La naturaleza humana y la crisis del presente

Presentación

Procuraré defender aquí el racionalismo filosófico, que consiste, a mi juicio, en ver la realidad dividida en tres grandes sectores, uno ocupado por los seres materiales inertes, otro por los seres materiales vivos y otro por los ideales y espirituales. En este último se encuadran los principios de las ciencias, la moral, la religión, la estética, etc.

Sin embargo, hace unos doscientos años se ha dado en pensar que esta tercera región se está desmoronando, si es que no se ha derrumbado ya del todo. De ello suele acusarse a las ciencias positivas, como si éstas tuvieran suficiente vigor como para abarcar el terreno de la moral, la estética, la religión o la filosofía. Ellas son ciencias precisamente como esfuerzos de la razón dedicados a un objeto limitado: la física no estudia la salud, sino la materia y la energía, la medicina no estudia la energía, sino la salud, etc.

Si la causa del desmoronamiento del tercer sector no está en las ciencias ¿dónde se halla? En la especial naturaleza humana, que, como es sabido, consta de una parte animal y otra racional y social. Atendiendo a la primera desde la perspectiva de la selección natural, se debería comprender, a mi juicio, que el hombre en cuanto animal es incapaz de sostenerse en la vida y que para ello necesita su otra dimensión, la social y racional.

En esta última dimensión es donde se ha producido la crisis, debido a que, por un exceso de convencionalismo, o artificialismo, muchos han llegado a creer que las instituciones sociales más importantes para el sostenimiento de la vida humana, instituciones como la familia, el derecho, el Estado, la religión o la moral, son resultado de meros acuerdos o contratos entre individuos, que lo mismo que se hacen se pueden deshacer por la simple voluntad de las partes.

La crisis de estas instituciones sociales han dejado a los individuos solos ante sí mismos, obligados a echar mano de sus propias reservas para hallar alguna referencia que les sirva de guía en la vida, lo cual parece un empeño inútil, porque solamente hallan en su interior una mezcla de sentimientos e impulsos tendentes al desvarío y al caos, por lo que mal pueden encontrar en ellos algo sólido para sostener su vida de seres humanos.

I. Clasificación de las cosas reales

Me parece que conviene sobremanera a lo que pretendo decir en estas páginas que comience haciendo una defensa de lo que tal vez podría catalogarse como racionalismo filosófico, para lo cual entiendo que debo referirme a la metafísica, al estudio del ser, presentándolo a la manera de esos mapas mudos que utilizan los niños en sus clases de geografía.

La metafísica tradicional acierta cuando concibe lo real como un territorio dividido en tres regiones, asignando a la primera las cosas materiales inanimadas, a la segunda las cosas materiales animadas y a la tercera las ideas y los seres espirituales. En otras palabras: considera que son reales la materia, la vida y otra clase de seres que no son materiales, pero tampoco psicológicos, o subjetivos.

Que las cosas materiales tienen realidad es algo que parece indudable, aunque hoy no se sepa muy bien en qué consisten. Los filósofos creen que los físicos lo saben, pues se dedican a estudiarlas, pero los físicos alegan que eso no es cosa suya, sino de los filósofos y así resulta que ni unos ni otros suelen atreverse a hacer frente al problema. También parece indudable que los seres vivos están dotados de realidad, por más que persisten ciertas dificultades para saber qué es exactamente eso de estar vivo. La tercera región del mapa está habitada por los seres de la religión, la ciencia, la moral o la estética, por seres cuya naturaleza, a excepción de la del Dios Absoluto, parece conocerse mucho mejor que la de los demás, lo que no ha impedido que su existencia se haya puesto en duda de un tiempo a esta parte, a lo cual se debe uno de los problemas más graves del presente.

En la tercera región del mapa hay cosas como el teorema de Tales, que aprenden los estudiantes en las clases de geometría y aplican en las de dibujo. Es una entidad objetiva de la ciencia matemática, no una ocurrencia del maestro o del alumno. Y no es material, pues ¿de qué materia podría estar hecha? Ello no le ha impedido, sin embargo, llegar a contar en el conocimiento de los hombres con una antigüedad superior a los 2.500 años, una edad no alcanzada por ningún ser de las dos primeras regiones. Algunos dicen incluso que su edad no se mide en años, sino que se trata de una cosa eterna.

También es objetivo e inmaterial el concepto de hombre presente en las sucesivas declaraciones de derechos, desde la Bill of rights, de Virginia, dada el 12 de junio de 1776, pasando por la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano de 26 de agosto de 1789, hasta la Declaración universal de derechos humanos aprobada y proclamada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el día 10 de diciembre de 1948. Tómese a modo de ejemplo el primer artículo de esta última, que dice así:

Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros[1].

Parece evidente que los seres humanos de estas declaraciones no son los hombres físicos existentes, los de carne y hueso, pues entonces el artículo mencionado sería falso, pues no se comportan como se dice en él. Ello es debido a que ese artículo no se refiere a los hombres que hay, sino a los que debería haber. No menciona, pues, a los seres humanos, sino la norma moral que debe servirles de guía.

Dios es asimismo de naturaleza inmaterial y objetiva, como los objetos matemáticos, pero añade a éstos el ser un espíritu, es decir, el estar dotado de conciencia y vida. Como no pretendo agotar ahora este concepto, básteme decir ahora que es un ser personal. Esto es algo que apenas llegaron a entrever los filósofos griegos.

Esta región del mapa, que se ha tenido por real durante más de dos milenios, ha dado hoy en negarse por influjo de unas cuantas doctrinas filosóficas que han cobrado cierto vigor desde hace no más de doscientos años. Por su causa se ha extendido la especie de que han sido las ciencias positivas las que han llevado adelante la tarea de demolición, ocupando ellas ahora el lugar que antes correspondía a la religión, la moralidad, etc. Las ciencias positivas serían actualmente la religión del ateo, el hombre más piadoso y engañado que hay, según decía Nietzsche.

Pero este ataque no es sino uno más de los que ha recibido esta vieja y venerable estructura tripartita de la realidad, una estructura que ya se percibe en Platón y que, pasando por los más importantes filósofos griegos, romanos y medievales, llega a su sistematización académica con Christian Wolff (1679-1754). Cada una de las partes de que consta está cubierta por los diferentes saberes científicos, mundanos y religiosos. Cabe preguntarse quizá si ya existía cuando éstos aparecieron o si, por el contrario, se ha ido constituyendo conforme aparecían éstos. Esto último es lo cierto, sin duda alguna, si bien ha de señalarse que, llegado un cierto momento del desarrollo de los saberes, permanece fundamentalmente inmutable, como una especie de plantilla a la que se tienen que acoplar cualesquiera nuevos conocimientos o prácticas que aparezcan en escena. Esto ha sido así a pesar de los muchos intentos de desbordamiento habidos hasta la fecha por alguno de los saberes particulares. Aunque tal vez sería mejor decir que no subsiste a pesar de esos planes de conquista, sino justamente por causa de ellos, porque ha demostrado una gran fortaleza al resistirlos. Mencionaré tres de ellos, que pasan por ser los más ilustres.

El primero es el de Demócrito de Abdera, que vivió entre los siglos V y IV a. C. y fue el primer materialista de la historia de la filosofía. No se conformó con pensar que la materia es real y hubo de concluir que la materia es lo único real, que todo es átomos o vacío, materia o nada, incluidos los dioses y las almas.

El segundo es Georges Berkeley, que vivió en el siglo XVIII y defendió el inmaterialismo. Según él, la enorme maquinaria del universo se reduce a percepciones subjetivas de alguna mente o espíritu inmaterial, sea del hombre o de Dios.

El tercero es Protágoras de Abdera, el sofista que creyó poder absorber en el hombre las otras regiones del mapa:

El hombre es la medida de todas las cosas, de las que son en cuanto que son y de las que no son en cuanto que no son[2].

Esta sentencia pasa por ser la suprema expresión del relativismo, pero en realidad es su contrario, pues presenta al hombre como absoluto. Si el hombre es medida de todo, no queda nada para medirlo a él. Todo cuanto es real lo es en relación con él, pero él es en sí todo, independientemente de lo demás.

Estos ataques no deben ser ciegamente rechazados, sino examinados con atención. En lugar de desear inútilmente que no hubieran sucedido, es preferible mirarlos como lo que realmente son, como esfuerzos de la razón por comprender la totalidad de lo real. El hecho de que hayan tenido lugar como tales esfuerzos dirigidos a ese fin y de que no lo hayan alcanzado es además una prueba fehaciente a favor de la estructura tripartita de lo real y pueden verse ahora como una defensa del mapa que reserva una región para lo material, otra para lo ideal y lo espiritual y otra para lo biológico. De ello hay una constatación que está al alcance de casi todo el mundo. Se trata de que las explicaciones dadas en la ciencia física son netamente distintas de las dadas en biología, como cualquier bachiller puede atestiguar. Si todo fuera materia inerte, como decía Demócrito, los principios de la física harían que fueran innecesarios los de la biología y esta ciencia sería una parte de aquélla. Lo mismo cabe decir de las ciencias humanas y sociales con respecto a las naturales. El mapa, pues, sigue en pie de hecho.

Un presupuesto básico del mapa es que no hay ningún ser que no esté envuelto por otros, que ni el hombre, ni la materia ni el espíritu son capaces de reducir todos los demás a sí mismos. Que todos son relativos entre sí y que solo uno, Dios, es absoluto, pero porque no es un ser más sino el ser sin más. El absoluto, por otro lado, es una exigencia del propio sistema, como ha sido visto desde antiguo.

Pero vengamos ahora a las otras actividades de la razón, a los saberes parciales, o científicos, ninguno de los cuales está en condiciones de decir “mi mundo es el mundo”, porque éste llega siempre más allá y porque un saber parcial será tanto más saber cuanto más capaz sea de delimitar su objeto y dedicarse a él en exclusiva. Por esto hará bien la física en estudiar la materia en movimiento, pero no la salud, o la medicina en estudiar la salud, pero no la materia en movimiento.

Lo real llega más allá de lo que abarca un saber parcial cualquiera, que consistirá forzosamente en es un esfuerzo de la razón humana por explorar una parte de alguna región del mapa, sea la salud, como la medicina, la materia en movimiento, como la física, o el Ser Supremo, como la teología. Y será tanto más saber cuanto mejor haya delimitado su parte. Y no será lícito que, como hacen algunos que miran el mundo por un tubo, que el tubo es el mundo.

Pese a todo, muchos creen que las ciencias de la modernidad, las llamadas ciencias positivas, que hicieron su entrada en la república del saber en el siglo XVII y se han tenido un extraordinario éxito desde entonces en el establecimiento de relaciones entre los razonamientos deductivos y las experiencias sensibles, se han adueñado de todo el territorio y han dado al traste con la antigua metafísica. Algo han tenido que ver, sin duda alguna, pero solo en la mente de quienes ignoran el alcance real del saber científico, que es en sí mismo una actividad racional humilde y limitada.

II. Características de la ciencia

Esta idea se demuestra, según creo, exponiendo algunas de las notas más relevantes de la actividad científica[3].

Una es la menor duración de las verdades científicas en comparación con las de otras clases de conocimiento. Como el concepto de verdad se ha identificado con el de ciencia y como muchos creen que basta con que algo sea verdad para que sea permanente, se extrae la conclusión de que las verdades científicas son duraderas e inapelables, en tanto que los conocimientos comunes son pasajeros, dudosos o falsos. Pero esto está muy lejos de ser cierto.

Decir verdades es la cosa más fácil del mundo. Es casi imposible que yo me equivoque si digo que este curso suspenderé a unos alumnos y aprobaré a otros y que unos me querrán bien y otros mal. El que dice que el agua empieza a hervir cuando se caliente bastante también acierta. Como esta clase de afirmaciones son amplias e imprecisas, lo normal es que sean verdaderas. Al contrario sucede en las ciencias, donde lo más corriente es no lo sean. ¿Cuántos errores hubo que cometer hasta que se vio que el agua hierve exactamente a 100º, ni uno más ni uno menos, y bajo una presión atmosférica equivalente a la del nivel del mar? Se diría que el sentido común dispara con escopeta de cañones recortados, por lo que los perdigones se expanden y alguno tiene que dar sobre la pieza, pero que la ciencia dispara con fusil, por lo que es ciertamente raro que dé alguna vez sobre ella. A la ciencia le resulta difícil ser verdadera, pero al sentido común le resulta difícil ser falso. Esta es la realidad de las cosas.

Pero hay más. No es posible en muchas ocasiones probar que algo es verdadero, pero sí que es falso. En caso de que no sea así, los científicos tienden a rechazarlo. ¿Cómo podría probarse, por el contrario, que es falso que el agua hierve cuando se calienta bastante? De aquí se sigue que cuando se admite una conclusión como verdadera muchas veces es porque no se ha podido probar su falsedad. A los que somos legos en estas materias se nos sirve el saber científico ya acabado, o, al menos, provisionalmente acabado, pero se nos escapa lo que hay en la trastienda e ignoramos que en la historia de la ciencia hay más errores que aciertos, que éstos se han producido gracias a aquellos y que no puede ser de otra manera.

Otra característica importante de la actividad científica es lo que ha dado en llamarse método científico, que podría parecer que consiste en una especie de recetario y que bastaría que alguien lo siguiera para encontrar principios y leyes científicas, cuando lo cierto es que no hay manera de dar seguridad alguna en este terreno, como no la hay en arte. El método científico consiste simplemente en proponer juicios que estén sujetos a la posibilidad de rechazo. Los demás no son juicios científicos.

Otra es, en fin, la carencia de valoraciones, que puede ciertamente afectar a la ciencia, pero no al científico. La búsqueda de explicaciones válidas obliga en numerosas ocasiones a prescindir de los juicios de valor. Así, para poder establecer alguna hipótesis, un epidemiólogo necesita que muera mucha gente. En nuestro tiempo existen muchos conocimientos de física nuclear, bacteriología, genética, etc. El uso que se dé a esos conocimientos puede ser moral o inmoral, pero los conocimientos mismos parecen quedar al margen. Aunque el científico no puede ser amoral, su ciencia sí lo es de hecho.

No parece, en consecuencia, que los saberes parciales hayan tenido suficiente impulso como para desbordar su territorio e invadir otros que no son suyos, incluyendo la moral y la religión. Esta pudo ser la aspiración de los ilustrados franceses, pero hoy comprendemos que es algo ingenuo que solamente pudo ser pensado por quienes no comprendieron bien la naturaleza del pensamiento científico. Esperar tanto de éste sería como esperar que los ascensores llegaran al cielo. Un ingeniero sabe cómo hacer una central nuclear, pero en cuanto ingeniero no tiene autoridad alguna para decidir si es moral y políticamente bueno hacerla o no hacerla. Un médico puede aprender mucha anatomía practicando disecciones en vivo, pero eso no le evitará ser un criminal. Y el haber dirigido el Centro Andaluz de Biología Molecular y Medicina Regenerativa no capacita moralmente a nadie para implantar la eutanasia. Esos saberes se han sacralizado en contra de toda razón. Son falsos dioses y quienes los adoran sustituyen al Dios de la religión por un sucedáneo.

Por más que lo hayan pensado y querido los ilustrados franceses, la ciencia no ha sido la causa principal de la pérdida de vigencia de la religión, la moral y otras instituciones ¿Dónde está entonces la causa? Mi opinión es que está en el propio hombre, en su especial naturaleza animal y social y en los avatares que hoy le están afectando. Debo, por tanto, pasar a decir cuál es dicha naturaleza y qué le está sucediendo hoy para que pase lo que está pasando. Para ello necesito en primer lugar tener en cuenta ciertos resultados de los estudios sobre la evolución de las especies. De ahí me propongo extraer algunas notas importantes sobre la animalidad humana.

III. El hombre. Perspectiva biológica[4]

Pondré como ejemplo de adaptación al medio por parte de los seres vivos a un pequeño animal, la garrapata. Es un caso sorprendente. Ese arácnido está ciego, sordo y mudo, solamente posee un sentido de orientación vertical por la luz, otro para detectar el olor del ácido butírico que despiden todos los mamíferos, un sentido del tacto y otro de la temperatura. Dotado de estos pocos instrumentos para explorar el mundo y orientarse en él, puede esperar durante mucho tiempo encaramada sobre un arbusto al que ha podido trepar por su sentido del arriba y el abajo, para dejarse caer cuando su olfato le indique que pasa un mamífero por debajo, y guiarse entonces por sus sentidos del tacto y la temperatura hasta el lugar más caliente, donde no haya pelos, y allí perforar la piel y chupar la sangre. Después de esta primera y única comida, que no tendrá oportunidad de saborear porque tampoco tiene sentido del gusto, el animalejo pondrá sus huevos y morirá. Esos huevos, que descansan en los ovarios durante el tiempo de espera, se fecundan cuando la sangre llega a su estómago, dado que entonces se liberan las células espermáticas, que yacen en cápsulas atadas durante la época de espera.

La supervivencia de la especie está garantizada. Pocos animales podrían presumir de lograr este fin de modo tan perfecto. En la garrapata hay unos pocos instintos, los imprescindibles para su supervivencia durante el tiempo justo que necesita para reproducirse. Hay también una cierta disposición morfológica, que consiste en la estructura que forman sus patas, sentidos para orientarse, nervios, aguijón, etc. Y hay un medio físico externo al que pertenecen en primer lugar los mamíferos. En él hace funcionar sus instintos y su disposición morfológica. Estos tres factores están bien ajustados entre sí. En otras palabras: es un animal bien adaptado, lo cual es seguramente fruto del trabajo de varios millones de años de selección natural.

Amplíese esta conclusión a otros animales y se obtendrá lo siguiente.

Un tigre tiene agilidad, garras y colmillos bien dispuestas para la caza, y sentidos apropiados, como el olfato y la visión, que se conjugan perfectamente con esas armas. Está dotado además del instinto propio del cazador, sin el cual todo lo anterior sería inútil. Todo está listo para ser usado en un medio externo al que pertenece en primer lugar la gacela. El esquema es el mismo que el de la garrapata. No necesita más que aprestarse a usar esos dones para que la especie sobreviva. Lo mismo pasa con el galgo. Está hecho para la velocidad. Sus formas externas y sus sentidos no se han diseñado para otra cosa. Sus instintos no pueden ser los de un animal de huida, sino de persecución. El conjunto de formas externas, sentidos e instintos forma una estructura armónica con su medio físico, al que pertenece en primer lugar la liebre. El conjunto está orientado a la acción inmediata, en el presente, sobre el objeto al que tiende el animal.

En todos los casos se observa que el medio externo, la disposición morfológica del animal y su dotación instintiva forman una unidad cerrada y armónica.

Ahora bien, esto parece haber fallado en el caso del hombre. Su mandíbula no es la de un depredador, ni sus extremidades las de un trepador, sus manos no poseen las garras de un carnívoro ni sus sentidos son los propios de un animal de fuga, y, por si esto no bastara, su periodo de cría es desesperadamente largo y su vida se alarga mucho más allá de lo necesario para la reproducción. Biológicamente es un ser mediocre por su carencia casi total de especialización, que le ha conducido a carecer de medio externo apropiado para él. En las condiciones naturales que rigen para los demás animales debería haberse extinguido hace mucho tiempo. ¿Cómo es posible que haya logrado sobrevivir? Desde luego no ha sido a través de un círculo cerrado propio, como los demás animales, de un acomodamiento entre impulsos, órganos y medio físico.

El conjunto de nuestros impulsos apenas se corresponde con nuestros órganos y el conjunto de órganos e impulsos no se ajusta a ningún medio físico. Somos un animal desajustado. Véase si no cómo se da en nosotros un instinto que sí tiene alguna relación con algún órgano, el impulso sexual.

En el hombre es de hecho más potente que en los demás animales. En éstos suele activarse ante una señal muy concreta, como un olor, que seguramente sólo se sentirá cuando la hembra es fértil. El estímulo actúa entonces como una llave que ha de encajar en la cerradura para que ésta se abra. El animal no se estimula por otra cosa. Una vez que esto sucede actúa de inmediato con el fin de satisfacer el desequilibrio provocado por la excitación y volver al equilibrio anterior. En el hombre, por el contrario, casi todo sirve de estímulo, incluso lo más extraño. La cerradura se abre con cualquier cosa. Se diría incluso que la puerta está abierta a toda presión y que él está siempre en desequilibrio por esta causa. Todo sería más fácil si reaccionara de tarde en tarde a un único estímulo preciso que sus sentidos le presentaran.

Como además la periodicidad del instinto se ha volatilizado hay en él un exceso constante de energía. Por si fuera poco, la duración de su tendencia sexual es enorme, desproporcionada si se la compara con la del animal. En este último cumple su función aproximadamente cuando, al llegar a la edad adulta, desemboca en la reproducción. El instinto tiende entonces a extinguirse, lo mismo que la vida. Al hombre le resta todavía media vida o más, un tiempo durante el cual estará precisado a disponer de ese caudal energético inagotable y a ordenarlo y controlarlo, porque es potencialmente peligroso para él.

Este es el modelo de los instintos que habitan en un hombre. Todos ellos pueden activarse por cualquier cosa, por una imagen, un recuerdo, un olor, un sabor, una asociación cualquiera. Están sobrecargados, porque su dueño carece de ese ajuste entre instintos, órganos y medio físico que es propio de otros animales. Algunas religiones, como el budismo, han visto que su mal está en que la fuente de sus deseos es inagotable y que la única solución es desarraigarlos, porque, si no es posible satisfacerlos nunca, entonces nunca podrá reposar en paz. El cristianismo, por su lado, ha predicado siempre la templanza y la austeridad, pues la entrega a los deseos los acrecienta en lugar de apaciguarlos. Es como beber agua salada para calmar la sed.

Parece claro que un hombre no puede seguir sus impulsos, pues le conducirían al caos. Lo que enseña la biología es que el animal humano tiende al desorden, al desvarío. Su conducta no puede proceder de su animalidad. Sería demasiado peligrosa para él. Lo propio de la conducta humana no es, pues, lo que viene de la naturaleza orgánica, como sucede en el resto de los animales. Por esto no se avanza prácticamente nada cuando para estudiar al hombre se le compara con el chimpancé, las ratas o las palomas. La naturaleza biológica ha hecho seguramente de los animales lo que son, pero en el hombre se presenta como algo que hay que superar, porque es un ser sobrecargado de impulsos que difícilmente puede controlar, un ser dispuesto al extravío y al caos que en cada generación tiene que empezar desde cero, modulando su vida pulsional desde el principio. Sísifo estaba condenado en el Tártaro a empujar hasta lo alto de un monte una piedra que caía cuando llegaba arriba, y tenía que volver a subirla para repetir otra vez lo mismo. Así es la humanidad biológica.

IV. Las instituciones

Por esto es preciso que el animal se complete con las instituciones sociales. A esta otra parte de su naturaleza pertenecen cosas como la moral, el derecho, la religión, la familia o el Estado, lo que Hegel llamó espíritu objetivo y recibe ahora el nombre de cultura, si bien este último es hoy un concepto empobrecido que recoge solamente la lengua y el folclore, algo en lo que Hegel ni siquiera se molestó en pensar. Aunque es un concepto dotado de mucho prestigio, es deseable que no tarde en desaparecer. Los elementos propios del espíritu objetivo tienen la peculiaridad de cristalizar en instituciones sociales y de inspirar en los individuos reglas y normas que modelan su conducta.

Es así porque el hombre es un animal social. En ello consiste su naturaleza. La presencia necesaria de lo social se debe a que la conducta humana no puede seguir a los instintos y ha de seguir a las instituciones, con lo que salen ganando ante todo los individuos, porque por ese medio se liberan de la necesidad de seguir un número enorme de impresiones y excitaciones propias de un ser desajustado o, como se dice otras veces, abierto al mundo.

Las instituciones salvan al hombre, no lo oprimen. Lo salvan ante todo de sí mismo, de la dispersión y el desorden que anidan en su interior, porque es un animal que no encuentra acomodo en el mundo para vivir en él y volcar sobre él su interior pulsional, como hacen la garrapata, el tigre y el galgo. Si dedica tantas energías a la construcción y defensa de sus instituciones, no es más que por servirse de ellas a modo de muros de contención contra un desorden siempre presto a emerger de lo profundo. En ellas aprende a redireccionar sus impulsos y a aprovechar lo que pueda extraer de una naturaleza que ha sido poco generosa con él. El hombre se abraza a sus instituciones como el niño a la falda de su madre.

La nutrición, la defensa, la reproducción, la enfermedad, las formas en que los individuos colaboran unos con otros o luchan entre sí, las formas en que adquieren conocimientos y entran en contacto con lo sobrenatural, la educación, todas y cada una de las facetas de la vida humana adquieren a sus ojos el carácter de estructuras autónomas, pues dependen de instituciones que se les imponen desde dentro con una fuerza suave, pero irresistible, que sienten íntimamente como propia. La razón profunda de esto es que son poderes que estabilizan a un ser inseguro e inestable, que tiende al desvarío, está demasiado cargado de pulsiones y que si quedara encomendado únicamente a sí mismo no podría soportarse ni confiar en los demás. Por eso afectan a nuestras decisiones voluntarias. Por eso es por lo que nuestra vida discurre a través de las instituciones de manera natural, como el agua por el cauce del río.

Durante el siglo XX ha habido revoluciones, guerras y otros trastornos como pocas veces ha sucedido en la historia de la humanidad. Entonces se desmoronaron en muchos lugares algunas instituciones principales, como el derecho y el Estado y los individuos hubieron de sufrir lo indecible. Hubo lugares en que resistieron la religión y la familia, lo que mitigó muchos sufrimientos. Esas catástrofes pueden no haber pasado del todo. Pueden haber sido solamente la señal más dolorosa y visible de una masa de hechos que vienen sucediéndose desde hace algo más de dos siglos y que discurren en paralelo con la marcha de la industrialización mundial. Se trataría entonces de un proceso que ha desintegrado la mayor parte de los moldes de vida y los ideales y criterios del mundo anterior. Cabe también observar este deterioro como la clara señal de un tiempo de grandes cambios y, por lo mismo, también de grandes esperanzas. Parece como si nos estuviéramos jugando todo a una sola carta.

El efecto de estos hechos sobre las instituciones tradicionales, que habrá sido a veces gradual y a veces repentino, a veces lento y a veces catastrófico, ha sido el subjetivismo, un apego de tal calibre a la propia individualidad que cada uno vive de las impresiones que se forma y de las reacciones de su propia sensibilidad, como si ocuparan el centro del mundo, como si fueran la fuente de la moral, la religión, la estética… Es el tiempo en que cada cual se fabrica su propia religión, su propia moral, su propio sentido estético, como si se tratara de prendas hechas a medida. Una vez que la institución ha fallado y los individuos no tienen otra salida que volver sobre sí mismos, atribuyen validez general a lo que queda en su interior, que no es racional, sino sentimental.

Pocas veces han estado las personas tan reducidas como ahora a sus propias reservas. Pero así la vida se les hace difícil. Los roces entre ellas se suelen neutralizar cuando las instituciones funcionan bien, porque éstas son cosas externas, objetivas y dotadas de prestigio. Con ellas es posible el acuerdo. Pero si hacen mutis por el foro el acuerdo ya no es posible. Parecerá una paradoja, pero no lo es: cuando más fácil resulta expresar la propia subjetividad sin cortapisas menos confluyen los sujetos en ámbitos comunes y menos consiguen ponerse de acuerdo en lo importante. Es así porque lo importante está ligado a una institución común. Cuando, por ejemplo, se da por sentado que el matrimonio es para toda la vida, el acuerdo entre los cónyuges es mucho más sencillo y fácil de lograr que cuando se da por sentado que su duración tiene que ser limitada. La institución procura la confluencia de opiniones.

¿Es posible frenar el deterioro de las ideas morales, religiosas, filosóficas, etc., ligadas a las instituciones? Yo creo que sí, pero creo también que quienes se esfuercen en ello deben tener en cuenta que los sistemas de ideas no tienen fuerza por sí mismos, que se propagarán si responden a las necesidades de una sociedad y que esto no dependerá de la sola convicción racional de que estén dotadas. Un conjunto de ideas sobre la justicia, por ejemplo, puede ser muy convincente, pero adquirirá vigencia social solamente si pasa a ser tema de estudio en las facultades de derecho, norma en los tribunales de justicia, contenido de proyectos legislativos en los parlamentos, reglamento de las autoridades administrativas, etc. Fuera de estos lugares podrá expresarse en libros magníficamente escritos y ser una convicción profunda de individuos bien preparados, pero será visto por la mayoría de la gente como mera expresión subjetiva de ciertos grupos selectos y no merecerá confianza, por lo que no tendrá efectividad real ninguna. Una cosa es, pues, que las ideas sean convincentes y otra que tengan vigencia social.

Esta es, creo, una conclusión empírica, nada idealista y, en último término, moral: lo que importa no es solamente entender y discutir ideas, por más importante que esto sea, sino también ayudarles a que sean legítimas y duraderas, lo que solamente parece posible si van adquiriendo alguna realidad social.

V. Convencionalismo

Así pensadas, como efecto de la naturaleza humana, la moral, la religión, el Estado, la familia, etc., se presentan a cada individuo de una sociedad dada como algo digno de respeto. De este manera se han visto estas cosas durante mucho tiempo en Europa. La filosofía había sabido justificar este hecho de un modo altamente satisfactorio. He aquí como ejemplo algo que decía Santo Tomás a propósito de la naturaleza humana:

Por otra parte, como el bien tiene razón de fin, y el mal, de lo contrario, síguese que todo aquello a lo que el hombre se siente naturalmente inclinado lo aprehende la razón como bueno y, por ende, como algo que debe ser procurado, mientras que su contrario lo aprehende como mal y como vitando. De aquí que el orden de los preceptos de la ley natural sea correlativo al orden de las inclinaciones naturales. Y así encontramos, ante todo, en el hombre una inclinación que le es común con todas las sustancias, consistente en que toda sustancia tiende por naturaleza a conservar su propio ser. Y de acuerdo con esta inclinación pertenece a la ley natural todo aquello que ayuda a la conservación de la vida humana e impide su destrucción. En segundo lugar, encontramos en el hombre una inclinación hacia bienes más determinados, según la naturaleza que tiene en común con los demás animales. Y a tenor de esta inclinación se consideran de ley natural las cosas que la naturaleza ha enseñado a todos los animales, tales como la conjunción de los sexos, la educación de los hijos y otras cosas semejantes. En tercer lugar, hay en el hombre una inclinación al bien correspondiente a la naturaleza racional, que es la suya propia, como es, por ejemplo, la inclinación natural a buscar la verdad acerca de Dios y a vivir en sociedad. Y según esto, pertenece a la ley natural todo lo que atañe a esta inclinación, como evitar la ignorancia, respetar a los conciudadanos y todo lo demás relacionado con esto [5].

La teoría tomista expresa con toda sencillez y elegancia lo que debe entenderse por naturaleza humana y lo que se sigue en el orden moral para cada una de las partes de que se compone. Puede decirse que resumió lo que cabía pensar al respecto. Así lo creyeron muchas generaciones durante muchos siglos.

En nuestro tiempo, sin embargo, la sociedad ha dejado de confiar en sí misma y el carácter natural de sus instituciones o sistemas normativos se ha vuelto problemático. El cuerpo normativo tradicional ha entrado en crisis y ahora se ve como fruto de la mera convención. Siempre que esto sucede se empieza por discrepar de las normas más o menos abiertamente. Éstas pueden quizá seguir conservándose y obedeciéndose, pero parecen una cáscara vacía; su obligatoriedad será la propia de los acuerdos, que pueden hacerse y deshacerse cuando las partes así lo decidan. En realidad es como si ya no fueran normas.

Esto es solo el principio. Al poco tiempo suele aparecer una nueva naturalidad opuesta a la tradicional, que ha pasado a verse como algo artificial. Ahora bien, la nueva naturalidad parecerá también convencional al poco tiempo, por lo que el proceso de confrontación no se detendrá fácilmente en un punto concreto. Cada recién llegado ve pronto los pies de quienes le han de enterrar.

Este proceso se ha producido entre nosotros más o menos como sigue a continuación.

La racionalidad había sido algo natural para los filósofos y los científicos hasta el siglo XVII, en que llegó a ser un principio indiscutible entre los doctos. También los iletrados participaban de él. Piénsese en la idea de milagro tal como solía aceptarla todavía un cristiano de hace ochenta o cien años. Un hombre así estaba plenamente convencido de que los milagros se dan en muy contadas ocasiones y por intercesión directa y extraordinaria del poder de Dios y pensaba que el resto del tiempo el universo sigue un curso que nada ni nadie puede cambiar. Si alguien le decía que había presenciado un milagro, lo normal era que no lo creyera. ¿En qué creía realmente un hombre así? En el orden del mundo, sin duda alguna. Este hombre era un racionalista. Compárese con la asombrosa credulidad del presente, la de tantas personas como creen en brujas, platillos volantes, horóscopos, curanderos… Hace cincuenta años una de estas personas era todavía conducida al manicomio. Hoy la llevan a TV a contar sus experiencias. Y no es una casualidad.

Es que lo natural fue durante mucho tiempo la convicción de que el mundo físico y el moral están hechos conforme a la razón. No debe extrañar que el prestigio de la ciencia fuera inmenso.

Pero a mediados del siglo XVIII aparecen los primeros disidentes. Uno es Rousseau, que en su Discurso sobre el origen y fundamentos de la desigualdad entre los hombres dejó escrito lo siguiente:

Si la naturaleza nos ha destinado a ser sanos, yo osaría afirmar que el estado de meditación es antinatural y que el hombre que medita es un animal depravado[6].

Esta es una tesis demoledora: el pensamiento racional, visto hasta entonces como el camino propio de la humanidad, se presenta ahora como antinatural y a la sabiduría e inteligencia de quien lo cultiva se le opone un valor biológico, la salud. ¿Sería entonces Pascal, que arruinó su salud por dedicar su vida a la meditación, un degenerado? El hombre natural de Rousseau es el buen salvaje viviendo en estado animal fuera de toda sociedad, un ser que le hizo decir a Voltaire al acabar de leer el Emilio que le entraban ganas de andar a cuatro patas.

La idea pasó a uno de los grandes ilustrados, a Diderot, quien en El sueño de d´Alembert también dijo que la meditación es antinatural, añadiendo que el hombre está hecho por naturaleza para pensar poco y actuar mucho y que el sabio, en cambio, piensa mucho y se mueve poco. El hombre natural de Diderot es el agitador político. Uno u otro, el buen salvaje o el agitador político, o la mezcla de ambos, se han convertido en el hombre de toda una época. ¿Será verdad que éste es el ideal de la LOGSE, anticipado ya por aquel ministro de Franco que proclamaba “¡Menos latín y más gimnasia!”? Mucho se habría adelantado si en el preámbulo de la misma se hubiera escrito: “El muchacho que estudia es un pervertido moral. Persíganlo”.

Otra subversión del hombre natural es la de Freud. Ahora el hombre natural es el que se mueve por el instinto sexual. Lo demás es convencionalismo, incluyendo, por supuesto, al buen salvaje de Rousseau y al alborotador de Diderot. Un hombre natural, cree Freud, no padecería conflictos, porque estos proceden en última instancia de la represión ejercida por el super-yo o conjunto de normas morales de la sociedad. Como, además de esto, muchas formas de actividad sexual que son tenidas como actos antinaturales, como anomalías o perversiones, son en realidad manifestaciones naturales del impulso erótico, amorfo y multiforme, no parece sino que haya que dejarlas fluir libremente. Lo demás es represión de la naturaleza humana.

¿Hace falta decir mucho más para comprender la transmutación de los valores de que hablaba Nietzsche? ¿No estamos acaso en ese mundo que él describió? Si se añade la aportación del propio Nietzsche al poner en la voluntad de poder lo más natural del hombre y de la realidad entera se tendrá casi completo el cuadro del presente.

Una nota común a estas naturalizaciones es que en cada una de ellas la naturaleza adquiere el valor de norma y se convierte en obligatoria. Ahora bien, ¿cómo cumplir con ella? Estas ideas pueden exhibirse y llevarse hasta su máximo desarrollo sobre el papel, en los libros de los filósofos. También es posible manifestarlas en el arte, como ha pasado con todo él durante el siglo XX, dedicándose a exponer la locura como lo natural. No se olvide que muchos grandes pintores, como Munch, Gauguin, Van Gogh, etc., eran psicópatas. En el arte, la literatura y los escritos de los filósofos puede obedecerse la norma impuesta por cada uno de los sucesivos o coetáneos conceptos de naturaleza, pero no en la práctica real de nuestras sociedades industriales, que en muchas ocasiones imponen a los individuos una disciplina férrea. ¿Se puede acaso ser un hombre natural en sentido rousseauniano? ¿Es que los seguidores de Freud se entregaron a todas las prácticas sexuales comprendidas en su idea de naturaleza humana o las pudieron recomendar a los demás? Si la heterosexualidad es solamente una entre muchas opciones igualmente posibles, si es verdad que la tendencia sexual es amorfa y que nadie está inclinado por naturaleza en una u otra dirección, entonces bastaría con borrar toda restricción del super-yo para que brotaran espontáneamente todas las prácticas imaginables: sadismo, bestialismo, pedofilia, necrofilia… Pero en un supuesto así, ¿qué es lo que podría subsistir? Donde todo está permitido nada está permitido.

Una cosa parece clara: que las ideas de estos artistas y filósofos pueden haber impregnado en mayor o menor grado las ideas de las gentes, pero éstas no tienen más remedio que apartarse radicalmente de ellos. Es evidente que el convencionalismo y el subjetivismo no son aptos para una vida individual y social equilibrada.


[1] Declaración universal de derechos humanos, adoptada y proclamada por la O.N.U. en la Resolución de la Asamblea General 217 A (iii) del 10 de diciembre de

[2] Sexto Empírico, Los tres libros de hipotiposis pirrónicas, trad. de Lucio Gil de Fagoaga, Reus, (Madrid, 1926), 338 página I, 216.

[3] Para lo que sigue véase Nagel, E., La estructura de la ciencia. Problemas de la lógica de la investigación científica, trad. de N. Míguez, supervisada por G. Klimovsky, Paidós, (Buenos Aires, 1978), páginas 15-39.

[4] Para lo que sigue véase Gehlen, A., Antropología filosófica. Del encuentro y descubrimiento del hombre por sí mismo, trad. de C. Cienfuegos, W., revisión e introd. de A. Aguilera, 1ª, Paidós, (Barcelona, 1993), páginas 87-167, y Gehlen, A., El hombre. Su naturaleza y su lugar en el mundo, 2ª, trad. de Fernando-Carlos Vevia Romero, Ediciones Sígueme, (Salamanca, 1987), páginas 385-475.

[5] Santo Tomás de Aquino: Suma teológica, parte 1ª de la 2ª parte, cuest. 94, art. 2,  B.A.C., (Madrid, 1957)

[6] Rousseau, J. J., Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres, trad. de M. Bustamante Ortiz, introd. de Ll. Crespo, Península, (Barcelona, 1976), página 49.


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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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