Particular y universal, aparente y real

El neokantismo histórico de Cassirer impulsó en su momento a muchos estudiosos a convencerse de que la vida de los hombres se desenvuelve en el interior de una envoltura de símbolos. Todo conocimiento de la realidad no era, para quienes adoptaron la doctrina, otra cosa que interpretación de la misma a la luz de las convenciones culturales heredadas y, dado que al hombre no le está permitido siquiera abrigar la sospecha de que lo real carece de orden, y menos aún ponerla en práctica, pensaron que las formas simbólicas que la tradición le impone representan a sus ojos la verdadera faz del mundo: si los símbolos son la trama y la urdimbre del universo, lo son también, en consecuencia, de la forma en que cada hombre organiza su acción sobre él para mantener su vida, de manera que le es imposible romper la cáscara que es su defensa y su luz para contemplar abiertamente el ser. En rigor no habría para él otro mundo que el de los símbolos, de lo que se infiere que no puede compararse un original estable con una copia fluctuante; el mito platónico de la caverna, que venía aparejado con sus teorías de la reminiscencia, la participación, la separación de lo sensible y lo inteligible…, no tiene aplicación consecuente en esta concepción. El prisionero no puede salir de la caverna porque no hay caverna de la que salir. Lo que existe en su lugar es una tupida red de valoraciones morales, estéticas, políticas, empíricas, causales…, que solamente tienen vigor en el seno de cada cultura y que devienen por esto un conjunto cerrado y completo cuyas partes son comprensibles únicamente en la peculiar relación que guardan unas con otras, lo que vale tanto como decir que cada conjunto es una unidad aislada, única e irrepetible cuyo sentido depende sólo de sí. Se comete error si se extrae de ahí una parte cualquiera con el fin de cotejarla con otra procedente de otro lugar: aislar es abstraer y abstraer es privar de sentido, condenarse a no entender.

Este relativismo extremo, extraído de las ideas de Cassirer más que contenido explícitamente en ellas, es verdadero en parte y en parte falso. Lo primero porque el hombre, sistema complejo de funciones biológicas por un lado, es por el otro indudablemente el resultado de alguna tradición cultural y su existencia no sería humana si se hallara desligada de entidades como la religión, los sistemas de parentesco y de organización política, los valores, las reglas de conducta…, que constituyen su ambiente [1], y lo segundo porque, si bien es indiscutible que cada uno de esos objetos adquiere sentido solamente en relación con otros objetos adyacentes, razón por la que el estudioso debe cuidarse de toda generalización o comparación precipitadas, a las que fue tan proclive la primera antropología, no lo es menos que la tesis de la unidad de cada una de las culturas no puede llevarse hasta el extremo de pensarlas como esferas cerradas, pues ello constituiría la más eficaz negación de la misma antropología, por cuanto tendría entonces que diluirse en una serie inacabable de monografías particulares e inconexas. Pero debe advertirse asimismo que el recurso a una pretendida humanidad supracultural o extracultural en que se cifraría la identidad de todos los seres humanos al margen de sus diferencias reales es un recurso ilícito cuyo lugar corresponde exclusivamente a la ideología universalista occidental y es propiamente una abstracción. Admitir además que es real es cometer una falacia. Según dice Malinowski[2] con verdad manifiesta, un niño negro criado en Francia habría sido un francés por haber adquirido una herencia cultural distinta de la de su jungla natal, y, según dice asimismo Marx[3] en uno de los momentos en que se inclina más por la especificación social de la tecnología que por la especificación tecnológica de la sociedad[4], afirmar que un negro es un negro o que una hiladora de algodón es una máquina para hilar algodón es querer dar cuerpo a una idea vacía, porque en sus condiciones reales el negro es un esclavo y la hiladora es una cantidad más o menos grande de capital. La verdad y el ser de cada cosa son lo que son en las condiciones determinadas en que la cosa existe, y, dado que la vida de los hombres transcurre sólo en circunstancias determinadas y particulares, la esencia de cada uno de ellos, así como la de todos los seres humanizados por ellos, no dependerá de ellos mismos, sino del juego de relaciones en que estén incluidos, razón más que suficiente para percibir que el negro es esclavo porque el blanco es amo, o viceversa, y que las conjeturas sobre la libertad o la ausencia de dominación del hombre universal de que tantas veces se echa mano para poner nombre a los humanos son sólo deseos más o menos infundados del alma bella. Mas no se deben confundir registros diferentes. El concepto puro y nudo de hombre sin más, fruto de una concepción moralmente progresista de la historia, carece de referente. Pretender fijarlo en la forma de un ser natural que trascienda toda cultura es una confusión del contractualismo que ha calado hondamente en nuestra ideología, y ha solido servir para olvidar que el mundo humano no es definitivo sino cambiante, y que, al contrario del resto de los sistemas naturales, como el sistema solar, por ejemplo, que han adquirido la estabilidad que ahora se admira en ellos después de un largo período de mutaciones, el hombre sigue siendo un proceso cuyo dudoso final no nos es dado percibir y tal vez ni siquiera sospechar. La materia sobre la que se construyen las culturas es la misma por todas partes, tanto si adquiere existencia en la jungla como si la adquiere en la ciudad, pero la simple consignación de esta verdad no confirma la creencia en una humanidad idéntica a sí misma independientemente de las diferencias originadas en el tiempo y el espacio, porque una tal humanidad es solamente la materia prima a partir de la cual se hacen los humanos y, en cuanto tal materia prima carente de toda cualificación e identidad, no puede concebirse portadora de un género humano definido, sino sólo de un taxón zoológico de escaso o nulo contenido.

Sólo me comprometo con esta terminología aristotélica hasta donde es necesario para denunciar ese idolum theatri de nuestra edad que es la fabricación idealista del ser humano siempre idéntico a sí mismo. ¿Cómo podría poseer esa cualidad lo que, por no haber recibido todavía determinación alguna, es algo irracional e impensable? En otras palabras: ¿puede alguien ser hombre y no ser francés, español, zuñi, aranda, bosquimano, sioux…, es decir, sin haber adquirido una u otra de las formas de ser hombre que existen realmente? El concepto de humanidad se reduce a la nada si es pensado fuera de esas formas en que se plasma lo humano a lo largo del tiempo y del espacio y no hay cosa alguna que pueda tomarse fuera de dichas formas como punto de referencia con respecto al cual valorarlas adecuadamente. Luego a nadie puede coger desprevenido el que, por carecer de una vara de medir que las trascienda, cada una de ellas se tome a sí misma como realización excluyente de lo humano, de lo cual puede valer como prueba meramente fáctica el que, por ejemplo, los Guaraníes se den a sí mismos el nombre de Ava, "los hombres", los Guayaki el de Aché, "las personas", los Waika el de Yanomami, "la gente", los esquimales el de Innuit, "los hombres"[5]… La lista completa mostraría únicamente que en cada sociedad los hombres se piensan como los hombres y conciben a los demás como algo menos -y ocasionalmente como algo más[6]– que hombres. Luego no debe ser causa de maravilla el hecho de que todas las culturas sean etnocéntricas, pues los seres humanos tienen que comprender la realidad con las categorías mentales de cada una de ellas, lo que no sería posible si, de paso que aprenden éstas, aprendieran también que son dudosas, ineficientes, menos valiosas que las de sus vecinos… De ahí procede otro hecho: que cuando las culturas entran en contacto suelen segregar conceptos y valoraciones que, más que expresar a las otras con un imparcialidad y objetividad mínimas, muestran su propio reverso, positivo unas veces y negativo otras, con el único fin de mirarse a sí mismas, lo que se demuestra fehacientemente cuando se atiende al proceder que ha tenido siempre nuestra sociedad occidental, la cual, pese a ser la única que ha dedicado considerables esfuerzos a conocer científicamente a las otras, no les ha ido a la zaga en este afán de concebirse como un centro alrededor del cual gira todo lo demás. Acaso baste traer a colación algunas opiniones mantenidas por estudiosos de la religión primitiva para refrescar la memoria: Tylor creyó que los aborígenes australianos, incapaces como son de creer en dioses de características morales mínimamente elevadas, tenían forzosamente que haber aprendido su religión de los misioneros o de algún otro visitante ajeno a su cultura, Dorman que los amerindios no habían llegado al monoteísmo antes del descubrimiento de América, Avebury que los australianos, tasmanianos, esquimales, andamaneses, hotentotes, bambara… no tenían culto alguno ni fe en los dioses, Frazer que los pueblos menos desarrollados carecen totalmente de religión… Algunas otras opiniones casi rozan el delirio: Spencer, que estaba convencido de que los primitivos en general apenas saben pensar y casi sólo son capaces de percibir, creía que los indios zuñi en particular tienen que recurrir constantemente a contorsiones de cuerpo y gestos de rostro para hacer inteligibles sus palabras, y que, por la misma o parecida razón, los bosquimanos no pueden hablar en la oscuridad; Max Müller, pasando por alto que los veddas de Ceilán hablan una lengua indoeuropea, pensaba que se ven en la necesidad de hacer uso constantemente de señas y visajes para hacerse entender; Darwin tachó de bestias infrahumanas a los fueguinos, que después han sido vistos como amables y hospitalarios; Galton dijo en una ocasión que su perro era más inteligente que un damara con quien se había encontrado… Todas estas son opiniones aptas para iniciar una colección de ideas disparatadas acerca de la visión etnocéntrica de Europa, o, lo que es más grave, para expresar sus intereses colonialistas, la justificación de la esclavitud de los negros en Norteamérica… [7], pero inútiles para comprender a los habitantes de comunidades pequeñas sin estado. Dígase lo mismo, pero invertido, de la fantástica figuración del buen salvaje y se tendrá un esquema que ordene esta manera de proceder. La satisfacción y el orgullo por lo que somos, seguramente bien sustentados en algunos logros culturales, o la desesperanza y tristeza por lo que no podemos ser, aumentadas por las atrocidades cometidas periódicamente por Occidente, buscan en otras culturas un espejo cóncavo o convexo que reproduzca estos sentimientos, no un estado de cosas que pueda valer la pena conocer.

Pero todo esto es una cuestión de hecho incapaz de erigirse en dificultad insuperable para el análisis del antropólogo, análisis que solamente puede adquirir rango científico "abstrayendo y comparando los rasgos observables de muchos fenómenos tal y como se presentan…" [8], es decir, mediante la búsqueda de alguna cualidad que no lo sea de cultura alguna particular, sino que caracterice a todas por igual y sea, en consecuencia, de índole natural. Se arriba así a uno de los puntos cruciales de la antropología social, la relación entre la naturaleza y la cultura.

De la misma manera que la física clásica postuló con éxito probado el movimiento inercial, cuyo mero enunciado se revela contrafáctico en virtud del principio de gravitación universal, con el fin de hallar alguna norma general útil para entender el movimiento real de los cuerpos y no por el de descubrir una existencia imposible, la antropología social podría tal vez abrigar la esperanza de alcanzar, si no un principio de tanto alcance como el de inercia para la comprensión de los objetos materiales, sí al menos una mínima base sobre la que poner el cimiento de ulteriores explicaciones de los objetos culturales. No otro es el sentido que da Lévi-Strauss a la doctrina contractualista de Rousseau acerca del tránsito de la naturaleza a la sociedad, al postular que todo ha debido suceder como si los humanos, recién estrenada su existencia como tales humanos, hubieran tenido que actuar bajo la necesidad de someterse a las normas que ellos mismos habrían dispuesto, para sentir así la seguridad y comodidad de un mundo ordenado y acorde con sus propios intentos, toda vez que, al faltarles el abrigo y apoyo en que la naturaleza les había guarecido, hubieron de abandonar el instinto y entrar en la sociedad, en la razón y en el lenguaje, que son la misma cosa a fin de cuentas, y que por esta causa se entregaron todos ellos, repartidos a lo largo y ancho del planeta, a la fabricación de universos distintos o, lo que es igual, a las múltiples comprensiones de lo humano y lo no humano que llamamos culturas, viniendo a ser imposible que a partir de ese instante pudiera tomarse alguna de ellas como la única y verdadera, como la natural, frente a las demás. Otra cosa bien distinta es que los portadores de esos universos simbólicos, creyendo que pueden otorgarse a sí mismos  aquella seguridad perdida en el escalón prehumano que, vuelvo a decirlo, nunca existió, pretendan considerar alguno de ellos como universalmente válido, lo que es inadmisible. Ahora bien, el que las formaciones culturales sean todo cuanto se ofrece a la mirada del etnólogo y el que las prácticas, creencias y valores de las sociedades se sitúen todas ellas en un mismo plano, sin que a ninguna de ellas corresponda sobre las demás otra superioridad o inferioridad que las que dicte un sentido práctico bien entrenado, no son hechos que obliguen a concluir que son diferentes en todo absolutamente, porque muy bien podría suceder que, no habiendo discontinuidad entre la naturaleza y la cultura, algo de aquélla haya permanecido en ésta y, en consecuencia, debería ser posible hallar lo universal en lo particular, la unidad en la diferencia. El paso de la naturaleza a las culturas, que aquí se trae a colación metodológicamente y que por esto mismo no puede considerarse que haya supuesto una escisión rotunda entre lo animal y lo humano[9], ha tenido que consistir, a tenor de lo dicho, en reordenamientos peculiares de objetos naturales, lo que los ha convertido en símbolos. Quiere esto decir que los objetos naturales dejan de serlo cuando forman parte de sistemas y que es ese peculiar tránsito de ser objeto natural a ser objeto simbólico el que permite pensar en reencontrar la unidad entre las diversas formas humanas y entre éstas y el resto de los seres naturales. De modo más claro y preciso:

"Pues aunque los fenómenos sociales deban ser aislados provisionalmente del resto y tratados como si pertenecieran a un nivel específico, sabemos bien que de hecho, e inclusive de derecho, la emergencia de la cultura seguirá siendo un misterio para el hombre hasta que éste no alcance a determinar, en el nivel biológico, las modificaciones de estructura y de funcionamiento del cerebro de las cuales la cultura ha sido, simultáneamente, el resultado final y el modo social de aprehensión" [10]

Luego si son las "modificaciones de estructura y funcionamiento del cerebro" las que han dado origen a la cultura, si éstas son además las mismas para toda la especie, lo cual debe ser admitido como principio inamovible, y si, por último, el modo cultural de ser del hombre es un modo social de aprehensión de las funciones cerebrales, es obvio que el impulso manifestado en esas palabras de Lévi-Strauss no es otro que el de estudiar el mecanismo general del cerebro analizando sus manifestaciones culturales. He aquí por qué este proyecto de investigación impide que lo que haya de universal en la naturaleza humana pueda identificarse con una etapa cultural cualquiera: por no ser exclusivo de una unidad social limitada y concreta, y por ser a la vez el centro de todas ellas, el llamado espíritu humano, que no es otra cosa que un suceso relacionado con las circunvoluciones de la masa encefálica, es el responsable de la unidad y la diversidad de las culturas. Es el elemento natural que está en el origen de los símbolos a cuyo través el hombre organiza y reorganiza su entorno y su propio ser, el sustrato cuyo proceder básico tiene que poderse descubrir mediante el análisis de sus producciones culturales.

Podrá parecer que estas ideas perfilan una metafísica materialista sin relación con lo empírico, pero Lévi-Strauss insiste en que es precisamente en el análisis de lo concreto, que él conduce a veces hasta las pormenorizaciones más extremadas, donde el método demuestra su validez. Existe una multitud de términos, procedentes del terreno natural, a los que el medio cultural dota de una forma que en principio les es ajena, y, aunque son arbitrarios o, mejor, contingentes, lo que significa solamente que su sistematización es distinta para cada una de las sociedades, no puede aceptarse sin embargo que sean productos del mero azar, pues entonces se estaría admitiendo inadvertidamente la tesis fuerte del relativismo cultural, con el lastre añadido de inoperancia científica que comporta. Claro está que las agrupaciones de elementos naturales en sistemas, sean los de los sonidos, los alimentos, los parientes…, tienen inevitablemente un cierto grado de arbitrariedad, debido a que no son universales, pero de ahí no se extrae la conclusión de que obedezcan al capricho y no exista una regla subyacente cuyo hallazgo podría explicarlos.

La antropología social debe dar al olvido algunas teorías que, como la de Lévy-Bruhl sobre la mentalidad prelógica del salvaje, dividían los productos del espíritu en compartimentos estancos y adjudicaban al de los primitivos la carencia de lógica, cuando no la desobediencia abierta al principio de contradicción; en otras palabras, debe aceptar que existe un solo espíritu para todo el género humano, y que, como consecuencia de ello, las producciones del pensar tienen que mostrar algún grado de similitud, por muy profundo y poco accesible que pueda llegar a ser.

Debe postularse, pues, algún tipo de racionalidad en las culturas humanas, racionalidad que la investigación habrá de desvelar, pero no sin tener en cuenta que la ciencia no se contenta con cualquier tipo de orden si antes no ha discernido adecuadamente si éste es real o aparente. En la vida social, así sea la más elemental, es posible distinguir al menos dos planos a los que en principio es imposible aplicar las mismas categorías: están por un lado las acciones concretas de los hombres y los grupos particulares, que constituyen un mundo abigarrado en continuo flujo, y por el otro están los diferentes sistemas en que las prácticas se van engarzando. Por más que en la realidad no puedan darse por separado ambos campos, pues uno es el de lo empírico y el otro no puede tampoco trascender la experiencia, en la teoría sí es imprescindible hacer esa distinción. Parecería que lo que interesa al científico ante todo es comprender lo que los hombres hacen realmente, pero ése es un tráfago de particularidades y variaciones imposible de delimitar. Pero si se pueden establecer con claridad los sistemas, sean lingüísticos, religiosos, ideológicos…, en que esas acciones se integran, entonces ha de ser posible comprender también, desde la comprensión de aquellos, si no cada motivación particular de cada conducta concreta, sí el plan general de todas ellas. La relación existente entre los dos planos es un problema arduo en torno a cuya solución batallan todavía las teorías mejor formuladas de la filosofía y la antropología social. Para abordarlo habría que indagar si hay leyes diversas para cada uno de los dos ámbitos y existe una lógica propia de las ideologías, o bien si, como defendían las soluciones clásicas, incluyendo entre ellas al marxismo y algunas derivaciones de la escuela de Durkheim, existe algún tipo de nexo causal entre ambos. Por lo que toca al estructuralismo de Lévi-Strauss, su doctrina mantiene una postura que sería aproximadamente la mencionada en primer lugar.

Recogiendo el hilo de lo dicho, parece que puede darse por sentado que existe una diferencia entre lo que los hombres hacen y saben que hacen, que bien puede llamarse lo consciente de su vida socio-cultural y que equivale a acciones concretas tales laborar la tierra, el mar o la industria, participar activamente en disputas, tener amistades y enemistades, esforzarse más o menos por conseguir los propios intereses…, y otro terreno que, por oposición a éste, debería llamarse lo inconsciente y que vendría a ser el orden más o menos oculto de aquél: trátase de que los hombres no saben, o no tienen necesidad de saber, que al hablar ponen en funcionamiento las leyes de la gramática, que al contraer matrimonio ponen en práctica ciertas pautas que especifican con qué mujeres pueden casarse y con cuáles no, que en el cumplimiento de sus obligaciones religiosas existe un nivel teológico racional subyacente, que los cuentos y leyendas que se narran unos a otros conforman un cuerpo bien estructurado… Este es el nivel del orden, el nivel en donde el hombre de ciencia, prescindiendo de las ilusiones de la conciencia, halla las reglas que trascienden la diversidad cultural.


[1] V. entre nosotros Bueno, G., El sentido de la vida. Seis Lecturas de filosofía moral, Pentalfa Ediciones, Oviedo, 1996, página 403.
[2] Malinowski, B., en Kahn, J.S., (intr. y sel.) El concepto de cultura. textos fundamentales, trad. de J. R. Llobera, A. Desmonts, y M. Uría, rev. de J. R. Llobera, Anagrama, Barcelona, 1975, página 85. 
[3] V. Marx, K., Trabajo asalariado y capital, Ricardo Aguilera, Madrid, 1977, página 37.
[4] La expresión es de Sahlins, M., Cultura y razón práctica. Contra el utilitarismo en la teoría antropológica, trad. de G. Valdivia, Gedisa, Barcelona, 1988, página 134.
[5] V. Clastres, P., Investigaciones en antropología política, trad. de E. Ocampo, Gedisa, Barcelona, 1987, página 5.
[6] Unos correos indios capturados en cierta ocasión por los soldados de Pizarro llevaban al señor de su ciudad un mensaje de otro señor en que se decía que que los españoles no eran mortales. ¿Qué habían estado creyendo hasta entonces? (V. Fernández Buey, F., La barbarie. De ellos y de los nuestros, Paidós, Barcelona, 1995, página 104 y siguientes).
[7] V. Evans-Pritchard, E. E., Las teorías de la religión primitiva, trad. de M. Abad y C. Piera, Siglo XXI, Madrid, 1976, páginas 168-173.
[8] Murdock, G. P., en Harris, M., El desarrollo de la teoría antropológica. Historia de las teorías de la cultura, trad. de R. V. del Toro, Siglo XXI, Madrid, 1978, página 545.
[9] Pues puede decirse que también en la escala animal se halla presente. Hablar de las sociedades de hormigas, abejas… no es un modo metafórico de hablar.
[10] Lévi-Strauss, C., Antropología estructural, trad. de E. Verón, Eudeba, Buenos Aires, 1968, página XXXI.


 

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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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