Platón: tres almas

Platón estaba convencido de que en el hombre hay tres almas. Una es la que engendra el deseo. Comer, dormir, fornicar, etc. son los actos a que tiende este deseo, actos qu een lo esencial coinciden con lo que también hacen los animales, pues también ellos comen, duermen y fornican. Por esto es de creer que se trata de la parte animal del hombre, de un manantial inagotable de impulsos bastante bien definidos, pero que no son, o no tienen que ser forzosamente, peligrosos o destructores. Antes bien, dado que se satisfacen con relativa facilidad cuando se dispone de recursos adecuados, no tienen por qué dar lugar a amenazas para la supervivencia.

Si solamente tuviéramos el alma animal no tendríamos muchos motivos para sentirnos desdichacos. Que Platón, uno de los filósofos de carácter más impetuoso que ha existido, lo creyera así, es harto dudoso. Seguramente habría pensado que la vida de un ser así, de un hombre dotado solamente del alma animal, es la vida de un hombre que no es hombre, la vida propia de un cerdo. De un cerdo feliz y satisfecho, pero de un cerdo al fin. Platón no se habría inclinado por esta posibilidad. Pero hay otros filósofos que no debieron creer que fuera una vida indigna del hombre. Entre ellos se podría contar a Rousseau, que estaba convencido de que el hombre es inocente por naturaleza y que se vuelve perverso cuando vive con otros. En El origen de la desigualdad dice lo siguiente :

“Solo, ocioso y siempre cercano al peligro, al hombre salvaje debe gustarle dormir y tener el sueño ligero como el de los animales, que pensando poco duermen, por decirlo así, todo el tiempo que no piensan. Su propia conservación constituye el único cuidado…” (Página 68)

Seguiremos a Rousseau por un instante, pero no más allá de lo que conviene a nuestro fin de hoy, que es el adquirir una visión amplia sobre lo que sucede en nuestro tiempo a los valores, sobre la razón de su debilitamiento, de su muerte o de su sustitución por otros.

Esos impulsos que según acabo de decir se satisfacen con relativa facilidad cuando la madre naturaleza no se muestra avara con nosotros y que, según creía Rousseau, se satisfacían seguramente con poco trabajo en la edad dorada de los hombres, cuando éstos eran salvajes, son, como él mismo indica, los impulsos de la propia conservación. Dormir y comer sirven verdaderamente a ese único fin del salvaje, la conservación personal propia. Fornicar sirve al fin de la conservación de la especie, aunque hay que agregar que esto era cierto en los tiempo del salvaje, que ahora basta un parche para torcer los fines de la madre naturaleza. Rousseau tenía razón. Hoy disponemos de pruebas abundantes que él no pudo conocer cuando vivió, en el siglo XVIII. Para que así sea es imprescindible que haya pocas necesidades y no mucha gente. Los ¡Kung del desierto del Kalahari emplean sólo el 65 % de su población en la producción de alimentos y ese conjunto de personas necesita trabajar solamente un promedio de 15 horas semanales. Y no tienen necesidad alguna de negociar su convenio colectivo, porque no hay entre ellos patronos, ni alcaldes, ni fuerzas del orden, etc. Es la cara de la moneda. La cruz, que lo sería solamente para un europeo actual, pero no para ellos, es que comen manjares tan poco atractivos como serpientes, lagartos y otras sabandijas que ellos encuentran muy apetitosas. No tendrían muchas más necesidades que los ¡Kung los antepasados de las llanuras americanas, pero su dieta resultaba más convincente para el europeo de nuestro tiempo. En Folsom, Nuevo México, se han hallado restos de una cacería de bisontes que tuvo lugar hace unos 11.000 años. Aquellos antepasados del bisonte actual medían 1,80 cms. y pesaban 1.000 kgs. como promedio. Los indios se las ingeniaron en aquella ocasión para capturar más de 200 bisontes en una sola excursión de caza. Y no debieron emplear más de unas pocas horas de esfuerzo, que con toda probabilidad no fue de trabajo penoso, monótono y aburrido, sino de excitación y diversión.

En una vida que oscilaba entre los habitantes del desierto y los de las llanuras de pasto y caza transcurrió la existencia de la humanidad durante más 30.000 años. Fue la época feliz de su existencia, como creía Rousseau. Se dedicó al único fin de sobrevivir o, siguiendo a Platón, al de satisfacer la parte animal que hay en el hombre. Ahora hemos llamado prehistoria a aquel tiempo feliz, historia al que ha venido después, un tiempo aciago para la inmensa mayoría de los hombres. Durante los varios miles de años que ha durado la historia los hombres han conseguido a duras penas llenar alguna que otra vez la tripa. El resto del tiempo podían oír con nitidez el ruido que hace un hueco que se instala justamente debajo del pecho, donde Platón puso el alma animal. No hace mucho que la parte de más acá de este mundo en que ahora vivimos ha logrado silenciar ese ruido porque ha conseguido la abundancia y ya nadie se va a la cama sin comer. Pero más allá de este mundo en que vivimos nosotros las cosas siguen igual. Tal vez una tercera parte de la humanidad pase hambre, tal vez unos 2.000 millones de individuos siguen yéndose a la cama sin comer. Si se compara la prehistoria con la historia hay que conceder que ésta es, pese a las apariencias, la época del hambre y aquélla la de la abundancia.

Pero dejemos ahora las cosas de más allá d ella historia y de más allá de nuestro mundo y vengamos a las de acá. No nos hemos reunido hoy para hablar del hambre que pasa el tercer mundo, lo cual debe ser motivo de angustia, sino de los valores que tal vez está perdiendo el primero. Para volver a ello aceptemos una conclusión, aunque sea provisionalmente : que la parte animal de nuestra alma se siente a gusto en nuestro tiempo y en nuestro espacio. Que existan excepciones penosas no resta certeza a esta conclusión general. Pongamos la causa de este hecho en los avances de la técnica, en la revolución verde, etc., y tratemos de él ahora.

El alma de abajo, el alma del deseo, sabe que las cosas van bien. O que no van del todo mal. ¿Qué dice la otra ? ¿También se siente a gusto ? Si así fuera, entonces habría que convenir en que todo va bien. Antes de entrar en esta cuestión no estará de más recordar que la mejor sociedes sería, según Platón, aquella que diera satisfacción a las diferentes almas de un individuo. Si seguimos todavía a este filósofo habría que convenir también en que la sociedad presente satisface al menos una de las dos almas, pues hoy resulta bastante fácil comer, dormir y fornicar sin tener que padecer consecuencias desagradables. Hasta hace poco había individuos que se veían obligados a robar para comer y tenían que vérselas con la Guardia Civil. Hoy tienen el seguro de paro o la pensión del padre. Otros tenían que vérselas con la Santa Madre Iglesia para fornicar. Hoy pueden entregarse a las dulzuras de la carne con tal de que no se olviden de la píldora, el condón o el parche.

Todo indica que la situación es placentera para el animal que habita dentro de cada uno. Si lo es también para la otra parte, entonces es que hemos llegado al reino feliz. Entonces es que España va bien.

Alma humana

Como la primera de las almas es el asiento del deseo de seguir vivo, de conservarse, la segunda es el asiento de la dignidad. Lo es también de todo ese enjambre de pulsiones emparentadas con la dignidad, pulsiones como el entusiasmo, el orgullo, la vehemencia, la indignación por la injusticia, el desprecio de la cobardía, el odio a los abusos de la autoridad, el valor, etc. Es la parte fogosa de la personalidad. Diferenciarla de la anterior es relativamente fácil. Cuando alguien siente hambre está sintiendo algo que procede de la primera alma. Cuando siente vergüenza e indignación porque otro está hartándose de comer al lado del hambriento y no le da ni una migaja de lo suyo está percibiendo algo que sube desde su segunda alma.

La primera es animal, como queda dicho, la segunda es humana. No es que sean nítidamente diferentes, sino que una está más presente en los animales y otra en los hombres. En nosotros se hallan las dos. Y son ambas imprescindibles. Si no se satisface el hambre y el deseo sexual entonces no puede uno sentir orgullo, porque se muere, ni puede sentir odio al tirano, porque la especie puede extinguirse. En la práctica son casi siempre inseparables. Las separamos, sin embargo, en la teoría, porque todo aquel que quiera ser filósofo y todo aquel que necesita saber lo que pasa, tiene que procurar tener las ideas claras.

Pero resulta que en cuanto ambas almas se separaron teóricamente con el fin de comprender la verdad, lo que sucedió por vez primera en la obra de Platón, fue para afirmar a continuación que entre ellas dos tiene que haber jerarquía, que una es superior a la otra. Superior en valor, claro está. No parece que sea necesario decie que la inferior es el alma deseante. Luego el deseo tiene que estar subordinado a la parte fogosa del sujeto y ésta, según dice Platón, debe estar subordinada a su vez a la razón para la correcta armonía del todo. Lo mismo debe suceder en la sociedad : el ejército debe estar subordinado a la ley, a la razón, y contribuir a que la industria, la agricultura, la minería, en suma, la economía, todo aquello que es útil para que los individuos coman, duerman y forniquen en paz, obedezca a la ley y no se dedique a campar por sus respetos. El individuo y la sociedad son como un espejo frente a otro espejo.

Esta forma de ver las cosas arroja luz sobre una larga tradición europea que cuenta con más de dos mil años. Los problemas que se han planteado desde hace mucho son más o menos los siguientes : ¿Son solamente diferentes tendencias o son además contrarias ? Si son contrarias ¿es posible conciliarlas ? ¿Ha existido alguna vez una organización social y política en que haya sucedido tal cosa ? Si, como más arriba se ha dicho también, nuestro presente ha dado una mayor o menor satisfacción a los requerimientos de la primera ¿podemos alimentar una razonable esperanza de que también haya satisfecho o pueda satisfacer los de la segunda ?

Algunos responden afirmativamente a esta última cuestión. Nosotros examinaremos antes lo que sucede con el alma humana para estar más seguros de la respuesta que puede darse.

El fuego interno

Para ver más de cerca el alma humana voy a mencionar a Pascal, aquel físico y matemático que nació en 1623. Fue grande entre los grandes de su siglo, que es el más grande de cuantos han conocido los tiempos en matemáticas y física. A los 16 años ya había escribo el Tratado de las secciones cónicas. A los 18 inventó la primera calculadora. Otras obras suyas, como Sobre el equilibrio de los líquidos y Tratado sobre el peso de la masa de aire, reciben todavía el justo trato a que obliga el reconocimiento del genio, pues figuran entre las obras clásicas. A los 31 años prendió en él la vocación religiosa o simplemente se mostró con más fuerza. El resultado fue su ingreso en la comunidad religiosa de los solitarios de Port-Royal, una comunidad sin reglas fijas donde cada uno se dedicaba a la meditación, el estudio y la enseñanza. Allí escribió las Cartas provinciales, que son uno de los más insignes monumentos literarios de la lengua francesa. Puesto que no pensaba que estuviera reñido con la fe religiosa, no abandonó su trabajo científico. En la publicación de las Cartas, en la preparación de su Apología del Cristianismo, que habría sido la gran obra de su vida, y en el trabajo científico, que nunca abandonó, consumió la escasa salud de que disponía, hasta el punto de que la que muerte le alcanzó cuando tenía solamente 39 años.

¿Qué pasión alimentó Pascal durante toda su vida? ¿Pueden el estudio y la meditación empujar con tanta fuerza a un hombre que le hagan desdeñar la propia vida, superar las pulsiones del alma animal, hasta el punto de verla extinguirse y no cejar en el empeño? ¿Qué impulsos tienen tanta fuerza sobre el ánimo de los hombres? Hoy podemos dar por seguro que nadie estaría dispuesto a tanto. Por esto seguramente no entendemos la vida de Pascal. ¿O existe acaso alguna tarea que merezca que se arriesgue la vida por ella? La perplejidad es doble: al problema de saber qué puede empujar a un hombre para hacer lo que hizo Pascal se suma el de saber por qué no hay ahora hombres semejantes.

La clave de ambos problemas podría residir en unas palabras que el propio Pascal escribió. En el que hace el número 205 de su Pensamientos, donde se dedica a achacar a nuestra naturaleza débil y miserable todas las desgracias e insatisfacciones que le acaecen, declara que si un hombre que tuviera suficientes recursos económicos para sí y su familia para vivir aprendiera a vivir en reposo en su casa y en ello encontrara su gusto y contento, no hallaría ningún motivo de queja y viviría feliz. Pero esto casi nunca sucede, añade. Por eso se obligan todos al juego, a la guerra, las mujeres, los grandes empleos, los cargos, etc. No les basta, según parece, con silenciar las exigencias del animal que llevan dentro. No es que en esas cosas se halle el reposo que dicen querer, pero que en realidad no buscan y, si lo encuentran, lo repudian en seguida. Ni buscan ni quieren la paz del espíritu, sino el trabajo que cuesta conseguirla. Pasan la vida combatiendo contra los obstáculos que, una vez vencidos, hacen insoportable el reposo logrado tras haberlos vencido. Un particular, dice Pascal como ejemplo, vive entretenido porque todos los días dedica un tiempo al juego:

“Dadle todas las mañanas el dinero que pueda ganar cada día, con la obligación de que no juegue nada; y le habréis hecho desgraciado. Se dirá, quizá, que lo que él busca es la distracción del juego, y no la ganancia. Hacedle, pues, jugar por nada, y él no se apasionará, se aburrirá. No es, por consiguiente, sólo la distracción lo que él busca: una distracción lánguida y sin pasión le aburrirá. Es preciso que se enardezca él mismo, que se haga él mismo el reclamo, imaginándose que será dichoso en ganar lo que no querría que se le diera a condición de no jugar, a fin de formarse un objeto de pasión, y se excite su deseo sobre ello, su cólera, su temor, por el objeto que se ha formado, como los niños que se asustan de la cara que han pintorreado.”

Esto es, pues, lo que importa, formarse un reclamo que excite la pasión, un señuelo sobre el que disparar la cólera propia, el propio temor, las propias ansiedades, la vida toda. Todas estas cosas son, según parece, las exigencias del alma humana ¿Dónde encontrar tales reclamo y señuelo? O, mejor, ¿dónde los han encontrado los hombres que han vivido con entusiasmo, sin aburrirse y cansarse de la vida?

La primera respuesta me viene a la boca casi sin pensar : para vivir con entusiasmo es preciso antes que nada poner el alma animal por debajo de la humana, olvidarse de vivir y dedicar el vivir a otra cosa. Los griegos lo plasmaron en un proverbio admirable : “Vivir no importa, lo que importa es navegar”. Lo dijeron y lo practicaron aquellos grandes navegantes y conquistadores que se expandieron por el Mediterráneo, desde el Oriente hasta el Occidente, desde las costas de Asia Menor hasta las de Iberia. Esto fue así para los griegos, o para algunos griegos, que tal vez no lo fue para todos sin excepción. Pero dejando a aquellos hombres de lado, hay que preguntarse si existe en verdd algo capaz de arrastrar la vida hasta el punto de olvidarse de ella y de sus cuidados. ¿Cómo sería posible vencer el ánimo del salvaje de Rousseau ? ¿En una sola cuestión : dónde están las fuentes del entusiasmo ?

Mencionar a los griegos no ha de ser en vano. La moral de la antigua sociedad aristocrática, descrita en Homero, Píndaro, Teognis y otros autores. Son obras con las que se inicia la literatura europea. En ellas se reflejan con suficiente claridad los valores que movían a aquellos hombres.

Antes de la era democrática la sociedad griega tradicional, fundado su poder en la religión y construida al modo de una iglesia, disponía de una autoridad casi total sobre sus miembros. La ciudad podía disponer, cuando lo juzgase conveniente, de la fortuna de los individuos: podía ordenar a las mujeres entregar sus joyas, a los olivareros ceder su aceite o a los acreedores sus deudas. También disponía de su persona: el servicio militar obligaba a los ciudadanos atenienses hasta que cumplían los 60 años, a los espartanos siempre. De su vida privada: una ley ateniense llegó a prohibir que los individuos se mantuvieran célibes. Podía ordenarse militancia política: la neutralidad se castigó en ocasiones con el destierro y la confiscación de bienes en los tiempos de las discordias atenienses. La ciudad se consideraba con derecho a hacerse cargo de la educación de los hijos: «los padres, decía Platón, no deben tener la libertad de enviar o no a sus hijos a aprender con los maestros escogidos por la ciudad, ya que los niños pertenecen más a ésta que a sus padres» (Citado en Coulanges, 197. V. F. de Coulanges, págs. 195 y ss.)

Oponerse al orden político de la ciudad era oponerse a su orden religioso, pues el segundo justificaba la bondad y necesidad del primero. En realidad eran un solo orden. Junto a la religión, otro pilar de la organización era la institución familiar. En su interior aprendía el individuo a no ser nada por sí mismo y a esperarlo todo de sus antecesores y sucesores. No importaba que los primeros no vivieran ya y que los segundos no hubieran nacido todavía. Los lazos que unían a todos, vivos, muertos y no nacidos, no eran propiamente biológicos. En verdad la biología es un mero pretexto de las relaciones entre hombres. En caso contrario, la hermana podría haber sido tan importante como el hermano. Tampoco eran psicológicos, pues, si hubieran dependido del afecto, el padre podría haber cedido su herencia a la hija en caso de haber sentido más inclinación por ella. Ni eran lazos impuestos por la fuerza, pues con la fuerza se habrían destruido. En la creencia de las gentes los vínculos familiares venían establecidos por algo mucho más fuerte que todo eso: la religión. La unión familiar era una unión religiosa.

Luego el orden político de la ciudad, la institución familiar y la religión constituían el trípode sobre el que reposaba el universo moral antiguo. Su peculiar ensamblamiento, por otro lado, tenía que producir un sistema de actitudes y expectativas en los hombres que nosotros, tras haberlo perdido hace ya varios siglos, estamos lejos de imaginar siquiera.

Los valores más importantes de aquella sociedad se pueden condensar bajo los siguientes epígrafes :

La idea de la muerte.- Los antepasados yacían enterrados a pocos metros de la casa familiar. Allí reposaba su alma, inseparable del cuerpo incluso después de muerto y allí había que dedicarles sacrificios y ofrendas periódicamente, porque de ello dependía que su existencia en el más allá fuera feliz. A cambio se esperaba de ellos protección de las enfermedades, defensa de las desgracias, buenas cosechas, etc. El que faltara a estos deberes con los difuntos corría el riesgo de que éstos se convirtieran en espíritus malignos dispuestos a causar daño a los familiares vivos y se exponía a que sus hijos no los cumplieran con él cuando le llegara el turno y a quedar por tanto condenado a la infelicidad en la otra vida. Esa estructura de obligaciones y derechos, ese contrato establecido por la religión entre el más acá y el más allá, tenía la virtud de estrechar los lazos entre las generaciones, haciendo contemporáneos y solidarios a todos los miembros de la familia, vivos y no vivos. Más que destruir esas relaciones, la muerte las afianzaba. ¿Cómo evitar el sentimiento de pertenecer a una unidad más amplia que la meramente sensible y presente?

La responsabilidad moral.- Las dos virtudes máximas a que puede aspirarse en una sociedad aristocrática, como la de Grecia antigua, son la elocuencia y el valor, que se ejercen en la política y en la milicia. En ambos terrenos, los hombres son siempre vencedores o vencidos. Luego, por encima de cualquier otra consideración, el éxito y el fracaso son lo verdaderamente importante. El primero es bueno y el segundo malo. ¿Qué importancia puede tener lo demás a la hora de enjuiciar una acción? ¿Las buenas o malas intenciones? Son humo y no cuentan. El triunfo trae consigo la fama, que es la suprema aspiración. El fracaso la humillación. Pero éxito y fracaso no son cosas que dependan directamente de las acciones que los hombres ejecutan para lograrlos, pues por mucho que se dispongan en orden al fin deseado, siempre hay un margen demasiado abierto a la intervención de la fortuna. En consecuencia, no es sorprendente que se atribuyan a la voluntad de un poder superior que no permite a los hombres remontar su condición. Lo dice con claridad y amargura uno de los más conspicuos representantes de esta moralidad, Aquiles:

«porque los dioses han tejido el hilo de la desgraciada humanidad de tal suerte que la vida del hombre tiene que ser dolor, mientras ellos viven exentos de cuidado» (Citado en Dodds, o. c., pág. 40)

En realidad, esto añade poco a lo que se ha indicado un poco más arriba acerca de la responsabilidad por los premios o castigos del más allá. El mismo sentir hay acerca del resultado de la lucha política o militar, y el de la vida misma. Si el bienestar de ultratumba depende de la conducta que observen los sucesores, las propias acciones importan poco para sufrir o gozar tras la muerte. Importa, sí, tener hijos. Por eso el celibato, o morir sin ellos, son una funesta desgracia. Importa ser y hacer familia. Nadie se pertenece a sí mismo, sino a la institución. El sentido de la conducta propia, siempre que no altere estos principios, carece de interés.

Una moralidad tal libera a los hombres que creen en ella de la responsabilidad por sus acciones. Como indican las palabras de Aquiles, las causas y efectos de los actos humanos no dependen de los hombres. Así lo declara también Agamenón, de cuyas palabras he echado mano en otra ocasión.

Los nobles (kalókagathoi).- Luego el sentido moral del momento no pone a los hombres frente a la responsabilidad por lo que hacen u omiten. No sienten remordimientos por lo que hacen. Tienen vergüenza, pero solamente si fracasan en sus empresas. Y orgullo si triunfan. Ambos sentimientos afectan solamente a unos pocos, pues solamente unos pocos pueden fracasar o triunfar. No es posible universalizarlos a toda la humanidad, porque el sentirlos implica desigualdad y la universalización de hechos y sentimientos como los mencionados implica igualdad. Para que existan es necesario que haya un grupo cerrado de hombres superiores, de hombres acerca de los cuales se piensa que son mejores que los demás, dueños de valores de que carecen todos los otros. Estos son los nobles. Los nobles son además los hacendados y los hacendados lo son por su herencia, no por su trabajo. No se heredan meramente los bienes materiales, que son únicamente la cáscara externa de cosas no económicas. Se hereda la virtud, la valentía, el culto a los antepasados, la distinción, la autoridad sobre la familia y los siervos, la ecuanimidad para impartir justicia, la generosidad, el riesgo, la belleza física, etc. Hasta la belleza física es un atributo valioso de las clases nobles. En muy contadas ocasiones tienen en cuenta las epopeyas antiguas a los miembros de las clases inferiores. Quizá solamente una vez aparece uno de ellos en la Iliada, en el Canto II. Se trata de Tersites, un hombre que no tenía las dotes de orador de Aquiles, Agamenón, Diomedes, etc. Cuando hablaba no sabía poner freno a su lengua. Además era feo, bizco, cojo, tenía los hombros corcovados y contraídos sobre el pecho, la cabeza puntiaguda y el pelo ralo. Todo esto le hacía aborrecible. Se diría que no podía decir verdades por causa de ello. O que no importaban las verdades. Cuando una vez habló en la asamblea queriendo convencer a los aqueos de que abandonaran el asedio de Troya y volvieran en paz a su patria, recriminando al que empujó a todos a la guerra, a Agamenón, que quisiera juntar más botín y mujeres y que con ese fin no dudara en causar males a sus propios seguidores, Ulises hubo de darle un golpe en la espalda para que se callara, lo que hizo que todos los demás rieran con gusto en lugar de darle la razón y ponerse de su lado. La aparición de Tersites tiene la finalidad de servir de fondo sobre el que resalten con más fuerza las virtudes de los nobles, los bienes y valores de las sociedad. Los nobles son más virtuosos y más hermosos. Los villanos no son una cosa ni la otra. Ese es el sentido que tienen las palabras españolas todavía en nuestro tiempo. Y no es en vano.

Los nobles reciben en herencia los bienes materiales, pero con éstos reciben en depósito una organización social y moral estable cuyos principios son, en la creencia de todos, creados directamente por los dioses y, por tanto, eternos e inmutables. Luego nadie puede considerarse dueño o creador de algo, sino sólo depositario de todo aquello, material, social y espiritual, que en un momento dado administra. Ese exclusivismo moral, que selecciona a unos hombres como los buenos por nacimiento es el mismo que hace reposar sobre ellos la autoridad política que necesita el orden social para mantenerse. De ahí que la riqueza material vaya acompañada del prestigio social y moral y que, en definitiva, la economía sea política.

En esta forma de vida se tiene en más la estima pública y privada que la paz de la conciencia interna. En rigor la conciencia no existe todavía. Para que nazca tienen que derrumbarse muchas instituciones y muchas costumbres. Muchas cosas nuevas tienen que suceder para que estos hombres encaren sus actos y se sientan responsables de ellos. Entre otras cosas, es preciso que se disuelvan los grupos de nacimiento, que los dioses antiguos dejen de existir, que las clases sociales se confundan y los individuos, aislados unos de otros, no tengan a donde mirar excepto a sí mismos. Pero esto no ocurrió en Grecia. Lo atestigua Tucídides, que en su Historia de la guerra del Peloponeso recoge la llamada Oración fúnebre de Pericles. El orador declara que los atenienses del momento no tienen necesidad de un Homero que cante sus hazañas, porque “nos bastará con haber obligado a todo el mar y a toda la Tierra a ser accesibles a nuestra audacia, y con haber dejado por todas partes monumentos eternos en recuerdo de males y bienes”. Obsérvese cuidadosamente : “de males y de bienes”. Parece evidente que no reparaban en las consecuencias en que repararíamos nosotros hoy para elogiar una acción. Lo que importa es haber dado muestras tales de audacia que hayan bastado para forzar a la tierra y al mar a doblegarse. Lo que importa es haber demostrado la propia superioridad.Es que existen una conciencia externa y otra interna. La primera caracteriza a las sociedades aristocráticas y desiguales, asentadas sobre la familia y opuestas a la visión individualista de la vida. La segunda a las sociedades democráticas e igualitarias, que diluyen el sentimiento de pertenencia al grupo y hacen que emerja el individuo. Mirada con los ojos de las sociedades igualitarias, la perspectiva adoptada por las sociedades aristocráticas es de total irresponsabilidad moral. De aquí se deduce que las sociedades igualitarias cargan sobre la espalda de los individuos el peso de la responsabilidad impidiéndoles, al hacerles sentir que dependen de sí, que miren hacia otro lado.

Hay mucho que decir sobre la responsabilidad moral y sobre la ausencia de responsabilidad moral entre los hombres del pasado. Cuando los móviles eran fuertes, tanto que bastaban para llevarse consigo la vida entera de una persona, no importaban mucho los obstáculos que se cruzaban en el camino, fueran de la índole que fueran. Cuando todos los aqueos están inclinándose por abandonar la lucha y volver a su casa y a su paz, Diomedes se vuelve contra ellos y les dice que pueden hacer lo que su cobardía les dicte, que él continuará batallando contra los troyanos para adquirir más gloria y fama.

Puede cambiarse el escenario de la historia y encontraremos móviles semejantes. En su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, se dirige Bernal Díaz del Castillo a la Fama para explicarle el resultado de las andanzas de los españoles que fueron con él a América y los móviles que les empujaron a hacerlo :

“… hágoos, señora, saber que de quinientos y cincuenta soldados que pasamos con Cortés desde la isla de Cuba, no somos vivos en toda la Nueva España de todos ellos, hasta este año de mill y quinientos sesenta y ocho, que estoy trasladando esta mi relación, sino cinco, que todos los más murieron en las guerras, ya por mí dichas, en poder de indios, y fueron sacrificados a los ídolos, y los demás murieron de sus muertes ; y los sepulcros que me pregunta dónde los tienen, digo que son los vientres de los indios, que los comieron las piernas e muslos, brazos y molledos, y pies y manos y lo demás fueron sepultados, e su vientre echaban a los tigres y sierpes y alcones, que en aquel tiempo tenían por grandeza en casas fuertes, y aquellos fueron sus sepulcros, y allí están sus blasones. Y a lo que a mí se me afigura con letras de oro habían de estar escritos sus nombres, pues murieron aquella crudelísima muerte por servir a Dios y a Su Magestad, e dar luz a los questaban en tinieblas, y también por haber riquezas, que todos los hombres comúnmente venimos a buscar” (página 607)

La religión, la política y el “haber riquezas, que todos los hombres comúnmente venimos a buscar”, son los móviles que empujaron a aquellos hombres. ¿No son los mismos móviles que empujaron a los griegos ? Y están enumerados con el mismo candor. A nosotros no nos resultan admisibles.


 

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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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