Sobre el sentido de la existencia

Un individuo cualquiera puede comprobar, sobre todo si tiene ya cierta edad, que las cosas le han ido llegando sin que él mandara sobre ellas, que la vida le ha empujado seguramente de aquí para allá, pero que, pese a todo, él podría haber sido otro porque, habiendo estado en su mano el sí el no para cada una de las oportunidades que la vida le ha presentado, ha dependido de él por igual la virtud, que no es más que energía de la voluntad, y el vicio, que no es sino su contrario, la debilidad de la misma. Si las elecciones han sido guiadas a cada paso por el proyecto que él mismo ha fijado para sí, como el escultor va tallando el mármol eliminando esquirlas, dejando vetas y puliendo su obra a cada instante, entonces se habrá forjado una personalidad definida y firme, capaz no solamente de resistir los sucesos de la vida, sino también de conducirlos. Si, por el contrario, sus elecciones han sido tomadas siguiendo cada vez el azar del momento, entonces será el azar el que habrá conducido su vida sin rumbo. Un ser así siempre está a merced de lo que suceda y no es dueño de nada, sino que todo es dueño de él.

Parece que ahora es posible distribuir correctamente las causas de todo cuanto sucede en una vida humana y matizar lo dicho al principio de esta lección sobre el determinismo y la causalidad. En primer lugar, muchas de las oportunidades que se presentan a un hombre a lo largo de su vida no aparecen por sí solas, sino por las propias decisiones del cada individuo. El galgo se encuentra ante tres caminos porque persigue a la liebre; luego su acción ha surgido de su persecución, como algo añadido a ella, por más que lo que el animal pretende es sólo alcanzar a la liebre, no verse obligado a decidir cuál es el mejor camino para lograrlo. El galgo es libre porque sigue su impulso (libertad positiva) y porque no encuentra obstáculos (libertad negativa) a su impulso, bien entendido que la propia necesidad de elegir un camino es un obstáculo subsecuente a su impulso, de la misma manera que la necesidad de obtener dinero de una u otra manera para comprar droga es una situación en que se encuentra el que ha decidido consumirla, no el que nunca lo ha decidido.

Entre un galgo y un hombre parece haber la diferencia de que mientras el primero no se propone siquiera una sola vez hacer otra cosa que seguir lo que le dicta su impulso, el segundo puede interponer algo, su educación, entre su impulso y la acción y optar por otra cosa. ¿Se diferencia el hombre de los animales en que puede desobedecer sus deseos?

Una respuesta correcta a esta pregunta es útil para comprender mejor de qué manera es el hombre causa de su propio ser y de qué manera no lo es. Examinemos el caso de un impulso que todos sienten acaso como el más fuerte de todos, el de seguir vivo y no morir. Colocado por mi propia decisión en el borde de un barranco, porque estaba dando un paseo y sentí curiosidad por asomarme a él, puedo ahora mismo tirarme por él de cabeza o quedarme quieto donde estoy. ¿Depende de mí tanto una cosa como la otra? Quien crea que ser libre es disponer de libre arbitrio o libertad de indeterminación dirá que sí, pues nadie negará que tengo músculos capaces de dar el salto y nervios capaces de activar los músculos, por lo que no es físicamente imposible. Tampoco es lógicamente contradictorio. Se podría concluir que tengo libertad de hacerlo o no hacerlo, pero sería un error, pues queda todavía un cierto punto de vista para tratar esta cuestión, punto de vista desde el cual no me es posible saltar: para ello tengo todavía que querer matarme y para querer matarme tengo que vencer el enorme apego que le tengo a la vida y el grandísimo horror que le tengo a la muerte. ¿Cómo decir aún que está en mi mano hacer algo a lo que me resisto con todas mis fuerzas? Tendría que desearlo, pero justamente esto me resulta imposible, al menos en este momento. La simple sombra de una decisión así me pasa por la imaginación y retrocedo unos pasos.

Puedo hacer o no lo que quiero solamente es desde una perspectiva física o lógica, no desde la perspectiva de mi vida interna, pues no puedo querer otra cosa que la que quiero. En esto, que es lo que siento con más fuerza dentro de mí, no soy dueño de mí. No soy yo quien ha decidido sentir este deseo ni quien le ha conferido tanta fuerza sobre mí. Lo contrario es lo cierto: que se me ha impuesto de tal modo que no me es posible sustraerme a su influjo. Y aun esto es una manera incorrecta de hablar. La posibilidad de sustraerse al influjo de este deseo encierra una sutil contradicción, no percibida habitualmente, ya que un logro semejante equivaldría a no querer lo que se quiere. Pero no hay mayor desatino que éste. Incurren en él, por ejemplo, quienes creen que Adán, recién creado por Dios, elegía por sí mismo sus deseos, el momento de sentirlos y la intensidad con que debía sentirlos. ¿Por qué habría de apetecerle desear algo en lugar de lo contrario? ¿Qué podía desear querer? Si esto hubiera sido cierto, Dios no habría creado el primer hombre, sino la primera máquina.

Porque no es la inteligencia lo que nos distingue de las máquinas, sino el deseo. Existen máquinas capaces de operaciones intelectuales sumamente complejas, como hallar el resultado de una ecuación gigantesca, pero no existe, según creo, ningún ordenador que se haya enamorado apasionadamente de una impresora. Y no porque las máquinas no tengan alma y los humanos sí, sino porque las máquinas no tienen cuerpo capaz de tanto. El plástico, los cables, el hierro y el cristal líquido no pueden sentir pasiones.

El deseo de vivir es quizá el más fuerte de todos los que sentimos. Por eso se inclinan ante él todos los demás sin discusión. Sólo en algunas escasas ocasiones y en algunos pocos hombres es vencido por otro, el deseo de que no muera otra persona. Es notable que tanto en un caso como en otro el impulso anule toda deliberación y se manifieste en toda su fuerza. La alocada huida de un cine en llamas por el gentío es un claro ejemplo de acción no deliberada.

Si el miedo a morir no se impone en otros casos que carecen de la urgente necesidad de actuar que tienen a veces los actos heroicos, como pasa con la persona que consume productos peligrosos, es porque no se piensa en la muerte como algo real. En realidad, nadie, o casi nadie, piensa seriamente en ella, sobre todo cuando es joven. Un joven piensa sólo en la vida. Sigue aquel verso de Borges:

“¿Morirme yo? Eso es algo que acontece a las rosas y a Aristóteles, pero no a mí, que soy súbdito de Yakub al Mansur.”

La muerte suele ser siempre cosa de los demás. Es lo que explica que la gente tenga seguridad de no tener accidentes en la carretera, ignorando que existen altas probabilidades de ello, y, por el contrario, alimente esperanzas de que le toque la lotería, sabiendo que existen muy pocas probabilidades de que sea así. El miedo a morir solamente se impone con fuerza cuando la hora final está cerca.

La propia fuerza de que dispone un deseo como éste evidencia que no ha sido deliberadamente creados por nosotros y conduce a sospechar que todos los demás, aunque inferiores en potencia a él, se comportan del mismo modo, empujando a sus dueños a ejecutar acciones que de otro modo no ejecutarían. Los efectos no son tan inmediatos y no revelan su causa de un modo tan claro, pero no por eso están menos determinados. Cada uno de ellos es una chispa que dispara una acción, pero la chispa no la encendemos nosotros. El procedimiento es patente en los animales. Cada vez que el perro percibe el olor de la hembra en celo tiene que buscarla sin dilación. Solamente vacilará si está domesticado y el amo lo llama, pues entonces estará en medio de dos impulsos contrarios. En estado salvaje no vacilará un solo instante. La respuesta automática, sin dilación alguna, es para muchos animales una garantía de supervivencia para su especie. Lo que llamamos instinto animal no es otra cosa que esa chispa que dispara el en contacto con un estímulo exterior o una acción interna del organismo. Algo sucede en el interior o en el exterior que, como el pedernal contra el pedernal, hace que salte la chispa, que prenda en la pólvora y que la bala se dispare. Una vez iniciada la secuencia, ésta no se detiene por sí misma. Es sabido que la naturaleza, es decir, la evolución darwiniana, ha logrado algunos mecanismos asombrosos, algunos casos admirables de armonía entre la morfología del animal y el mundo circundante, pero el hombre ha quedado desprovisto de esta facilidad para la supervivencia. Sus instintos son muy débiles y apenas tienen dirección, sus sentidos están abiertos a casi todo, por lo que no están agudizados para casi nada y son, por ello, también más débiles, sus fuerzas tampoco se dirigen a un solo objetivo, sino casi a todos, por lo que, desparramadas alrededor, pierden vigor y eficacia. El niño no solamente nace desnudo, débil, desamparado e incapaz de sobrevivir, sino que está desprovisto de guías para la vida, al contrario que el resto de los animales. Su atención sensorial tan dispersa y su impulso dirigido a tantos lugares distintos hacen de él un animal único. Por si fuera poco, los escasos instintos que posee el hombre están con facilidad sobreexcitados, pueden satisfacerse de muchas maneras imprevistas en el mundo animal y pueden cambiarse fácilmente por otros.

En su caso interviene no solamente el sentido externo, sino también el interno, que puede contribuir a añadirle más excitación, a desviarla o a presentarle excitaciones contrarias. Este sentido interno, que a veces se llama conciencia, parece estar siempre en estado de alerta para presentar al sujeto, por un lado, el objeto de su deseo, muchas veces engrandecido y más atractivo de lo que es en realidad, y, por el otro, un objeto contrario, por el que siente más deseo todavía o que le provoca temor. Según sea el resultado de esa lucha interna, que nadie puede percibir desde fuera y que el propio sujeto tampoco percibe en muchas ocasiones, el hombre buscará su objetivo o renunciará a él. Nada que ver con el animal. Y, pese a lo que pueda parecer, el sujeto ha hecho lo que quería. Ha sido libre cuando ha seguido su tendencia, pero la tendencia misma no procede de él. Lo que significa nuevamente que es un ser natural, un animal sensible causado por la naturaleza y convertido por ella en causa de otros efectos.


 

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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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