Antes de quemarse no es posible saber que el fuego quema, a no ser porque otra persona nos lo haya contado. Mas esta persona debe saberlo porque otra se lo ha contado a su vez o porque ella misma se ha quemado…, y así sucesivamente. Pero debe haber alguien al principio de la cadena, alguien que por primera vez aprendió en su carne que el fuego quema. Antes de él no fue posible saberlo. Lo más importante, sin embargo, no es eso, sino que, una vez que sucedió, surgió de ahí una seguridad inquebrantable: que el fuego quema, no ahora, antes o después, sino siempre, y que basta con que otra persona cualquiera se acerque demasiado a él para comprobarlo. Siempre que el hecho se repita se repetirá la consecuencia del mismo. Creemos en ello firmemente después de haberlo experimentado una sola vez.
Y porque lo creemos sin dudarlo un instante no nos acercamos demasiado al fuego. Es una forma de conducta que sigue a la creencia y ha sido modelada en nuestro contacto con la naturaleza desde que somos hombres. Esperamos que las cosas naturales se comporten siempre del mismo modo y que, en consecuencia, basta con una sola experiencia como la descrita para estar seguros de que siempre ha sucedido, sucede y sucederá lo mismo, es decir, para creer firmemente en algo que se extiende más allá de los límites de cualquier experiencia. Esto es algo que acompaña al hombre desde que existe sobre este planeta. Más: debe estar incluso en la base de las técnicas rudimentarias utilizadas por el antropoide que nos antecedió, por lo que no es aventurado decir que se trata de una seguridad animal, de la que no podemos prescindir.
Lo cual obliga a admitir que este método de conocimiento tiene mucha mayor importancia que todos los demás, juntos o por separado. Es el propio de las ciencias de la naturaleza, donde ha logrado desde hace tres siglos una perfección admirable, pero su práctica se remonta a los orígenes mismos del ser humano, si no más allá. Y, exceptuando las verdades formales de la lógica y la matemática, cuya incidencia sobre la conducta humana ordinaria es prácticamente nula, abarca todo cuanto conocemos acerca de la realidad y de nosotros mismos, por lo que el examen de sus fundamentos es del mayor interés.
Pero el examen de este proceder provoca la mayor perplejidad. Cuando podría esperarse descubrir que este modelo de conocimiento, el único por medio del cual se logran afirmaciones válidas para la generalidad de los hombres, está sólidamente fundamentado y es máximamente fiable y semejante en todo al de la deducción brotan dudas que parecen insuperables.
Como vimos más arriba, el problema principal es el de conseguir un universal subjuntivo, como el de h), que sirva de primera premisa para un razonamiento científico. Dicho universal, además, no puede ser formal, sino empírico. Pero la experiencia no puede dárnoslo. La observación sensible, tanto si es la de un solo hombre como si es la de la humanidad entera, nunca podrá ampliarse hasta la totalidad de los casos, y menos aún hasta la totalidad de los casos posibles. Aunque las observaciones sean muchas, nunca serán todas y, por tanto, siempre será posible pensar que alguna de las futuras podría contradecir a las pasadas. Luego no es posible pasar de lo experimentado a lo no experimentado sin riesgo de equivocarse, porque muchos casos verdaderos no hacen que todos los demás sean también verdaderos.
Pese a estas razones, seguimos creyendo tener conocimientos sobre la totalidad de los casos de algunas series. Conocemos aproximadamente el medio a través del cual adquirimos experiencia, sabemos que tal experiencia se produce siempre en algún presente, estamos convencidos de que ésta, guardada en la memoria y debidamente administrada, es suficiente para justificar nuestra creencia sobre lo que sucederá en el futuro y lo que ha sucedido ya en el pasado, y de que es fundamentalmente distinta de las creencias que se nos imponen por la fuerza del poderoso o por la persuasión del demagogo. Estamos, pues, seguros de que es posible hacer inferencias desde lo que está pasando hasta lo que no ha pasado todavía. ¿A qué obedece esta seguridad? Indudablemente a que pensamos que el presente, el pasado y el futuro son iguales. Pero ¿lo son realmente?
Dejando de lado ahora el presente, hay una diferencia metafísica entre el futuro y el pasado: el segundo está ya dado y completo, en tanto que el primero está todavía por venir, abierto. Luego los conocimientos que tengamos del pasado están ya determinados y, si son verdaderos, son inmutables. En otras palabras: son conocimientos presentes sobre hechos sucedidos anteriormente ¿Podemos tener también conocimientos sobre hechos no sucedidos todavía?
Que la pregunta no es baladí lo muestra el haber ocasionado múltiples quebraderos de cabeza nada menos que a los que defienden la existencia de la libertad de la voluntad. La razón de ello es que un conocimiento actual verdadero sobre el futuro parece indicar sin lugar a dudas que el futuro está rígidamente causado y determinado, pues, en caso contrario, el conocimiento en cuestión no podría ser verdadero. Si yo sé en este instante que el timbre que marca el final de las clases sonará a las 10,15, y lo lo que yo sé es verdad, entonces el timbre no tiene más remedio que sonar a las 10,15.
Para entretenimiento y solaz del lector, imagine por un momento que fuera cierto que tenemos conocimientos actuales sobre el futuro y que, en consecuencia, éste está determinado causalmente. Entonces se podrían hacer razonamientos verdaderos como éste:
1) Me casaré o no me casaré.
2) Si ha de resultar lo primero, no tengo por qué buscar novia, pues de todos modos me habré de casar; y si ha de resultar lo segundo menos todavía.
3) Luego es mejor no buscar novia.
O como este otro
1) Cuando acaben estas explicaciones me habré enterado de ellas o no.
2) Si, acabadas las explicaciones, no me he enterado, entonces no tiene sentido que ahora atienda.
3) Si, por el contrario, me he enterado, entonces tampoco tiene sentido que me esfuerce ahora.
4) Luego es mejor no esforzarme en atender.
Donde se supone que la primera proposición es verdadera ahora, por más que su contenido se refiere a después. Siendo así, habría que admitir que tales razonamientos son formalmente verdaderos.
Bromas aparte, que habría que tomar en serio si estuviéramos hablando de la libertad, parece indiscutible que, a pesar de todos los inconvenientes, aceptamos la semejanza entre el futuro y el pasado y que esta semejanza no la hemos percibido, pues para ello deberíamos tener percepción del mañana, para lo cual sería necesario antes vivir en él… No la hemos inferido, sino que la hemos aceptado sin prueba alguna, fiados ciegamente en que las cosas ocurren siempre del mismo modo. Sabemos que la naturaleza es regular y, por ese saber nuestro, confiamos en que lo que sucedió ayer es lo mismo que sucederá mañana y que las causas que han actuado una vez volverán a actuar de nuevo del mismo modo. ¿Es ésta una creencia fundada?
Lamentablemente no. Si se pudiera demostrar que el curso de la naturaleza es regular no sería posible concebir sin contradicción un caso en contrario. Pero esto último es falso, por lo que no es posible demostrar que el curso de la naturaleza es regular y que el futuro es igual que el pasado. Es decir: cabe la posibilidad de que la naturaleza cambie su curso, aunque nunca llegue a hacerlo, y, por tanto, no puede darse una demostración de que no puede cambiar. Ni siquiera puede probarse que el futuro ha de ser probablemente igual al pasado, pues un razonamiento probable tendría que reposar sobre la creencia de que la naturaleza es regular, en cuyo caso sería un círculo vicioso. Para que nuestra experiencia del pasado pueda servir de prueba de lo que sucederá en el futuro hay que aceptar previamente que hay semejanza entre ambos, pero esta aceptación no nos viene de la experiencia misma ni de un razonamiento que hayamos hecho sobre ella. Nos viene simplemente de una creencia: aceptación sin pruebas de algo sobre cuya base se edifica todo nuestro saber sobre la realidad, a excepción de los conocimientos de las ciencias formales.
Luego no existe un principio de inducción puramente lógico que, como el de deducción, permita formular proposiciones universales.