Necesidad de una cosmovisión

El mero hecho de haber nacido en el siglo XX impone una concepción determinada del universo. Se oye a veces que alguien desearía haber vivido en otro tiempo, pero quien eso dice, y quien lo oye, saben que ya no es posible. Que no es posible ya ser un griego clásico, un romano republicano, un señor feudal… más que imaginariamente. Nos está vedado escapar de nuestra era, como nos está vedado saltar por encima de nuestra sombra. Lo que ya ha sido no retorna. Pero se trata de algo más: de que no sólo no es posible que la humanidad vuelva a ser lo que ya ha sido en alguno de sus momentos anteriores, sino de que es harto dudoso que alguien pueda pensar, creer y desear como creyeron, pensaron y desearon los antiguos. Se pertenece al presente por un hecho biológico inapelable, el de haber nacido en el presente. ¿Acaso no puede decirse que se pertenece también a la actual concepción del universo, tanto si se quiere como si no y que esto no depende de la voluntad de nadie?

Estas afirmaciones admiten quizá una prueba fácil: ¿se atrevería alguien a decir en serio que que la Tierra reposa inmóvil en el centro de varias decenas de esferas cristalinas que giran en torno a ella, que el hombre ha sido directamente hecho por Dios en cuerpo y alma…? ¿No creemos todos, en contra incluso de la evidencia directa de nuestros sentidos, que la Tierra gira alrededor del Sol o que el hombre procede de un primate inferior equiparable a los actuales gorila o chimpancé?

Nuestras ideas astronómicas y antropológicas nos parecen hoy naturales, pero en realidad son muy recientes. Durante varios miles de años los hombres han estado firmemente convencidos de una verdad religiosa que aproxima al hombre a Dios y lo aleja de los animales. Hebreos, griegos y medievales, salvando las distancias que los separan entre sí, han creído que el hombres es un ser de espíritu divino y han pensado, sentido y obrado en consecuencia. Y, por haber creído que toda la realidad está referida a Dios y que el entendimiento humano es de origen divino, durante todos esos siglos se entregaron a la exclusiva tarea de hacer teología. Por esto fue la filosofía su esclava, no por una imposición violenta. Que la inteligencia se dedicara a la comprensión de las cosas divinas era, para ellos, algo natural. Para nosotros, por el contrario, lo es que se dedique a la química, las matemáticas, la medicina…, es decir, a las ciencias que explican la naturaleza. Ello es debido a que, frente a la idea de que el hombre ha sido hecho directamente por Dios, se ha impuesto la idea de que es un producto natural que ha evolucionado tal vez desde la materia inorgánica, y lo ha hecho sin el concurso de otras fuerzas que las naturales.

La vieja y la nueva concepción se han superpuesto en el espíritu del hombre moderno, provocando en él una grave escisión. Muchas voces procedentes de la filosofía han llamado la atención sobre el hecho de que el avance y extensión de las ideas científicas tenían que traer consigo el desmoronamiento de la vieja concepción del mundo sin poder suplantarla por otro. En el momento actual permanecemos urgidos por una presión de origen religioso que pugna por hallar sentido y finalidad a lo real y por otra de corte científico que no puede hacer otra cosa que despreocuparse abiertamente de ello. Es el signo de nuestro tiempo.

La confrontación de estas dos opciones no puede eludirse declarándose neutral. Un hombre sentirá llamadas distintas a la acción, hará valoraciones diferentes acerca de importantes sectores de la vida, estará dispuesto a esperar muy diferentes cosas de ella…, según crea que está hecho a imagen y semejanza de Dios o que es un primate que ha logrado triunfar. Durante una gran parte de su existencia, ha sido la religión la encargada de suministrarle una primera manera de entenderse a sí mismo. Ahora parece que la ciencia ha tomado sobre sí esa obligación. Ambas son, empero, excluyentes: una remite a Dios, otra al animal. Podría pensarse que las dos son satisfactorias a su modo, cada una para aquellos a quienes está dirigida, y tal vez se esté en lo cierto, pero a condición de no traspasar el umbral del pensar común y corriente, porque entonces ambas se muestran insuficientes. La primera porque deja de lado una ingente cantidad de hechos científicos –hallazgos fósiles e interpretaciones teóricas– que se han producido en los últimos cien años. La segunda porque, aun teniendo en cuenta esos hechos, y seguramente porque no puede hacer otra cosa que limitarse a tenerlos en cuenta, no alcanza, como habremos de ver, a ofrecer una concepción del hombre si no es in absentia.

De lo dicho se desprende ya algo que se debe retener como una característica humana importante: la necesidad de poseer alguna concepción del mundo y de sí mismo. Es posible prescindir de la que emana de la ciencia o de la que emana de la religión, pero no es posible estar sin concepción alguna. El hombre es, pues, un ser que necesita interpretarse, conocer cuáles son sus impulsos y sus necesidades, así como los impulsos y necesidades de los demás, para “saber a qué atenerse” en todo cuanto hace. Ahora bien, si el origen y orientación de impulsos y necesidades dependen de su concepción para activarse, entonces es que carece del plan de acción que los demás animales poseen cuando nacen. Puesto que no necesitan nada más para “saber a qué atenerse”, los animales son seres acabados. El hombre, por el contrario, es un ser inacabado, pues primero tiene que descubrir lo que ha de hacer consigo mismo para después tratar de hacerlo.

Nuestro tiempo no ha alcanzado todavía una concepción aceptada y estable del hombre. Dividido entre la obligación de aceptar las conclusiones de la ciencia y la urgencia de satisfacer impulsos religiosos sentidos incluso por muchos que se dicen ateos, el siglo XX parece esperar de la filosofía una solución aceptable a su conflicto. A ella le cumple, pues, ejecutar este plan, para lo que habrá de tener en cuenta los datos obtenidos por la ciencia a la vez que los requerimientos procedentes de la actitud religiosa, para procurar comprender lo que cabe conceder a cada una de ellas. Empecemos por la ciencia.

Tres conclusiones.

La primera enseñanza que lo anterior impone es que la Tierra no es el centro del universo, y ni siquiera una parte importante de él. Esta es una forma de ver las cosas que los hombres del siglo XX tienen como algo suyo, sin que les sea fácil prescindir de ella. La Antigüedad clásica y medieval creyó que el universo tiene figura esférica, que la Tierra está situada en su centro y que los orbes de las estrellas, auténticas esferas transparentes en cuyo interior se hallan tachonados los astros, giran en torno a ella. Este modelo debió estar tan arraigado en la mente de los hombres que no sufrió cambios importantes ni siquiera en los albores de la revolución científica actual, que comenzó precisamente por la astronomía. El universo de Aristóteles y Ptolomeo era ciertamente tan pequeño y confortable como representaban las figuraciones medievales, pero solamente si es comparado con la imagen de nuestro tiempo. Aquél tenía, según ellos, un diámetro de unos 20.000 radios, es decir, aproximadamente 200 millones de kilómetros. El de Copérnico tenía que ser unas 2.000 veces mayor, lo que arroja un diámetro de 400.000 millones de kilómetros. Por comparación con el actual, cuyas distancias entre estrellas se miden en años–luz, ambos, el medieval y el copernicano, son extraordinariamente pequeños. Desde este punto de vista, Copérnico es más medieval que moderno. Kepler y Galileo no estaban muy lejos de él. Descartes, ya en pleno siglo XVII, fue el primero en pensar seriamente que el universo es infinito. Hoy tiende a pensarse que es finito, pero ilimitado.

La segunda se refiere al hombre, por lo que su significación es seguramente mayor. Pensar que tampoco él es el centro de los seres vivos, sino un producto de fuerzas inferiores, no más que una de las múltiples combinaciones posibles a que se entrega mecánicamente la naturaleza, es situarse en una posición profundamente opuesta a la que durante muchos siglos han mantenido los hombres. La interpretación evolucionista, que no apareció para explicar la evolución humana, sino para explicar la de todos los seres orgánicos, y cuya aplicación a lo humano no ha sido más que una particularización lógica, deductiva, de la teoría general, lo que impide el añadido de consideraciones ausentes del principio general con el fin de situar al hombre en un lugar privilegiado frente al resto de los seres, conduce a concebir la vida como una corriente continua que arranca de la primera criatura viva, seguramente una sencilla agregación preanimal de células, y que, pasando primero por las formas ancestrales de los vertebrados y después por las de los mamíferos y los primates, vino a desembocar por último en las actuales especies vivas, una de las cuales es la humana. No se trata, pues, de que la vida actual sea el fin y la culminación de la corriente evolutiva, lo que equivaldría a dotarla de sentido y finalidad, sino sólo de que es su resultado presente, con respecto al cual la corriente no puede guardar más que indiferencia, la misma que el agua con respecto a los recipientes que llena. No es posible ver en las especies, tanto las pasadas como las presentes o las que están por venir, más que productos accidentales del caudal de la vida, y no puede mantenerse a este respecto otra tesis que no sea la de afirmar que dicho caudal no se ha estancado hasta el presente sino que, a tenor de la variación empírica, se ha multiplicado en innumerables canales que dan lugar a su vez ininterrumpidamente a otras bifurcaciones, muchas de las cuales acaban feneciendo, como de hecho ha sucedido en la inmensa mayoría de los casos. Las especies se transforman o se extinguen, no permanecen. Por ello no pueden ser contemporáneos los progenitores y los descendientes, de modo que, por ejemplo, aquel dicho popular que pone el origen del hombre en el mono no puede ser aceptado más que metafóricamente, pues una interpretación literal iría contra la teoría misma. La vida vive en el tiempo.

La tercera tiene que ver con la forma actual, de raigambre científica, que tiene el hombre occidental del siglo XX de formarse ideas sobre sí mismo y sobre el mundo circundante. Sea suficiente un ejemplo para comprenderlo. Podría parecer que el firmamento estrellado está directamente presente a los ojos de quien quiera mirar y que basta con alzarlos a lo alto para verlo tal como es. Pero de ese error nos saca la astronomía. A principios de este siglo se creía que el universo material comprendía solamente nuestra galaxia, la Vía Láctea, pero ahora sabemos que hay, como mínimo, otros 50.000 millones de galaxias como ella. ¿Cuántas estrellas puede tener este cielo si las de la Vía Láctea son, a tenor de los cálculos más conservadores, unos 50.000 millones? Sin embargo, nuestros ojos solamente pueden observar, en condiciones de visibilidad perfecta, poco más de 1000. Pero las galaxias fotografiadas por el telescopio Hubble durante el mes de Diciembre de 1.995 se hallan a una distancia tal que son 4000 millones de veces más imperceptibles que el objeto más pequeño que pueda detectar el ojo en el cielo nocturno. Ahora bien, los rayos de luz que han llegado hasta el Hubble han debido recorrer antes una enorme distancia. Si la luz de la estrella Polaris tarda 470 años en llegar a la Tierra, ¿cuántos años habrán empleado hasta ser detectados por el Hubble unos rayos de luz que proceden de galaxias que son, como mínimo, 4000 millones de veces más imperceptibles que la Polaris? Una cosa sí es cierta: que las fotografías de Diciembre de 1.995 no corresponden a esa fecha, sino a muchos años atrás. Tal vez esas galaxias ni siquiera existan ya y, en todo caso, es seguro que no están donde estaban. Las imágenes fotográficas corresponden a un pasado ya extinguido y la astronomía no se diferencia en lo fundamental de la arqueología, pues en ésta son los hallazgos fósiles los que obligan a ahondar el tiempo de existencia del hombre.

Sin la ayuda de las teorías, los conceptos, las hipótesis, el instrumental técnico…, es imposible saber que el firmamento o el hombre son así. El saber es el resultado de esa actividad y el mundo, tanto el natural como el humano, son, para el hombre, el saber que él va formándose sobre ellos. Ésta es su realidad, o, mejor dicho, su realidad es la realidad. Los otros seres existen también en ella, pero hay una diferencia que parece insalvable: que no lo saben y, como no lo saben, no piensan, no sienten y no actúan en consecuencia.


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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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