Naturaleza y cultura

Que la naturaleza humana no guarda relación directa con el origen y constitución del organismo humano es algo probado. Su sociabilidad, un elemento esencial de dicha naturaleza, no le ha venido de su evolución orgánica. Por su origen darwiniano el hombre es un ser caracterizado por una indeterminación que no se elimina por el hecho de ser un animal vertical que ha liberado sus manos de la locomoción y la boca de la nutrición para el uso de la palabra. En todo caso, es un animal dispuesto a algo que no tiene. Por no estar dotado de las habilidades y dispositivos que poseen los otros animales, por no disponer de lo necesario para llevar una vida humana, ha tenido que construirlo por sí mismo.

Es el momento de examinar con más detalle lo que la evolución ha dado al hombre y lo que él ha construido con sus propias manos, lo que hay en él de natural y lo que hay de cultural. Para ello es preciso saber antes lo que puede entenderse por naturaleza y por cultura.

Significado de los términos naturaleza y cultura.

Naturaleza

La palabra “naturaleza” procede del latín “natura”, que es a su vez una traducción del griego “physis”. Los tres términos están emparentados en sus respectivos idiomas con significados tales como “nacer”, “engendrar”, “parir”, etc., lo que explica que ya los primeros filósofos griegos aplicaran el concepto de physis a las propiedades que tiene un ser desde que viene a la existencia, propiedades que le pertenecen de tal manera que nunca puede perderlas. Un gorila nace gorila y un caballo nace caballo. Nada puede cambiar este hecho en la vida de uno y otro. Luego en una primera acepción la physis es lo que permanece inalterable a lo largo de los cambios de la cosa.

Pero el hecho de que la naturaleza de un ser sea inmutable no es obstáculo para que dicho ser sufra cambios importantes a lo largo de su existencia. Los cambios podrían incluso ser desarrollos o manifestaciones de su naturaleza. En la naturaleza del agua, por ejemplo, está el poder pasar por el estado sólido, el líquido y el gaseoso sin que deje de ser agua. Tampoco contradice la naturaleza del caballo que el potro se transforme en caballo adulto, la del trigo que el grano se transforme en espiga o la del hombre que el niño crezca y se haga hombre adulto. Sin embargo, no decimos que esté en la naturaleza de la hoja de higuera el convertirse en aquel mínimo vestido de Eva, pues las higueras no tienen como fin ocultar algo del cuerpo de una mujer. Ese cometido es artificial, no natural. Que una cosa sea lo que ha nacido no impide sus transformaciones futuras, siempre que éstas no cambien su ser, que es lo que hace el artificio.

En consecuencia, se entenderá que la naturaleza de una cosa es algo inalterable, pero que existen cosas en cuya naturaleza está el desarrollarse hasta llegar a un fin propio.

Cultura

El vocablo cultura, por su lado, es un derivado del latín colere, que significaba cultivar o cuidar de algo. Este significado estuvo presente primero en agri culturae, que servía para designar las distintas formas de cultivar los campos. Después se amplió para dar nombre el cuidado que los sacerdotes prestaban a sus dioses, lo que dio el sustantivo cultum, que todavía utilizamos hoy. Aunque parezca indicar otra cosa, el significado de este último término retenía aún su origen material cuando empezó a usarse, pues el cuidado que los sacerdotes dispensaban a los dioses no era otra cosa que las atenciones, cuidados, limpieza, etc., que tenían con las estatuas o los templos. Lo interesante es que este sentido se tornó en otro psicológico e interior al entenderlo como cultura animi, como cuidado del espíritu, aplicándolo a las personas bien educadas. Siguiendo por esta vía llegó, por último, a predicarse de quien lee novelas, asiste al teatro, la ópera, los conciertos de música clásica, etc., actividades a las que han venido entregándose las clases bien educadas para entretener sus ratos de ocio. Por contraste, las clases indigentes, corrientemente consideradas incultas o ineducadas, parecen haberse rebelado en el presente, pues han logrado imponer la convicción de que la cultura propiamente dicha, la auténtica, es la que pertenece precisamente a esas clases iletradas, al pueblo llano.

En estos últimos años han aparecido otros usos como los de “cultura del diálogo”, “cultura de la corrupción”, “cultura del pelotazo”, “cultura de la confrontación”, y otros muchos, lo que da pie a pensar que si el concepto sigue mostrándose tan prolífico producirá todavía una cantidad ingente de nuevos sentidos que nadie es capaz de prever, por lo que debemos contentarnos con los recogidos hasta ahora, que conforman unas cuantas especies tan diversas que no pueden ya cruzarse entre sí.

Un significado útil del término es el que utiliza el arqueólogo cuando habla, por ejemplo, de la cultura musteriense, pues entonces hay que suponer que no se está refiriendo a la inclinación del hombre de Neanderthal por la ópera o el teatro, sino más bien a las herramientas o armas que ahora se encuentran en los yacimientos de esa época, herramientas y armas que no le habían sido dadas por la evolución de su organismo, sino por su propia industria y arte.

Con este significado de cultura es posible referirse a la diferencia existente entre lo natural y lo adquirido. En estas páginas ya ha sido utilizado así al decir que la conducta regular de los animales está moldeada por la naturaleza en tanto que los hombres, por carecer de un modelado semejante para coordinar sus instintos y los rasgos pertinentes del medio físico, han tenido que inventarlo por sí mismos. Si el Homo Neandertalensis hacía uso del hacha de piedra o el acoso por el fuego para cazar mamuts, en lugar de hacerlo a dentelladas o puñetazos, era porque su organismo no estaba dotado por la naturaleza para esas actividades, por lo que hubo de depender de su industria para ejercerlas.

Hechas estas precisiones terminológicas, se verá en adelante qué conductas tiene el hombre por su nacimiento y cuáles por su propia industria, cuáles son por naturaleza y cuáles por cultura. Con ese fin se atenderá en primer lugar a lo que dice la psicología conductista y, en segundo, a lo que dice la moderna etología. Se podrá comprobar, después de contrastar la segunda con la primera, que el conductismo parte de una doctrina equivocada, la del animal-máquina. Asimismo se verá que las ideas de la etología no son adecuadas a nuestro propósito, que es comprender la conducta de los hombres. Solamente después de esta discusión se propondrá una teoría adecuada sobre el hombre.

La psicología conductista

El conductismo clásico. Pávlov

La escuela conductista americana defiende que todos los animales nacen vacíos de pautas de conducta y que la vida y la experiencia las van imprimiendo en ellos. Esta escuela ha hecho una importante distinción entre dos conceptos, el condicionamiento clásico y el condicionamiento operante.

El fisiólogo ruso Iván Petróvitch Pávlov (1849–1936, premio Nobel en 1904) formuló el condicionamiento clásico estudiando en laboratorio ciertas conductas de los animales. Practicando un orificio en el lugar conveniente del cuerpo de un perro e introduciendo por él un tubo, comprobó que segregaba saliva cuando olía un alimento o cuando lo tocaba con su lengua. Luego hizo que en repetidas ocasiones sonara una campana al tiempo que daba a oler o gustar el alimento al animal, después de lo cual observó que éste segregaba también saliva tras el simple tañido de la campana, sin que el alimento estuviera presente. El perro, concluyó Pávlov, había aprendido a sustituir el alimento por el sonido de la campana, lo que equivalía a convertir al segundo en símbolo del primero. Llamó “estímulo incondicionado” al olor y al sabor del alimento y “respuesta incondicionada” a la salivación producida como reacción a éstos. Decidió que el sonido de la campana debía denominarse “estímulo condicionado” una vez que produjera por sí mismo la salivación y que ésta se denominara, una vez producida por aquél, “respuesta condicionada”. Dio el nombre de “arco reflejo” a la conexión entre el estímulo y la respuesta y denominó arco reflejo incondicionado al del primer caso y condicionado al del segundo.

El reflejo definido por Pávlov es el elemento mínimo de la conducta. Puesto que la máxima general que rige para todas las especies es la de reaccionar a las variaciones del medio para aumentar sus posibilidades de mantenerse con vida, éstas deben poner en práctica alguna conducta, es decir, algún conjunto de reacciones al medio. Tanto la ameba como el hombre son capaces de hacer esto, residiendo la diferencia únicamente en el hecho de que un ser unicelular como la ameba reacciona necesariamente con todo su ser, en tanto que un organismo pluricelular especializa sus órganos en distintas operaciones. Los seres que, además de ser pluricelulares, disponen de sistema nervioso central utilizan una compleja red de comunicaciones para poner en contacto los centros del organismo que reciben la información sobre el medio exterior e interior con otros en que se toman las decisiones y con los que las ejecutan. Reciben la información del medio con los receptores, que son órganos como los ojos, la nariz, los oídos, etc., la transmiten al sistema nervioso central a través de los canales aferentes y, desde dicho sistema se transmiten órdenes por medio de los canales eferentes a los efectores, que suelen ser músculos y glándulas que ejecutan los cambios apropiados en respuesta a la estimulación ambiental.

El arco reflejo

El arco reflejo no es otra cosa que la conexión entre los órganos receptores y los efectores. Esta conexión es la unidad básica de la conducta propia de los organismos pluricelulares dotados de sistema nervioso central. Debido a su complejidad, estos organismos están siempre recibiendo estímulos, frecuentemente antagónicos, que tienen que ordenar, dirigir y distribuir de manera que las acciones resultantes sean las adecuadas, motivo por el cual en las últimas fases de su evolución el cerebro de los animales superiores ha acaparado casi la totalidad de las acciones, convirtiéndose en el centro de donde irradian las órdenes que deben ejecutar los distintos órganos. Una peculiaridad distintiva del cerebro es su extraordinaria capacidad de labrar nuevos caminos por los que discurren las señales que van de los receptores a los efectores, es decir, de crear nuevos arcos reflejos o aprender nuevas conductas. En resumen, los arcos reflejos son de dos clases:

Reflejos no condicionados o vías nerviosas existentes ya cuando nace el organismo. Son conductas naturales. La salivación del perro al entrar la comida en su boca es parte de un reflejo incondicionado. También lo es el aumento del tamaño de la pupila por el aumento de la luminosidad.

Reflejos condicionados o vías nerviosas nuevas originadas por el cerebro. Son conductas aprendidas, artificiales o culturales. La salivación del perro como respuesta al sonido de la campana es parte de un reflejo condicionado. Montar en bicicleta es también un reflejo condicionado, o, mejor, una suma de ellos.

El conductismo americano

La escuela americana, cuyos más eximios representantes fueron John Broadus Watson (1878–1958) y Burrhus Frederic Skinner, (1904–1990) amplió estas nociones introduciendo el concepto de condicionamiento operante o instrumental. Se coloca a una rata en la entrada de un laberinto a cuya salida hay una palanca que, una vez pulsada, deposita el alimento delante del animal. A los pocos intentos, el animal aprende a recorrer el laberinto y a pulsar la palanca para obtener la comida. Ha sido preciso utilizar algunos premios y castigos para que la rata aprenda el recorrido.

Los refuerzos positivos, o premios, y los negativos, o castigos, son los elementos básicos del aprendizaje de la rata. Generalizando a partir de estos experimentos, los conductistas radicales han llegado a creer que todo depende del aprendizaje y nada de la naturaleza en la conducta de animales y hombres. Se trata de una doctrina que está siendo repetida por ciertas doctrinas pedagógicas de nuestros días. Dichas doctrinas no tienen inconveniente, según parece, en seguir la propuesta de Watson:

Dadme una docena de niños sanos, bien formados… para que los eduque, y yo me comprometo a elegir uno de ellos al azar y adiestrarlo para que se convierta en un especialista de cualquier tipo que yo pueda escoger –médico, abogado, artista, hombre de negocios e, incluso, mendigo o ladrón– prescindiendo de su talento, inclinaciones, tendencias, aptitudes, vocaciones y raza de sus antepasados (Watson, en Wolman, B. B., Teorías y sistemas…, pág. 91)

Toda conducta es una reacción a una estimulación exterior, según el conductismo. Toda conducta es reactiva. No se puede discutir que alguna razón les asiste. Pero del hecho de que una porción importante de la conducta animal y humana parezca brotar como reacción a algún estímulo exterior no se deduce que toda ella se produzca del mismo modo y que el agente no ponga nada de su parte.

En el fondo de la tesis conductista se encuentra el mecanicismo de Gómez Pereira, un médico y filósofo español, nacido en 1500 y muerto probablemente en 1558, que en 1554 publicó en Medina del Campo un libro, Antoniana Margarita. En dicho libro defendió la “teoría del automatismo de las bestias”. Según dicha teoría, los animales carecen no solamente de alma racional, sino también de alma sensitiva. Luego se comportan como autómatas, pues no piensan ni sienten en absoluto. Que un alcón divise a un pájaro y se lance sobre él no puede verse más que como una interpretación antropomórfica, pues el alcón no es más que una máquina maravillosa que ha sido hecha para responder a ciertos cambios del medio. Son esos cambios, que Paulov llamó “estímulos”, los que disparan la conducta del animal. Pereira, por su lado, los llamó “objetos motivo”. Llamó asimismo “objeto terminativo” a lo que Pavlov llamó “respuesta”. Luego el modelo del arco reflejo estaba ya en los escritos del médico de Medina.

La teoría del automatismo de las bestias es un excelente planteamiento para resolver el problema de la similitud o diferencia entre los hombres y los animales. Pereira pensaba que si se concede que los animales sienten, es decir, que tienen alma sensitiva, entonces hay que conceder también que tienen alma racional y que, en consecuencia, no son esencialmente diferentes de los hombres. Él se inclinó por negar la identidad proponiendo su tesis mecanicista, abriendo así paso al mecanicismo de la fisiología moderna.

El mecanicismo es, como queda dicho, el trasfondo filosófico de la teoría conductista. Si un perro ladra no es porque haya reconocido al amo, pues un perro no ve, no huele, no oye, no siente, sino que reacciona maquinalmente ante una situación externa. Esa conducta no es sino el resultado de la acción de un compleja sistema de nervios, músculos, glándulas, huesos, etc., de su organismo, que, como las poleas o las ruedas dentadas de un ingenio mecánico, se activan cada vez que se acciona alguna manivela. No conocemos todavía qué manivela se pulsa en el perro y cómo se transmite su movimiento al sistema interior, pero si lo conociéramos bastaría con pulsarla y veríamos al perro ladrar lo mismo que cuando reconoce a su amo. Eso es todo. El animal no siente ni tiene voluntad. Animal non agit, agitur. El animal no actúa, es actuado.

La etología

¿Puede aceptarse el mecanicismo implícito en la teoría conductista? ¿Es completamente cierto que no existen otras conductas que las reactivas? ¿En ningún momento actúan los seres vivos por sí mismos, sin necesidad de que algo externo venga a arrancar el motor de su actividad? ¿Son máquinas los animales y los hombres, como creyeron primero Gómez Pereira y después los cartesianos?

La moderna etología ha negado estas ideas. Para empezar, ha demostrado experimentalmente que muchas conductas atribuidas por lo común al aprendizaje son en realidad innatas. Suele creerse, por ejemplo, que los niños nacen con muy escasos reflejos incondicionados y que tienen que aprender prácticamente todo. Pero el hecho de que un niño de dos semanas demuestre poseer ya la facultad de unir las impresiones visuales y las táctiles cuando se le presenta un objeto y trata de cogerlo, aunque sin fortuna, prueba ya que la coordinación entre la mano y el ojo es innata y que la conducta correspondiente se activa sólo con presentarle un estímulo. Se trataría, pues, de un reflejo incondicionado, no aprendido, cuyo estímulo es casi cualquier cosa. Algo parecido cabría decir del mismo niño que en un experimento de laboratorio es puesto sobre una placa de cristal colocada encima del brocal de un pozo y hace gestos de terror y de querer retroceder. También se trata de un reflejo incondicionado cuyo estímulo, el vacío, ya traía consigo el niño cuando nació.

Ambas conductas son reactivas, “mecánicas”, se dirá, pues responden a estímulos, pese a que el de la primera era indefinido, luego se ajustan al modelo conductista. Esto es cierto, pero ¿qué decir de lo que cuenta Konrad Lorenz (1903–1989, premio Nobel de Fisiología y Medicina junto con Nikolaas Tinbergen y Karl von Frisch) sobre aquel estornino que él había criado en soledad y bien alimentado, para que no tuviera ocasión de cazar por impulso del hambre ni por imitación de sus compañeros, y que, pese a ello, abandonaba de vez en cuando su palo y se dedicaba a revolotear cerca del techo de la habitación como si estuviera capturando algún insecto, volvía después al palo y allí actuaba como si estuviera realmente matándolo, para tragarse aquella presa irreal a continuación y recuperar de nuevo la calma? Lorenz asegura que no había una sola mosca ni ningún otro otro insecto en aquella habitación. No hubo, pues, estimulación alguna que disparase la actividad cazadora del estornino, sino que ésta se disparó por sí misma. Este caso no puede explicarlo el conductista, pues ha faltado algo fundamental, el estímulo que hiciera responder maquinalmente al estornino y éste ha obrado por sí mismo.

Además de no ser reactiva, la conducta del estornino no es aprendida. Tal vez la conducta de los niños sí fue reactiva, pero esto no es conceder gran cosa, porque queda en pie el hecho de que fue heredada. Fueron dos reflejos incondicionados, pues los niños no tuvieron tiempo de aprender a trasladar a otro objeto distinto del heredado la posibilidad de servir de estímulo a su conducta.

Pero la actividad cazadora del estornino se disparaba espontáneamente, sin estimulación externa de ningún tipo. Si el pájaro activaba por propio impulso aquellas acciones que habían estado contenidas hasta el momento, entonces es que no necesitaba esperar a que aparecieran estímulos desconocidos para convertirlos en símbolos, es decir, para transferirles el desencadenante de sus expediciones de caza, sino que éstas se producían por sí solas. ¿Qué fue lo que las impulsó? Tal vez alguna estimulación sensorial interna o bien el sistema hormonal o el sistema nervioso central, cuyas neuronas tienen, todas ellas, la característica peculiar de la espontaneidad. Lo que permanece de cierto es que no pudo depender del aprendizaje ni tuvo necesidad de estimulación externa.

Luego el conductismo yerra cuando, creyendo que toda conducta es reactiva, sostiene que basta con eliminar del aprendizaje los factores estimulantes de las conductas indeseadas para que éstas no lleguen a darse, o con introducir los estímulos desencadenantes de las deseadas para que sean éstas las que se produzcan. Si estas conclusiones pueden extenderse a la raza humana, Watson no podría educar a un niño elegido al azar para que fuera médico, abogado, artista, ladrón o cualquier otro oficio prescindiendo de las tendencias aptitudes, etc., del niño.

Pero hay más. Un discípulo de Lorenz, Wallace Craig, observó la conducta del macho de una especie de paloma cuando se le separaba de la hembra durante periodos cada vez más largos. Estaba interesado por descubrir qué objetos desencadenaban entonces la danza del amor y descubrió a los pocos días que el palomo cortejaba a una paloma blanca de la que hasta entonces no había hecho caso, más tarde a una paloma disecada, después a un envoltorio de tela, posteriormente a un rincón de la jaula, etc.

Puede decirse que el estornino mencionado más arriba, cuya estimulación se había reducido a cero, es un caso límite de los procedimientos del palomo, pues parece que los cortejos de este animal no dejaban de producirse por mucho que se fuera reduciendo la estimulación. Esto parece indicar que los animales, o algunos de ellos al menos, buscan estimulación cuando carecen de ella para que su conducta brote y que, si no la hallan, hacen que la conducta aparezca igualmente.

Para comprobar esta afirmación véase cómo se dispara la agresividad en el pez madreperla del Brasil. Si la agresividad fuera una conducta aprendida necesitada de estimulación, como quiere el conductista, entonces debería bastar con eliminar los estímulos violentos para que el sujeto fuera pacífico, pero esta suposición se estrella contra la conducta del Geophagus brasiliensis:

Casi todos los acuariófilos que tienen pececillos de éstos (cíclidos) cometen un error que es casi inevitable: poner en un gran recipiente cierto número de jóvenes de la misma especie para darles la posibilidad de acoplarse en forma natural y sin inhibiciones. Y lo consiguen, y llegan a tener en el acuario, de por sí demasiado reducido para tantos peces ya adultos, una pareja de enamorados que relucen con sus galas nupciales y que se dedican afanosa y acordemente a expulsar a sus hermanos y hermanas del territorio. Pero como los desdichados no pueden irse, se ponen acobardados y con las aletas hechas tiras junto a la superficie, por los rincones, cuando no nadan como locos a toda velocidad, expulsados de su escondite. Su dueño, humanamente, siente compasión por los perseguidos, pero también por la pareja que acaba de poner huevos y que se preocupa por su primogenitura. Entonces saca rápidamente los peces que están de más y deja a la parejita propietaria exclusiva de todo el acuario. Cree haber hecho lo que debía… y en los días siguientes no presta mucha atención al recipiente ni a sus habitantes. Cuando, al cabo de unos días, va a visitarlos ve sorprendido y horrorizado que la hembra está muerta y flota hecha pedazos en el agua; y de los huevecillos o los pequeñuelos no se ve ni rastro.

Este triste suceso, que se repite con regularidad cabalmente predecible del modo arriba dicho, sobre todo con el cíclido amarillo de las Indias Orientales y con el pez madreperla del Brasil (Geophagus brasiliensis), puede evitarse fácilmente dejando en el acuario una víctima (o sea, otro pez de la misma especie), o bien, cosa más humana, escogiendo desde el principio un acuario bastante grande para dos parejas, separadas por un vidrio. Entonces cada pez puede desahogar su cólera con el otro del mismo sexo –casi siempre se ve arremeter hembra contra hembra y macho contra macho– y a ninguno de los dos esposos se le ocurre descargar con la esposa. Tal vez parezca chiste pero es un hecho que cuando veíamos que un macho empezaba a ponerse brusco con su compañera era un indicio casi seguro de que la separación así instalada estaba cubierta por las algas o había perdido su visibilidad de algún otro modo. Entonces bastaba con limpiar la división entre los dos “apartamentos” para que inmediatamente se produjera un terrible altercado, necesariamente sin consecuencias, entre los vecinos y que al mismo tiempo la calma volviese dentro de cada hogar (Lorenz, K., Sobre la agresión…, pág. 65)

La conducta agresiva del pez es un calco de la del palomo. Lo mismo que el palomo tenía que cortejar a la hembra o cualquier otra cosa, aunque no se le pareciera, el pez tiene que atacar a otros peces que no sean de su progenie o a cualquier otro ser que se ponga a su alcance.

En condiciones naturales el Geophagus no habría atacado a otros peces más allá de un cierto límite territorial, el necesario para mantener una dispersión tal que todos pudieran disponer de recursos suficientes. Puesto que contribuye a una mejor distribución de los recursos entre los individuos de la misma especie, que son los únicos que tienen idénticas necesidades y tienen que vivir en el mismo medio, la función de la agresividad intraespecífica es adaptativa. Y solamente es peligrosa cuando hay muchos animales iguales en un lugar reducido. Según Harris (Caníbales y reyes…), nuestros antepasados del Paleolítico practicaron la guerra intertribal y el infanticidio femenino con el mismo fin de dispersar las poblaciones humanas en territorios extensos, para así disponer de más recursos. Según Lorenz, existe entre nosotros también una cierta dosis de agresividad latente, que sólo espera su oportunidad para manifestarse, si bien no tiene ya el fin de dispersar la población. Se trataría probablemente de un caso parecido al del Geophagus, cuya agresividad seguía produciéndose en el acuario, a pesar de no tener ya ninguna utilidad para la especie:

Muchos maestros norteamericanos (han pensado que) bastaría evitarles todas las frustraciones o decepciones y darles gusto en todo para que los hijos fueran menos neuróticos, mejor adaptados al medio y, sobre todo, menos agresivos. Pero un método norteamericano de educación basado en una de tales hipótesis sirvió únicamente para demostrar que la pulsión agresiva, como tantos instintos, surge “espontáneamente” en el corazón del hombre. Así se formaron innumerables niños desvergonzados y cabalmente insoportables; cualquier cosa menos no agresivos. El aspecto trágico de esta tragicomedia apareció cuando los muchachos salieron del seno de su familia y en lugar de la tolerancia de sus padres de hallaron frente a la dura opinión pública, por ejemplo a su entrada en la universidad. Bajo la presión de una integración social aplicada rudamente, como me han asegurado algunos psicoanalistas norteamericanos, muchos de los jóvenes así educados se convierten en neurópatas. Y, según parece, el método no ha sido abandonado totalmente… (Lorenz, Ibídem, pág. 61)

Definición del instinto

Ahora puede comprenderse con precisión lo que es un instinto: una adaptación filogenética, un dispositivo desencadenador de la conducta que ha demostrado su eficacia para la conservación de la especie y por ese motivo ha sido producido por la mutación y conservado por la selección natural, los dos supremos agentes de la evolución que han tomado el relevo a Zeus y Hermes. Es un modo de conducta propio de cada especie, que es innato para los individuos, lo que significa que las estructuras neuromotoras o vías nerviosas incondicionadas por cuya causa se activa son el resultado de un largo proceso evolutivo que ha operado sobre la especie durante varios millones de años, eliminando a unos individuos y preservando a otros. Sería ridículo decir que es innato con respecto a la especie misma, como si ésta hubiera podido nacer de punta en blanco, igual que nació Atenea de la cabeza de Zeus o el primer hombre del barro que moldeó Yahvé.

Disposición innata al aprendizaje

Muchas especies disponen no solamente del instinto que dispara su conducta de un modo establecido por su naturaleza, sino también de la posibilidad de modificarla para evitar los perjuicios que podría ocasionarles un cambio ambiental. Es el aprendizaje, que debe ser también considerado como una adaptación filogenética. Si el ambiente permaneciera inalterable no habría necesidad alguna de alterar las conductas corrientes, pero esto no es así. Las condiciones cambiantes del medio han exigido que los animales puedan modificarlas. Por esta razón existen también en ellos disposiciones innatas para el aprendizaje, que establecen lo que se ha de aprender, cuándo ha de hacerse y con qué intensidad se debe retener lo aprendido.

La variedad es también grande en este aspecto. Algunas aves tienen que aprender el canto de su especie, otras lo reconocen sin haberlo oído antes. Los machos de algunas especies aprenden en una determinada etapa de su vida a cortejar a las hembras y, una vez que esto ha sucedido, ya no modifican nunca lo aprendido. Esto último explica que un grajo al que se enseñó en el momento oportuno a cortejar a su cuidador en lugar de hacerlo con una graja ya no pudo cambiar lo aprendido, pese a las sesiones de terapia psicológica que se le aplicaron. El instinto, o adaptación filogenética, está fijado de tal modo en la herencia que por su causa se desencadenan secuencias estereotipadas de acciones dirigidas a un objeto que o bien estaba presente ya en la masa hereditaria o bien aprende a fijarlo el mismo animal de una forma muy rígida. Si el impulso de cortejo del grajo tenía que activarse, pero carecía del objeto sobre el cual se habría activado en condiciones naturales, el pájaro aprendió sobre la marcha lo que tenía que hacer y, una vez fijado el objeto en la persona del etólogo, ya no pudo aprender a cambiarlo por otro más “natural”.

La chimpancé Imo

Los antropoides son los animales que más muestras dan de poseer en un grado muy elevado esta disposición al aprendizaje. El caso de Imo es una ilustración magnífica. Imo era una hembra de macaco cuya conducta se estudió en los años setenta, cuando tenía dos años. Se derramaron batatas en una playa cercana al lugar en que vivía nuestra protagonista junto con otros macacos. Mezcladas con la arena, las batatas apenas podían comerse, pero Imo no tardó en descubrir que llevándolas a un arroyuelo de agua dulce e introduciéndolas en él la arena se desprendía y a continuación podía comer sin dificultad alguna. Sus compañeros aprendieron pronto de ella e hicieron otro tanto. Más tarde el inteligente animal probó a lavarlas en el mar y se dio cuenta de que así adquirían un sabor salado que las hacía más sabrosas. Sus compañeros hicieron lo mismo. Dos años después los etólogos repitieron el experimento, esta vez con granos de trigo. Imo, que tenía ya cuatro años, demostró no haber perdido la competencia técnica anterior. Mientras sus congéneres empleaban largas y pacientes horas en limpiar uno a uno los granos de trigo, ella hizo un nuevo descubrimiento. Empezó a llevar grandes puñadas de trigo y arena al agua, comprobando que el trigo flotaba y la arena se hundía, pudiendo coger aquél tranquilamente y comérselo, degustando también el sabor añadido de la sal. Como era de esperar, también en este caso los demás macacos la imitaron con prontitud. La imitación sólo se interrumpió cuando un tiempo más tarde los etólogos probaron a restringir la provisión de batatas, trigo y demás comestibles que les habían suministrado hasta entonces, para comprobar al poco con admiración que lo que quedaba había sido monopolizado por el grupo de Imo y que sólo los jóvenes del mismo habían aprendido sus destrezas técnicas, de manera que cuando los etólogos decidieron otra vez aumentar las provisiones sólo sabían aprovecharlas los del linaje de Imo.

Podría admitirse que el primer invento de Imo se debió a la casualidad. También que el segundo se debió a lo mismo. Pero el hecho de que aquel chimpancé repetiera tantas veces la misma conducta inventiva no puede ser casual. Debe admitirse que actuaba con inteligencia, sea lo que sea lo que se denomine con tal nombre.

Estos hechos prueban sobradamente que los animales, o algunos de ellos, necesitan aprovechar sus experiencias para modificar su conducta cuando en el medio se producen variaciones considerables. Si éstas no hubieran aparecido, para Imo y sus compañeros habrían bastado sus pautas heredadas de conducta. Cuando aparecieron se activó en aquel macaco una disposición al aprendizaje que solamente podía ser innata, es decir, que solamente podía estar presente en su carga hereditaria en calidad de adaptación filogenética.

Esquema-resumen de las conductas animales.

Una conclusión se impone: que las actividades animales son más complejas de lo que cree el conductismo. En algunos casos podría bastar el modelo explicativo de estímulo y respuesta para entenderlas, pues se desencadenan después de haberse producido el estímulo, pero hay muchos otros casos en que o bien la conducta se libera por sí misma o bien el sujeto busca el estímulo que la libera o bien, por último, se ponen en acción los dispositivos innatos para el aprendizaje de nuevas conductas.

En los tres casos se trata de procesos fisiológicos que impulsan a un animal a una cierta conducta. Si ésta es reprimida, se acumula la excitación interna hasta el punto de que la conducta se libera en el vacío, como sucedió con el estornino. Si no es reprimida se vuelca sobre su objeto. Es el mismo proceder: si el resorte interno está suficientemente alertado, entonces o bien un estímulo procedente del exterior desata la conducta o bien ésta se desata por sí misma. Pero no es el estímulo externo el responsable directo y único de la acción. Esto es solamente la apariencia de las cosas. La verdad reside en otro sitio: la conducta obedece a resortes internos y el estímulo es la ocasión hallada para su liberación.

En el desarrollo natural de la vida de los animales no suele faltar el estímulo. Habitualmente es uno muy preciso, que presiona un órgano sensorial, el cual traslada a su vez la información resultante a las vías nerviosas conductuales innatas, ya listas para dispararse y ejecutar la conducta. Pero esas vías nerviosas están preparadas para actuar antes de que esté presente el estímulo. Ellas son, pues, las verdaderas responsables de la acción.

Para que los órganos sensoriales cumplan su cometido es preciso que estén bien ajustados a una estimulación conveniente para el animal, como lo está el sentido de la verticalidad de la garrapata o el olfato del felino. Las especies perciben distintas parcelas cortadas del mismo medio. Las corta, en primer lugar, su sistema sensorial. También es necesario que los dispositivos conductuales, aunque pueden activarse espontáneamente, estén ajustados a las estimulaciones sensoriales. El conjunto es una estructura morfológica y fisiológica adaptada al medio particular de la especie, lo cual es directamente observable en muchos casos. Se adivina en el aspecto general del tigre, en sus formas externas, la finura de su olfato, sus garras, sus colmillos y su corpulencia, que es un excelente depredador y que su ambiente no puede ser otro que el de los herbívoros, que son su presa. Los instintos internos y las formas externas del animal están perfectamente coordinadas y el conjunto forma una estructura armónica con su medio.

Nuevas consideraciones sobre el mundo cerrado del animal

Se ha dicho más arriba que las funciones de los órganos de un animal guardan generalmente relación entre sí. Basta observar a un galgo para comprender que la velocidad, una función evidente para la que han sido diseñadas sus formas externas, no podría existir si éstas no tuvieran nada que ver unas con otras. A su vez, el conjunto de estas funciones forma una estructura armónica con su medio físico, al que pertenece en primer lugar la liebre. El conjunto está orientado a la acción inmediata, en el presente, sobre el objeto al que tiende el animal. El sigilo del felino está conectado con la inquietud del ciervo por el mismo motivo, etc. Como las acciones de todos ellos se ejecutan en el instante, puede decirse que los animales carecen de futuro, que siempre viven en el ahora, sujetos a esa estructura en la que se incluyen las estimulaciones internas y externas, los estados interiores y el medio físico. Es la adaptación, que, una vez lograda, por más que sólo sea temporalmente, les da lo que necesitan para vivir. También les da lo que necesitan para morir, que es asimismo un aspecto indispensable de la naturaleza. En todo caso, la existencia nunca es un problema para ellos. Como Adán en el Paraíso, solamente necesitan activar sus impulsos para desarrollarla hasta el punto que la selección natural les ha marcado.

Aplicación al hombre de las ideas psicológicas y etológicas

Sexo y agresividad en el hombre.

Si todas estas ideas fueran aplicables al hombre, ya estaría resuelto nuestro problema. Pero su caso es muy diferente. También hay en él tendencias innatas, instintos, pulsiones que pugnan por asomar al exterior y son más potentes incluso que en los animales. En el perro sólo se despierta el apetito sexual en ciertas épocas, cuando la hembra está en celo y exhala un olor que excita al macho, provocando que éste la busque con el fin de que desaparezca la excitación y vuelva el equilibrio tras el contacto sexual. No es así en su dueño, el cual, exceptuando unas pocas ocasiones, se halla siempre disponible y, por así decir, en desequilibrio por esta causa. No existe en la mujer una señal específica que incite a la unión y además es siempre receptiva, al tiempo que en él no se despierta el deseo exclusivamente durante el periodo fértil de ella, sino en cualquier momento y por cualquier motivo, por fútil que sea. Es evidente que esta pulsión no es una adaptación filogenética, que la función de este instinto está muy lejos de parecerse a las de los instintos animales.

Todo sería más fácil para el hombre si se limitara a reaccionar de tarde en tarde a un estímulo preciso que sus sentidos le presentaran. Pero se ha volatilizado la periodicidad del instinto y por ello hay en él un exceso de energía que le tiene sometido a una tensión constante, lo que es simplemente otra manifestación de su escasa o nula adaptación a su medio particular, de su apertura al mundo, que ha provocado que no reconozca estímulos definidos y que, en consecuencia, cualquier cosa y cualquier situación puedan originar su deseo. Por si fuera poco, la duración de su tendencia es enorme, desproporcionada si se la compara con la del animal. En este último cumple su función aproximadamente cuando, al llegar a la edad adulta, desemboca en la reproducción. El instinto tiende entonces a extinguirse, lo mismo que la vida. Al hombre le resta todavía media existencia o más, un tiempo durante el cual tendrá que disponer de ese caudal energético inagotable y estará obligado a ordenarlo y controlarlo, porque es potencialmente peligroso para él.

Hay más todavía. La pulsión sexual humana se distingue de la animal no solamente en que es inagotable sino en que, además, puede fusionarse con otras, como el hambre, la agresividad, la estética o el conocimiento, y puede también intercambiar sus objetos de satisfacción. El psicoanálisis, la literatura y el cine han mostrado suficientemente este hecho. Freud (1856–1939) ha demostrado convincentemente que algunos individuos son capaces de desviar su energía sexual de la satisfacción directa y reorientarla hacia el conocimiento o el arte, un proceso al que dio el nombre de “sublimación”. El marqués de Sade (1740–1814) enseñó que el dolor ajeno puede causar satisfacción sexual y que ésta, llevada al extremo, no se distingue del dolor. El cine, por último, ha expuesto ante las masas el círculo cerrado en que puede trocarse esta energía. Las películas pornográficas no contienen por lo común una sexualidad animal o biológica, sino mecánica. Hablan sólo de uniones sexuales repetidas sin cesar, de manera impersonal, pues sus protagonistas carecen de carácter definido, sin otro argumento que no sea el de servir de pretexto para poner las imágenes pornográficas en la pantalla. Esta modalidad cinematográfica no conseguirá nunca salir de la repetición incansable, de la necesidad de presentar en la pantalla una ansiedad sexual inacabable que busca sin fin el objeto en que satisfacerse. Nada más lejos de la sexualidad animal, que retorna a la calma después de un periodo breve de desequilibrio. Lo mismo que sucede en las películas de violencia, por lo que no debería tratarse de dos géneros distintos, al menos en cuanto a los procedimientos artísticos.

La pulsión sexual tiene órganos específicos a su servicio. Otras pulsiones, como la agresividad, carecen de ellos. Sin colmillos, garras u otras herramientas naturales para la destrucción y la muerte, el hombre ha demostrado sobradamente ser el animal más peligroso del planeta. Pero no es un animal agresivo, no tiene una pulsión específica para el ataque. Su potencial destructivo no puede depender, pues, de un sistema instintivo como el de otros depredadores, cuyas armas naturales de ataque y defensa guardan estrecha relación con él. Depende más bien de la contención que puede imponer a su impulso, contención impuesta muchas veces con tal arte que, aunque el impulso es siempre momentáneo y pasajero, e incluso ha desaparecido, puede, lo mismo que un globo en que se ha introducido la máxima presión, dirigirse hacia el objeto adecuado en el momento preciso y estallar. El arma del asesino no es su sentimiento de cólera ni unos órganos destructores adecuados a él. Si así fuera, daría rienda suelta a su impulso y atacaría con sus manos, sus dientes y sus pies a la víctima, pero su acción llegaría pocas veces a la destrucción de ésta, como pasa con los depredadores cuando atacan a otros miembros de la misma especie. El arma del asesino es la astucia, que retrasa la ejecución de la violencia para que ésta cause la muerte en el momento más conveniente y del modo más adecuado.

Lo dicho sobre estas dos pulsiones puede extenderse a todas las demás. Piénsese por ejemplo en el hambre, un instinto del que se ha dicho que el de mañana ya hace hambriento al hombre hoy, por lo que no le basta comer ahora para estar satisfecho. Un estímulo futuro, que, precisamente por ser futuro, sólo existe en la imaginación y es, en consecuencia, irreal, se hace actual y ya empuja al hombre. Así es la sobrecarga de los instintos.

No vale la pena enumerar y clasificar las pulsiones del hombre, porque se funden unas con otras y cambian su objeto a cada paso, constituyendo en su conjunto una energía amorfa, indeterminada, no adaptada a un medio propio, una energía que convierte a su poseedor en un ser siempre alerta para descargarla, pese a que en la mayoría de las ocasiones debe hacer acopio de ella y dejar que agote su fuerza. Esta energía no puede recibir el mismo nombre que recibe en los animales, sea el de instinto o cualquier otro, pues los motivos por los que aparece, la forma de hallar satisfacción, la utilidad que tiene para el individuo y la especie, etc., no tiene nada que ver con lo que sucede en el mundo animal.

Se comprende que algunas religiones, como el Budismo, hayan visto que el mal del hombre es su deseo y que la única solución es desarraigarlo, porque, si no es posible satisfacerlo nunca, entonces nunca podrá el hombre reposar en paz. El Cristianismo ha predicado por motivos semejantes la austeridad y la templanza, porque sabe que la satisfacción constante de los deseos acrecienta su fuego en lugar de apagarlo. Que comportarse de ese modo es como sentir sed y beber agua del mar. El hombre es un ser indigente, como se decía en el mito de Prometeo, pero no porque no posea nada sino porque nunca llega a satisfacer su deseo y, según parece, no hay mayor pobreza que la que se siente por no poder dar satisfacción a un deseo grande.

Sobrecarga y contención de los impulsos

Todo lo cual puede resumirse en los tres rasgos que distinguen los impulsos humanos del instinto animal. El primero es la sobrecarga, mencionada a propósito de la pulsión sexual y sobre la que no es preciso insistir. El segundo es la capacidad de contención, mencionada al hablar de la agresividad, y que se manifiesta en la necesidad de aprender a dominar los estados internos de modo que se traduzcan en actos independientes de ellos. Un niño que está peleando con otro se detiene un instante y mira a su madre para decidir lo que tiene que seguir haciendo. Y, cuando se ha producido un estampido repentino, el salvaje calla y escucha antes de moverse mientras los demás animales huyen inmediatamente. Es la contención, la intercalación de la previsión de lo que puede suceder o el recuerdo de lo ya sucedido entre los estados interiores, accionados o no por una estimulación externa, y la acción. La contención, que tiene que existir porque no hay ajuste entre los sentidos, los estados internos y el medio físico. El hombre no está preparado para acciones concretas. Tiene que elaborarlas por sí mismo.

Se ha dicho a menudo que el hombre es un ser previsor, que vive en el presente y actúa según la imaginación del futuro y la memoria del pasado. Esto está implicado en su contención impulsiva. El hombre tiene ante sí los tres tiempos, en tanto que el animal sólo tiene el ahora, porque, sujeto como está a esa estructura que comprende sus instintos y el medio físico, está hecho para la acción inmediata. El caso de Imo no es una excepción a esta regla, porque en ella también funcionó el mismo dispositivo para la acción inmediata. El macaco no necesitó nunca contener alguna tendencia suya. Cuando el hambre o el sexo se hacen sentir, el animal busca lo que de antemano sabe que apaciguará su tensión, a lo que le ayudan unos sentidos finamente trabajados por la evolución natural. El hombre, por el contrario, que vive ya en el futuro, siente la indigencia de mañana. Las carencias que aún no existen se hacen ya presentes. La amada dice al amado: “Me duele ya que pronto te echaré de menos”. Es el fruto primero de la contención.

El segundo es la transferencia de los impulsos. A menudo ocurre que un individuo se ve obligado a frenar la pulsión del momento para satisfacerla después, pero también ocurre a menudo que en lugar de satisfacerla directamente transfiere su energía a otra pulsión y a otro objeto, para lo que hace uso de su poder de representarse situaciones que no están presentes a los sentidos y de actuar siguiendo las directrices que emanan de ellas y no de la estimulación directa. Esa facultad de representarse imágenes de cosas inexistentes en un momento dado, utilizada para demorar la satisfacción de una pulsión, para desviarla o simplemente para entretenerla, se ha desarrollado al máximo en el hombre, lo que revierte a su vez en el hecho de que su conducta se halle generalmente desligada de la presión instintiva. En realidad la acción se ha liberado en una medida tan grande del impulso que ya no cabe hablar de conducta instintiva, como se ha dicho más arriba.

La desorientación de los impulsos

El tercer rasgo que distingue el instinto humano del animal es la desorientación de los impulsos, que procede también de la ausencia de adaptación que aflige al hombre y está directamente relacionada con la contención.

Si se compara el primer año de vida de un niño con el de cualquier animal se ve que es un periodo anómalo, de incapacidad casi absoluta, lo que ha llevado a decir a algunos que es un tiempo de vida extrauterina para un nacido prematuramente. Pero ya existen pulsiones en esa etapa, pese a que la percepción y los movimientos que podrían servir para que se activaran son inútiles, pues no están dirigidos a un fin que los animales aprenden a detectar a las pocas horas, si es que no los detectan inmediatamente. La manifiesta incapacidad física del niño es un freno insuperable para lograr cualquier objetivo o satisfacer cualquier necesidad, por lo que no tiene otra opción que almacenar los deseos que siente y retardar su satisfacción aprendiendo de otros cómo debe hacerlo.

Suele decirse que el hombre posee una inmensa capacidad de aprendizaje, lo cual es cierto, pero debe matizarse. Se aprende en primer lugar a controlar los propios miembros, percepciones y pulsiones. El resultado final de este control, que no tiene par en la vida animal, es, por ejemplo, la enorme variedad de combinaciones de movimientos que exige el ejercicio de las varias decenas de miles de oficios que hoy practica la humanidad, lo que no habría sido posible si hubiera un precisión innata de los movimientos que debiera ejecutar cada ser humano. La carencia de fines particulares, fijados de antemano por la evolución natural, la imprecisión, en suma, de la morfología del hombre, es lo que ha posibilitado tal dominio de sus miembros y tal redireccionamiento de sus pulsiones y tendencias. Al contrario de los animales, los hombres disponen de su organismo como de un material moldeable hasta extremos insospechados. Basta mirar alrededor para comprenderlo. Las habilidades que requiere montar en bicicleta, conducir un coche, escribir, practicar un deporte cualquiera, etc., actividades que llevamos a cabo con la misma facilidad que si las hubiera puesto en nosotros la naturaleza, han exigido un esfuerzo ímprobo de doma y adiestramiento. La primera disposición a esos aprendizajes se adquirió durante la infancia, una etapa durante la cual cada individuo hubo de reelaborar y configurar sus pulsiones instintivas. Los juegos, en cuya práctica transcurre casi exclusivamente la vida del niño, son instrumentos fundamentales de esa reelaboración y configuración. Es sabido que el juego no transcurre sólo y primordialmente en el exterior del niño, en sus juguetes, sino en su interior, en su fantasía, que proyecta imágenes y deseos sobre ellos. Por eso cualquier cosa vale como juguete. Solamente se le exige que el niño pueda proyectar sobre ella algo de sí mismo. Y, dado que esa exigencia pueden cumplirla prácticamente todos los objetos, los juguetes se abandonan pronto y se quieren otros. Ahí está el filón descubierto por la industria de la juguetería y, por el lado inverso, el asombro que provoca en los padres el comprobar que un bulto de trapo entretiene a veces a su hijo más que un juguete caro. Es que el niño emplea sus pulsiones en actividades no específicas y encuentra satisfacciones del mismo modo, en objetos no determinados de antemano.

Sobre la espontaneidad humana

Que la conducta humana brote normalmente como efecto de la contención y desorientación de los impulsos no impide que en ocasiones aparezca también espontáneamente, sin freno, como si se tratara de una conducta animal. Sentimos ternura por un niño de dos años perdido en la calle, por lo que nos tendríamos que hacer mucha violencia para abandonarlo a su suerte. También sentimos horror por el asesinato. Son dos muestras de impulso animal, que sólo puede ser vencido si se interpone un cálculo interesado. También lo es el exceso sexual del preso que sale de la cárcel, así como algunas conductas heroicas que a todos asombran.

Los dos sucesos siguientes son una buena prueba de esto. El primero acaeció en Madrid en los años ochenta. En la terraza de un cuarto piso se vio un cierto día a dos personas de edad avanzada, un hombre y una mujer, pidiendo auxilio porque el edificio estaba ardiendo y ellos habían quedado atrapados dentro. Los viandantes no atinaban a hacer nada eficaz. Unos corrían de aquí para allá, otros gritaban palabras ininteligibles e inútiles, pero nadie decidía hacer algo para salvarlos. En esas pasó por allí un joven en su moto y, sin pensárselo dos veces, bajó de ella, se introdujo corriendo en el edificio, se perdió de vista dentro de él y a los pocos minutos ya debía haber subido arriba, pues se vio cómo el anciano había desaparecido de la terraza y la anciana miraba hacia el interior, atendiendo alguna indicación que le estaría dando. Se oyó acto seguido el estruendo. A continuación la mujer también pudo irse hacia el interior. Se oyó otro estruendo y, después de unos breves instantes, salieron a la calle, llorando maltrechos, los dos viejos. Del joven no se supo más, hasta que más tarde se comprobó que había sido alcanzado por una viga y había muerto.

El segundo suceso tuvo lugar en las aguas del mar, a un tiro de piedra de la bocana de un puerto. Un barco era pasto de las llamas. Era seguro que en cuanto el fuego llegara a las calderas se produciría una enorme explosión. Unos cuantos pasajeros que no habían logrado escapar gritaban aterrorizados, pero nadie se atrevía a coger un bote y salvarlos. La gente se limitaba a contemplar impotente la escena dantesca desde el espigón del puerto. Apareció de pronto una lancha. Eran unos pescadores, que se aprestaban a hacer algo. Lo consiguieron. Cuando el barco estalló por fin, ni los pescadores ni los pasajeros fueron alcanzados y la gente respiró con alivio. Al preguntar a uno de los salvadores por qué lo había hecho, la respuesta no pudo ser más absurda: “No podíamos dejar que se quemaran ¿no?”.

Estos son dos ejemplos de conducta animal, pese al aspecto moral heroico que hay que atribuirles. Son conductas frecuentes en otras especies distintas de la humana. Puede decirse que lo contrario de lo que hicieron los protagonistas de ambas historias es lo propiamente humano. Los que no atendieron la llamada de los ancianos y los que no se atrevieron a salir a salvar a los viajeros del barco actuaron de ese modo por contención de su impulso, lo que solamente pudo deberse al efecto de la contención.

Sobre la conciencia

Ahora estamos en disposición de adelantar alguna noción sobre la conciencia, la gran ausente de nuestras consideraciones.

Lo primero que ha de decirse sobre ella es que está separada de nuestros procesos orgánicos. Ni la conciencia sensitiva ni la racional tienen apenas que ve con ellos. Nadie es consciente de su digestión, nadie sabe casi nada de los músculos y nervios que en perfecto orden tienen que movilizarse para andar, correr, saltar o sentarse, ni de la asombrosa complejidad que hay tras la respiración. En realidad, casi todo lo orgánico nos pasa completamente desapercibido, por lo que la función de la conciencia no puede consistir en estar al lado de la vida, comandándola y dirigiéndola, como creían algunos filósofos clásicos, que la pensaron como reina y señora de lo material. Su principal cometido ha consistido siempre, por el contrario, en contribuir a la perfección del proceso orgánico material, en servir a la vida. No está destinada, pues, primordialmente al conocimiento, sino a la acción.

La primera conciencia es sin duda alguna la conciencia sensible, el conocimiento obtenido directamente por los sentidos, de cuya finalidad práctica no cabe dudar. En el hombre debió formarse durante su vida arborícola, que exigió aguzar hasta el límite los dos sentidos más potentes de que dispone en el presente, la vista y el oído. Después vendría tal vez la fantasía, el lenguaje, la memoria y todo ese complejo mundo interno al que damos el nombre de alma, pero cuando se vislumbra la maravillosa y complejísima cadena de acciones que es la vida, solamente se alcanza a comprender que lo que ahí sucede es muy superior a todo conocimiento que pueda alcanzarse sobre ello. Importa sobremanera vivir, una finalidad que lo orgánico alcanza con enormes esfuerzos, y el alma es el último de ellos. Así se comprende que este fin, el de vivir, sea el primer mandato de muchas religiones y sistemas morales o legales, cual es el nuestro. El fin de la vida no es otro que vivir. Fuera de ésta, no hay otra dirección para ella.

Por esto no puede aceptarse la antigua definición del hombre como animal racional. La razón está lejos del torrente de la vida.

Errores de la psicología conductista y de la etología

Las acciones que los hombres ejecutan sin control provocan ordinariamente espanto o admiración, bien porque se trate de acciones crueles y horribles o bien porque sean heroicas. Son una u otra cosa justamente porque se ejecutan sin esa brecha interna abierta entre el impulso y la acción que hemos accedido a dar el nombre de alma. Así entendida, el alma es el principal factor de hominización. Cuanta más distancia haya entre el impulso y la acción, cuanta mayor sea la interiorización de las pulsiones, más avanzada será la hominización. El freno de los instintos, su transferencia a otro lugar, las combinaciones de unos con otros, el poder de entretenerlos y a medias satisfacerlos con fantasías, etc., no son sino aspectos distintos de una sola cosa, de la distancia interpuesta entre el impulso y la acción. Decir que los animales no tienen alma equivale, en consecuencia, a decir que no pueden tomar esa distancia. También a veces los hombres actúan así, cuando se entregan a la libre energía de sus impulsos. Pero entonces no son hombres, tanto si su conducta merece alabanzas como si merece reproches. Yahvé sólo sopló el alma sobre Adán.

Esta es una gran verdad que la religión ha vislumbrado y que la ciencia no ha podido comprender adecuadamente. La proximidad entre el hombre y los animales, postulada sobre todo por la etología, es negada por estos hechos. Luego no se puede aplicar al hombre el esquema de la conducta del animal, porque no es posible comprenderlo ligando directamente su conducta de hombre al sistema instintivo. Este es el gran error de la etología.

Pero también yerra la psicología en general y el conductismo en particular. El conductismo porque la etología así lo ha demostrado. La psicología en general porque, al dedicarse a estudiar por sí mismas la capacidad de razonar, la vida afectiva, las apetencias, etc., es decir, el alma, la ha desligado de la acción, pero el alma y la conciencia, que es una actividad suya, no están cerradas sobre sí mismas, sino abiertas al mundo, directamente enganchadas a la necesidad de actuar y, en consecuencia, deben ser vistas como lo propio de un ser activo que se ve forzado a remediar su inadaptación con su propia industria.

Aunque es posible aprender muchas cosas de la psicología y de la etología, no hay más remedio que admitir que lo principal permanece inexplicado por ambas. Las dos han contribuido a demostrar fehacientemente que casi no es posible diferenciar muchos aspectos de las conductas animales y las humanas, que los animales aprenden, que son capaces de modificar su conducta, que algunos incluso tienen el poder de fantasear, de representarse interiormente imágenes y recuerdos, etc. Todo esto hemos se muestra con claridad en ambas ciencias. En todo esto no puede ser muy grande la diferencia entre los animales y el hombre. Pero la diferencia subsiste, pese a todo. Se pueden hallar muchas semejanzas entre un reino y otro, pero lo importante no se explica por ese camino. Sea el caso de la guerr. Muchos creen que ésta no es más que la satisfacción de la cólera, el odio o la sed de venganza, y que, por tanto, responde al sistema instintivo humano. Pero es un magno ejemplo de lo contrario. El soldado furioso falla el tiro, pero el buen general, que frena su deseo de matar o ni siquiera lo siente, tiene todas las posibilidades de ganar la batalla destruyendo y matando al enemigo precisamente por contener su deseo, no por satisfacerlo directamente. No es el instinto, sino su control, contención y desviación, lo que conduce al fin deseado por el hombre.

La naturaleza humana

Queda, pues, sentada la diferencia fundamental entre los hombres y los animales. Todo lo dicho sobre la contención y transferencia de los impulsos, sobre la previsión propiamente humana, sobre la ausencia casi total de espontaneidad y sobre desorientación instintiva propias del hombre, conduce a comprender hasta qué punto lo propio de su conducta y su ser no es lo que le viene dado directamente por su naturaleza orgánica. La naturaleza ha hecho de los otros animales lo que son de una vez por todas. En el hombre, por el contrario, la naturaleza, la physis, se presenta como una tarea difícil. Su ser de hombre nunca está dado al principio, sino que ha de ser en cada caso el fruto de un trabajo persistente. El hombre es un ser de amaestramiento y domesticación que en cada generación tiene que empezar desde cero, modulando su vida pulsional desde el principio. Sísifo estaba condenado en el Tártaro a empujar hasta lo alto de un monte una piedra que caía cuando llegaba arriba, y tenía que volver a subirla para repetir otra vez lo mismo. Así la humanidad. Puesto que no le ha sido dada una naturaleza cerrada y completa, tiene que lograrla por su esfuerzo permanente. Su naturaleza es lo que hace de sí misma, el resultado siempre inestable del cultivo de su campo. De otra manera: su naturaleza es su cultura.

Esta noción de naturaleza es la que aparece al principio de estas lecciones. Hemos cumplido, pues, el primer objetivo que nos habíamos señalado, descubrir la naturaleza humana. Nos falta ahora el descubrimiento de la cultura.

La cultura

Fue Nietzsche (1844–1900) quien describió al hombre como un animal no fijado, y Gehlen (Antropología filosófica…, pp. 38 y ss), abundando en lo mismo, ha dicho hace poco que sobre el fondo de los demás animales, sujetos a su instinto y guiados por él, que viven en un mundo exclusivamente suyo, cerrado para cada especie, ordenado previamente y hasta tal punto inalterable que un individuo nunca podría encarar las fronteras que lo limitan y las causas que le han hecho nacer, se alza el hombre. Este está dotado de una fuerza instintiva que, aunque tiende a cero, está sobrecargada y tiene que contenerla. Por lo primero está dispuesto al extravío y al caos. Por lo segundo consigue poner diques a dichos extravío y caos. ¿Cómo lo logra?

Dedicando una gran cantidad de trabajo a la construcción y defensa de instituciones sociales. De ellas se sirve como de diques de contención contra un desorden siempre presto a emerger de lo profundo de su propio ser natural. Son instituciones como la moral, la religión, el derecho, el matrimonio, el Estado, los sistemas penales, la escuela, la propiedad, etc. Al animal le basta y le sobra con el instinto para alcanzar un fin, la supervivencia y la adaptación al medio y a otros animales, que el hombre sólo alcanza con dificultad. Por esto la cultura, que es la suma de esas instituciones, no es algo que se sienta obligado a soportar y a sufrir, sino algo que necesita para vivir.

Excesivamente imbuidos de la filosofía de Rousseau (1712–1778), que dijo que los hombres nacen buenos y se vuelven malos por causa de las instituciones sociales, por la de Marx (1818–1883), que predicó la necesidad de destruir las actuales instituciones políticas para eliminar las injusticias, y por la de Freud, que insistió en el potencial represivo de las inclinaciones humanas por parte del superyo, que es la propia cultura reprimiendo al sujeto desde su interior, muchos individuos de nuestro siglo han mirado las instituciones sólo por su cara negativa, por el control que ejerce, a veces despóticamente, sobre los hombres, y han creído que su desaparición traería consigo la libertad. Pero es una mirada equivocada.

Las instituciones sociales salvan al hombre, no lo oprimen. Lo salvan ante todo de sí mismo, de la dispersión y el desorden que anidan en su interior, porque el hombre es, como hemos sentado ya, un animal que no encuentra acomodo en la naturaleza para vivir en ella y para volcar sobre ella su interior. Al faltarle la adaptación filogenética de los demás animales, tiene que construir su propio nicho para estar al abrigo de sus propias pulsiones, aprendiendo a redireccionarlas y a aprovechar lo que pueda extraer de una naturaleza que no lo ha fijado a un medio particular. Esto es lo que quiere decirse al afirmar que el mundo humano es abierto. Pero este mundo se encuentra realmente fragmentado en una multitud inabarcable de culturas distintas. No podía ser de otro modo siendo su autor el animal no fijado. Tales culturas actúan unas sobre las otras de muchas y variadas maneras, como enseña la historia. Unas veces se imitan, otras se ignoran, otras se destruyen. Basta pensar en los romanos, que copiaron la filosofía y la religión de los griegos, destruyeron la civilización cartaginesa, y que, antes de que su Imperio traspasara las fronteras de Italia, eran solamente una de las muchas culturas existentes en Europa, que apenas habían establecido contacto alguno entre sí.

Partes de la cultura

Esa diversidad no impide reconocer ciertos componentes comunes. Unos son visibles, otros invisibles.

Entre los primeros se cuenta únicamente el conjunto de las cosas materiales de muy variadas clases presentes en toda sociedad: herramientas, armas, casas, embarcaciones, instrumentos de cocina, ropa, imágenes y vestimentas religiosas, objetos de culto, etc. Es la parte material de la cultura, pero no sería nada si no estuviera animada de otras fuerzas invisibles, o espirituales que, por ello, son lo verdaderamente real. No en vano les dio Hegel el nombre de espíritu objetivo.

Una de estas fuerzas consiste en los conocimientos necesarios para construir y manejar los objetos materiales. La abundancia de máquinas y artilugios producidos por la tecnología actual es una buena prueba de esto, pero algo semejante ha sucedido en todas partes.

Otra es el sistema de leyes morales y religiosas implicadas en su uso, que, por ejemplo, impedirían en nuestro tiempo que cualquier persona osara ponerse las vestimentas que usa el sacerdote para celebrar la misa, algo que sólo ocurre cuando saltan en pedazos la moral y la religión, como en una guerra civil.

También tiene que existir alguna organización social y política, como una costumbre matrimonial o una forma específica de gobierno, para la utilización de esos objetos. Así, sólo tienen derecho a usar las armas los policías, los militares y aquellos a quienes el Estado autoriza.

Y tiene que haber asimismo un núcleo de valoraciones que recaigan sobre las conductas y las cosas. Una moneda de 500 pesetas, por ejemplo, no es lo mismo que otra de 100.

Por último, ha de haber una lengua que sirve de canal de transmisiones entre los miembros de una sociedad. La lengua sirve para comunicarse los valores, los conocimientos, las órdenes religiosas o políticas, etc. La lengua es también una fuerza invisible o, mejor dicho, inaudible. Es el habla lo que se oye, no la lengua. El primero es una actualización de la segunda, según dijo Saussure.

La cultura es, en fin, la naturaleza reformada, entendiéndose que en esa reforma quedan incluidas tanto la naturaleza del medio físico como la del propio hombre que lo modifica. Es un laboratorio en que se forman y moldean las percepciones, los impulsos y los estados afectivos de cada ser humano. Las manos, las piernas, los ojos, los oídos, el paladar y el olfato se ajustan, mediante el uso de los objetos artificiales, a unos fines que no existirían si no fuera por ellos. La laringe y la lengua son también modificadas y adiestradas para producir sonidos que puedan reconocer como significativos los otros individuos de la sociedad. Los procesos nerviosos, en suma, son el objeto de una forja tan profunda que se produce un nuevo ser.

Por estos motivos el hombre no capta solamente lo que satisface su instinto ni actúa en consonancia con la necesidad de satisfacerlo. ¿Como sería entonces capaz de deleitarse oliendo las flores, de distinguir las estrellas o de disfrutar con la comida elaborada si nada de esto es útil para la supervivencia? La música, por ejemplo, no existe en la naturaleza antes de que el hombre haya desarrollado su sentido musical. Después, cuando esto ha sucedido ya, el sonido natural, pautado por los pentagramas del compositor, existe sólo como realización de una tendencia humana. El canto de un jilguero no es una canción para otro jilguero, sino una advertencia o una amenaza, algo así como: “Sépase que estoy aquí y que estoy dispuesto a defender este lugar”. Para el hombre que muere de hambre la comida no es vista como un placer, sino como una necesidad y él mismo está por ello reducido a su animalidad. Y el deseo sexual se satisface raramente con la misma espontaneidad del animal. La institución familiar, que existe de una u otra forma en todas las culturas, es una institución de freno, satisfacción y reorientación de esta pulsión y de una variada gama de impulsos añadidos a ella. El hombre y la mujer aprenden en el matrimonio a reprimir su deseo de otra mujer y de otro hombre, dirigiéndolo cada uno hacia el otro. Y junto a la pulsión sexual aparecen otras que, como el amor a los hijos, la obligación de su crianza y protección, la salvaguarda de la propiedad, la planificación del futuro, etc., forman un entramado al que los hombres recurren en todas partes, lo que bastaría como prueba de que se sienten seguros en él. Tanto es así que algunas corrientes ideológicas de liberación sexual, ya sean homosexuales o lesbianas, parecen estar reproduciendo las mismas pautas de la familia tradicional cuando exigen reconocimiento jurídico a sus emmparejamientos, derecho legal a la descendencia, pensiones para el compañero en caso de fallecimiento, etc.

Todas estas instituciones, presentes en cualquier cultura, cumplen alguna finalidad parecida. En su conjunto, son el producto de un organismo activo que interviene sobre el mundo, lo modifica para hallar en él lo que la naturaleza no le ha dado y moldea su propia naturaleza al mismo tiempo. Constituyen además una segunda naturaleza suya, agregada a la naturaleza física que la selección darwiniana le ha prestado.

Y baste con lo dicho, pues parece ser suficiente para comprender correctamente la naturaleza o esencia de lo humano, que no es otra cosa que lo que él hace por sí mismo y lo que, a la vez, lo hace a él mismo, es decir, la suma de instituciones sociales presentes en cada lugar y momento en que hay humanos.

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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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