Renacimiento

1. Precisiones sobre el Renacimiento

Pocas épocas de la historia han logrado que la visión que se forman sobre sí mismas consiga traspasar los límites de su tiempo y convencer a los siglos siguientes. El período que abarca los siglos XV y XVI ha sido una de ellas. Los hombres cultos de ese tiempo tuvieron la plena convicción de estar promoviendo una verdadera resurrección de la vitalidad filosófica, científica, artística… de Grecia y Roma, y para expresarlo asignaron a su edad el nombre de “Renacimiento”, por cuya virtud la vasta extensión de siglos que les separaba de la Antigüedad Clásica quedó relegada a simple etapa intermedia y oscura entre los tiempos clásicos y los modernos. Nunca tuvo un término tanta fortuna, pues así contribuyó a la fijación de un esquema tripartito de edades -Antigua, Media y Moderna-, que todavía perdura.

Pero el hecho de que los que a sí mismos se llamaron renacentistas creyeran vivir en un mundo nuevo no les da sin más la razón. Los Estados, la técnica, la economía, el arte, los modelos de sociedad…, no son cosas que surgen de la nada. Lo mismo puede decirse del humanismo, la ciencia, la filosofía y las relaciones entre ellos, que es el tema que aquí nos trae, a cuyo respecto examinaremos los dos puntos de vista que compiten para explicarlo: el de quienes hacen hincapié en algo indiscutible: el casi total estancamiento del pensamiento filosófico y científico durante el siglo XV y la mayor parte del XVI, que conectan con el humanismo renacentista, y el de quienes sostienen que dicho humanismo propagó el ambiente necesario para el extraordinario desarrollo que la ciencia y la filosofía experimentaron a partir del siglo XVII, el llamado siglo del genio.

Los que defienden la primera posición no dicen que el humanismo de la época sea la causa del declive de la filosofía y la ciencia, porque saben que dicho declive se inició antes del advenimiento del humanismo y que, en consecuencia, la filosofía y la ciencia medievales se debilitaron por sí solas y no por los ataques de las ideas del Renacimiento. Afirman más bien que el humanismo fue un factor negativo por haber significado la pérdida del afán especulativo y teórico. La filosofía y la ciencia habrían sufrido una larga pausa de siglo y medio, que habría sido rellenada por los estudios de humanidades, y lo poco que hubiera quedado de ellas habría perecido bajo las voces de literatos, profesores, retóricos e imitadores de los antiguos, para quienes hacer geometría no era sino traducir a Euclides, estudiar geografía glosar a Ptolomeo, practicar la medicina traducir a Hipócrates o Galeno… Sin poesía ni pensamiento, la etapa renacentista habría sido un período estéril que los historiadores de la filosofía y la ciencia pueden pasar por alto sin remordimiento alguno[i]. A ese factor se habría sumado la influencia ejercida por la escasa filosofía existente en este período, que se preocupó únicamente de dos temas -en realidad uno solo-, la Naturaleza y la Vida. Por causa de ella los renacentistas concibieron la naturaleza entera como un ser vivo: todas las cosas, ya se trate de piedras, metales, aire, fuego…, eran para ellos cosas animadas, y el universo en su totalidad un río eterno bifurcado en corrientes que se entrecruzan y luchan entre sí para venir a parar a un único océano de vida. Fuerza vital que se propaga[ii], la naturaleza estaba muy lejos de ser un sistema lógico de leyes inteligibles. Por todo ello es posible defender que el siglo XVII tiene más cosas en común con la filosofía y la teología del medievo, que rechazaron toda suerte de magia, astrología u ocultismo, que con el espíritu renacentista, que fue enemigo de la religión medieval precisamente en estos puntos. Al menos fue así en pensadores tan representativos del XVII como Descartes y Galileo, pensadores poco o nada interesados por el colorido, bullicio y variedad que presenta la naturaleza y mucho por hallar el orden lógico que la rige.

Los partidarios del segundo punto de vista[iii] se niegan a ver en el humanismo un fenómeno exclusivamente literario y profesoral opuesto al pensamiento naturalista especulativo de la ciencia y la filosofía. Ven con razón que un contraste como ése sólo sirve para dar por inaugurada la división entre las letras y las ciencias y se esfuerzan por presentar el humanismo como un desplazamiento de los saberes en favor de las entonces llamadas disciplinas lógicas -gramática, retórica, dialéctica…- y morales. La reactivación de la ética como norma para hacerse a sí mismo, de la política como norma para regir el Estado, de la economía como herramienta para administrar la casa…, del pensamiento práctico en definitiva, hicieron que la atención de los humanistas se centrara sobre las técnicas: pintura, arquitectura, ingeniería militar, ingeniería agrícola… Más que el entendimiento de las cosas pareció preocuparles su construcción. No percibieron que ese interés apuntaba directamente a Platón, el diseñador, en el Timeo, de una machina mundi, un modelo del mundo según medida, pero habrían contribuido a socavar la autoridad de Aristóteles oponiéndole el espíritu del maestro.

2. Contra Aristóteles.

Sea suficiente por ahora poner de manifiesto que ambas posturas coinciden en afirmar que el nuevo y flamante pensamiento científico del XVII fue heredero de un espíritu antiguo, el espíritu que veía el mundo como una máquina. De él habían participado Platón y Demócrito, si bien desde perspectivas opuestas, y a él había enfrentado Aristóteles un sistema filosófico consistente. Esta inesperada confrontación, que asocia a Platón y Demócrito contra Aristóteles, es más provechosa que la que opone a los antiguos y a los modernos. Nos atendremos a ella en lo que sigue para comprobar cómo una necesidad interna va engarzando en torno suyo las nuevas ideas de la filosofía y la ciencia. Pero con ello no haremos nada nuevo, pues la contraposición ya existía desde antiguo y nunca se ha extinguido. El genio de Aristóteles, cuya filosofía es el opuesto llamado a ser barrido por el viento de la historia, supo verlo con asombrosa clarividencia[iv].

La alternativa mecanicista concibe los seres, cualesquiera que ellos sean, como compuestos de partes. Un organismo, por ejemplo, consta de órganos, éstos de tejidos, los tejidos de células, las células de otros componentes menores, como al aparato de Golgi o el núcleo, éstos a su vez de moléculas y las moléculas de átomos…, hasta llegar a las partes últimas, más allá de las cuales se espera que la materia ya no sea divisible. Una vez que se ha procedido por este método analítico de sucesivas dicotomías, se pensará el conjunto sólo como la suma de sus elementos y las propiedades de éstos como las únicas condiciones necesarias y suficientes de la estructura de aquél.

Ésta es una concepción materialista, dice Aristóteles, pues equivale a entender la naturaleza desde la materia. Lo que liga a las partes entre sí es una necesidad de la misma índole que la de las matemáticas: “Ya que la línea es lo que es, es necesario que los ángulos del triángulo sean iguales a dos rectos; pero no a la inversa, la verdad de la consecuencia (no) trae consigo la verdad de la hipótesis”[v]. La conexión entre el antecedente y el consecuente es debida a la contingencia, porque no existe por un fin.

La segunda alternativa tiene en cuenta el objeto como una totalidad autónoma dotada de sus propias actividades y funciones y los elementos que lo componen como órganos que deben ser tenidos en cuenta por su aportación al mantenimiento de la totalidad.

Las cosas suceden aquí de manera inversa, según Aristóteles: donde no existe un fin de la acción, ésta sucede sin orden alguno, pero donde sí existe las cosas se van sucediendo en orden a él. La causa final explica los pasos intermedios. Si ésta desaparece del ámbito de la explicación, las partes quedan ligadas entre sí por la contingencia y se retorna al mecanicismo y al materialismo.

3. Ciencia y filosofía.

Aristóteles, que representó siempre la segunda posición, nunca llevó su teoría hasta el extremo de negar la importancia de la necesidad. Simplemente afirmó que la forma “es más naturaleza que la materia, pues cada cosa se dice ser lo que es más bien cuando está en acto que cuando está en potencia”[vi] y que “donde hay finalidad, el efecto no llega a existir sin las cosas que tienen naturaleza necesaria, pero no existe por ellas (si no es a título de materia), sino por un fin”[vii]. El influjo de estas ideas, extendidas desde la biología a la física, fue tan profundo que ninguna explicación de la realidad fue capaz de prescindir de ellas durante muchos siglos. Pero la ciencia moderna se inclinó decididamente por la primera opción, lo que no pudo ocurrir sin enfrentamiento. Galileo comprendió con razón que las nuevas ideas sólo podrían instaurarse una vez que la filosofía de Aristóteles hubiera sido derrotada en todos los frentes. Las resistencias que el pensamiento científico encontró en los albores de la Edad Moderna procedieron sobre todo de su concepción geométrica de la realidad, que no tenía en cuenta la causa final. Descartes habría de ser el filósofo que mejor encarnara esta tendencia.

La ciencia fue conservadora por elegir este camino, pues fue en gran medida una continuación de la filosofía antigua. No pasó lo mismo con la filosofía, que, por centrar prácticamente todo su esfuerzo en las funciones cognoscitivas del sujeto, abrió un camino apenas entrevisto por los antiguos. Se convirtió en teoría del conocimiento. De esta manera continuó una orientación propia del Renacimiento: tomar como punto de partida la conciencia de sí. Ahí reside el más fuerte contraste entre la filosofía moderna. y la griega. Para los filósofos griegos la teoría del conocimiento era una disciplina de la metafísica. Si escribían tratados sobre el alma y sus facultades cognitivas, era solamente después de haberlos escritos sobre el universo, porque concebían las cuestiones sobre la capacidad cognitiva del sujeto como una consecuencia que derivaba de su concepción general sobre la realidad o como un apartado que engarzaba con naturalidad en ella. Pero la filosofía moderna abandona el amplio campo de las cosas para recogerse en el huerto reducido del sujeto, donde la pregunta relevante no es cómo conocemos, sino cómo es que conocemos algo. No debe olvidarse que esta filosofía no comienza propiamente con el racionalismo de Descartes, sino con el escepticismo de Montaigne (1533-1592). Por eso no se escriben libros de filosofía sobre la naturaleza de las cosas, sino sobre el entendimiento o sobre el método. Sólo muy tardíamente se atreverán algunos filósofos, como Hegel en el siglo XIX, a irrumpir en el territorio del ser, pero también sobre ellos pesará de forma muy clara esta nueva orientación. Los auténticos herederos de la vieja metafísica griega son las ciencias, porque ya desde su comienzo evidenciaron su propósito de ocuparse del ser sin preocuparse del sujeto que lo piensa.

El contraste sigue siendo agudo cuando se compara el mundo moderno con la Edad Media, pero en ella hay ya alguna anticipación de lo nueva vía. A lo largo de todo el medievo se cifró la cumbre de todo saber en el ser trascendente, pero ello no fue obstáculo para ir advirtiendo la posible existencia de un contenido inmanente a la conciencia que lucha por adquirir claridad. Cuando este pensamiento general se situó en primer plano puede decirse que dio comienzo la Edad Moderna en filosofía. Sucedió ya con Nicolás de Cusa (1401-1464), ese filósofo colocado como pocos en la raya de dos territorios. El contraste, pues, no fue tan fuerte. El hecho crucial fue no ver las cuestiones sobre el conocimiento como algo secundario y especial dentro de la filosofía, sino transformarlas en un ímpetu creador fundamental sobre el que hacer reposar todo el conjunto intelectual y moral de la época. Es entonces cuando puede decirse con todo rigor que fue alumbrada de pleno derecho la teoría del conocimiento. Ello indica bien a las claras el abandono de aquella ingenuidad natural que pretende ver el espíritu del hombre directamente imbricado en las cosas y, al igual que la reflexión de la luz en los espejos exige una explicación, pues su existencia no es sin más inobjetable, del mismo modo la existencia de un ser que conoce, por más cotidiana y natural que se nos antoje, es un hecho admirable que requiere ahora la mirada atenta del filósofo.

Pero esta vuelta sobre el sujeto no siguió un camino recto. Ya San Agustín (354-430) había descubierto el yo cuando puso la voluntad, el sentimiento y el alma por encima de las cosas relativas al espacio y al tiempo, de los datos de la percepción y del conocimiento objetivo. En esto podría tal vez considerársele un moderno, pero hay una diferencia esencial: la Edad Moderna trata de descubrir el intelecto puro en una naturaleza que previamente ha concebido como una existencia independiente, por lo cual la búsqueda del yo no es netamente distinta del estudio del espacio o el tiempo y de la investigación empírica. Esta tarea sigue la estela del Cusano, ya citado. A ella no es tampoco ajeno el escepticismo de Montaigne, como tampoco lo son el racionalismo y el empirismo. Y, por lo dicho, tampoco es ajena la propia ciencia natural, por más que hayaolvidado posteriormente su origen y, continuando la metafísica antigua, haya vuelto su atención sobre el ser. En los sistemas de Kepler o Galileo no se trata ya de dirimir la confrontación entre el empirismo y el racionalismo, o entre la percepción y la idea, pues su metodología científica supera esta vieja cuestión, sino de algo más profundo, que tiene que ver con un radical cambio de rumbo en la metafísica, aunque pase desapercibido para Kepler y Galileo: si hay que decidirse por una concepción sustancial de la naturaleza, como venía siendo necesario hasta el momento, o por otra relacional. En esos términos expresaron ellos la polémica y por esos cauces discurrió más tarde la filosofía moderna[viii]. Repárese en el ejemplo de la discusión acerca de las manchas solares. Para defender la naturaleza inmutable de los cielos, hubo quien argumentó que las manchas no podían proceder del Sol, pues, siendo éste por naturaleza el más luminoso de los cuerpos, no podía causar lo contrario de la luz, que es la oscuridad. Así se pretendían deducir contrapruebas empíricas de una definición esencial. Galileo replicó que nuestro entendimiento sólo puede discurrir sobre fenómenos, cuyas relaciones forman un conjunto necesario al que es imposible acceder desde las esencias o naturalezas incondicionadas o absolutas de las cosas. En esto consiste la renuncia a la concepción sustancial del universo, renuncia que era en realidad una opción por una cierta clase de conocimiento. Una vez que se entiende la materia como lo concreto, el poder de la razón es nulo para dominar los objetos uno tras otro. Éste es el conocimiento extensivo propio de la concepción sustancialista, que tenía que conducir por fuerza al escepticismo. Pero si lo que se busca es un conocimiento cierto, tiene que ser intensivo, y entonces tenemos en la matemática el ideal, el modelo de certeza absoluta que no tiene siquiera que acudir al tribunal divino para confirmarse. En otras palabras, si buscamos lo absoluto en lo exterior se nos escapará, pues para nosotros no hay conocimiento de lo absoluto, pero si lo buscamos en las verdades fundamentales del espíritu, de las que las matemáticas son un modelo excelente, entonces, aunque no accedamos a lo absoluto, sí habremos adquirido un conocimiento absolutamente cierto[ix]. Se vislumbra con claridad un nuevo concepto de naturaleza, alque no es ajena la razón. Ésta es la diferencia esencial con respecto a San Agustín.

Es coherente con esto el hecho de que no fue la observación lo que hizo que naciera la ciencia moderna. La teoría heliocéntrica tuvo lugar antes de la invención del telescopio. Muchas novedades introducidas por Galileo en la física son deliberaciones sobre lo que ocurriría si se dieran tales o tales otras circunstancias, lo cual, por sustituir el experimento real por el imaginario, es confiar a la fuerza de la mente la conexión entre los datos empíricos. El verdadero cambio tuvo lugar en la mente del científico, porque lo más difícil para el pensamiento es siempre la tarea de manejar un conjunto de datos ya conocido y situarlos en una nueva estructura. Una vez sustituidas las antiguas estructuras por las modernas, éstas devinieron naturales para sus sucesores, hasta el punto de que ahora resulta difícil entender cómo fue posible que las cosas que hoy aprenden los niños en las escuelas pudieron ser en su momento obstáculos casi insuperables para mentes tan poderosas como las de Galileo, Kepler o Descartes. Pero las viejas estructuras se asentaban sobre el enorme engranaje de razones de la filosofía de Aristóteles. Era ante todo la explicación del movimiento local, un hecho natural que, por simple que parezca, es una de las vallas más grandes que se han interpuesto en el camino del pensamiento humano, tanto que es verosímil que Galileo no llegara a superarla del todo. No era tanto un obstáculo por sí mismo cuanto por la filosofía de Aristóteles. Hasta tal punto fue así que hubieron de ser las dificultades surgidas de dicha filosofía las que ocasionaran las nuevas estructuras mentales que hoy aprenden los niños en las escuelas. Examinaremos con algún detenimiento este punto para comprender mejor el alcance y significado de estas afirmaciones, para lo cual no es necesario más que seguir el orden del tiempo:

4. La teoría del impetus

Los físicos del siglo XIV ya habían sentido la necesidad de hallar una solución satisfactoria a las siguientes anomalías de la teoría aristotélica:

  1. Puesto que un cuerpo sólo se mueve cuando es movido por otro y la flecha ya no es impulsada por nada cuando abandona el arco ¿por qué ésta no se detiene inmediatamente? ¿A quo moventur proiecta? Aristóteles había respondido que el proyectil no pierde contacto realmente con el movedor: puesto que el vacío no puede existir, el hueco que la flecha abre en el aire se rellena de inmediato, produciéndose una especie de remolino que la empuja por detrás. La experiencia contradecía esta explicación, pues un hilo que se atase al extremo de la flecha debería ir delante de ella.
  2. ¿Por qué motivo aceleran los cuerpos cuando se mueven en caída libre, pues entonces tampoco hay nada que les empuje? Aristóteles había dicho que la menor distancia al punto de llegada acelera al cuerpo precisamente por hallarse más cerca de su lugar natural, lo cual no cuadraba tampoco con la experiencia, porque, de dos cuerpos que caen, se mueve a mayor velocidad el que se halla más lejos de su punto de partida.

Para dar respuesta a estos problemas, los escolásticos parisinos del siglo XIV idearon la doctrina del impetus. Pensaron que los cuerpos adquieren impetus cuando se les imprime un movimiento, y que, como una barra de hierro calentada al rojo vivo se enfría progresivamente, lo van perdiendo poco a poco, hasta que desaparece totalmente y entonces se detienen. Eso explica que se mueva un proyectil cuando ha perdido contacto con su motor, que los cuerpos aceleren en caída libre, pues en el movimiento hacia abajo el impetus aumenta en lugar de disminuir… También se explica que, puesto que el impetus es mayor cuanto mayor es la densidad de la materia, un objeto más pesado llegue en ocasiones más lejos, y que, por necesitar un cierto tiempo para “calentarse” o coger impetus, un objeto lanzado desde una distancia corta se mueva a menos velocidad que si es lanzado desde una algo más larga y que su efecto destructivo sea mayor…

5. Copérnico.

Nicolás Copérnico nació en Thorn (Polonia) en 1473. Estudió en Cracovia, Bolonia, y Padua. Se doctoró en leyes en Ferrara. En 1512 compuso el Commentariolus, que contenía un bosquejo de su sistema. Circularon sólo algunas pocas copias de él. El De revolutionibus orbium coelestium libri IV se publicó el año de su muerte, en 1543.

Su teoría heliocéntrica vio la luz en 1543, pero no bastó para cambiar los antiguos modos de pensar, porque el espíritu que la animaba era más vecino de ellos que de los de la ciencia moderna, a cuya aparición contribuyó sin embargo tan poderosamente. La personalidad de Copérnico, un canónigo católico de la católica Polonia, incitaba poco a la rebelión, y el universo presente en su De revolutionibus orbium coelestium es antiguo y medieval, pero en modo alguno moderno. Seguía siendo finito, y las viejas estructuras mentales sólo saltarían por los aires cuando se admitiera su infinitud. Debió pensar acertadamente que una entidad material infinita restaba alguna dignidad a Dios. Con todo, la obra de Copérnico suscitó conflictos importantes a finales del XVI. Si no infinito, su universo tenía que ser inmenso[x], pues de otro modo ¿cómo explicar que, si la Tierra se mueve alrededor del Sol, las estrellas no varíen su posición con respecto al observador situado en ella? La magnitud que atribuyó al radio de la esfera universal es muy modesta para nuestros actuales cómputos, pero resultó increíble en su tiempo. Mayor problema ocasionó todavía admitir que la Tierra gira de Oeste a Este, pues cabía objetar que una piedra que se deje caer tiene por fuerza que quedar rezagada, una bala de cañón debe llegar más lejos si se dispara hacia el Este…, lo cual es manifiestamente falso. No fue él quien hubo de hacer frente a todas las objeciones, pues no había dicho que las cosas ocurren realmente como dice la teoría, sino que si se acepta hipotéticamente que ocurren así, entonces todo se explica con más exactitud. Fueron sus sucesores, que encontraban muchos inconvenientes en el sistema aristotélico y ptolemaico, quienes se vieron en la necesidad de abandonarlo y solucionar esas y otras dificultades. Uno de ellos fue Tycho Brahe (1546-1601), que, convencido de que el firmamento no debe observarse sin antes contar con hipótesis, buscó un compromiso entre Copérnico y Ptolomeo que, según creía, podría ser valioso para salvar las apariencias, es decir, los datos de la observación empírica. Propuso la tesis de que algunos planetas giran en torno al Sol, en tanto que éste y su sistema planetario entero lo hacen en torno a la Tierra inmóvil. No fue, por supuesto, esta suposición lo que le hizo merecedor de un puesto en la historia de la astronomía, sino, paradójicamente, el enorme cúmulo de datos empíricos de que hizo acopio.

Aunque su importancia sólo empezó a notarse cincuenta años después de ser promulgada, la teoría de Copérnico ejerció una influencia más honda que la que puede percibirse por la mera enumeración de estos hechos. Hasta entonces la Tierra había sido, en contraste con la perfección inmutable de las esferas celestes, el habitáculo de todo lo despreciable e imperfecto, que sólo el concepto religioso de la redención contribuía a justificar. La visión de la naturaleza colocaba al hombre en el estrato inferior de la realidad. La religión acudía a redimirlo atribuyéndole una posición privilegiada y afirmándolo como un sujeto de fines. Cuando el heliocentrismo se aceptó como la verdadera realidad del firmamento, y no ya como una mera hipótesis, se comprendió que encerraba en su seno un violento contraste con el aristotelismo y, lo que fue más grave aún, con la religión, como supieron ver claramente los que procesaron a Galileo. Esta situación ha sido descrita con fuerza por Goethe: “Tal vez no haya conocido la humanidad una sacudida tan grande. ¡Cuántas cosas se esfumaban y convertían en humo, ante este reconocimiento! Un segundo paraíso, un mundo de inocencia, la poesía y la devoción, los testimonios de los sentidos, la convicción que infundía al hombre una fe poético-religiosa: no era extraño que las gentes se aferrasen a todo esto, que no quisieran verlo derrumbarse, que se opusieran por todos los medios a semejante teoría, que autorizaba e incitaba a quien la profesase a una libertad de pensamiento y a una grandeza de intenciones hasta entonces inauditas e insospechadas”[xi]. Con esa nueva perspectiva se daba al individuo la posibilidad de fortalecer la conciencia moral de sí mismo y de sentirse capaz de comprender todo el orden del universo, pues se le garantizaba la unidad entre éste y su entendimiento. Así lo sintió Pascal (1623-1662) al decir que el hombre no es apenas nada por su cuerpo frente al universo, pero que su por su mente es capaz de abarcarlo en toda su extensión. Esto permite decir que el sistema copernicano no fue una simple descripción de los movimientos planetarios, sino que trastornó profundamente el anterior contenido del conocimiento, renovó el concepto de la naturaleza y cambió incluso las ciencias del espíritu.

6. Kepler.

Johannes Kepler nació en 1571 en Weil (Württemburg). Fue ayudante de Tyho Brahe en Praga. Su obra más importante es Mysterium Cosmographicum, publicada en 1596. Fue el primer astrónomo que defendió el sistema copernicano. Murió en 1630.

Kepler era un extraordinario matemático que había heredado de su maestro, Tycho Brahe, el mayor material empírico de la astronomía de su tiempo. Creía que la Tierra es un gigantesco imán colocado en el centro de un campo magnético, motivo por el que está sometida a un movimiento circular. Había comprobado por sí mismo que la irregularidad del movimiento de los planetas es sólo aparente. Estaba guiado por un fervor casi religioso por conocer la melodía que producen las esferas cristalinas al girar. Por todo esto estaba capacitado como nadie para abandonar la antigua astronomía. Se entregó a la búsqueda de todas las combinaciones armónicas en que pudieran expresarse cumplidamente los pentagramas de la melodía celestial y estaba convencido de que la melodía tenía que poderse escribir en fórmulas matemáticas. Sus tres leyes dan prueba de este espíritu:

  1. Una elipse explica el movimiento de los planetas mejor que un círculo.
  2. Si se traza una línea imaginaria desde cualquiera de los planetas hasta el Sol, la línea describe áreas iguales en tiempos iguales.
  3. Los cuadrados del período de la órbita de un planeta son proporcionales a los cubos de su distancia media al Sol.

Si la primera ley ya es un claro alejamiento de la vieja obsesión por el movimiento circular, las tres juntas revelan el espíritu geometrizante que animaba a su autor. Si había buscado la música de las esferas, lo cierto es que estas tres leyes las difuminaron como por ensalmo. Ya no habría en adelante más esferas de cristal. En su lugar quedarían la geometría y el cálculo. Pero, como antes había sucedido a Copérnico, los problemas suscitados por esta desaparición fueron tan grandes que sólo Galileo, y después Newton, estuvieron en disposición de resolverlos. La creencia en ellas había rendido un beneficio muy grande, pues cuando se piensa que las estrellas se hallan tachonadas a ellas, como adornos en una cúpula, es más fácil entender su revolución ordenada. El suprimirlas deja sin explicar precisamente esto, que es lo más importante. Si solamente quedan el astro y su trayectoria, ¿por qué ésta ha de ser una línea curva, sea una elipse o un círculo? Si los planetas y las estrellas están sueltos en el firmamento vacío, ¿cómo es que no se pierden en él? Kepler no debió dejarse inmutar gravemente por estos interrogantes, porque él estaba firmemente convencido del orden y la armonía de los números en el firmamento. Así se convirtió sin pretenderlo en el apóstol del sistema mecanicista, porque, pese a las otras intuiciones musicales, se había dejado guiar por la convicción de que el universo es semejante a un mecanismo de relojería y creía que descubrir la maquinaria que lo rige era la mejor manera de glorificar al Señor.

7. Galileo.

Galileo Galilei nació en 1564 en Pisa, en cuya universidad estudió e impartió posteriormente clases de matemáticas. También enseñó en Padua. El 4 de Agosto de 1597 manifiesta a Kepler su adhesión a la teoría copernicana. El Santo Oficio dictó una censura el 24 de Febrero de 1616 contra la estabilidad del Sol y el movimiento de la Tierra. Después, el 5 de Marzo del mismo año, condenó la obra de Copérnico De revolutionibus orbium coelestium libri IV: las doctrinas de esa obra solamente podía tomarse ex suppositione y no absolute. Por estimar que el Diálogo sopra i due massimi sistemi del mondo tolemaico e copernicano, publicado por Galileo en 1632, tomaba el copernicanismo en el segundo sentido, fue prohibido en 1633 y Galileo condenado a la cárcel, aunque no cumplió sentencia. Ese mismo año se trasladó a Florencia, donde, pese a vivir relegado, no disminuyó su actividad científica y literaria. Murió en 1642. Otras obras suyas son Il Saggiatore y Discorsi e dimostrazione matematiche intorno a due nuove scienze attenenti alla meccanica & i movimenti locali.

Las ideas de Kepler eran la sentencia de muerte para el sistema de Aristóteles y Ptolomeo. Por si fuera poco, el telescopio que inventó Galileo llenó el cielo, que dicho sistema consideraba perfecto y acabado por definición, de cosas nuevas e inesperadas: había satélites en otros planetas, manchas en el Sol… Los aristotélicos reaccionaron con virulencia, pero no sin razones, y Galileo comprendió que el ataque a Aristóteles debía abrirse en todos los frentes a la vez, pues solucionar uno o dos casos no conducía más que a colocar bien una o dos piezas en un puzzle. Lograr ese objetivo exigía entender el movimiento local desde una perspectiva radicalmente nueva, para lo cual había que esforzarse por analizar el caso más sencillo de todos. Sólo una vez que esto se hubiera logrado sería posible aplicar los principios extraídos de ahí a las órbitas de los planetas, la revolución de las estrellas, la caída de los graves, el desplazamiento de los proyectiles… Galileo aprendió lo que debía hacer de Arquímedes (287-212 a. d. J.), el científico de la Antigüedad que se había esforzado por pensar en el peso de un objeto en el aire, luego en el agua, luego en un medio que no fuera el agua ni el aire…, lo que le llevaba a aceptar que la clase más sencilla de movimiento, la más elemental, no podía ser otra que la que se diera en un lugar donde nada influyera en él.

Galileo comprendió por fin que todo objeto se mueve igualmente en línea recta mientras no intervenga nada que altere su estado. A continuación podían matematizarse todos los problemas de la física, que por todo esto no se diferenciaba esencialmente de la astronomía. Las cosas no son distintas en el cielo estrellado y aquí en la Tierra. Esta manera de pensar tuvo un efecto devastador. Bajo su empuje se desmoronaron de pronto las barreras que separaban el mundo sublunar del supralunar. Cayó por tierra la jerarquía que Aristóteles había establecido entre los seres naturales, aquella jerarquía que atribuía a las esferas celestes el tipo más alto de movimiento: la vida y la inteligencia. Ahora todo movimiento es movimiento local. Las viejas y venerables nociones de acto, potencia, sustancia, entelequia… perdieron su utilidad, pues el movimiento podía ser explicado sin necesidad de recurrir a ellas. Por último, la concepción de Galileo se oponía también frontalmente al naturalismo, al pan-psiquismo y al animismo renacentistas, que quedaban así situados al mismo lado del aristotelismo que se habían esforzado en combatir.

Esto era una manifestación del avance incontenible del pensamiento que se había abierto paso desde las ideas de Copérnico, de la liberación de las trabas impuestas por la autoridad, ya sea la aristotélica o la eclesiástica -si eran realmente diferentes-, de la tradición… e incluso de la experiencia. Debe notarse a este respecto que la clave de estas transformaciones ni siquiera residió en la experimentación. Si así hubiera sido, la ciencia habría nacido mucho antes, pues nadie hacía tantas experiencias como los alquimistas medievales. Y no habría empezado por la astronomía, donde el experimento, al menos en el sentido corriente del vocablo, es imposible. El adelanto más importante de la mecánica, hoy generalmente llamada física, se debió a una transposición mental. Esto no es casual, pues aquellos problemas no podían resolverse en tanto no se supusiera un espacio arquimédico vacío. Era inevitable en gran medida proceder así, pues había que adquirir la visión del geómetra, para comprobar cuáles son los casos susceptibles de cuantificación y prescindir de todos los demás, que se relegaban a la apariencia o al no-ser. Una vez que se instituyó esta manera de ver las cosas pudieron introducirse progresivamente otros factores, como la resistencia del aire, la gravedad…, que la teoría de Aristóteles nunca pudo tener en cuenta. Pero era inevitable que se ocasionara una escisión entre las cosas del sentido común y las de la ciencia. Por atenerse sólo a la forma, al tamaño, a la cantidad y al movimiento, es decir, sólo a los fenómenos capaces de ser etiquetados numéricamente, hubo que abandonar el sabor, el color, el sonido, el olor… Los unos fueron definidos como cualidades primarias u objetivas, pertenecientes realmente a los objetos; los otros como cualidades secundarias o subjetivas, que no existirían si no tuviéramos paladar, ojos, oídos, nariz…

Galileo fue consciente de este profundo cambio. Su postulado materialista, que refería los fenómenos sensibles y multiformes a una materia unitaria y homogénea, no afirma las particularidades sensibles, sino los derechos absolutos de la razón científica. Es el primado del pensamiento sobre la experiencia sensible. El concepto de materia no es en dicho postulado distinto del de necesidad, como ya había comprendido Aristóteles en su momento. Lo mismo había sucedido al materialismo antiguo. Demócrito no empezó pensando que existen átomos para después atribuirles eternidad e inmutabilidad. Éstas cualidades las había ya afirmado sin discusión la razón en el discurso de Parménides. Muy al contrario, interesado por la antítesis entre lo uno y lo múltiple, por el conflicto entre las exigencias del pensamiento y las de la percepción, buscó algún procedimiento que pudiera atribuir a los fenómenos de la sensibilidad algo de eternidad e inmutabilidad[xii]. De ahí extrajo la necesidad de que existan partículas materiales indivisibles. Para Galileo era también primordial el hallazgo de la necesidad en la materia, que tenía que traducirse en relaciones numéricas fijas. Una vez sentada así la verdad de las cosas, el experimento correcto es la prueba de que hay identidad entre lo demostrado a priori y lo hallado en lo concreto. Y si la prueba empírica no llega, no hay motivo para abandonar lo que ha sido correctamente elaborado por el pensamiento, sino sólo para aceptar que en la naturaleza no se encuentra un caso que sea ejemplo de lo pensado[xiii]. Ahora bien, este camino no conduce al estudio de los hechos, sino al establecimiento de los principios sistemáticos generales. La naturaleza es definida, por encima de los cambios que se muestran en la percepción sensible, según un conjunto de reglas necesarias dotadas de validez general. Cuando los casos particulares mostrados por la experiencia no pueden verse como ejemplificaciones concretas de aquellas reglas, tenderán a ser definidos como apariencias. En caso contrario, como entidades reales. En el análisis de estos últimos tienen los conceptos del entendimiento su legítimo campo de acción.

Esto significa un engrandecimiento sin precedentes de la razón humana, que llegó a adquirir una autonomía desconocida en la historia del pensamiento. No es de extrañar que la filosofía estuviera en este tiempo totalmente penetrada de estos ideales, que ella forjó de manera consciente y se esforzó cuanto pudo por llevarlos hasta sus últimas consecuencias.


Notas

[i] V. Garin, E., La revolución cultural del Renacimiento, prólogo de M. A. Granada, trad. de D. Bergadà, Crítica, Barcelona, 1981, pág. 249.

[ii] V. Koyré, A., Místicos, espirituales y alquimistas del siglo XVI alemán, trad. de F. Alonso, Akal, Madrid, 1981, páginas 75 y siguientes.

[iii] V. Garin, E., o.c., páginas 257 a 264.

[iv] V. Aristóteles, Física, II, 534-538.

[v] V. Aristóteles, Física, II, 553.

[vi] V. Aristóteles, o.c., II, 552.

[vii] V. Aristóteles, Ibidem.

[viii] V. Cassirer, E., El problema del conocimiento en la filosofía y en la ciencia modernas. I., trad. de W. Roces, F.C.E., México, 1986, página 368.

[ix] Cassirer, E., o.c., páginas 369-370.

[x] El universo de Aristóteles y Ptolomeo no era tan pequeño y confortable como representaban las figuraciones medievales. Se acepta que debía tener un diámetro de unos 20.000 radios, es decir, aproximadamente 200 millones de kilómetros. El de Copérnico tenía que ser unas 2.000 veces mayor, lo que arroja un diámetro de 400.000 millones de kilómetros. Por comparación con el actual, cuyas distancias entre estrellas se miden en años-luz, ambos, el medieval y el copernicano, son extraordinariamente pequeños. Desde este punto de vista, Copérnico es más medieval que moderno. Kepler y Galileo no estaban muy lejos de él. Descartes fue el primero en pensar seriamente que el universo es infinito.

[xi] Citado en Cassirer, E., o.c., página 403; subrayado nuestro.

[xii] V. Cassirer, E., o.c., páginas 354 a 355.

[xiii] V. Cassirer, E., o.c., página 352.


(Publicado en Varios autores, Historia de la filosofía, Proyecto Sur de Ediciones, Granada, 1996, páginas 101-117)

 

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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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