Sobre la fe en la razón

 


Resumen

Se examina la ley de participación, propuesta por Lévy-Bruhl como criterio con el que diferenciar dos clases de mentalidad: la de los pueblos primitivos, que él llamó prelógica, y la de los civilizados, que muchos creen que es científica. Se encuentra que una ley tal no es consistente porque es contraria al principio de contradicción y se concluye que la racionalidad es propia de toda clase de mentalidad y de todo sistema de signos, ya se trate de una cualquiera de las religiones llamadas primitivas o de una de las ciencias aparecidas en Europa durante el siglo XVII.

Abstract

 This article examines the law of participation, proposed by Levy-Bruhl as criteria by which to differentiate two classes of mentality: that of the primitive peoples (which he called prelogical) and that of the civilized (which many believe is scientific). In the study I find that this law is not consistent, because it is contrary to the principle of contradiction. I also conclude that rationality is inherent in every type of mentality and in any system of signs, whether it pertains to one of the so-called primitive religions, or to any of the sciences that appeared in Europe during the 1600S.


 

 

La antropología social contemporánea ha dejado de creer que hay un abismo entre la sociedad occidental y las demás. Esa creencia fue mantenida antaño por una cierta necesidad de diferenciación procedente de una filosofía de la historia que situaba las sociedades ilustradas occidentales en la cima del progreso, lo que obligaba a expulsar a los pueblos llamados primitivos por causa de esa filosofía al campo de lo no civilizado y lo salvaje. El olvido de aquella creencia ha hecho olvidar ahora algunas ideas importantes que la acompañaban, entre ellas las que Lévy-Bruhl defendió en un momento para luego abandonar, algo que no parece habérsele reconocido, de manera que en el presente se tienen en cuenta las que él mismo dejó de lado y se dejan de lado otras que deberían contarse entre los elementos dispersos que es necesario reunir para configurar el cuadro de una posible teoría del conocimiento en antropología. A pesar de lo cual yo contribuiré quizá a esa injusticia, puesto que trataré de probar que lo que Durkheim llamó categorías colectivas no puede ser algo opuesto al pensamiento racional y para ello no encuentro mejor camino que oponerme a Lévy-Bruhl, porque fue quien mejor expuso la doctrina de que la mentalidad del salvaje y la del civilizado son opuestas. Mi convicción es más específica aún: no creo solo que el pensamiento de los pueblos primitivos no es contrario a la razón, sino que, siendo esencialmente religioso, ni siquiera se opone a la ciencia moderna.

1. Dos sociedades, dos mentalidades

La doctrina de Lévy-Bruhl establece que entre los diversos grupos humanos existe diferencia de naturaleza en lo tocante a modos de pensamiento, intelecto y lógica. No es una doctrina solitaria, pero seguramente es la única que propone un criterio para justificar esa diferencia. Ya en el comienzo de Les fonctions mentales dans les sociétés inferieures dice que hay dos clases de pensamiento, uno caracterizado por la filosofía racionalista y la ciencia positiva y otro regido por la ley de participación, cuyos elementos constituyentes son en parte cognoscitivos y en parte emocionales y motores[1]. Como seguía de cerca las ideas sociológicas de Durkheim, rechazaba la posibilidad de que los hechos sociales pudieran explicarse adecuadamente a partir de los individuos, y como la mentalidad primitiva era considerada también por él como un hecho social, afirmaba que el método de análisis que se le aplique debe ignorar los espíritus particulares y ocuparse exclusivamente de las representaciones colectivas.

Esto indica que no situaba en la naturaleza individual, biológica, la raíz de las diferencias. Un humano era para él lo mismo que cualquier otro.

Su objeto de estudio se definía de manera inversa al de la antropología británica de los tiempos de Frazer y Tylor, que tendían a presentar los sistemas de ideas de otros pueblos como efectos directos de las mentes individuales y de su incapacidad para el razonamiento correcto. La tesis de Lévy-Bruhl, que responde a un método sociológico más consistente, insiste en que un estudio correcto de las representaciones colectivas debe mostrar la naturaleza de los sistemas de creencias, nociones, ideas, etc., que caracterizan a las distintas comunidades humanas.

Cada tipo de sociedad tiene por lo tanto una mentalidad característica, pues cada uno tiene costumbres e instituciones características, que fundamentalmente solo son un aspecto determinado de las representaciones colectivas; son, por decirlo así, las representaciones consideradas objetivamente[2].

A pesar de todos sus esfuerzos, la escuela sociológica francesa, a la que perteneció Lévy-Bruhl, no ha conseguido nunca diferenciarse del materialismo histórico en lo tocante a la idea de que existe alguna especie de nexo causal entre las representaciones colectivas y la estructura social en que nacen y se desarrollan. Es lo que puede detectarse con facilidad también en las anteriores palabras de Evans-Pritchard, que expresan la posición de Lévy-Bruhl. De la seguridad en la existencia de ese hilo causal se puede pasar sin solución de continuidad a la idea de que, prestando atención a los diferentes tipos de mentalidades que son características de diferentes sociedades, es posible encontrar un principio clasificador de las agrupaciones humanas mediante el hallazgo de un orden en sus representaciones. Pero aunque el método resultantes se aplique de un modo muy general, esta seguridad reposa en la equivocación de pensar que los mismos efectos proceden siempre de las mismas causas. Lévy-Bruhl comete este error cuando utiliza como criterio de clasificación de sociedades la presencia o ausencia de racionalidad en las representaciones y divide las agrupaciones humanas en dos grandes bloques: a un lado las civilizaciones surgidas a orillas del Mediterráneo, cuya mentalidad se supone que es lógica y científica, y esto sin pararse a pensar en la necesidad de explicar convenientemente lo que ha de entenderse bajo esta caracterización, y al otro 1as sociedades penetradas de otro tipo de mentalidad básicamente distinta, que él llamó mística en cuanto al contenido, porque sustentan una “creencia en fuerzas, influencias y acciones no perceptibles por los sentidos y sin embargo reales”[3], y prelógica en cuanto a la forma, puesto que el nexo entre las representaciones del primitivo no obedece al principio de contradicción, sino a la ley de la participación.

Lévy-Bruhl no creía, pese a las apariencias, que el salvaje ocupe un lugar semihumano o casi animal por su capacidad de pensar. Aunque más abajo se delimitará con la mayor precisión posible el alcance de los términos ‘mística’ y ‘prelógica’, conviene tener en cuenta desde ahora que el autor no concibe a los individuos de las sociedades primitivas como seres desprovistos de razón. En realidad, su punto de vista al respecto se fundamenta en un profundo cambio de perspectiva si lo comparamos nuevamente con la antropología británica del momento. Los representantes de esta escuela sustentaban una posición que podríamos calificar de realista, consistente en afirmar que la creencia equivocada del primitivo en la magia proviene de un razonamiento incorrecto a partir de lo observado, que es lo mismo para él que para nosotros, en tanto que Lévy-Bruhl mantiene inversamente que el razonamiento incorrecto no se produce por una especie de impotencia constitutiva natural, como se deducía de la tesis de los británicos, sino a causa de estar constreñido y determinado por las representaciones de la sociedad, que son místicas e influyen en la percepción[4].

Ambas tesis pueden ser expresadas de otro modo: según Tylor y Frazer, se da en primer lugar un error en el razonamiento y como consecuencia la creencia en la magia, y, según Lévy-Bruhl, se produce antes la creencia en la magia y por su causa el error en el razonamiento. Es la diferencia básica entre una interpretación psicológica y otra sociológica. La primera mantiene como inexplicada la naturaleza irracional del individuo primitivo, a la vez que dicha naturaleza es concebida como fuente de algo que se interpreta como un efecto social observable, a saber, la creencia en la magia. La segunda opera de un modo simétrico y por ello caerá en el error inverso: mantiene como fondo de explicación de los razonamientos incorrectos la creencia en la magia que los individuos heredan de su medio social, pero no es. capaz de proporcionar un método adecuado de análisis de dicha representación colectiva, contentándose con resaltar solamente sus efectos, es decir, haciendo hincapié casi exclusivamente en lo irracional del primitivo. De ese modo, no es de extrañar que Lévy-Bruhl produzca la impresión de considerar irracionales a los individuos de las sociedades atrasadas.

Esta mentalidad, si se considera más especialmente el contenido de 1as representaciones, será llamada mística, y prelógica, si se consideran más bien las relaciones. Prelógica no debe hacernos creer que esta mentalidad constituye una especie de etapa anterior, en el tiempo, a la aparición del pensamiento lógico. ¿Han existido alguna vez grupos de seres humanos o prehumanos, cuyas representaciones colectivas no hayan obedecido a las leyes lógicas? lo ignoramos: en todo caso es muy poco verosímil. Por lo menos, la mentalidad de las sociedades de tipo inferior, que yo llamo prelógicas, por carecer de una palabra más adecuada, no presenta del todo ese carácter. No es antilógica; tampoco es alógica. Llamándola prelógica solamente quiero significar que no se limita ante todo, como nuestro pensamiento a abstenerse de la contradicción. Obedece a la ley de la participación[5].

Lo que hace que la mentalidad del primitivo sea prelógica son las categorías de que se sirve. Pero el concepto de “prelógico”, pese al sentido especial que Lévy-Bruhl quiere atribuirle, no queda delimitado con claridad. Cierto es que insiste en la escasa posibilidad de que en alguna sociedad hayan existido representaciones colectivas no sujetas a las leyes de la lógica. También en que no hay una barrera natural o psico1ógica, sino social, entre los dos grandes grupos de colectividades humanas que ha distinguido. Si en una se ejercita la abstención de las operaciones lógicas, no es porque la experiencia sensible sea para ella un límite imposible de franquear y esté por ello obligada a realizar desviaciones incongruentes a partir de ella, sino porque se trata de representaciones excesivamente emocionales que dejan poco lugar a las acciones discursivas del intelecto:

Si por consiguiente la mentalidad primitiva evita e ignora las operaciones lógicas, si se abstiene de razonar y de reflexionar, no es por imposibilidad de sobrepasar lo ofrecido por los sentidos, ni tampoco por el interés exclusivo de un pequeño número de objetos naturales[6].

Si no se aplica el principio de contradicción no es por una incapacidad natural, sino por las costumbres y las instituciones sociales. El caso de la lengua es particularmente determinante de estos efectos. En Occidente utilizamos idiomas que una tradición científica y filosófica de siglos ha convertido en instrumentos altamente refinados, en depósitos de abstracciones muy elaboradas, siempre en disposición de ser utilizados de modo fácil y coherente. Sin embargo, las lenguas de otros pueblos no cuentan con esa capacidad. Por tanto, quienes utilicen unos u otros se verán necesariamente constreñidos en los resultados. En concreto, para el salvaje resultará una empresa ardua y casi inalcanzable la práctica de la abstracción.

2. La ley de participación

Ahora bien, es opinión de Lévy-Bruhl que el pensamiento primitivo, aun careciendo grandemente de conceptos y a pesar de que vuelve la espalda al principio de contradicción, lo cual sería suficiente para calificarlo de irracional, no deja por ello de ser sistemático, puesto que su desenvolvimiento no tiene lugar de un modo confuso y anárquico. Lo que ocurre es que las leyes a que se atiene son distintas de las de la ciencia y la lógica modernas, no careciendo sin embargo del carácter de leyes. Básicamente es la participación la que da sistematicidad a esta mentalidad.

No debe pasar desapercibida la dificultad a que se enfrenta Lévy-Bruhl por querer elevar la participación a rango de ley que convierte en sistemáticas las representaciones colectivas, máxime cuando dicha ley ha de estar situada a espaldas del principio de contradicción. Este principio obliga esencialmente a admitir la imposibilidad de que una cosa cualquiera sea ella misma y al mismo tiempo, y bajo el mismo aspecto, algo distinto de ella misma. En consecuencia, cualquier norma que no cumpla estas condiciones posibilitará la confusión en una sola unidad, unidad que es mística en la ley de participación, de aspectos que son lógicamente desiguales. Esta ley no tiene funciones lógicas, no es tampoco un vástago desviado ni un antecedente del pensamiento lógico. Cazeneuve la localiza en el campo de la afectividad como su lugar más adecuado:

…es la referencia a la afectividad lo que expresa del mejor modo el carácter original de la participación y el hecho que no es una función lógica, y no depende, sobre todo, de una particularidad del pensamiento lógico en los primitivos[7].

A continuación señala correctamente que la única relación existente entre la participación y lo racional consiste en que conforme el pensamiento abandona las condiciones que favorecen la experiencia mística, se va sintiendo poco a poco la necesidad de legitimar lógicamente las participaciones, como mostraría, según él, la historia de las religiones y de la metafísica. Ahora bien, esta forma de colocar la sociología del conocimiento de Lévy-Bruhl en una perspectiva evolucionista no debe llamar o engaño, puesto que ello no puede conducir a pensar que se realiza algún tipo de fusión entre una zona lógica y otra que no lo es, ni siquiera que la segunda se transforme con el tiempo en la primera. Se trata más bien de dos caminos nítidamente separados, pues la ley de participación nos sitúa frente a un tipo de pensamiento distinto e irreductible al racional, no en un antecedente de este.

Algún ejemplo puesto por el propio Lévy-Bruhl ayudará a comprender esto. Cuando un nativo que pertenece al clan del leopardo afirma que es un leopardo o que el leopardo que se ha encontrado en el bosque es su hermano, no está hablando metafóricamente, sino poniendo de relieve una particularidad de su modo de pensar que le permite concebirse a sí mismo como leopardo, sin menoscabo de su condición de hombre. Entre el animal y él existe una comunidad mística inexplicable para una mente racional. Igual sucede cuando una horda australiana se piensa identificada con su tierra. Dicha identificación no es tampoco una metáfora ni una prefiguración de la idea de propiedad, sino más bien la noción de que entre los hombres del grupo y la localidad que habitan existe una mutua participación, según la cual el lugar no sería tal sin ellos ni ellos serían lo que son sin él. De ahí que ni siquiera puedan comprender la posibilidad de alejarse de sus parajes, debido a que si lo hacen perderían, por así decirlo, su esencia.

La comprensión de la ley de participación exige que previamente se comprenda el sentido de la mística. Ante todo no debe confundirse con la de tradición occidental. A diferencia de nuestros hábitos mentales, que, según piensa Lévy-Bruhl, nos garantizan la existencia de un mundo pleno de regularidades donde no caben las alteraciones imprevistas, puesto que los efectos y las causas se sitúan en un orden necesario que siempre es el mismo, la práctica intelectual del salvaje, que tras la noción de ‘lo místico’ esconde toda una con concepción sobre el orden del universo, remite a una realidad en la que los factores visibles, empíricos, no están desligados de otros que son invisibles, místicos, de tal modo que el ser presenta a ojos del primitivo una estructura dual en la que no se reconocen niveles distintos para las relaciones de causa-efecto. La vida diaria de un hombre de Occidente se desenvuelve en el seno de una naturaleza intelectualizada por una larga tradición filosófica y científica. Esta naturaleza es para él ordenada y racional. No sucede lo mismo para el primitivo, ante cuyo pensamiento se extiende un mundo entretejido de participaciones y exclusiones místicas. Las palabras de Lévy-Bruhl son elocuentes:

La naturaleza en medio de la cual vive aparece para él bajo otro aspecto. Ahí todos los objetos y todos los seres están implicados en una red de participaciones y de exclusiones místicas; son las que hacen su contextura y su orden. Son por consiguiente las que se impondrán primero a su atención y las únicas que retendrá. Si está interesado por un fenómeno, si no se reduce a percibirlo, digamos pasivamente y sin reaccionar, lo atribuirá a una presencia oculta e invisible, cuya manifestación es este fenómeno[8].

El autor advierte una y otra vez, pese a todo, que la mentalidad primitiva puede no ser racional, pero que es sistemática, lo cual equivale a afirmar que no es un pensamiento caótico. A decir verdad, cabría dudar de que un pensamiento caótico fuera pensamiento. Las categorías mentales del salvaje no pueden permanecer en el desorden, porque sirven como patrón para la comprensión del mundo y para la acción adaptada a él. Por ello, la red de participaciones y exclusiones místicas en que consiste lo real para esta mentalidad debe formar un todo coherente, sin fisuras. Mientras que nosotros hemos apoyado todo nuestro utillaje científico sobre un tejido de causas y efectos que concebimos entrelazados hasta abarcar la totalidad del universo, de suerte que el orden real viene a consistir en la disposición ordenada y regular de los fenómenos en series causales[9], los primitivos, obedeciendo sin duda al mismo instinto mental y anticipando de una manera borrosa el determinismo científico moderno, relacionan todo lo visible con potencias ocultas, de modo tal que en los casos en que nosotros pensaríamos que la causa de cualquier efecto debe ser buscada en el mismo registro temporal y espacial, ellos admitirían con toda tranquilidad que uno de los términos de la relación pertenece a un orden distinto, inalcanzable a la inspección ordinaria y sensible[10]. Todo lo cual revela en el fondo una visión ocasionalista de la causalidad, por cuanto las causas empíricas son solo causas segundas, oportunidades para que las causas sobrenaturales, que son las únicas legítimamente reales, ejerzan su acción. Resulta pues comprensible que la naturaleza física y la sobrenaturaleza formen un solo cuerpo y que en esta mentalidad no haya lugar para la distinción del total en partes separadas, sino que se trate de una sola unidad[11].

De nuevo será útil ilustrar esto con algún suceso citado por Lévy-Bruhl. En cierta aldea, durante una reunión informal en la que estaban presentes varios ancianos, un hombre que luego resultó ser un brujo arrojó una lanza hacia lo alto de un árbol, con tan mala fortuna que en su caída alcanzó accidentalmente a uno de los ancianos, el cual resultó muerto a consecuencia de ello. La creencia de aquella gente obligaba a rendir inmediatamente satisfacciones al espíritu del difunto, pues, si no se le aplacaba, podría causar cualquier tipo de males a los vivos. Como quedaba excluida de antemano la posibilidad de lo que nosotros llamaríamos accidente fortuito, se daba por descontado que existía un criminal sobre el que debería recaer la responsabilidad del asesinato. En consecuencia, se actuó contra esta persona, que, como era de esperar, resultó ser la que arrojó la lanza.

Las justificaciones indígenas para probar la culpabilidad de este individuo fueron del orden siguiente. No se podía admitir que la acción no hubiera sido intencionada, porque en ese caso ¿cómo habría de entenderse el hecho de que la lanza cayera precisamente sobre el cuello de este hombre después de rebotar contra el árbol, y no sobre el de cualquier otro, o bien desviada a tierra? Hubiera sido un cúmulo demasiado grande de coincidencias y nada ocurre por casualidad. Además, resultaba difícil conjugar con la ausencia de intención por parte del homicida el hecho de que éste fuera un brujo. Por si fuera poco ¿cómo estar seguros de que no había en él intención de matar, por más que insistiera en lo contrario? Es posible incluso que esa intención fuera inconsciente, como suele suceder a los brujos. Y, de todos modos, que él defendiera con fuerza su falta de intención no probaba nada, pues ¿qué otra coso puede esperarse que haga quien tiene miedo de la venganza que se avecina?

De manera general, para esta mentalidad no hay azar, y no puede haberlo. Ni aun cuando se la persuade del determinismo riguroso de los fenómenos; por el contrario, como no tiene la menor idea del determinismo, permanece indiferente a la relación causal, y a todo acontecimiento que la afecta le atribuye un origen místico. Las fuerzas ocultas son siempre sentidas como presentes; cuanto más fortuito nos parezca un acontecimiento, tanto más significativo será para la mentalidad primitiva[12].

De esta manera se las arregla el salvaje para no introducir cortes en una realidad concebida como única. Es evidente que el diálogo con el occidental es imposible. Para ello sería necesario que se alejase de sus creencias, las cuales están avaladas por la tradición y el consenso de los restantes componentes del grupo. La experiencia onírica, la creencia en la magia, la brujería y los oráculos, la seguridad sobre la existencia de fuerzas ocultas…, lo místico en definitiva, es tan real como la experiencia de cada día. Incluso forma parte de la experiencia de cada día. Pero, preciso es insistir de nuevo, el mundo suprasensible no deriva del sensible por una especie de confusión mental, como sostenía la escuela animista, sino que es dado de manera directa. La experiencia del mundo suprasensible no es mediata. Es una forma de Weltanschauung vivida como un cuerpo de causas actuando en todos los sentidos, aunque desde luego se las entiende a un nivel absolutamente opuesto a nuestra concepción acerca de la causalidad. Este conjunto de categorizaciones de lo real es a fin de cuentas también el resultado de una lucha contra el desorden, la no aceptación decidida de que los hechos pueden producirse de manera azarosa e imprevisible.

Pero aun así no es suficiente. En realidad esa cosmovisión no es el final de un proceso cognoscitivo ordenador del universo, sino más bien el principio, la malla utilizada para comprenderlo y moverse en él. El ser en su totalidad esta ya dado al inicio. Lo que resta por conocer de él no es esencial sino accesorio. Es indudable que poseer una categorización de este estilo es una ventaja, puesto que facilita la acción humana en el curso de los acontecimientos y al mismo tiempo la transmisión de dicha conducta de unas generaciones a otras en una forma ordenada. Sin ella los nativos del ejemplo anterior habrían tenido que permanecer en la incertidumbre y haberse resignado frente al accidente sucedido. Con ella tuvieron una explicación causal de lo ocurrido y pudieron en consecuencia intervenir en los acontecimientos para evitar su repetición. Cada cosa ocupa el lugar que la corresponde y hay un lugar para cada cosa. Lo insólito, lo desacostumbrado, no produce sorpresa, pues se niega sin más que se deba al azar. La apelación a las potencias ocultas permite que todas las decisiones futuras que deban verse forzados a realizar los hombres estén ya previamente inscritas en la tradición del grupo, en las representaciones colectivas que heredan de sus antepasados y transmiten a sus descendientes[13].

Aunque pudiera parecer que se trata de una categoría cognoscitiva del estilo kantiano o aristotélico, no es lo exclusivamente cognoscitivo lo que predomina en ella. Ni siquiera es lo más importante, de atenerse a lo que dice Lévy-Bruhl. Según él, la generalidad que comportan las representaciones que los primitivos tienen de los poderes invisibles no reside en las ideas. Lo que en sus escritos aparece denominado como categoría afectiva de lo sobrenatural entraña una generalidad más sentida que conocida, la cual "consiste únicamente en la emoción característica que se produce cuando tal categoría entra en acción”[14]. De aquí se puede deducir la posición filosófica que mantiene Lévy-Bruhl. Consiste ésta en un dualismo que ve al hombre dividido en dos reinos, irreductibles el uno al otro. Por un lado está el de la razón y por otro el de los sentimientos. Lo que ha hecho Lévy-Bruhl ha sido aplicar esta concepción al conjunto de las sociedades, y, en lugar de ver que en cada una de ellas se dan probablemente en la misma proporción los elementos racionales y los místicos, lo cual le hubiera conducido con toda seguridad a hipótesis más ricas, se contentó con dividir el total de la humanidad en dos grandes grupos, uno de los cuales esta afectado profundamente por lo prelógico y el otro por lo intelectual.

La experiencia del primitivo es casi fundamentalmente afectiva, en tanto que la nuestra, con la que no se debe confundir, es más bien de índole cognoscitiva. Como tal teoría no puede ser llevada hasta el extremo de admitir que la mente del salvaje sea ciega para las relaciones causales empíricas, hay que creer que realiza observaciones sobre los antecedentes constantes de hechos que le interesan y que sin ellas no podría desenvolverse en el medio que le rodea. Pero esto no es contradictorio. Como ya queda indicado más arriba, sucede que da poca importancia a las causas que pertenecen al mismo nivel que los fenómenos observados. Por ello apenas si revisten interés para la explicación de tales fenómenos. Sin llegar a distinguir dos mundos separados, lo cierto es que divide las causas en dos tipos. Por una parte están las reales, cuyo lugar de procedencia está situado en un reino que trasciende lo que nosotros llamamos naturaleza, en el mundo de los poderes invisibles. Por otra están las causas coadyuvantes, que quedan situadas más acá. Fue un brujo quien realmente ocasionó la muerte del anciano. La lanza, el árbol contra el que rebotó, el hecho de que en ese preciso instante hubiera una reunión a la que asistía precisamente el anciano asesinado y todo lo demás son causas secundarias que no revisten verdadero interés. Si el brujo, consciente o inconscientemente, había forjado al proyecto de asesinar a aquel anciano, ¿qué más da que ejecutase su designio por medio de la lanza, aquel día y durante aquella reunión? De una u otra manera había de matar a aquel hombre. Ante esto, lo verdaderamente importante no es saber que un hombre resultó muerto de un lanzazo, que desde nuestra perspectiva resultaría accidental, sino quién utilizó voluntariamente aquella lanza para cometer un asesinato[15].

Estos hijos de la fantasía han amalgamado la experiencia ordinaria y la mística hasta conseguir un entramado indisoluble, a resultas del cual el mundo verdadero es el que su creencia les dicta y lo que entra por los sentidos no puede contradecirlo porque es percibido en términos de creencia. Lo místico obra al modo de un tejido en el que van siendo engarzados e interpretados los datos de la experiencia. Estas ideas acerca de la mentalidad primitiva, que en verdad incluyen una teoría de la percepción, dan ahora la razón exacta de por qué los salvajes no razonan incorrectamente a partir de lo percibido. En realidad, la percepción viene ocasionada por la creencia y no al revés. Son factores sociales los que determinan los interesas que sirven de base a la realización de la experiencia.

Así lo explica Evans-Pritchard:

No se contenta (Lévy-Bruhl) con afirmar que las percepciones de los primitivos incluyen representaciones místicas, sino que son las representaciones místicas los que suscitan las percepciones. En el flujo de las impresiones sensoriales, solo unas pocas se hacen conscientes. Solo se advierte una pequeña parte de lo que se ve y se oye. Aunque a lo que se atiende es seleccionado por su mayor afectividad. En otros términos, los intereses del hombre son los agentes de su selección, y en gran medida vienen determinados socialmente. Los primitivos hacen caso de los fenómenos en razón de las propiedades místicas de que los han revestido sus representaciones colectivas. Así pues, las representaciones colectivas rigen la percepción y a su vez están fundidas con ella[16].

Al filósofo no le resulta nada fácil dar razones a favor de la existencia de una definición de la experiencia universal y únicamente valedera[17], lo que no obsta para que sea generalmente aceptada como algo indiscutible. Es probable, sin embargo, que la fuerza de convicción en que descansa este postulado sea un efecto de nuestra civilización. De hecho estamos firmemente convencidos de que con nuestra ciencia hemos conseguido un instrumento eficaz para distinguir lo objetivo de lo que no lo es. Lévy-Bruhl acepta sin crítica esta forma de ver las cosas y asigna en consecuencia a nuestras categorías racionales y científicas la función de reflejos objetivos de la realidad, pero cree que las categorías afectivas del primitivo impiden que las cosas percibidas se reduzcan a ser simplemente percibidas. Sucede por ello que las percepciones de éste son la suma de lo estrictamente sensible y los elementos que proceden de las potencias ocultas, de modo que resulta harto difícil distinguir entre lo que procede de los sentidos y lo que le es añadido. Su mundo mental ha de formar un conjunto mucho más rico y variado que el nuestro. No en vano es el resultante de una mezcolanza de factores subjetivos y objetivos indiferenciados.

Es de notar cómo Lévy-Bruhl, que en el estudio de los primitivos se había negado resueltamente a admitir el método que Evans-Pritchard denominó más tarde con la burlona expresión si yo fuera un caballo[18], no fue capaz de resistirse al influjo enorme de la ciencia de su tiempo, hasta el punto de llegar a concebir sus métodos y resultados como universalmente válidos, sin mediar siquiera un intento de definirlos con precisión, de manera que al pensar en el primitivo no pareció encontrar un método mejor que el de imaginar un civilizado sin ciencia y sin razón.

Siguiendo a Lévy-Bruhl, la mentalidad primitiva ha de verse como un cuerpo cerrado en el que todas los componentes están dados de antemano, al contrario de nuestro conocimiento científico, que sin descanso está forzando la formación de conceptos nuevos y el ensanchamiento incesante del saber. Ante nuestra mente se extiende un camino infinito que ella ha de explorar. Ante la del primitivo un territorio limitado que ya está explorado desde el principio. Por efecto del peso de las tradiciones y las obligaciones sociales, las representaciones que conforman su experiencia afectiva pasan a formar parte de cuadros fijos, cuya función viene a ser análoga a la de los esquemas que, según los psicólogos, constituyen los formas en que entran los elementos de la percepción[19]. Este esquematismo sociológico, que por otras razones es el más opuesto al del intelectualista Durkheim, viene a coincidir sin embargo a grandes trazos con este autor él y Mauss preconizaron en De ciertas formas primitivas de clasificación. Sin embargo, dejando de lado que las categorías tratadas en ese escrito tenían un valor diferente al que pretende atribuirles Lévy-Bruhl, las aportaciones de este último añaden algo nuevo: la decisión de explicar el modo en que se asocian los elementos de cada unidad por medio de la participación. En seguida hemos de volver sobre ello.

Unas últimas consideraciones servirán para concluir este apartado antes de pasar a extraer sus consecuencias. Véase antes en un caso concreto presentado por Lévy-Bruhl cómo son utilizados los prenexos de que se sirve la mentalidad primitiva para entender el mundo. La gente de cierta tribu africana sostiene la creencia de que los cocodrilos no son en realidad animales feroces que ataquen a las personas. En consonancia con ello, cuando alguno de estos animales devora a un hombre, ellos extraen de inmediato la conclusión de que se trata de un brujo. ¿Cómo entender si no que, sabiendo ellos que los cocodrilos son animales pacíficos, se haya comportado alguno violentamente? El enigma se resuelve en cuanto se descubre que o bien es el instrumento de un brujo o bien es el brujo mismo que ha tomado esa apariencia para llevar a cabo sus propósitos. Pero el caso es que no es realizando esa operación mental como ellos consiguen esta inferencia. Más que una deducción a partir de una conducta anormal, en esta tribu han asociado previamente tal conducta con un elemento que para nosotros es extraño a ella, el hecho de que sea un brujo su sujeto, de manera que en el cocodrilo no ven al animal sino al hombre que causó el daño[20].

Ante todo esto, ¿qué ventajas pueden ofrecer las operaciones lógicas del intelecto, la deducción de verdades por procedimientos e veces penosos y no siempre seguros? Hay motivos para desconfiar de la visión del mundo siempre mediata propuesta por el razonamiento y preferir en su lugar la visión intuitiva inmediata que da la mística. Es más, una vez que esta última existe y ha probado su valor en el tiempo, la racionalidad podría interferirla y oscurecerla. Si las representaciones emocionales, las consultas a la suerte y a las potencias místicas, los conjuros y previsiones basadas en la magia y la adivinación oracular, proporcionan al nativo los marcos verídicos a los que referir adecuadamente los problemas planteados por la vida diaria, categorías acerca de las cuales no cabe dudar, y si además no importa si son o no fundadas o refutadas por la experiencia[21], ¿a qué preocuparse de los esfuerzos ocasionados por la actividad mental discursiva? Tienen buenas razones para no razonar[22]. Otra cosa muy distinta es que esta mezcolanza indiferenciada resulta insólita para una mente occidental, o que percibamos claramente la imposibilidad de aplicar el análisis a este magma cognoscitivo y emocional en el que, sin orden ni concierto, es decir, sin atenerse al principio de contradicción, se han ensamblado muchas veces representaciones nuevas a otras antiguas, produciendo un agregado que nosotros solo podemos percibir como caótico.

Frente a las representaciones colectivas con que se expresa, de las prerrelaciones que la encadenan, de las instituciones en que se objetivan, nuestro pensamiento lógico y conceptual se siente insatisfecho, como ante una estructura que le es extraña y aun hostil. En efecto, el mundo en que se desenvuelve la mentalidad primitiva solo coincide parcialmente con el nuestro. La red de las causas mediatas, que para nosotros se extiende hasta el infinito, queda para ellos en la sombra y pasa inadvertida, mientras que los poderes ocultos, las acciones místicas, las participaciones de todas clases se mezclan con los datos inmediatos de la percepción para constituir un conjunto donde lo real y el más allá se confunden. En este sentido su mundo es más complejo que nuestro universo[23].

3. Vuelta a la razón

En una crítica de la obra de Lévy-Bruhl resulta harto difícil añadir algo a lo que él mismo dijo. Era un hombre modesto, ajeno a todo tipo de seguridades definitivas, capaz de modificar sus opiniones e incluso de abandonarlas por completo, en particular algunas por las que ha sido escarnecido con especial saña. Por tanto, nada sería más fácil que refutarle con ideas que podrían ser suyas. Pero es que aquí no se trata simplemente de refutar su teoría sobre la mentalidad primitiva, sino de servirnos de ella, y, cuando sea el caso, de su negación, para seguir el hilo de la argumentación que conduce hasta la necesidad de aceptar la existencia de un solo pensamiento humano racional.

Por todo ello, lo que sigue se articulará sobre dos ejes prácticamente indiscernibles. En primer lugar, me esforzaré en mostrar la imposibilidad, que es a mi juicio profundamente filosófica, de dividir la realidad, tanto humana como cualquier otra, en dos zonas entres las que no quepa relación alguna: la racional y la afectiva o irracional. Entiendo que es sobre esta tesis sobre la que Lévy-Bruhl apoya su criterio diferenciador de las agrupaciones humanas. En un segundo momento, que deriva del anterior, me propongo negar que sea posible la existencia de un pensamiento basado en la ley de participación, o, lo que es lo mismo, procuraré erradicar lo emocional de un pretendido primer plano que no le pertenece.

Respecto al primer punto, es necesario hacer algunas precisiones que delimiten su contenido y su alcance. Hay que constatar ante todo la existencia de zonas que por ahora son inaccesibles a una penetración racional. El caso de la filosofía misma, tal como se ha desarrollado a lo largo de su historia, es sintomático. Con ella se está ante una sucesión de sistemas que muchos han juzgado como una prueba definitiva del triunfo constante de los particularismos y las opiniones subjetivas. La convicción de que las distintas doctrinas filosóficas no guardan entre sí más que una relación de contradicción es una convicción sospechosamente común a muchas cabezas; este pensamiento es esgrimido como prueba de que el conocimiento de la verdad, e incluso la misma existencia de ésta, son solo un sueño ilusorio, hasta el punto de que la idea de que la única proposición con alcance universal admisible es que no hay ninguna que tenga alcance universal es un signo de nuestro tiempo. Pero esta idea, estimada paradójicamente como la única capaz de dar razón de todas las demás, debe volver sobre sí misma y destruirse. El que cree que toda la historia de la filosofía es una mera sucesión caótica de doctrinas igualmente válidas, lo que en el fondo es lo mismo que decir que todas son igualmente erróneas, incluye su pensamiento en el campo que condena y debe resignarse a admitir sobre él la relativización que pone en los demás. Tiene además que renunciar a él, pues es falso de toda necesidad. Aun en el supuesto de que tuviera algo interesante que decir, una idea así tiene que ser condenada a la afasia escéptica. ¿Acaso no es esa una enseñanza que se desprende de obras tan distintas como las Hipotiposis pirrónicas de Sexto Empírico y el Tractatus Logicophilosophicus de Wittgenstein? Afirmar que todo es relativo es incluso una contradicción, pues equivale a admitir la existencia de un todo que globalmente solo puede ser pensado como absoluto, aunque se conciban sus elementos en relación unos con otros. En último término la condena al silencio prohíbe que esta tesis escéptica pueda contender con las demás y pretender abarcarlas en una explicación definitiva.

La historia de la filosofía puede haber hecho que algunos se equivoquen sobre la primacía de la razón, lo que ha llevado a que se inclinen por el desorden y la irracionalidad, que han tomado el aspecto del individualismo a ultranza y del reconocimiento único de los particularismos en detrimento de consideraciones más amplias. Llevada al extremo, esta abdicación de la razón ha conducido a que cada cual se vea portador de su propia y exclusiva dosis de verdad, que cree distinta de las demás e incomunicable, a sentirse con derecho a aislarse dentro de sus propias fronteras, perdiendo la visión de lo general. Lo cual ha producido consecuencias desastrosas en muchos terrenos, particularmente en el de la acción política, pues donde falta el sentido del orden hace acto de presencia el afán de mando sin control, como ya se encargó de mostrar Maquiavelo:

... hay tanta diferencia entre como se vive y como se debería vivir, que aquel que deje lo que se hace por lo que debería hacerse marcha a su ruina en vez de beneficiarse; pues un hombre que en todas partes quiera hacer profesión de bueno es inevitable que se pierda entre tantos que no lo son. Por lo cual es necesario que todo príncipe que quiera mantenerse aprenda a no ser bueno, y a practicarlo o no de acuerdo con la necesidad[24].

El príncipe moderno no mira los acontecimientos históricos como inscritos en un plan general que ha de ser defendido, sino como efectos del azar, como elementos inútiles, salvo para él mismo, que los juzgará válidos o no por referencia a su afán de mando.

¿Qué hacer ante esto? Una sola cosa es posible: o bien abandonarse al desorden o bien optar por el orden. No cabe otra opción personal. Sírvanos de guía por un momento el escéptico Hume, quien, pese a dirigir su más acerada crítica contra uno de los pilares de la actividad científica, contra el principio de causalidad, concluyó que no nos es dado prescindir de él, pues la creencia en la regularidad natural está profundamente arraigada en la naturaleza humana[25].

Otro escéptico, Pirrón de Elis, confirma esta tesis. Según cuentan Diógenes Laercio y Eusebio de Cesarea, fue perseguido una vez por un perro y él, que negaba el testimonio de los sentidos y, por ello, afirmaba que la existencia de las cosas no puede ser afirmada ni negada, trepó a lo alto de un árbol para protegerse, pero que al burlarse de él los presentes respondió que resulta muy difícil desprenderse de la naturaleza humana[26].

La crítica de los escépticos no derriba los fundamentos del pensamiento científico y menos aún los fundamentos de la racionalidad en general, por el mero hecho de mostrar que éstos son creencias arraigadas en la naturaleza de los hombres. Y es que la tesis de la racionalidad de lo real, la idea de que el ser está conformado por un orden que le pertenece y puede ser descubierto por la razón, es un supuesto al que no vale la pena buscar justificación, porque no se trata aquí de buscar las bases de la creencia en el orden del mundo, sino de constatar que esta fe sirve necesariamente de apoyo a nuestra actividad cognoscitiva. No es que la creencia no esté fundamentada, sino que ella es el fundamento. Con esta convicción cita Lévi-Strauss a Simpson:

Los sabios soportan la duda y el fracaso porque no les queda más remedio que hacerlo. Pero el desorden es lo único que no pueden ni deben tolerar… En algunos casos podremos preguntarnos si la clase de orden que ha sido forjado es un carácter objetivo de los fenómenos o un artificio creado por el sabio…Sin embargo, el postulado fundamental de la ciencia es que la naturaleza misma está ordenada[27].

En el campo de las ciencias físicas se abunda en lo mismo. La siguientes palabras de Einstein e Infeld constituyen también una verdadera declaración de fe:

Sin la creencia de que es posible asir la realidad con nuestras construcciones teóricas, sin la creencia en la armonía interior de nuestro mundo, no podría existir la ciencia. Esta creencia es, y será siempre, el motivo fundamental de toda creación científica. A través de todos nuestros esfuerzos, en cada una de las dramáticas luchas entre las concepciones viejas y las nuevas, se reconoce el eterno anhelo de comprender, la creencia siempre firme en la armonía del mundo, creencia continuamente fortalecida por el encuentro de obstáculos, siempre crecientes, hacia su comprensión[28].

Por tanto, lo que sucede no es que descubramos que el mundo está equilibrado, regido por la regularidad, sino que así lo exigimos nosotros. Después de la exigencia del orden viene su desvelamiento. Ahora bien, esta exigencia, antes de ser sometida al tratamiento de la razón, no es ella misma racional. ¿Por qué hemos de desearlo así y no de cualquier otro modo? Solo se puede contestar esta pregunta cuando se ha admitido el postulado de la racionalidad. De otra manera no hay respuesta satisfactoria posible, porque ello sería lo mismo que admitir la posibilidad de un acuerdo racional entre la racionalidad y la irracionalidad. La única salida que queda es decidirse voluntariamente por una u otra de las opciones. Cualquier resolución que se adopte es determinante. Tomar el partido de lo inteligible es resolverse por la total y absoluta racionalidad del ser, sin resquicios ni concesiones. Optar por la irracionalidad es situarse en el campo opuesto, negar que sea posible construir un discurso verídico sobre lo que es e incluso que el ser esté regido por alguna norma. Entre el orden y el desorden no valen componendas. O bien el desorden es total o bien lo es el orden. Admitir zonas intermedias para uno y otro es optar por el caos. Así lo dejó dicho Sebag:

El primer paso es el decisivo: ¿qué debo elegir: el discurso o la violencia, el caos efectivo o la razón? Una vez resuelta esta cuestión y ya lo está, puesto que escribo, queda claro lo que de ella se deriva: no hay, desde ahora, otra existencia posible para mí más que aquella que se conforme a la razón. Mi decisión inicial me circunscribe totalmente; implica que mi vida se someterá a un sistema de normas y que estas normas habrán sido explicitadas por un saber[29].

Ahora bien, no todo se puede reducir de inmediato a esta simplicidad de mi elección. No todo es transparente a la razón. Esto es un hecho que no tengo más remedio que admitir. ¿Qué decir, pues, del fárrago de impresiones, sentimientos, particularismos y opiniones que se me impone y no puedo borrar simplemente por haberme tenido que inclinar por una postura en lugar de por otra? El desorden es un dato empírico que también debe ser sometido a la racionalidad. Solamente entonces será eliminado como desorden. Pero si he admitido que lo real solo puede ser racional, una consecuencia importante deriva de ahí, y es que no todo lo que me encuentro puede ser real, que mi pensamiento encuentra obstáculos para llegar al verdadero orden, el cual no puede en modo alguno confundirse con ellos. Esto no es más que la antigua distinción entre lo que es y lo que aparece. En adelante solo interesa como finalidad última encontrar la ley que gobierna lo que verdaderamente es, sometiéndole también las apariencias que, más o menos imperfectamente, dan señales suyas. Esta es una derivación importante para la investigación científica, porque lo que aparece, que siempre es perceptible empíricamente, es ahora concebido como un campo que en última instancia responde a algún orden.

Pero habría que añadir a lo dicho por Sebag que se nace en el orden y la razón, no siendo la opción tomada por un sujeto otra cosa que una decisión personal de la que él solo puede responder, pero que el orden de lo real no depende de esto, sino que es anterior. Es una propiedad ontológica, no solamente lógica.

4. El lugar de la afectividad

Pasemos ahora al segundo punto: ¿puede la ley de participación servir de soporte a un pensamiento que merezca el nombre de pensamiento? Lo primero que se ha de destacar a este respecto es que la confusión en que se vio envuelto Lévy-Bruhl procedía de un doble error, que consistió, por un lado, en admitir una identidad no demostrada entre racionalidad y ciencia empírica, prejuicio que cabe achacar a toda una época y no solo a él, advirtiendo además que incluso en nuestros días se sigue insistentemente admitiendo esta equivocación por part de quienes profesan la fe en el cientificismo, que no suelen comprender lo que es la razón ni lo que es la ciencia empírica, y, por otro lado, en partir de una posición filosófica que postula una irreductible dualidad entre la razón y los sentimientos. Nada resulta más normal entonces que atribuir la irracionalidad a sociedades denominadas inferiores porque no son sociedades científicas y la racionalidad a las superiores porque sí lo son, y ello sin parar mientes en que los sistemas usualmente calificados de irracionales poseen de hecho una lógica interna. El desacierto es mayor si cabe cuando llega a advertirse que también en nuestra culturas pretendidamente científicas existen sistemas similares, al menos en cuanto a sus funciones. Para cerciorarse de ello basta pensar en los núcleos de pescadores, agricultores, pueblos marginados, etc., de nuestras sociedades. Más aún: ¿acaso la actividad política, económica, comercial, etc., se rigen por principios de la ciencia empírica? ¿Se puede admitir que el propio científico organiza su vida según leyes extraídas de su ciencia?

De esta confusión procede en realidad la teoría de Lévy-Bruhl, que hoy nadie puede aceptar. Si la racionalidad se reduce a la ciencia empírica y si la única alternativa posible con respecto a ésta es el terreno afectivo, entonces no hay otra opción que incluir a los grupos sociales que no han llegado a conocer la ciencia en el marasmo cognitivo, en la irracionalidad. Pero la situación cambia radicalmente si se atribuye al pensamiento científico la realidad que la corresponde, que no es otra que ser una manifestación entre otras de una arquitectura racional capaz de engendrar, junto a la ciencia y en pie de igualdad con ella, una pluralidad de construcciones portadoras de un rigor y una coherencia característicos a cada uno de los conjuntos nacidos. Dichas construcciones sistemáticas habrán de ser juzgadas en pie de igualdad con respecto a la ciencia, si no en la función que se les ha encomendado, sí al menos en cuanto a su estructuración básica.

No obstante, Lévy-Bruhl, en su empeño por no conceder al intelecto la primacía que no puede menos que otorgársele, realiza constantes esfuerzos, siempre fallidos, por caracterizar el pensamiento que él llama prelógico:

Llamándole prelógica (a la mentalidad primitiva) solamente quiero significar que no se limita ante todo, como nuestro pensamiento, a abstenerse de la contradicción. Obedece a la ley de la participación…[30].

La precisión de esta cita, a pesar de su expresión en cierto modo titubeante, muestra con claridad meridiana que es el abstenerse o no de la contradicción el instrumento utilizado para caracterizar un pensamiento frente a otro. La ley de participación, pues, que es el supuesto eje en torno al cual gira la mentalidad primitiva, es independiente del principio de contradicción. Así ha de entenderse, a pesar de que en líneas anteriores se afirma la poca verosimilitud de que alguna representación colectiva no obedezca las leyes lógicas. Por tanto, si el principio de contradicción impide fusionar lo que es distinto y opuesto[31], y si la ley de participación escapa a dicho principio, habrá de pensarse que esta ley no prohíbe aquella fusión de elementos heterogéneos:

En virtud de este principio, los seres y los objetos pueden ser, en sus representaciones, a la vez ellos mismos y otra cosa[32].

Así es por necesidad: no abstenerse de la contradicción equivale a confundir conceptos distintos. Explicar la participación por la supremacía de lo afectivo sobre lo intelectual conduce a la confusión, en el seno de un magma que es emocional, de trozos concebidos como separados. Ahora bien, hay que volver a repetir que es preciso optar por la racionalidad o por la irracionalidad, con todas las consecuencias que ello implica, lo que obliga a admitir que la indiscriminación solo puede producirse a partir de factores que en principio están integrados en un sistema. Solo es posible confundir y mezclar elementos previamente separados. Luego la distinción, el orden y el sistema son previos; la confusión solo puede ser posterior a ellos.

El pensamiento simbólico, del cual la mentalidad primitiva es solo un sector, es en primer lugar un sistema construido a partir de la diferenciación y la discriminación de los elementos que lo integran y está construido sobre los cimientos del principio de contradicción. Si ocurriera de otro modo, ello constituiría con toda evidencia la disolución del pensamiento prelógico como tal pensamiento. Cierta idea del propio Lévy-Bruhl apunta también en esta dirección:

¿Han existido alguna vez grupos de seres humanos o prehumanos cuyas representaciones colectivas no hayan obedecido a las leyes lógicas? Lo ignoramos: en todo caso es muy poco verosímil[33].

Pero la expresión es insuficiente. Más que decir que un pensamiento no sujeto a la lógica es algo poco probable, habría que afirmar que ese caso es necesariamente imposible. Un pensamiento independiente de la lógica no es un pensamiento. Esa es la razón profunda por la que el principio de contradicción no puede servir para establecer mentalidades esencialmente diferentes. Todas son sistemas con el mismo derecho; todas realizan la función de definir las equivalencias que son posibles y las que no lo son; todas son asimismo portadoras de un rigor igualmente válido, pues en cualquier otro caso se anularían como sistemas de pensamiento. A lo más que puede llegarse es a la admisión de diferentes tipos de rigor, pero no a la discusión del rigor en sí, que caracteriza a todos por igual.

¿Cuál es entonces la índole general de estos cuadros simbólicos? Para contestar esta pregunta resulta útil acudir a algunas precisiones de las que hace uso la lingüística:

De hecho, corresponde a cada lengua una organización particular de los datos de la experiencia. Aprender otra lengua no es poner nuevos rótulos a objetos conocidos, sino acostumbrarse a analizar de otro modo aquello que constituye el objeto de comunicaciones lingüísticas[34].

Lo propio de la lengua es recortar trozos no significativos de lo real e incluirlos dentro de una estructura que no procede de ahí. Así es como el idioma organiza el dato experimental e introduce la discontinuidad en un campo que, a no ser por la intervención del signo, solo podría ser concebido como continuo. En esto se basa propiamente la arbitrariedad del signo lingüístico: en que el lado significante no es tomado de un campo ya organizado. De ahí deriva forzosamente la contingencia del orden introducido, ya que se yuxtaponen, de un modo no necesario, elementos procedentes del mundo psíquico sobre otros que provienen de lo físico. Una vez que esto ha tenido lugar, cada individuo aprende desde su niñez a relacionar sus contenidos de conciencia[35] con un campo ya estructurado que él recibe. De esta manera se estructuran también sus propios contenidos psíquicos de una forma semejante en los diferentes sujetos, con lo que éstos tienen fácilmente abierta la posibilidad de la comunicación, máxime si se tiene en cuenta que con todo ello se les transmiten los sistemas de valoraciones, ideas y creencias de su sociedad, todo lo cual viene a constituir realmente su pensamiento.

De esto se sigue que el estudio de la lengua no puede realizarse por referencia al sujeto que la utiliza para sus fines, sean éstos de comunicación, comprensión del mundo, dominio o cualesquiera otros. El ser de la lengua no podría ser entendido en su esencia si éste fuera el único procedimiento posible de acercarse a ella, porque dicho ser solamente puede consistir en la articulación sistemática de elementos definidos, articulación que no depende de subjetividad alguna, puesto que en muchas ocasiones le es ajena. En efecto, las palabras aisladas no transportan significado de ningún tipo, pues éste solo puede proceder de relaciones establecidas a priori entre ellas. Consideradas en sí, las palabras son solo un campo de posibilidades que serán o no actualizadas según la conducta de los individuos. Ese campo de posibilidades es lo que constituye el objeto de estudio, no las actualizaciones particulares, siempre inmersas en el curso del tiempo y que solo pueden intervenir a título de ilustración de algo que ellas no son. La historia es el reino de la contingencia. El tiempo no presenta asidero racional. Ese campo de posibilidades forma una organización peculiar. Solo ella define a priori los procesos discriminadores que en la lengua podrán realizar posteriormente los individuos.

La situación para el pensamiento simbólico no es en verdad la misma, pero es en el fondo similar. Trátase primeramente de símbolos, no de signos. Lo que distingue a ambos es que mientras el signo, como ya se ha dicho, toma su cara significante de un campo no organizado, el símbolo se sirve de signos lingüísticos ya constituidos en sistemas. De ahí que la arbitrariedad se reduzca considerablemente, aunque sin llegar a desaparecer en su totalidad. Solamente podría desaparecer en el caso de que se considerasen los términos aislados procedentes de la lengua. Pero ello constituiría una vuelta a otro sistema distinto del mítico, en el cual los términos solo existen por el lugar que ocupan. Podría objetarse que el significado de cada término viene ya determinado por la lengua. Ello es cierto, pero no sin dejar posibilidad de elección. En efecto, el cordero puede ser concebido como animal joven, como hijo de la oveja, puede simbolizar la docilidad, la debilidad, el alimento, su utilidad para convertirse en abrigo, etc., posibilidades proporcionadas, es verdad, por la lengua, pero el mito elige unas y desecha otras, sin que en ello intervenga el sistema lingüístico.

He aquí, por tanto, el motivo de que el mito no pueda ser en principio interpretado como reflejo de situaciones concretas, sean éstas individuales o colectivas. Ambos casos, en efecto, están sumergidos en el mundo de la diacronía y, del mismo modo que sucedía para los individuos con respecto a la lengua, ocurre aquí con los actores del mito con respecto a éste. Toda interpretación cuyo punto de referencia sea lo externo al mito, considerado como conjunto sistematizado en virtud de leyes que le son propias, puede acertar en algunos de los puntos tratados, pero nunca dejará de tener el valor de una asociación de ideas, aceptable solo para determinados casos particulares. Así lo muestra, por ejemplo, la historia de la religión cristiana, cuyas ideas básicas han permanecido prácticamente iguales a través de los siglos y las culturas, lo que no ha impedido que sean aceptadas por gentes cuya práctica social e histórica era diferente, gentes para quienes la religión ha sido siempre capaz de ofrecer, bajo el ropaje de los mismos conceptos, contenidos susceptibles cada vez de expresar satisfactoriamente la vida, los obstáculos, las aspiraciones, etc., de los creyentes. El Cristianismo no podría ser entendido si se lo relacionara con la actuación de tal o cual personaje ilustre o con los avatares propios de un determinado momento histórico, como en muchas ocasiones se ha pretendido. Esto solo valdría para ilustrar la relación que dicho personaje mantenía con su creencia, la forma en que por él era vivida, o bien la utilización o concepción del mito que mantuvo una época concreta, pero nada o muy poco diría sobre lo que es el Cristianismo. Hechos suficientes para apoyar estos razonamientos pueden encontrarse en la descripción que de un campo de estudio moderno, el de los pueblos arcaicos que asisten a la desaparición o destrucción de su cultura en contacto con Occidente, hacen Victorio Lanternari en Movimenti religiosi di libertá e di salvezza dei popoli opressi, y María Isaura Pereira de Queiroz en Historia y etnología de los movimientos mesiánicos. Estos pueblos negros de África, indios de las llanuras americanas, melanesios…han adoptado el Cristianismo, muchas veces traspuesto o traducido a sus propias creencias locales, como expresión en la mayoría de los casos de su repulsa del choque colonizador y como manifestación de una posible escapatoria al caos que ellos ven avecinarse con la pérdida de la tradición. El comentario que Sebag hace sobre esto mismo acaba en unas afirmaciones cuyo sentido queda plenamente incluido dentro de lo que aquí se está tratando:

Nada más sorprendente a este respecto que ver cómo categorías que un largo uso nos ha llevado a considerar como naturalmente asociadas a determinados contenidos psicológicos, emocionales o sociales, se cargan de un valor netamente diferente, al tiempo que conservan una forma idéntica[36].

Es esa forma idéntica la que interesa dilucidar, porque solamente cuando sepamos lo que una cosa es podremos conocer las transformaciones que puede sufrir. Transformaciones que tampoco arraigan en la experiencia vivida, porque ellas permanecen en el plano lógico, en tanto que el contenido es siempre forzosamente imprevisible. En efecto, las alteraciones que el sistema haya de sufrir están ya a priori dadas en el propio sistema como posibilidades. Dinámica estructural e historia no son propiamente lo mismo. El sistema y el modo en que el sistema es vivido son diferentes, y las relaciones que entre ellos pueda haber no son relaciones necesarias sino contingentes y, por tanto, no pueden constituirse en objeto de ciencia.

El mito ha de ser entendido, según lo dicho, como la manifestación de una entidad lógica. Son las categorías intelectuales de una sociedad las que han entrado a constituirse en ideología, categorías que, despojadas de toda la ganga de que han de servirse para expresarse, pueden ser encontradas en el terreno político, religioso, etc. Ellas son la base de la organización de los diferentes discursos. Su existencia amplía hasta puntos no imaginados anteriormente la noción de actividad intelectual.

Podrá extrañar este radicalismo, pero se trata de una consecuencia de lo dicho hasta aquí. ¿Habría que aceptar entonces la inexistencia del sentimiento? En cierto modo, parece haber quedado reducido a pura nada, pero no es del todo cierto. En términos que resultan familiares, podría decirse que el sentimiento no pasa de ser una materia primordial siempre a la espera de actualizar una forma que, en cuanto tal, no le pertenece sino como pura posibilidad. De ésta proceden sus determinaciones concretas, pero el sentimiento por sí solo es apenas un caos de potencialidad irrealizada. Por ello la afectividad no es un objeto racional y las ciencias del hombre no pueden tenerla en cuenta de manera directa. Del funcionamiento de una fábrica no se pueden deducir las características del emplazamiento anterior a la existencia de la fábrica. Del mismo modo, de la organización racional de las ideologías, del mundo del sentido, no se pueden extraer conclusiones acerca de un supuesto cimiento que lo fundamentara, pues éste es ya comprendido en los términos de lo que sobre él se ha levantado. El sentimiento discurre por el cauce de la construcción racional.

Pero nos estamos apresurando. Esto último pertenece a otro problema que no puede ser tratado aquí. Este escrito habrá logrado su propósito si ha mostrado en qué se oponen dos teorías, una que ve a los individuos como seres racionales que pueden ser más o menos constreñidos por la irracionalidad propia de sus representaciones colectivas y otra que los ve como seres privados de razón en cuanto individuos biológicos, pero que advienen a ella por la constricción de dichas representaciones colectivas. La primera, que es errónea, es la defendida por Lévy-Bruhl, la segunda por otros sociólogos, como Durkheim. La cuestión principal estriba en lo que ambas entienden por racionalidad. Parece claro que Lévy-Bruhl piensa que es el pensamiento científico moderno, por lo que su interpretación de la mentalidad primitiva no es más que una proyección sobre el salvaje de una definición perteneciente a un trozo de la cultura occidental. Más acertada parece la posición de quien, como Durkheim y otros, se han mantenido alejados de este estrecho positivismo y han podido extender la racionalidad a otros campos diferentes al de las ciencias naturales.


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[1] V. LÉVI-BRUHL, L., Les fonctions mentales dans les sociétées inferieures, Alcan, (2ª), Paris, 1912, pág. 21.

[2] EVANS-PRITCHARD, E. E., Las teorías de la religión primitiva pág. 131. trad. de M. Abad y C. Piera, Siglo XXI, Madrid, 1976, pág. 131.

[3] V. LÉVY-BRUHL, L., o. c., pág. 30.

[4] V. EVANS-PRITCHARD, E. E., o. c., págs. 140-141.

[5] LÉVY-BRUHL, L., o. c., según traducción de G. Weimberg, pág. 69. Las cursivas son del autor.

[6] LÉVY-BRUHL, L., La mentalidad primitiva, tr. G. Weimberg, La Pléyade, Buenos Aires, 1972, pág.34

[7] CAZENEUVE, J., La mentalidad arcaica, tr. P. Canto, Siglo Veinte, Buenos Aires, 1967, pág. 49.

[8] LÉVY-BRUHL, L., o. c., pág. 37.

[9] La seguridad en esta creencia es tan firme en el hombre común como en el científico, como asegura Popper en POPPER, K. R., La lógica de la investigación científica, tr. V. S. de Zavala, Tecnos, Madrid, 1962, págs. 27 y ss.

[10] V. LÉVY-BRUHL, L., o. c., págs. 84 y ss.

 

[11] V. CAZENEUVE, L. o. c., pág. 229.

 

[12] LÉVY-BRUHL, L. o. c., págs. 44-45.

 

[13] V. LÉVY-BRUHL, L., o. c., págs. 56-57.

 

[14] LÉVY-BRUHL, L., Les carnets de Lucien Lévy-Bruhl, P. U. F., Paris, 1949, pág. 117.

[15] V. LÉVY-BRUHL, L., La mentalidad primitiva, págs. 38 y ss. y 379.

[16] EVANS-PRITCHARD, E. E., o. c., págs. 138-139.

[17] CAZENEUVE,. o. c., pág. 38.

[18] Siguiendo este método, el investigador que quiere conocer la conducta de los caballos imagina ser uno de ellos y a continuación extrae consecuencias de su introspección en lugar de extraerlas de lo que observe en los caballos. Lévy-Bruhl, por su parte, se expresa así: "En lugar de sustituirnos imaginariamente a los primitivos que estudiamos y hacerles pensar como nosotros si estuviésemos en su lugar, lo que no puede conducirnos más que a hipótesis más o menos verosímiles y casi siempre falsas, esforcémonos, por el contrario, en ponernos en guardia contra nuestros propios hábitos mentales y tratemos de descubrir los de los primitivos por el análisis de sus representaciones colectivas y las relaciones entre estas representaciones LÉVY-BRUHL, L., o. c., pág. 34.

[19] CAZENEUVE, J., o. c., pág. 36.

[20] LÉVY-BRUHL, L., o. c., pág. 52 y ss. y 91 y ss.

[21] Cabría decir, en apoyo de Lévy-Bruhl, que la experiencia está radicalmente incapacitada para refutarlas, puesto que el terreno en que ella misma se desenvuelve y la causa que la posibilita dependen en verdad de aquellas.

[22] LÉVY-BRUHL, L., o. c., págs. 182 y ss. y 193.

[23] LÉVY-BRUHL, L., o. c., págs. 384-385.

[24] MAQUIAVEL0, N., El príncipe, tr. J. Merino, Editores Mexicanos Unidos, (2ª), México, 1976, págs. 121-122.

[25] V. HUME, D., A treatise of human nature, Penguin, 1969, 1, III.

[26] DIOGENES LAERCIO, Vitae Philosophorum rec., H. S., Long, 2 voll., Oxonii, E Typografeo Clarendoniano, 1964. IX, 66, y EUSEBIO DE CESAREA, Praeparatio. Evangelica, Oxonii e TYpographeo Academico, MCMIII XIV, 18, 26.

[27] SIMPSON, citado en LÉVI-STRAUSS, C., El pensamiento salvaje, Tr. F. C. Aramburo, F.C.E., México, 1964, pág. 25.

[28] EINSTEIN, A., e INFELD, L., La física, aventura del pensamiento, Tr. R. Grinfeld, Losada, (8ª), Buenos Aires, 1969, pág. 252.

[29] SEBAG, L., Marxisme st structuralisme, Peyot, Paris, 1964, pág. 7 (según la traducción de I R. de Solís en S. XXI)

[30] LÉVY-BRUHL, L., Les foncticns mentales…, pág. 69.

[31] Ens non potest esse simul non-ens, o bien: Impossibile est idem simul esse et non esse, rezan algunas formulaciones latinas de este principio.

[32] En virtud de este principio, los seres y los objetos pueden ser, en sus representaciones, a la vez ellos mismos y otra cosa, afirma CAZENEUVE, J., o. c., 16.

[33] LÉVY-BRUHL, L., o. c., pág. 69.

[34] MARTINET, A., Elementos de lingüística general, Tr. J. C. Ruiz, Gredos, (2ª), Madrid, 1970, pág. 19.

[35] Sería del máximo interés dilucidar si esos contenidos de conciencia son o no producidos en realidad por la propia lengua. Ante la imposibilidad práctica de tomar ahora una decisión sobre esto, es preferible optar por la tesis más realista.

[36] LANTERNARI, V., Movimenti religiosi di libertá e di salvezza dei popoli oppressi, Giangiacomo Feltrinelli Editore, Milán, 1960, y QUEIROZ, M. I. P., Historia y etnología de los movimientos mesiánicos, Tr. F. M. Torner, (2ª) México, 1969.


 

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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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