He aquí varias proposiciones verdaderas:
- En clase hay treinta alumnos.
- La suma de los ángulos de un triángulo es 180 grados.
- Napoleón fue derrotado en Waterloo.
- El Minotauro es un ser mitológico.
- Todos los puntos de una circunferencia equidistan de otro, llamado centro.
- A veces noto una pasión irresistible por la filosofía.
- El caballo blanco de Santiago no era negro.
- La aceleración de una partícula es proporcional a la fuerza aplicada, verificándose el movimiento en la dirección en que actúa la fuerza.
Si la experiencia sensible se da siempre en el interior de los estrechos límites del presente, habré de admitir que es siempre particular, referida tan sólo a esos límites. Piénsese en la frase a): «En clase hay treinta alumnos». Significa que lo estoy viendo ahora, no ayer o mañana. Esto último sería absurdo. Puedo, sí, recordar el número de alumnos que hubo ayer, o anticipar el que habrá mañana, lo cual es hacer uso de la memoria, que guarda, algunos datos percibidos con anterioridad, o de la imaginación, que predice, con mayor o menor acierto, percepciones que vendrán después. En ninguno de los dos casos es una percepción. Para el yo no existen el pasado ni el futuro, lo cual es debido, ya se sabe, a que es un cuerpo, un animal sensitivo que vive en el presente. El antes y el después son, respectivamente, su memoria y su imaginación.
Pero no todas las proposiciones anteriores se refieren a un momento presente o a un yo que las percibe. Que la experiencia esté férreamente encadenada a lo particular no parece impedir que se tengan verdades como b), e), g) y h), que no son particulares, pues se refieren a todos los casos posibles de una determinada clase, o, lo que es lo mismo, son universales. Conviene hacer un breve examen de estas proposiciones.
En primer lugar se ha de descartar la g), porque es una banalidad. Su predicado se limita a repetir de otra manera lo que ya dice el sujeto, por lo que la frase entera carece de significado alguno. Para saber si las proposiciones que se parecen a ésta son o no verdaderas basta con negar la segunda parte y comprobar el resultado. Así: «El caballo blanco de Santiago sí era negro». Está claro que esto es imposible, por lo que lo contrario de esto, a saber, la frase original g) no puede ser falsa, es decir, es necesariamente verdadera. No nos hace falta otro criterio que éste de la contradicción y no necesitamos recurrir a una percepción para descubrirlo.
¿Son de la misma clase las proposiciones b) y e), que son propias de la matemática, y h), que pertenece a la física? ¿Se sigue la verdad de las tres de la aplicación del principio de contradicción, como sucede con g)? Si así fuera, ¿no deberíamos concluir que son también proposiciones que, por limitarse a decir lo mismo, no dicen nada? Antes de contestar a estas preguntas, dejemos para más tarde el estudio de la proposición h) y tratemos ahora las otras dos, que, según se ha convenido casi siempre, son el resultado de una demostración racional, es decir, de una deducción. Véanse los tres ejemplos siguientes:
Primero.-
A.- Todos los hombres son mortales.
B.- Sócrates es hombre
C.- Luego Sócrates es mortal.
En él se parte de una proposición universal (A), válida para todos los hombres sin excepción, y se desemboca en una particular (C) contenida previamente en ella. Para comprender que es necesariamente verdadera, basta con proceder de un modo parecido a lo que más arriba se hizo con «El caballo blanco de Santiago no es negro». Ahora no es una simple proposición, sino un conjunto de ellas, de las que se supone que si A y B son verdaderas, C también lo es forzosamente. La prueba de la contradicción se tendrá que aplicar ahora del modo siguiente: si A y B entonces no C. De otro modo: si es verdad que todos los hombres son mortales y también que Sócrates es hombre, entonces Sócrates no es mortal. De inmediato se observa que esto es inadmisible. Luego no cabe otra opción que aceptar el razonamiento tal cual se nos ha presentado.
Segundo.- El próximo caso es una demostración de la existencia de Dios formulada por San Anselmo en el siglo XII. Dice lo siguiente:
«El insensato debe convencerse, pues, de que existe, al menos en el entendimiento, algo mayor que lo cual nada puede pensarse, porque cuando oye esto, lo entiende, y lo que se entiende existe en el entendimiento. Y, en verdad, aquello mayor que lo cual nada puede pensarse, no puede existir sólo en el entendimiento. Pues si sólo existe en el entendimiento puede pensarse algo que exista también en la realidad, lo cual es mayor. Por consiguiente, si aquello mayor que cual nada puede pensarse, existe sólo en el entendimiento, aquello mayor que lo cual nada puede pensarse es lo mismo que aquello mayor que lo cual puede pensarse algo. Pero esto ciertamente no puede ser. Existe, por tanto, fuera de toda duda, algo mayor que lo cual nada puede pensarse, tanto en el entendimiento como en la realidad»
Seguramente alguien echará de menos la extraordinaria simplicidad de los argumentos anteriores y, dejándose llevar de su pereza, deseará la misma simplicidad para todos los demás. Quien esté en esa idea debe abandonarla inmediatamente, porque debe comprender que no es lo mismo hablar de banalidades como las del caballo blanco de Santiago, que no necesitan más razones que las que puede entender un niño de 10 años, que de cosas serias, que requieren un esfuerzo continuado de concentración. Es el caso de que ahora se trata. Por lo menos debe verse que San Anselmo habla a personas que pueden entenderse con esfuerzo, no a quienes lo quieren todo fácil.
Para saber si esta compleja argumentación es del mismo tipo que g), «el caballo blanco de Santiago no era negro», y que el razonamiento que acaba de verse, debe poderse someter igualmente a la prueba de la contradicción y comprobar que, si es un argumento bien construido, no es posible admitir simultáneamente las premisas y la negación de la conclusión. Puesto que ahora no es el momento de discutir la verdad o falsedad de lo que San Anselmo dice y, por tanto, aceptar o no la existencia de Dios a partir de sus razones, habrá que dar por bueno provisionalmente su razonamiento, dejar de lado las serias razones que se le han opuesto a lo largo de la historia de la filosofía, y pasar a identificar con claridad qué afirmaciones le sirven de premisas y cuál de conclusión.
Un primer esfuerzo por desentrañarlo, presentándolo en la forma esquemática en que se nos dio el anterior, podría dar el siguiente resultado:
Es mayor lo que puede pensarse que existe a la vez en el entendimiento y en la realidad que lo que puede pensarse que existe sólo en el entendimiento.
Dios es aquello mayor que lo cual nada es posible pensar.
Luego debe pensarse que existe a la vez en el entendimiento y en la realidad.
Si se ha seguido bien lo anterior, no debería haber problemas para darse cuenta de que es posible simplificar más aún la argumentación. De este modo:
A) La idea de un ser existente es mayor que la simple idea del mismo ser.
B) La idea de Dios es la mayor de todas las ideas posibles.
C) La idea de Dios es la idea de un ser existente.
Ahora puede aplicarse con menos dificultad la prueba de la contradicción, que consiste, como es sabido, en afirmar A y B y negar C. Por ejemplo, así:
Es cierto que la idea de un ser existente es mayor que la simple idea del mismo ser y que la idea de Dios es la mayor de todas las ideas posibles, pero es falso que la idea de Dios es la idea de un ser existente.
El absurdo es manifiesto. El propio San Anselmo se preocupó de mostrarlo, suministrándolo como una prueba suplementaria de su razonamiento. En sus propias palabras:
«Si aquello mayor que cual nada puede pensarse, existe sólo en el entendimiento, aquello mayor que lo cual nada puede pensarse es lo mismo que aquello mayor que lo cual puede pensarse algo. Pero esto ciertamente no puede ser».
No puede ser porque es contradictorio. Según nuestro análisis: si la idea mayor de todas no fuera la idea de un ser existente, entonces no sería la mayor de todas, porque es mayor la idea de un ser existente que la de ese mismo ser sin más.
En consecuencia, no hay nada en la conclusión que no esté dicho en las premisas. Esta argumentación es, por tanto, similar a la proposición g). Pero la similitud sólo existe en cuanto a su estructura lógica, no en cuanto a su contenido, pues es obvio que mientras en g) sólo se decía una banalidad sin interés, ahora se trata de demostrar algo importante.
Tercero
Toca ahora el turno a proposición e): La suma de los ángulos de un triángulo es 180 grados. De las varias demostraciones a que es posible recurrir, la más frecuente se funda en que la suma de todos los ángulos consecutivos que, pasando por un vértice común, es posible formar a uno de los lados de una línea recta equivale siempre a dos rectos. En efecto:
A) Los ángulos denominados “a” son iguales entre sí y también son iguales entre sí los denominados “b” (tome el lector como un ejercicio la comprobación de este punto)
B) Los ángulos a, b y c equivalen a un ángulo llano (compruebe también el lector por qué es esto así)
C) Luego los tres ángulos de un triángulo equivalen a 180 grados.
Ahora tenemos nuevamente convertido el razonamiento en un esquema donde aparecen con claridad las premisas (A y B) y la conclusión (C). Si se ha seguido bien, se comprenderá que nadie podría mantener A, B y C y, simultáneamente, permitir la negación de C, so pena de caer en contradicción. Luego estos tres razonamientos son del mismo tipo: demostraciones racionales, o deducciones, que no necesitan experimentarse para acabar en una verdad.
Y los tres son verdaderos. Son verdaderos razonamientos, quiero decir. Con más claridad: podrían ser falsas las premisas y las conclusiones de cada uno de ellos, o podrían ser falsas alguna de las premisas y alguna de las conclusiones, pero aun así esto seguiría siendo indudable: que si las premisas fueran verdaderas, las conclusiones también serían verdaderas. Es decir, si fuera falso que
Todos los hombres son mortales,
ya no podríamos saber si es verdadera o no la conclusión:
Sócrates es mortal,
o bien, si fuera falso que
La idea de un ser existente es mayor que la simple idea del mismo ser,
o que
La idea de Dios es la mayor de todas las ideas posibles,
no podría concluirse con seguridad que
La idea de Dios es la idea de un ser existente.
Y lo mismo debe decirse del teorema de la suma de los ángulos de un triángulo. Basta pensar un poco en esto para verse obligado a admitirlo.
La verdad de estos razonamientos es de otra clase. Para hallarla es necesario dejar de lado lo que en ellos se dice, su contenido. No se debe pensar si es cierto o no que todos los hombres son mortales, que la idea de un ser existente es mayor que la simple idea de ese mismo ser o que todos los ángulos consecutivos que, pasando por un vértice común, pueden formarse a uno de los lados de una recta suman siempre dos rectos… Estas evidencias, supuestas o reales, deben ponerse entre paréntesis. Sólo entonces será posible caer en la cuenta de que, independientemente de que las premisas sean verdaderas o falsas, es indudable que si fueran verdaderas, entonces la conclusión también sería verdadera. Este es el solo sentido en que puede decirse que un razonamiento es verdadero. Así:
A) Si todos los hombres son mortales.
B) Y si Sócrates es hombre
C) Entonces Sócrates es mortal.
o bien:
A) Si la idea de un ser existente es mayor que la simple idea del mismo ser.
B) Y si la idea de Dios es la mayor de todas las ideas posibles.
C) Entonces la idea de Dios es la idea de un ser existente.
o, por último:
A) Si todos los ángulos consecutivos que, pasando por un vértice común, pueden formarse a uno de los lados de una recta suman siempre dos rectos.
B) Y si los ángulos a, b y c se han formado a uno de los lados de una recta sobre un vértice común.
C) Entonces los ángulos a, b y c suman dos rectos.
Para prescindir de una vez de la verdad o falsedad del contenido de esas proposiciones y quedarnos tan sólo con lo que hace verdadero el razonamiento, eliminemos toda referencia a dicho contenido. De este modo:
- Si sucede P entonces sucede también Q.
- Es así que sucede P.
- Luego sucede Q.
Donde «si sucede P entonces sucede también Q» equivale, como ya habrá adivinado el lector, a cosas como «siempre que uno se encuentra con un hombre se encuentra irremediablemente con que es mortal», es decir, «todos los hombres son mortales». Equivale también, por lo mismo, a » todos los ángulos consecutivos que, pasando por un vértice común… «, y así sucesivamente. De ahí que la formulación anterior pueda ser más breve todavía:
A. Si P entonces Q
B. Se da P
C. Luego se da Q.
Por muy desalentador que parezca, los tres razonamientos se reducen a esta fórmula, que no dice nada sobre hombres, dioses o ángulos, pero es absolutamente verdadera en todos los casos imaginables. Ha recibido desde antiguo el nombre de modus ponendo ponens, o, más abreviadamente, el de modus ponens. Puesto que el verbo pono quiere decir, aplicado a los usos del razonamiento, «afirmar», la fórmula entera se interpretaría del siguiente modo: «dado, o afirmado, un condicional, y dado, o afirmado, el antecedente de dicho condicional, se tiene que afirmar también el consecuente». No hace falta decir que la primera premisa, A, es el condicional, cuyo antecedente es P y cuyo consecuente es Q.
Esta fórmula, o esquema de razonamiento, no solamente es una forma de deducción de la lógica, sino que es además el modelo de toda argumentación científica. Como tal, su poder es extraordinario, pues permite trascender la experiencia sensible, sujeta, según hemos acordado más arriba, al límite del aquí y al ahora. Sin embargo este sencillo esquema de razonamiento asegura la certeza más allá de todo límite a quien la use como es debido. Por sí mismo, el esquema carece de contenido. Es una simple forma sin materia. Su uso adecuado por el científico exige solamente que se le dé una materia, para lo cual es preciso cumplir las siguientes condiciones, implícitas ya en la fórmula misma:
I. La primera premisa debe ser universal, es decir, válida sin excepción para todos los casos mencionados en ella. Es decir, debe afirmarse que sin excepción «todos los hombres son mortales», «toda idea de un ser existente es mayor que la simple idea del mismo ser»…, o cualquier otra de la misma índole. Y las excepciones no sólo no han de ser reales, sino que tampoco han de ser posibles. No importa, por otro lado, que lo dicho en tal premisa sea o no real en el momento en que se dice. Alguien podría asegurar con verdad que los fantasmas son apariciones, sin estar por ello obligado a admitir su existencia real.
II. La segunda premisa debe indicar que se da en la realidad uno o varios casos de los que se habla en el antecedente de la primera. Ahora bien, puesto que la realidad empírica no conoce universales, esta premisa es por fuerza particular.
III. La conclusión debe probar la verdad del consecuente a partir de la verdad de las dos premisas, siguiento exactamente el esquema en cuestión. Es decir, sólo será verdad Q cuando sea verdad P ( Q y, además, sea también verdad P. No podrá extraerse conclusión alguna cuando no suceda de este modo. Por ejemplo, no podrá extraerse la verdad del antecedente de la verdad del consecuente, pretendiendo aplicar, no este esquema que estamos comentando, sino este otro:
A) Si P entonces Q
B) Q
C) Luego P
Esto es evidente para quien considere lo siguiente:
A. Si bebo mucho vino me emborracho como una cuba.
B. Me emborracho como una cuba.
C. Luego he bebido mucho vino.
Quien sea aficionado con exceso al vino es probable que también lo sea al whisky, a la ginebra, a la cazalla, al coñac y a otros muchos licores. Luego, sin necesidad de haber probado el vino, muy bien podría haber abusado de cualquiera de ellos hasta el punto de emborracharse como una cuba, por lo que la conclusión no se sigue con certeza de las premisas.
Quien razone de esta manera incurre en una falacia de antecedente, un razonamiento que puede aparentar verdad para un incauto, pero no para un alumno que haya llegado hasta la página presente. La falacia de antecedente es un falso esquema de razonamiento, aunque muy bien podría darse el caso de que su conclusión no fuera falsa. En efecto, si se vuelve sobre el caso anterior, se comprobará que es posible que C, aun no siguiéndose de A y B, sea verdadera: está claro que el individuo en cuestión podría haberse emborrachado también bebiendo vino y no otros licores. Luego que sea una falacia no conduce a que la conclusión sea falsa, sino a que no podemos tener certeza sobre ella. Y, en consecuencia, puede ser verdadera o falsa.
Dejando a un lado la falacia de antecedente, pasemos a examinar de nuevo el modus ponens. Según lo que se ha dicho de él, puede decirse ahora que es un mecanismo útil para predecir y para explicar aquello que interese al científico, siempre que, no es necesario repetirlo, cumpla las condiciones antedichas. Cuando se pregunte por qué es verdad C bastará con aducir A y B para responder. De ahí que se diga que A y B son el explicador y C lo explicado. Explicar algo es, pues, demostrar una proposición como consecuencia deductiva a partir de un universal subjuntivo, expresado en forma condicional, y de otra proposición que cumple las condiciones indicadas en su antecedente. De modo inverso, será suficiente conocer A y B para saber que C se producirá. Por esto se dice que la explicación y la predicción son simétricas: si se conoce C, deben aducirse A y B para explicarla, y, si se afirman A y B, se puede tener la seguridad de que se producirá C.
Hasta aquí parece estar todo claro. Y realmente lo está. Las dificultades surgen cuando se quiere poner en práctica el modus ponens. Para ello es preciso, como se sabe, contar antes con un universal subjuntivo y, además, saber que es verdadero. ¿Cómo conseguirlo?
Conseguir que un universal de tal especie sea verdadero es, según acuerdan muchos autores, algo verdaderamente difícil. De ello nos ocuparemos pronto. Antes conviene observar que lo verdaderamente fácil es conseguir que un universal así sea falso. La historia de la ciencia así lo prueba, a pesar de lo cual este hecho es poco conocido. Acostumbrados a su supuesta marcha triunfante y poco informados sobre la larga serie de errores cometidos, solemos creer que la ciencia es un camino de rosas, o, en palabras más acordes con la seriedad y el distanciamiento que es propio de ella, un proceso de descubrimiento de verdades, cuando lo más cierto es precisamente lo contrario. La razón es sencilla.
Sabemos que el modus ponens puede servir para generar predicciones, pero ¿qué sucede cuando éstas no se producen? Es decir, cuando estamos convencidos de que A y B son verdaderas y, consecuentemente, confiamos en que se produzca C, pero no llega ésta, sino su contraria ¿qué se ha de pensar? Una sola cosa: que A es falsa. Es evidente. Dados un condicional y la negación de su consecuente, se seguirá necesariamente la falsedad del condicional. Así:
A) Si P entonces Q
B) Q es falso
C) Luego P es falso
Este es un nuevo esquema de razonamiento, el modus tollens,.El nuevo signo que hemos introducido (() es una negación. Sea el ejemplo que antes teníamos:
A) Si bebo mucho vino me emborracho como una cuba.
B) Me emborracho como una cuba.
C) Luego he bebido mucho vino.
No es posible confirmar con seguridad C a partir de B. Por muchas veces que se repita la observación de B, nunca podremos saber C: aunque un individuo esté continuamente borracho, no podremos saber con certeza que lo logra bebiendo vino. C nunca nos ayudará a dar por sentada definitivamente B. Sin embargo, basta con que una sola vez aquélla sea falsa para que estemos obligados a pensar que B también lo es.
Estas observaciones condujeron a Karl Popper a concluir que las leyes de la ciencia no pueden hacerse verdaderas mediante casos singulares afirmativos o favorables, y que solamente pueden hacerse falsas mediante casos negativos o contrarios. Por esto decía también que una ley científica puede, como máximo, soportar muchas pruebas en contra, sin que haya por ello que aceptar que es verdadera, sino sólo probablemente verdadera. Mientras esto suceda, mientras no se haya presentado ningún caso contrario, será mejor seguir aceptando la ley en cuestión, pero sin darla por definitivamente verdadera. En conclusión: las leyes actualmente aceptadas por la ciencia no serían leyes definitivamente verdaderas, sino leyes cuya falsedad no ha podido ser comprobada todavía, por no haberse presentado todavía un caso que las niegue, pues lo único que cabe esperar de los argumentos deductivos es que pueda comprobarse la falsedad de un universal, pero no su verdad.
Estas razones, tan simples en apariencia, pueden antojársenos inofensivas, pero constituyen uno de los ataques más serios y mejor fundados que ha recibido el pensamiento científico. Este busca la certeza, la seguridad absoluta que no es capaz de darle a nadie el conocimiento común. Y, para encontrarla, hace cuanto puede por convertirse en saber racional, una de cuyas más altas manifestaciones, como hemos tenido ocasión de ver estudiando el modus ponens y el modus tollens, es la argumentación deductiva, que no falla nunca. Por otro lado, para que un conocimiento sea racional, sabemos que tiene que cumplir una condición: que su negación sea imposible. Pero aquí es donde surgen los problemas, pues al aplicar este criterio a los saberes de la ciencia empírica nos llevamos la desagradable sorpresa de comprobar que no resisten la prueba. ¿Solamente serán válidos, es decir, racionales, los contenidos de las ciencias formales, que, propiamente hablando, no tienen contenidos, y no lo serán los de las ciencias materiales, que son las que verdaderamente nos interesan?