No es lo mismo decir que existe el despotismo en un cierto país que decir que es bueno que exista y que debería seguir existiendo. Lo bueno o malo del despotismo es a la población lo que las cien pesetas son al níquel.

Estas dos maneras de considerar lo real no son artificiosas. Constantemente están presente en nuestra conciencia. Por una parte pensamos en lo que hacemos y utilizamos nuestra libertad, es decir, nuestra fuerza para hacer planes y ejecutarlos, o bien dejamos de usarla, y, por otra, consideramos si hemos hecho lo que debíamos hacer. Es muy corriente que se produzca un choque entre ambas consideraciones y que, como consecuencia de él, nos sintamos humillados y avergonzados de nosotros mismos. Otras veces el choque no se produce y nos sentimos bien. Así se libera lo que se debe hacer de lo que se hace, como un búho sobre la noche, y es juzgado lo que se hace según los criterios de bien y mal. Lo que existe se somete al valor, no al revés.

Una vez entrevisto lo que es un valor, puede decirse que la moral es, junto con la ética, el lugar de los valores humanos que tienen que ver con el bien y el mal. Son los elementos de juicio por medio de los cuales aprobamos o desaprobamos la conducta propia y la ajena.

Que no existen solamente valores éticos y morales se observa por la referencia que acaba de hacerse al dinero, que es un valor económico. Una clasificación general podría ser la siguiente:

1. Valores útiles  (capaz/incapaz, caro/barato, abundante/escaso…)
2. Valores vitales  (sano/enfermo, selecto/vulgar, fuerte/débil…)
3. Valores espirituales, que comprenden tres géneros:

a) Valores intelectuales [lógicos] (exacto/aproximado, verdadero/falso…).
b) Valores morales [incluyendo los éticos y los jurídicos], (bueno/malo, justo/injusto, leal/desleal…).
c)Valores estéticos (bello/feo, gracioso/tosco…).

4. Valores religiosos: (santo/profano, divino/demoníaco…). (G. Bueno, página 43)

Ahora bien, todos los valores parecen referirse siempre a un sujeto que hace uso de ellos y, por este motivo, parece a muchos que no debería decirse que esto o aquello es bueno o malo en sí, sino para ti o para mí. Nadie discutirá que un dracma griego antiguo no tiene actualmente el valor de un dracma, que una moneda que en tiempo de César valía un sextercio lo vale ahora también o que mil duros de la República Española tuvieron algún valor en 1940. Si algo es apreciable y valioso lo es para alguien, sea un individuo o una sociedad, incluso cuando se trata de un valor económico.

¿Es esto siempre cierto? ¿No son objetivos los valores y habrán de depender siempre de las circunstancias de la vida de cada persona o cada sociedad? ¿Habrá que decir que no son independientes de los sujetos que valoran y que, en consecuencia, ciertas acciones, como el asesinato, el incesto o la antropofagia no son males, sino que solamente lo parecen para ciertos individuos o grupos de individuos?

Henos otra vez frente al relativismo. No parece fácil refutarlo. El Diccionario de filosofía de Ferrater Mora lo define así:

  1. Una tesis epistemológica según la cual no hay verdades absolutas; todas las llamadas “verdades” son relativas, de modo que la verdad o validez de una proposición o de un juicio dependen de las circunstancias o condiciones en que son formulados. Estas circunstancias o condiciones pueden ser una determinada situación, un determinado estado de cosas o un determinado momento.
  2. Una tesis ética según la cual no se puede decir de nada que es bueno o malo absolutamente. La bondad o maldad de algo dependen asimismo de circunstancias, condiciones o momentos.

Es aceptable seguramente que no existen valores morales absolutos, de validez eterna y universal, igualmente obligados para todas las culturas y etapas históricas de la humanidad, como quizá no existan, al menos en algunos terrenos, verdades absolutas, que trascienden las fronteras culturales e históricas de la humanidad, aunque esto tal vez sea más dudoso que lo anterior, pues no en vano algunos conocimientos, como las matemáticas, la medicina o la arquitectura, son tan válidos aquí como en China, de forma que no se entiende bien el supuesto relativista en este punto. Pero dejemos de lado el lado cognoscitivo, el de las ciencias positivas, y vengamos a lo que nos interesa, al de la moral y la ética y tratemos de resolver este problema deteniéndonos un momento en la tan traída y llevada “educación en valores”. Tal vez así matemos dos pájaros de un tiro.

La buena vida

Se sobreentiende que una buena vida no es otra cosa que una vida regida por valores que verdaderamente valgan. Supondré además que se trata de valores que solamente estaría en disposición de apreciar el que haya acumulado ya cierta experiencia vital, el que haya vivido ya un número considerable de años. Por esto supondré que todos los presentes, que tenemos más de 20 años, somos entendidos en la materia, aunque no sea más que porque hemos vivido ya el tiempo suficiente para comprender que algunas cosas que en un momento nos parecieron valores ahora vemos que realmente son contravalores.

También he de decir que en lo que me resta hablaré solamente de ética, no de moral. Es necesario hacer una distinción entre las dos. La ética, según su raíz griega, es algo así como la formación del carácter. La moral, según su raíz latina, se refiere a las costumbres, por lo que tiene que ver con las relaciones entre personas. Quienes nos hemos educado en el franquismo recordamos que la palabra “moral” tenia un cierto tufillo derechista. La causa de ello radicaba en que fue demasiado monótono el martilleo que hubimos de sufrir con los “principios morales”. Por esto era preferible llamar “ética” a todo, porque sonaba más izquierdista, menos franquista. Pero ya es hora de abandonar aquellos resabios. Dicho sea de paso: no todos los filósofos estarían de acuerdo en dar a estas palabras el significado que yo les doy ahora, porque me adhiero a una corriente que me merece más respeto. Pero esta diferencia no es importante, por lo que podemos ir ya a lo que nos interesa.

Hasta aquí he tenido en cuenta a Aristóteles, a Gustavo Bueno, y a P. Conde, un filósofo español de principios del siglo XX, casi desconocido actualmente. En lo que resta tendré en cuenta también a Schopenhauer, a Gracián y a Platón.

Según Aristóteles, los bienes que un hombre puede disfrutar son de tres clases: del cuerpo, como la belleza y la salud, del alma, como la inteligencia y el buen juicio, y del exterior, como la riqueza y el buen clima. Habría que preferir por encima de todos, dijo también, los del alma. Podremos comprender los motivos que le llevaron a decir esto al examinar otra triple distinción que hizo Schopenhauer. Según él, los bienes pueden proceder de estas tres fuentes:

  1. Lo que uno es: la personalidad propia en el sentido más amplio, que comprende la salud, la fuerza, el temperamento, la inteligencia, la sindéresis, etc.
  2. Lo que uno tiene: la hacienda, el puesto de trabajo, la casa, etc.
  3. Lo que uno representa ante los demás: la opinión, el honor, la fama, la categoría, etc.

Lo que uno es

Es lo más importante de todo, lo que más contribuye a una buena vida. Siendo esto lo que uno es en sí mismo, le acompañará a todas partes donde vaya y teñirá con su color todo lo que le pase en la vida. Los placeres, sean materiales o espirituales, afectarán de una manera u otra a cada uno según el ser de cada cual. Si la personalidad es mala, los placeres tendrán un sabor amargo, porque lo que verdaderamente importa no es que los placeres lleguen, sino la manera de sentirlos. Todo lo que se vive se vive a través de la individualidad. Por esto los bienes subjetivos son los superiores: el buen carácter, la inteligencia despierta, el buen humor y el cuerpo bien organizado y en perfecta salud son lo mejor de todo. Nuestros primeros esfuerzos deberían ir encaminados a conservar y aumentar estos bienes. Los primeros valores éticos deberían ser el cuidado y la atención de uno mismo con el fin de conservarse sano, inteligente, despierto, alegre y activo.

Salud y temperamento jovial

Tal vez lo que más contribuye a una buena vida es estar dotado de un temperamento mesuradamente alegre. Quien lo tiene posee ya la recompensa por todo lo que hace o le pasa. El que es alegre encuentra en cualquier cosa motivos para no dejar de serlo. Cierto es que está bien ser rico, joven, guapo, etc. Pero si se tiene tendencia a la melancolía entonces todos esos dones no sirven para que su dueño viva bien. Es lo más elemental del mundo: quien ríe mucho es feliz, quien llora mucho es desgraciado. Se trata de una frase vulgar, pero si nos ponemos de acuerdo en que la mayoría de las veces no es la alegría la causa de la risa, sino al revés, la risa la causa de la alegría, como no es la desgracia la causa del llanto, sino al revés, el llanto la causa de la infelicidad, entonces la frase perderá su vulgaridad y se volverá profunda y certera. El hombre alegre encuentra en la buena suerte un motivo para seguir siendo como es y en la desgracia un motivo para dejar de ser momentáneamente como es. El triste, por el contrario, halla en la buena suerte una causa pasajera para abandonar su manera de ser momentáneamente y en la mala una confirmación de su manera de ser. Las cosas pasan. La naturaleza propia es siempre la misma. Habría que empezar por adquirir y conservar este bien.

Contra lo que suele pensarse, no es la riqueza lo que más contribuye a la buena vida. No es un valor por sí misma. Hay mucha gente rica que tiene la cara triste. Triste, no grave, que no es lo mismo. Y hay mucha gente pobre que tiene semblante sonriente. Por el contrario, la salud sí es un valor por sí misma casi en todas las circunstancias. Sobre ella puede decirse lo contrario que sobre la riqueza, que pocos enfermos tienen la cara alegre, aunque hay muchos sanos que la presentan entristecida. Lo primero y principal, por tanto, es estar sano, para lo cual hay que evitar sistemáticamente los excesos, las emociones violentas, los placeres excesivos y largos, etc. Diariamente habría que hacer ejercicio al aire libre durante más de una hora, habría que tomar de vez en cuando baños de agua fría, cuidar la dieta, el sueño, etc. La vida está en el movimiento, dijo Aristóteles. Y es cierto. Nuestro cuerpo es un conjunto de órganos en movimiento constante y rápido: el corazón, la sangre, el pulmón, el aparato digestivo, las glándulas, el cerebro, etc. En el interior no hay quietud. Todo ese tumulto es lo más contrario a la vida sedentaria que llevan muchos hombres durante muchos años.

Que la buena vida depende de un espíritu alegre y éste de la salud puede probarse si se atiende a la impresión que produce en nosotros una misma cosa cuando estamos sanos y cuando estamos enfermos. No es la cosa, sino lo que es para nosotros, lo que nos hace felices o desgraciados, y eso depende, más de lo que solemos creer, de nuestro estado de salud.

Tan importante es la salud que de ella depende el que los otros bienes subjetivos, el carácter decidido y generoso, la inteligencia despierta, el buen humor, la sindéresis, etc., dejan de darnos satisfacción y no sirven casi para nada. Incluso se esfuman y desaparecen cuando ella falta. Por esto la locura más grande de todas es sacrificar la salud a otra cosa, como la riqueza, el poder, los estudios, pero sobre todo a los placeres pasajeros, como la bebida o la droga. Quien hace esto se inmola a sí mismo en el altar de un espantajo.

Todo esto es verdad, pero también lo es que hay personas que con una salud perfecta tienen un carácter triste. Habrá que admitir, pues, que, pese a ser la salud una condición necesaria para tener un carácter jovial, no es, sin embargo, una condición suficiente, lo que se debe seguramente a la sensibilidad, que tan distinta es de un individuo a otro. Si la sensibilidad de un sujeto es mayor de lo conveniente, es muy probable que en su vida se alternen los periodos de alegría exagerada y de tristeza excesiva. Se ha creído a veces que los individuos geniales deben su genialidad a ese exceso de sensibilidad. Tal vez por esto dijo Aristóteles que los hombres grandes son tristes. Ahora bien, la sensibilidad está en cierto modo inclinada hacia algún lado. Hay quienes sienten más lo desagradable y quienes sienten más lo agradable. Quienes están, por tanto, más inclinados a la alegría exagerada y quienes a la tristeza también exagerada. Para los segundos existen muchas desdichas que son simplemente imaginarias, no reales. A éstos habría que decirles que no somos tan desgraciados como creemos. Para los primeros hay más alegrías imaginarias que reales. Claro es que a los de carácter despreocupado suele irles mejor, pero soportan peor una desgracia, para la cual no suelen estar preparados. Los de carácter sombrío viven normalmente peor, pero están mejor preparados cuando les sobreviene una desgracia. Pero si el verlo todo negro provoca un disgusto permanente, el sujeto puede llegar a tomar fríamente la decisión de quitarse la vida. También puede decidir lo mismo el hombre de carácter más alegre, pero tomará la decisión de manera pasional, cuando un sufrimiento que le llega de pronto vence los terrores de la muerte. En suma, el hombre alegre tenderá al suicidio por una causa objetiva para la que no se halla preparado. El melancólico por un recrudecimiento de su estado subjetivo. Entre ambos extremos hay muchas variantes.

La belleza

Es otro de los valores éticos. Es importante incluso para el sexo masculino. Es rotundamente falso aquel dicho: “El hombre y el oso cuanto más feo más hermoso”. Sin embargo, esta cualidad no contribuye directamente a la buena vida, como las mencionadas hasta aquí, sino indirectamente, por el efecto que produce sobre los demás. Habría que precisar además lo que debe entenderse que es belleza y lo que no. Yo diría que es un conjunto de buen aspecto físico, de proporciones entre los miembros, de uso apropiado de los gestos, de apariencia de inteligencia, etc. Y, lo que sí creo que puede añadirse sin temor de equivocarme, es que uno mismo es responsable de ser feo cuando la naturaleza no se lo estorba. La belleza a los veinte años es un don de los dioses, como decía Homero. A los cuarenta y más es el fruto de la vida que se ha llevado.

Dolor y tedio

Son los dos enemigos mayores de la felicidad humana. Son tanto más peligrosos cuanto que parecen turnarse: alejarnos de uno nos acercamos a otro, como Ulises con Escila y Caribdis. El primero parece proceder del exterior, el segundo del interior, pues la privación de lo necesario engendra el dolor y la abundancia de lo superfluo engendra el aburrimiento. Por esto las clases bajas luchan contra el primero y las altas contra el segundo. Y cuando una sociedad consigue vencer los males de la pobreza, como parece que ha pasado con la nuestra para un amplio número de personas, se ve asediada por los males del tedio. Además de esto, la sensibilidad con respecto a uno existe en proporción inversa a la sensibilidad frente al otro. Un individuo obtuso e insensible sufre poco el dolor y resiste mejor las privaciones que otro dotado de una gran sensibilidad, pero nota un vacío interior en cuanto las privaciones desaparecen. Entonces necesita buscar en el exterior algo que le estimule, cualquier cosa que ello sea. De ahí nacen las distracciones mezquinas y chabacanas a que se entregan tantas personas. El vacío interior absorbe del exterior todo lo que puede: lujo, chismorreos, reuniones inútiles, excitaciones sexuales, bebidas, alucinógenos, etc. Pero como el vacío nunca se llena la exigencia de excitaciones externas no se acaba nunca. La mejor solución contra estos males es el “lleno interior”, la riqueza de espíritu. Un hombre cuyos pensamientos estén siempre activos, acostumbrado al ejercicio intelectual y artístico, a las miles de combinaciones que su mente puede descubrir entre las cosas, se habrá logrado defender del tedio, excepto cuando esté fatigado, como le sucedía a Sherlok Holmes, que se inyectaba morfina, para escándalo del bueno de Watson, cuando no tenía un crimen que resolver. Cuando sí lo tenía era el hombre más activo y ocurrente de Londres. Entonces no necesitaba excitaciones externas. Como no las necesitaba no las quería y como no las quería no las buscaba. Era el hombre más feliz, porque le bastaban su afición y su personalidad.

Soledad

La forma de ser del hombre de temple intelectual o artístico tiene, sin embargo, un inconveniente serio, que consiste en que, por tener una sensibilidad mayor y un mayor ímpetu de la voluntad, por procede ambos de su propia actividad mental o ser un presupuesto suyo, está más expuesto a los sufrimientos morales y físicos y es más impaciente frente a los obstáculos. En fin, sufre más. En consecuencia, cuanto más se aleje uno del tedio más se acerca al dolor y al revés. El hombre inteligente, por tanto, buscará una vida tranquila, modesta y al abrigo de los importunos. Si es muy superior buscará la soledad. Cuanto más se posee a sí mismo menos necesidad tiene de los otros. La inteligencia superior es insociable, no por desprecio de los demás, sino por defensa de su propio ser.

El individuo sin gustos ni inclinaciones, que no tiene nada en sí mismo que le satisfaga, buscará compañía, sea cual sea, y se acomodará a todo con tal de escapar de sí mismo. Es en la soledad donde uno se mide a sí mismo. Ahí el imbécil suspira aplastado por su propia individualidad. “Omnis stultitia laborat fastidio sui”, dice Séneca. “La vida del necio es peor que la muerte”, dice Jesús de Sirach. En resumen, un hombre es activo cuando tiene algo que hacer. Tiene algo que hacer cuando se ha fabricado proyectos y propósitos, metas que se ha propuesto lograr. Y, cuando todo esto ha sucedido, un hombre encuentra satisfacción en su propia actividad, más incluso que en los logros alcanzados a través de ella. Lo contrario es la inactividad, que nace del vacío interior, que exige llenarse con tonterías y mezquindades.

El hombre vulgar, en definitiva, se preocupa sólo de pasar el tiempo. El hombre de talento de aprovecharlo. La razón de esto es que la inteligencia del vulgar no es más que un intermedio para los motivos de la voluntad. Cuando falta ésta, porque el sujeto está ocioso, la inteligencia se aquieta. El resultado es un terrible estancamiento de todas las fuerzas de un individuo, es decir, el tedio. Entonces hay que combatirlo y, como la voluntad está también en reposo, como el individuo no quiere nada y no tiene nada que querer, una cosa cualquiera lo atrae como la luz a la mariposa. Un hombre que no tiene necesidad de cosas externas para no aburrirse es un hombre feliz. Lo dijo también Aristóteles, que unió la felicidad a la autarquía. Y con razón, pues las causas externas son inseguras y se detienen por sí mismas. Por si fuera poco, la edad agota el deseo de juergas, viajes, sexo, ganas de figurar, y deja el vacío más hondo si no se posee nada en sí mismo. Esto último, lo que se posee en sí mismo, es lo único que perdura. Por esto la suerte más grande que se puede tener es hallarse en posesión de una individualidad rica y superior, especialmente de mucha inteligencia. Claro está que para que la dicha sea completa viene bien disponer de un patrimonio suficiente, lo que quizá se puede conseguir viviendo con ahorro y moderación.

Las fuerzas

Más arriba he dejado dicho que la actividad es la fuente primaria de nuestras satisfacciones. La actividad consiste, por otra parte, en el libre ejercicio de las fuerzas de que dispone cada cual. La primera dirección en que han de emplearse esas fueras es en atender a las necesidades físicas. Cuando esto se ha logrado, las fuerzas son una carga tan pesada para muchos individuos que se dedican a emplearlas sin objeto y sin finalidad. Lo que les asusta es el tedio. Las fuerzas de que hablamos son, siguiendo a Platón, las siguientes:

  1. Las de la conservación y la reproducción, que nos procuran los placeres de la cama y la mesa, la bebida, el sueño, la digestión, etc. En algunos pueblos se han convertido en placeres nacionales: la cerveza alemana, el güisqui escocés, la comida mediterránea, etc.
  2. Las del orgullo y la competencia, que dan los placeres de los viajes, los deportes, los juegos, la guerra, etc.
  3. Las de la sensibilidad, que nos dan los placeres de sentir, imaginar, pensar, razonar, estudiar, filosofar, leer, oír música, etc.

Se observará que estas fuerzas suben desde abajo hacia arriba. Las de la conservacion y la reproducción se instalan en los músculos, el sexo y el estómago. Las del orgullo, la competencia, la lucha por la supremacía, etc., se instalan en el pecho. Las de la sensibilidad en la cabeza. Pero no es esto lo más notable, sino que ese movimiento ascendente es el que tienen también en la vida individual. Puede decirse, en efecto, que la vida asciende como una marea. Empieza por los pies y sube primero hasta las rodillas y los muslos. Es la primera etapa. Mientras dura, se aprende rápido. Primero a andar. Luego a correr, saltar, agacharse, nadar, etc.. Ahí encuentra el chiquillo sus mejores goces. Lo delatan las rodillas, siempre llenas de apostillas. Por contraste, en las rodillas de los mayores no hay heridas. Han perdido esos placeres. Pero la marea no se detiene. Ahora llega un poco más arriba del muslo. El efecto es sorprendente: la entrepierna se convierte para la inmensa mayoría de los humanos, si no para todos ellos, en el centro del universo. Todo gira alrededor de ese único punto. Sigue todavía actuando la actividad muscular de la etapa anterior, pero ya no ocasiona tanto placer como antes. Se ha desplazado el centro o coexiste con el nuevo. En todo caso, las energías desplegadas son inmensas. Quizá sean las mayores energías que las personas despliegan en toda su vida. Pero hay un serio inconveniente, que dificulta que broten con total libertad, y es que el niño y el adolescente están viviendo la etapa en que más tiempo hay que dedicar al aprendizaje y la educación, en lugar de dejar que esas energías broten con total libertad al instante, pero la educación y el aprendizaje son para mañana, no para hoy, por lo que no tiene nada de extraño que el muchacho se rebele. Es toda su persona la que clama por lo contrario de lo que le está ocurriendo. ¡Cuánto control de sí mismo se ve obligado a hacer suyo ! Una leve crecida más y la marea llega al estómago. Es un nuevo centro, que se superpone al anterior, conviviendo con él durante un tiempo y haciendo que se olvide casi totalmente el muscular. Pero hay otro inconveniente, que consiste en que la nueva exigencia exige encontrar algún empleo. Combinadas con las del sexo, las fuerzas del estómago empujan a los hombres a los placeres corrientes, los más extendidos de la humanidad y, por descontado, los más necesarios en gran parte, porque es sabido que existen placeres que son naturales y necesarios, entre los cuales habría que contar éstos que estamos ahora tratando. Bien es cierto que Epicuro no incluyó los del sexo entre los necesarios, pero sí entre los naturales. Los naturales y necesarios eran para él los del victus et amictus, los de la comida y el cobijo (ropa, casa, etc.). El sexo es prescindible, pese a ser natural. Si estaba o no en la verdad habría que echar la cuenta para ver si los placeres intensos que nos da no pesarán menos al fin que los sinsabores y decepciones que también ocasiona. Pocos serían capaces seguramente de hacer esta cuenta y decidir en consecuencia. La última clase de placeres estaría compuesta por los que no son ni naturales ni necesarios, como el lujo o las fiestas de sociedad.

Y al final la marea llega a la cabeza. ¡Desdichado aquel que en ese trance la encuentra vacía, como una nuez vana! Cuando las fuerzas de la producción y la reproducción hayan casi extinguido su fuego o lo hayan apagado por completo habrá pocas cosas que sean capaces todavía de entretener a la voluntad, que, pese a todo, seguirá estando activa. Si es así, le ha llegado la hora del tedio insoportable.

Lo que uno tiene

Según Epicuro, las necesidades que son naturales y necesarias producen dolor cuando no se satisfacen, pero, por suerte para nosotros, se satisfacen con relativa facilidad. Son sobre todo la ropa, el cobijo y la comida. Los objetos que calman el dolor de la no satisfacción son objetos sin voluntad, pasivos.

No ocurre así normalmente con las que son naturales, pero no necesarias, como el sexo, porque el objeto que las satisface tiene voluntad propia y hay que ganársela. De aquí viene el ideal masculino de la mujer sin voluntad. En el extremo, la mujer prostituta, la que es una simple muñeca, la que es para el hombre como el alimento para el que tiene hambre, una cosa sin más. Pero es un falso ideal, porque la satisfacción sexual es máxima cuando quien te satisface es igual a tí, alguien cuya voluntad se inclina por tí. Sólo que la satisfacción está en esa lucha de voluntades, lucha en la que se consiguen victorias de vez en cuando, ninguna de las cuales es definitiva, porque la voluntad es cambiante. Decimos con demasiada frecuencia “mi mujer”, pero no es correcto. No es nuestra pertenencia o propiedad, incluno aunque la tengamos esclavizada. Su voluntad puede estar en otra parte. No quiere esto decir que sea infiel, no. La dificultad es mucho más sutil. Y más dolorosa. Explicado con brusquedad, se resume en aquella respuesta de Epicteto a su señor, cuando éste le dijo que era su dueño : “Tú serás, como mucho, dueño de mi cadáver”. Cierto, se es dueño de una persona cuando se la ha reducido a ser un objeto sin voluntad, como el alimento. Pero entonces ya no se es dueño de una persona, sino de una cosa, de algo que ya no tiene valor. Por esto se desprecia a las prostitutas, y más quienes más recurren a sus servicios, porque no se sienten capaces de entablar esta especie de combate sin tregua y en su lugar prefieren a mujeres que no son mujeres, sino cosas. Lo peor de esa decisión es que con ella se convierten también ellos en hombres que no son hombres, sino cosas, en seres incapaces de relacionarse con iguales. Al despreciar a la prostituta se desprecia a sí mismo.

En suma, no es verdad que el sexo sea algo estrictamente animal en los humanos. Nunca lo es, aunque no sea más que porque la otra parte siempre permanece oscura para uno, asalvo que uno sea Tiresias. Y, por esto, siempre permanece inalcanzable.

Por estas consideraciones no habría que incluir nunca a la mujer entre lo que uno tiene. Nunca se tiene y siempre es uno el tenido. Tanto da que se mire desde el punto de vista del varón como del de la mujer.

Baste con lo dicho sobre las necesidades que son naturales, pero no necesarias, y sobre el mayor grado de dificultad para satisfacerlas que las que son naturales y necesarias. Más difícil todavía es satisfacer las que no son naturales ni necesarias, porque su número es potencialmente infinito. Son las necesidades del lujo, la riqueza, la apariencia, etc.

No vale decir que una fortuna grande es deseable y una pequeña no lo es o lo es menos. No es fácil determinar aquí cuál es el límite de nuestros deseos, porque la fortuna, considerada en sí mismoa, es algo que carece de sentido. Nadie negará que el uno es menos que el dos. Pero nadie podría decir que es más cuando ambas cifras con el numerador de diferentes fracciones, pues entonces su magnitud depende del denominador. Si a un hombre que vive con holgura económica nunca se le ha pasado por la cabeza vivir en el palacio de los duques de Alba, tener un barco de cincuenta metros de eslora y una finca de cuatro mil hectáreas no se sentirá infelez porque carezca de todo eso. Pero el que tiene cien veces más posesiones que el anterior se sentirá desgraciado porque le falta unos de esos objetos. Steven Spielberg se sintió decepcionado porque en Jerez de la Frontera se le negó un determinado palacio en que residir mientras duraba el rodaje de una película suya. Es seguro que el lector nunca habrá sentido una decepción semejante.

El motivo de esta diferencia es que cada cual tiene su propio horizonte, más allá de cuyos límites no llegan nunca sus deseos. Cada cual sufre decepciones cuando un objeto que cae dentro de su horizonte no puede ser alcanzado por él a causa de un obstáculo que le haya sobrevenido y tiene alegrías cuando alcanza los objetos que caen en el interior de su horizonte. Lo que no cae dentro de él no le alegra ni le vuelve desdichado. Por eso no le molesta la fortuna del rico, pero las riquezas del rico no satisfacen a este cuando recibe un desengaño, y más aún si se tiene en cuenta que las riquezas son como el agua salada, que dan más sed cuanta más se bebe.

Lo mismo pasa con la fama. Por todo esto es muy peligroso buscar la riqueza por sí misma y la fama por sí misma.

El concepto de horizonte es aquí el más importante. El horizonte de nuestros deseos, que, en una persona bien educada y dueña de sí y de sus posibilidades, no debe ir más allá de lo que puede, porque sólo contribuye a que se sienta infeliz. Dicho de otro modo y con las debidas precauciones : la fuente de la infelicidad no está en las carencias, cuando éstas no llegan a impedir que se satisfagan adecuadamente las necesidades naturales y necesarias, sino en el deseo que se extiende más allá de lo debido, más allá de ese horizonte de que hablamos. De aquí se sigue un hecho que puede a veces observarse : que la pérdida de riqueza o una baja de sueldo, una vez que se ha vencido el primer disgusto, no impide volver al humor habitual, a condición de que se hayan rebajado proporcionalmente las pretensiones que uno abriga. Lo doloroso se produce al principio. Con el tiempo la herida cicatriza. En el caso inverso sucede algo simétricamente igual : cuando, por un golpe de fortuna, se acrecienta la propia hacienda, viene enseguida un gran placer, pero después vuelven nuevamente las aguas a aquietarse y se acomoda uno a la nueva situación.

El origen de la infelicidad no está, según esto, en la mayor o menor riqueza que se posea, sino en los esfuerzos para ampliar un horizonte que ofrece resistencia. El Cristianismo, que tantas cosas ha legado a nuestra cultura, no ha legado la virtud de la austeridad. Hay que conceder que es un gran infortunio, porque habría sido un buen freno para muchas de las infelicidades que sufren los hombres por su propia causa. Los poderes públicos, la publicidad comercial, las costumbres más extendidas, etc., todo contribuye a estimular a las personas para que hagan lo imposible por romper su horizonte. Dicho sea de paso : lospoderes públicos con los jegos de lotería, que, si lo que llevo dicho es cierto, no deberían continuar, pues no contribuyen a la satisfacción, sino a la insatisfacción, haciendo creer a la gente que, como para Supermán, existe la posibilidad de remontar un día el vuelo sin esfuerzo por encima de lo que se tiene.

Es comprensible, por otro lado, que los hombres amen el dinero, pues no es como los demás bienes, cada uno de los cuales sirve para una necesidad concreta : el sexo para cuando se es joven, la velocidad para cuando se es niño, etc. Una vez que ha pasado el momento de satisfacer las necesidades correspondientes, esos objetos disminuyen o pierden su valor. El maná de los israelitas sabía a lo que cada comensal quería que supiera. Los israelitas se acabaron quejando a Yahvé porque, aunque sabía a cualquier manjar de su elección, se veía solamente como maná. Los fenicios inventaron algo mucho mejor que el maná : el dinero. El dinero no es alimento, ni ropa, ni sexo, ni velocidad. No es ninguna cosa en concreto. Pero es todas al mismo tiempo. Para el hambriento es comida, para el sediento bebida, para el que siente deseo mujeres, etc. El dinero se acomoda perfectamente a lo que cada uno quiere. Y es mejor que el maná porque se cambia realmente por lo deseado. Con él no se satisface un solo deseo, sino cualquier deseo. Parece que el dinero es bueno en absoluto, no en relación a deseos particulares.

Pero no debería utilizarse para alcanzar todos los bienes imaginables, sino para protegerse de los males reales o posibles. Debería tener una influencia negativa sobre nosotros. No debería servir para procurarnos todos los placeres de este mundo, porque, como he dicho antes, son inagotables para quien se empeña en ello, como la sed para el que bebe agua salada, y porque, en consonancia con esto, son placeres que se presentan como tal sólo ante nuestra imaginación, pero no lo son en realidad. Debería servir más bien para defendernos de los males, que no son imaginarios, sino reales. Un hombre pretende alcanzar todo y por pretenderlo pierde su salud. Se encuentra con que lo pretendido estaba solamente en su imaginación y lo no pensado se presenta bruscamente ante él, sin anunciarse. Habría que tener una mente fuerte, sin ilusiones vanas, crítica, insolente incluso con las fantasías que nos asedian por todas partes. Una mente realista es lo que mejor para hacer uso del dinero y de todas las demás cosas como es debido. Para eso habría que empezar por no tener ni el más mínimo grado de aceptación con tantas promesas como nos asedian por todas partes.

Lo que uno representa

Apreciamos demasiado nuestra existencia en la cabeza de los otros aunque un poco de reflexión debería bastar para caer en la cuenta dea que no tiene ninguna importancia para vivir bien. Somos como el gato : cualquier alabanza nos hace arquear el lomo y sentir un goce inmenso. A veces incluso sirve para olvidar una desgracia real. A la inversa también es cierto : es asombroso lo que duele una crítica, una censura. La imagen nuestra que los demás tienen en su cabeza puede ser de una gran importancia para adquirir riquezas y poder, pero no la tiene en absoluto para nuestra buena vida. Habría que pensar bien en qué consisten esos bienes y qué valor real tienen.

Para empezar, tal vez sea bueno comparar la importancia de lo qu uno es y de lo que uno tiene con lo que uno es en la mirada del otro. El lugar de lo que uno es y lo que uno tiene está en uno mismo. Lo que representamos es una imagen en la mente de otro. Lo primero depende de nosotros directamente. Lo segundo indirectamente, en cuanto que es el origen de la conducta que otros tienen para con nosotros.

Nuestra naturaleza animal es la base de todo lo demás. Por esto lo primero es la salud, lo segundo la buena disposición de carácter, lo tercero una existencia sin excesivas preocupaciones, lo cuarto una inteligencia y una sensibilidad bien despiertas a todo lo que su acción nos pueda satisfacer, que es inagotable, lo sexto una renta suficiente, lo séptimo unos hijos rectos y una esposa amable. En comparación con todo esto la fama, el honor y la gloria apenas valen nada. ¿Alguien estaría dispuesto a cambiar la salud por la fama ? Diríamos que es un imbécil que camina a su perdición. ¿Y los conocimientos que tiene por la gloria que algunas veces dan ? Tal vez sí, pero entonces merecería el reproche de la fábula : “eres hermosa, pero sin seso”. Cada uno vive en su propio pellejo, no en la opinión de los demás. Y en el pellejo de cada uno están los siete valores, no lo que los otros piensan, que normalmente estará repleto de errores malintencionados, de rumores sin confirmar. Puede que tenga alguna importancia, pero es menor. Y lo más importante debe ir antes que lo menos importante.

 Bibliografía

Aristóteles, Ética a Nicómaco, ed. bilingüe y trad. de M. Araujo y J. Marías, introd. y notas de J. Marías, I.E.P., Madrid, 1970.
Bueno, G., El sentido de la vida. Seis lecturas de filosofía moral, Pentalfa Ediciones, Oviedo, 1996.
Platón La república, (3 vols ) ed. bilingüe, trad., notas y estudio preliminar de J. M. Pabón y M. Fernández-Galiano, I. E. P., Madrid, 1969.
Quevedo, Defensa de Epicuro contra la común opinión, estudio preliminar, ed. y comentarios de E. A. Méndez, Tecnos, Madrid, 1986.
Schopenhauer, A., Arte del buen vivir y otros ensayos, prólogo de Mirat, D. C., trad. de Bauer, E. G., Edaf, Madrid, 1998.

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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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