Era un profesor extraño, distinto de los demás por su forma de vestir, hablar y comportarse. Siempre llevaba corbata: “por respeto a la clase”, decía. Nunca alzaba la voz, porque creía que era algo propio de gente mal avenida y descortés hablar a gritos. Comenzaba su clase con gravedad y reposo, sabiendo siempre que los alumnos se obligarían a callar por sí solos.
Encorvado ya por causa de sus años, su voz cascada emitía hileras de palabras que te enredaban. En aquella ocasión comenzó declarando que la madeja de la filosofía está hecha de muchos hilos y que si se tira de alguno de ellos se encuentran las relaciones más insospechadas. Uno de tantos era el que asociaba a Ortega, Platón y Tomás de Aquino sobre el concepto de tonto.
“Del mismo modo -comenzó la clase- que existe el género felino, con sus especies de tigre, leopardo, pantera y otras, así existe el género tonto, con sus especies estúpido, asno, estulto, necio y otras. No es cosa de hacer ahora pesquisas en ninguna de las especies particulares, lo que daría a ustedes no poco entretenimiento y jolgorio, sino sólo en lo común a todas, en el género tonto. Como ustedes saben, la filosofía procura descubrir la naturaleza de las cosas y, dado que ésta de que hoy hablo se halla presente en la vida de todos nosotros, conviene averiguar en qué consiste. Aquí mencionaré el tonto a secas, o ignorante, que deviene casi siempre insensato, con deseo de mando sobre otros.
La explicación de hoy acude a ideas de filósofos distantes en el tiempo, mas no en la argumentación, que yo trato ahora de traer ante ustedes, y parte de una frase que aparece en la Vulgata antigua: «Los malvados no se corrigen casi nunca y el número de los tontos es infinito«. Adviértase que si ese número es infinito, estamos todos dentro. Esto es de la máxima importancia, porque no hay diferencia esencial entre un listo y un tonto. Lo cual es evidente y claro en cuanto se piensa un poco, porque el hacer tonterías, decirlas y, sobre todo, pensarlas, es lo más corriente y fácil del mundo. Es como hallarse sobre unos patines en una cuesta abajo. No hay nadie que no haya corrido este peligro mil veces y no haya caído mil veces en él.
No obstante, unos se dan cuenta y otros no. Los primeros son los listos. No es que lo sean de nacimiento, no, porque la verdad ontológica es que nadie es inteligente esencial. Lo que sucede es que algún tonto averigua de vez en cuando que está a un paso de cometer una tontería y por eso se cuida. Luego un listo es un tonto que se cuida. Así es como se convierte en listo casi a diario, pero tiene que persistir, vigilante, en esa vía. Si no lo hace, vuelve de inmediato a su sandez. Un inteligente es alguien habitado por el temor de no serlo.
El que, por el contrario, no se cuida porque no sabe que es tonto está condenado a serlo a tiempo completo y para siempre. Su mal es perpetuo. Encerrado dentro de los muros de su tontería, resulta imposible sacarlo de ella y hacerle que se dé una vuelta por los alrededores para airearse un poco. Esos muros no son otra cosa que creerse listo, prudente y perspicaz, pero sin serlo. En eso nada más consiste su desdicha, su mal y su desgracia, aunque él no lo sabe, o más bien porque no lo sabe.
La deficiencia intelectiva del tonto trae aparejada además una preocupante consecuencia moral, y es que suele ser más peligroso que un malo, porque el malo descansa a veces de su maldad, pero el tonto no se cansa de su necedad.
Con todo esto tiene que ver la división de los seres capaces de inteligencia en tres clases. A un lado está la divinidad, que entiende todo y por ese motivo no desea saber, porque nadie quiere lo que tiene ya. En el extremo opuesto se halla el tonto irreparable, que tampoco desea saber, porque cree que sabe ya. Enseñarle algo es una tarea imposible. Es como pretender que un burro aprenda algo poniéndole delante un libro. Entre los dos está el que no sabe, pero se da cuenta de ello. Estas son, pues, las tres clases de seres dotados de razón que puede haber: Dios, que la posee plenamente, porque se posee a sí mismo, el tonto, que, pudiendo desarrolarla y completarla, la desprecia, y el inteligente, que la echa de menos y hace esfuerzos denodados por lograrla.
El saber es una de las cosas bellas y el Amor desea lo que no tiene, la belleza, y, por tanto, tiene amor al saber, algo de lo que el tonto es incapaz, por lo ya dicho. Si el inteligente es un intermedio entre la divinidad y el tonto, es porque ha reconocido su carencia y tiene necesidad de remediarla. Quien ha hecho este descubrimiento tiene que aspirar a participar en algo de Dios, que es sabio y en ello se complace. Por eso estará siempre inquieto y descontento, buscando y esperando la luz. “Inquieto está nuestro corazón…” dejó dicho san Agustín.
Pero, viniendo a las cosas de este mundo, sea suficiente hoy concluir una regla de conducta de un alto valor formativo para ustedes: que es imposible discutir con un tonto. Habría que hacerle apearse de su burricie para así razonar con él a pie. Pero él, siempre incapaz de aprender algo, te mirará siempre desde lo alto de ella. Sea cual sea el asunto de que se trate, nunca dejará de declararse vencedor y nunca le faltarán otros muchos como él para confirmarle en su idea. Así es como la maldad gobierna tantas veces el mundo.”
Con este grave aserto terminó la explicación que yo he resumido aquí. Después guardó silencio. Nosotros nos quedamos callados.