37. Es claro que, en el principio, antes de que el deseo de tener más de lo necesario hubiese alterado el valor intrínseco de las cosas, el cual sólo depende de su grado de utilidad para la vida de un hombre, y antes de que los hombres hubiesen acordado que una pequeña pieza de metal amarillo inoxidable e incorruptible tuviese el mismo valor que un gran trozo de carne o todo un montón de grano, los hombres podían apropiarse con derecho, mediante su trabajo, de tantas cosas naturales como fuesen capaces de usar; mas estas cosas no pudieron ser muchas, ni causaron perjuicio a nadie allí donde una cantidad igual fue dejada para uso de quienes estuvieron dispuestos a emplear el mismo trabajo. A lo cual me permito añadir que aquél que, mediante su propio esfuerzo, se apropia de una parcela de tierra, no sólo no disminuye la propiedad común de la humanidad, sino que la acrecienta; pues los frutos en beneficio de la vida humana que son producidos por un acre de tierra cultivada, resultan ser –sin exageración– diez veces más que los producidos por un acre de tierra igualmente fértil que no es aprovechado y continúa siendo terreno comunal. Por lo tanto, aquél que parcela una porción de tierra y mejora su vida, mediante el cultivo de diez acres, mucho más de lo que la mejoraría dejando cien acres en su estado natural, puede decirse que está dando noventa acres al género humano; y ello es así porque su trabajo está proporcionándole frutos sacados de una parcela de diez acres, en cantidad equivalente a la que produciría una tierra comunal de cien. Mas si digo que la productividad de la tierra cultivada es diez veces mayor que la de la no cultivada, la verdad es que estoy calculando muy por lo bajo; más acertado sería decir que la proporción se aproxima al ciento por uno. Pues habría que preguntarse si de verdad en las tierras salvajes de América que no han sido cultivadas y permanecen en su estado natural, sin ninguna mejora, labranza o cultivo, mil acres producen los mismos bienes utilizables para la vida, que los que producen diez acres de tierra igualmente fértil en el condado de Devonshire donde han sido cultivados.
Antes de apropiarse de la tierra, todo aquél que recogía tantos frutos silvestres como era capaz, y mataba, apresaba o domaba tantas bestias como le era posible; y todo aquél que empleaba su esfuerzo aplicándolo a los productos espontáneos de la naturaleza alterando el estado en el que la naturaleza los había dejado, adquiría así la propiedad de ellos. Pero si estos bienes perecían en su posesión sin que él hubiera hecho uso de ellos; es decir, si los frutos sacados de la tierra se corrompían, o si la carne de venado se echaba a perder antes de que él pudiera consumirla, ello constituía una ofensa contra la ley común de la naturaleza. Pues el hombre sólo tenía derecho a aquello que podía serle útil y beneficioso para su vida .
(Locke, J., Dos ensayos sobre el gobierno civil, tratado II, cap. V, sección 37, pág. 230)