El estudio del hombre presenta un problema sobre el que los filósofos no acaban de ponerse de acuerdo. Se trata de que hay en él una distancia insalvable entre la conducta biológica y la aprendida. Ni sus rasgos morfológicos aparentes ni los instintos que los acompañan sirven para hacernos una idea aproximada de sus características más sobresalientes. Pueden valer, como de hecho así sucede, para el estudio de casi todos los demás animales, cuya estructura morfológica suele ser una clara señal de su adaptación a un medio determinado. Se adivina en el aspecto general del tigre, por ejemplo, que es un excelente depredador, por lo que no debe poder vivir lejos de otros herbívoros, que son su presa. Estos son su medio. Sin embargo, apenas hay en el hombre una sola capacidad que permita deducir cuál es su medio propio, su adaptación específica. Suele decirse que si una capacidad funciona es porque debe reportar algún provecho, que ese provecho debió tener un valor selectivo en un momento dado, que tal valor selectivo hubo de quedar fijado alguna vez por una mutación favorable que diera origen a la mencionada capacidad, etc., Pero esta cadena argumental no está clara. ¿Sobre qué competidor y a propósito de qué medio específico pudieron representar una ventaja el desarrollo del lenguaje o del pensamiento y el alargamiento de la edad infantil desprotegida? ¿Con qué animales y por qué espacios vitales hubo de enfrentarse nuestro antepasado hasta el punto de que, por una serie larguísima de coincidencias y mutaciones, le fuera concedido el bipedismo por la selección natural?
La solución estriba en aceptar que hay una diferencia básica entre el hombre y los demás animales. Decimos que un animal ha evolucionado por selección natural hasta un cierto perfeccionamiento cuando muestra un ajuste más o menos logrado al entorno en que habita. Se trata entonces de un animal acabado y completo. Pero el hombre es, justamente por lo contrario de esto, un ser incompleto, porque no está adaptado a ningún medio. Al revés de otros mamíferos, si no de todos ellos, el hombre se define más por lo que no tiene que por lo que tiene: no tiene protección natural contra la intemperie, ni agudeza sensorial suficiente, ni velocidad, ni corpulencia, etc., Carece, en fin, de todo aquello sin lo cual cualquier otro animal se habría extinguido hace tiempo.
¿Cómo es que él ha sobrevivido, siendo así que la tendencia general de la evolución ha consistido en adaptar formas orgánicas a entornos particulares? ¿Cómo ha podido sobrevivir un ser carente prácticamente de toda especialización, un animal para el que no rige el principio de la ligazón estrecha entre estructura orgánica y entorno natural? Pero ha sobrevivido, luego, etc.,
La respuesta es que el hombre no tiene entorno, sino mundo, que el impulso de sus instintos y la acción de sus sentidos no están limitados por la supervivencia biológica, en lo cual consistiría la especialización que no tiene, de donde deriva su incapacidad natural de vivir en un medio concreto, previamente determinado, y, en consecuencia, su capacidad de vivir en cualquiera de ellos, es decir, en todos ellos. Por faltarle especialización, por no estar cerrado a un ambiente más o menos fijo, es un ser abierto al mundo, alguien que debe aprender a ordenar y dirigir sus impulsos e impresiones al logro de la supervivencia. Quiere esto decir que, mientras para los demás animales es suficiente poner en marcha sus dispositivos internos para la supervivencia, ésta se convierte para el hombre en un problema que ha de resolver.
Dado que no hay para él unas condiciones ambientales a las que estar adaptado naturalmente, ha debido transformarlas de manera que sean útiles a una perspectiva que también ha debido fabricarse él mismo, para lo que ha tenido que poner en práctica en cada ocasión una complicadísima red de operaciones. Imagínese, por ejemplo, la domesticación de animales y plantas del Neolítico, cuántas observaciones, seguramente producidas y acumuladas durante siglos e incluso milenios, sobre las especies más dóciles, sobre las más útiles, sobre los procedimientos a seguir para lograr el fin propuesto, etc., hubieron de entrar en juego hasta conseguir cultivar razonablemente bien el trigo, la cebada, el maíz, etc., y domesticar el caballo, la oveja, la cabra, el cerdo, etc., Y, de paso que se transformaron a estas especies animales y vegetales en especies domésticas, el hombre se domesticó nuevamente a sí mismo, es decir, se transformó en agricultor y pastor, dejando de ser cazador, algo en lo que también se había convertido por sí mismo en su trato con la naturaleza mucho tiempo antes. Adquirió nuevos hábitos, nuevas tendencias, nuevas necesidades. En suma, se hizo otro ser.
Esto significa que el hombre no vive en un entorno natural, que no hay un medio propio que sea el suyo, sino que ha de construirlo por sí mismo transformando las condiciones naturales iniciales. Ello requiere experimentar con las cosas y desarrollar técnicas y procedimientos de dominio de las mismas. Es su modo de suplir las carencias de que adolece. Así fabrica un mundo suyo, una segunda naturaleza. A ese mundo es a lo que damos el nombre de cultura, por el que puede decirse con razón que el hombre, su creador, es un animal cultural. No hay, en rigor, hombre natural. Lo que para la generalidad de los animales es la naturaleza, eso es para él la cultura. Si él es capaz de vivir en todos los medios es porque no está adaptado particularmente a ninguno. Abierto al mundo como ningún otro ser, el hombre tiene que desarrollar procedimientos para ajustarse a cada uno de los ambientes que lo componen. Lo que consigue con ello, una cultura específica, es resultado de ese desarrollo. Puede, pues, decirse que lo que para los demás animales está al principio, dado y completo para su uso, la naturaleza, para el hombre está al final, como algo que ha de conseguir con su acción, la cultura.
No hay, pues, distinción fácil, si es que hay alguna, entre hombre natural y hombre cultural, ni existe población humana alguna que viva en regiones incultas, naturales. La naturaleza que habitan es siempre naturaleza transformada. Los hombres vierten sobre las condiciones naturales sus habilidades, tendencias, experiencias, conocimientos, etc., y, una vez que esto sucede, el resultado es diferente de la situación inicialmente dada. Desde que nace, cada individuo se halla en relación con sistemas legales, ordenamientos de parentesco, costumbres, sistemas de comunicación, herramientas y conocimientos técnicos, etc., que ordenan su relación con el medio externo y con el interno, donde habitan las pulsiones y los instintos. Incluso el hombre más salvaje obtiene sus alimentos utilizando las herramientas y saberes técnicos de su cultura, ya sean arcos y flechas o caza por ojeo, y aprende también a dominar y encauzar debidamente su hambre, sus deseos sexuales, su necesidad de descanso, etc., según pautas establecidas culturalmente. Este y no otro es su mundo, su naturaleza.
Fuentes.
Gehlen, A., El hombre. Su naturaleza y su lugar en el mundo, 2ª, trad. de Fernando–Carlos Vevia Romero, Ediciones Sígueme, Salamanca, 1987.
Harris, M., Introducción a la antropología general, trad. de J. O. Sánchez–Fernández, Alianza Editorial, Madrid, 1981.
Tylor, E. B., Cultura primitiva. I. Los orígenes de la cultura, trad. de M. Suárez, 387 págs., Ayuso, Madrid, 1977.